Arte

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Este cuadro se titula «Crimen pasional». Fue pintado en 1972-73 por Rafael Pérez-Mínguez, pintor madrileño fallecido en 1999, y se encuentra en el Museo de Arte Contemporáneo en Madrid. Datos, aquí.

Veamos:

  • hace cuarenta años había hombres que mataban a mujeres por lo que entonces se llamaba «crimen pasional», algo generalmente encuadrable en temas de celos o análogos
  • desde que el mundo es mundo se guarda memoria de que en todas partes hombres mataban a mujeres por lo que, existiera o no esa expresión, se llamaba hasta épocas muy recientes «crimen pasional»
  • hoy hay hombres que siguen matando a mujeres por lo que hoy se engloba en  la «violencia de género»
  • y asesinatos de este tipo han inspirado desde siempre  obras artísticas de primer orden.

Sí, el repugnante asesinato de mujeres ha sido fuente de inspiración de innumerables obras artísticas, de las que solo voy a citar un ejemplo: nada menos que el Otelo de Shakespeare. La lista de obras artísticas de primer orden de todo tipo que en efecto ha inspirado lo que hoy encajaría en volencia de género, en el ámbito de la Literatura, la Pintura, el Teatro, la Música, el Cine (de la Literatura, la Pintura, el Teatro y la Música y el Cine con máyusculas) es inagotable, y abarca numerosísimos países y tantos siglos que se pierde la cuenta. No voy a intentar ni siquiera iniciar esa lista, salvo decir que incluso las Mil y Una Noches trata de cómo la esposa de un rey que asesina sistemáticamente a sus sucesivas esposas consigue evitar su sino mediante el sistema de intrigarle contándole interminables historias. Este cuadro lo he escogido, no porque pueda compararse en valor artístico ni remotamente con un Otelo de Shakespeare, sino porque sin tapujos nombre de la obra y contenido se aproximan mucho entre sí (según el concepto terminológico de esa época, por supuesto). «El médico de su honra» de Calderón no se titula «La mujer asesinada por su marido con el pretexto de unos celos estúpidos». Y el drama de Shakespeare se titula «Otelo» y no «Desdémona asesinada» porque, como es frecuente en la representación artística de asesinatos de lo que hoy llamaríamos violencia de género, el acento se pone en el hombre asesino, y no en la mujer víctima, hasta en eso considerada de importancia secundaria, y hasta tal punto que ni se la menciona en los títulos de la obras. Y no deja de ser sorprendente cómo se insiste en los análisis literarios en que Otelo mata  a Desdémona como consecuencia de las intrigas de Yago, que es como insinuar que habría hecho bien en matarla si la infidelidad hubiera sido real en vez de una calumnia, en vez de decirse la realidad: que la mata porque le da la gana matarla.

Lo de matar mujeres por serlo viene de muy largo, y lo de representarlo artísticamente incluso sin la menor intención crítica también. Y no por eso decimos que puesto que es larga la tradicion de matar mujeres, y ha inspirado además innumerables obras de arte que reflejan el asesinato de mujeres a manos de hombres, vamos a mantener esa «tradición» porque, primero, por el mero hecho de venir de lejos  per se tenga que ser bueno y por eso haya que mantenerlo y segundo, porque todo lo que refleje el Arte y todo lo que inspire a artistas es por ese mero hecho bueno y haya de ser mantenido.

Y ese razonamiento, que sería absurdo, en asesinato de personas, o en tortura de personas -¿hace falta mencionar la tradicion iconográfica occidental sobre la tortura, constatable en cualquier museo o iglesia o cartelera cinematográfica clásica y actual en representaciones de asesinatos, mutilaciones, y torturas de todo tipo?- o en cualquiera de las múltiples barbaridades que figuran repetidamente en la historia humana -incluyendo la propia guerra, fuente tantísimas veces de inspiración de obras maestras desde la más remota Antigüedad- es uno de los argumentos básicos de los partidarios de la tauromaquia. Como es una práctica que viene de antiguo -de forma reglada no tanto en términos históricos, en realidad pocos siglos, y por favor no me citen los precedentes cretenses- y como inspiró a Picasso y a Hemingway, hay que mantener esto, dicen, porque no seguir, dicen, sería una grave pérdida cultural. O sea, que sostienen que el mero hecho de que algo sea antiguo o de que haya inspirado a artistas lo convierte en algo valioso culturalmente y es motivo para mantener algo, con independencia de la valoración intrínseca que merezca ese algo. Incomprensible razonamiento.

Verónica del Carpio Fiestas

La historia del martillo

Si usted no conoce el divertidísimo y maravilloso libro clásico «El arte de amargarse la vida», publicado en 1983 por Paul Watzlawick, figura eminente de la Psicología, solo puedo decirle que se lo recomiendo muchísimo y que lo lea cuando antes; se sigue reeditando y hasta se puede encontrar en pdf en la web. Olvídese de los libros de autoayuda y rechace imitaciones: esto es de lo mejor que haya usted leído en su vida, y si lo lee me agradecerá las carcajadas mientras lo lee y el poso que le quedará después. El libro escoge temas cotidianos de comunicación y de cómo conseguimos los humanos convertir problemas insignificantes en fuente de infelicidad, y los estudia por capítulos de forma amena, alegre, inteligente, ingeniosa y perfectamente comprensible, partiendo de una historieta o un chiste. El libro lo tiene todo bueno: no solo está extraordinariamente bien escrito y por alguien que sabe de lo que habla, sino que además es breve, algo más de 100 páginas, y cada capítulo es una joya en sí misma y permite lectura separada; con apenas cuatro frases impresionantes explica todo lo que quiere explicar, y lo explica perfectamente. «Llevar una vida amargada lo puede hacer cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende». Eso dice, y ese es el tono.

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Y puede animarle a que compruebe lo importante y serio (y fácil de leer, de verdad) que es este libro, y lo útil que puede ser para enfrentarse a la vida y reírse de uno mismo leer este conocido y desternillante fragmento, el de «La historia del martillo».

«Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: ¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir: «buenos días», nuestro hombre le grita furioso: «¡Quédese usted con su martillo, so penco!».»

Y para que se constate el absurdo de este comportamiento analizado por tan ilustre psicólogo, esa tendencia a amargarnos que tenemos los humanos, qué mejor que cotejar ese fragmento con otro, casi desconocido, de otros clásicos: los Hermanos Marx. Cincuenta años antes del libro de Paul Watzlawick.

Los Hermanos Marx participaron en 1932-33 en un programa de radio, una temporada, nada menos que Groucho y Chico Marx como un abogado y su ayudante. Las grabaciones se han perdido; por suerte alguien se molestó en guardar las transcripciones y están publicadas.

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Y veamos esta, correspondiente al día 23 de enero de 1933, cincuenta años antes de que Paul Watzlawick publicara su libro. Habla Groucho, abogado sin un dólar, sobre una carta que quería que su secretaria echara al correo sin sello:

«-Pensándolo mejor, olvídese de la carta. Es solo una notita a mi amigo Sam Jones, pidiéndole un préstamo de dos dólares. Pero el pobre Sam seguramente tiene sus propios problemas. No creo que pueda prestármelos. E incluso si los tuviera, creo que que sería reacio a dejarme la pasta. Es un poco agarrado en estos asuntos. Además, no creo que me los prestara aunque me viera con hambre. La verdad es que ese muchacho no me daría un centavo aunque estuviera muriéndome de hambre. Y se llama amigo mío… ese cerdo fanfarrón de pacotilla. Ya le enseñaré yo cómo escurrir el bulto. Escriba una carta a ese gusano y dígale que no tocaría sus dos dólares por nada del mundo. Y si vuelve a acercarse por la oficina, le romperé los huesos.»

Paul Watzlawick, los Hermanos Marx: regalos que nos da la vida.

Verónica del Carpio Fiestas

Citas bibliográficas académicas

Los vivos y los muertos: relaciones de ultratumba

En la literatura sobre los vivos y los muertos hay frecuentes referencias a «sacrificios», «ofrendas» y «culto». Cuando llegué a África por primera vez, vi a un muchacho que lanzaba insultos al pie la colina donde estaba situada la misión. «Hijos de puta codiciosos», gritaba mientras las lágimas se deslizaban por sus mejillas. «Os dimos cerveza. Os dimos una vaca. Dejad de poner enfermo a Zutano. Dejadnos en paz. ¡Largaos de aquí! No me importa que me matéis a mí también. Adelante. Entonces sí que iré por vosotros, hijos de puta».

-¿Qué hace? -le pregunté al sacerdote-. ¿Le grita a la misión?

-Oh, no -contestó afablemente-, se trata del culto a los antepasados. Y lo de la vaca es mentira. Nunca la entregó».

Normalmente resulta imposible distinguir entre la mentira y el simbolismo. Un amigo chino me contó una vez que había ofrecido un cerdo a los muertos. «¿Un cerdo entero?», pregunté con cierta sorpresa, pues sabía que estaba lejos de ser un hombre acaudalado. Se rió. «No. Les engañamos. Lo que hacemos es ofrecer la cabeza y a veces también los pies. Entonces ellos ponen lo que falta y dan por hecho que también entregamos el resto».

Así que las posturas serviles que adoptan los cristianos cuando rezan son solo uno de los modos de interacción con los espíritus. A estos se los puede camelar, amenazar y engañar. Un hombre avatip (Nueva Guinea) lo expresaba de forma más contundente: «Les daríamos palizas a nuestros espíritus ancestrales si fueran visibles para nosotros».

(En todo esto, los «fieles» hacen que el etnógrafo se acuerde ante todo de sus colegas universitarios. No hay más que ver las huestes de predecesores muertos enumerados en sus bibliografías para darse cuenta de que -sean cuales sean las religiones que digan profesar- adoran a los antepasados. Y su comportamiento con esos predecesores no se diferencia demasiado del de muchos africanos hacia sus muertos.)

De «Bailando sobre la tumba»,

libro del prestigioso antropólogo Nigel Barley, 1995.Barley

Y por la elección del fragmento y la intención al elegirlo,

Verónica del Carpio Fiestas,

veinte años después