Usted puede pensar que me refiero al cuadro de Poussin «Una danza para la música de tiempo», del siglo XVII, Francia. Este cuadro:

En ese caso, ya sabe usted de Poussin más que yo. Poussin, lo confieso, era y es para mí una nota a pie de página en los pintores academicistas, en general carentes de interés.
Pero no. Me refiero a la novela homónima del británico Anthony Powell, Gran Bretaña, siglo XX. O, más precisamente, me refiero a las doce novelas del ciclo «Una danza para la música del tiempo». Aunque sí tiene algo que ver; el autor, mejor dicho, el personaje que se dirige al lector hablando en primera persona, dice esto:
«[…] aquella escena pintada por Poussin en la que las Estaciones, dándose la mano y mirando hacia fuera, danzan al ritmo de las notas de la lira que toca el viejo alado y desnudo de la barba girs. Y esta imagen del Tiempo me hizo pensar en la mortalidad, en unos seres humanos con las manos unidas, mirando hacia fuera y moviéndose como las Estaciones y moviéndose a un intrincado ritmo; despacio, a vaces, y metódicamente; torpes y tímidos otras, pero con evoluciones de perceptible traza; o bien lanzándose a giros y giros de incomprensible significación, con parejas que desaparecen y reaparecen como única constante del espectáculo; incapaces de controlar la melodía…, incapaces tal vez de dominar los pasos de la danza.«
Este párrafo, que puede usted encontrar en la segunda página de las aproximadamente 2.300 de que consta la novela, marca el tono y describe el contenido. Pero no el argumento ni el nivel literario ni lo que disfrutará -y aprenderá- usted leyéndola si tiene tiempo por delante para leer unas 2.300 páginas en algo que no sea un bestseller y algún dinero, porque cuesta unos 100 euros y no se encuentra quizá en todas las bibliotecas. Por qué es tan desconocida, siendo a todas luces una de las obras maestras de la Literatura del siglo XX, si no de la primerísima fila ocupada por Borges, Kafka, Joyce y Proust y alguno más, seguro que de la segunda, e incomparablemente por delante de tanto confeccionador y vendedor de libros, no lo sé. Porque esto no es la obra de un segunda fila, sino la magna obra maestra de un maestro; que si no están en la primerísima fila, él y su obra, es sencillamente porque en la primerísima están Borges, Kafka, Joyce, Proust y alguno más.
Cómo explicar una obra tan extensa y extraordinaria, y compleja, aunque en absoluto difícil de leer, como no sea por la propia dificultad derivada de su extensión. Lo intentaré. Cójase «En busca del tiempo perdido» de Proust, ambiéntese en Gran Bretaña unas cuantas décadas después -incluso bastantes-, suprímanse las pesadísimas disquisiciones de Proust sobre vestimentas de duquesas y colores de plantas, introdúzcase un sensato número de puntos -tanto de puntos y seguido como de puntos y aparte- en las largas parrafadas, sustitúyanse por líneas discursivas bastante rectas los interminables meandros discursivos, manténgase el nivel de personajes de clase alta o clases privilegiadas, prescindiendo también al máximo del inmenso porcentaje de población que no encaja en esa definición, manténgase la voz del autor en primera persona, pero haciéndolo menos insoportable, y no se escatimen tampoco los personajes del que busca poder, del arribista, del intelectual engolado, del político astuto, de la mujer que trepa usando para ello la cama de los hombres, de la mujer que buscar su propia independencia, de la aristócrata inteligente, del artista bohemio, y no se olvide mantener los conflictos de la homosexualidad soterrada en unas épocas donde se rechazaba, añádanse cantidades ingentes de sentido del humor del que, pese a lo que digan, brilla totalmente por su ausencia en la obra de Proust, y salpíquese de referencias políticas a un siglo XX convulso, y no se tendrá «Una danza para la música del tiempo». Porque es eso y no lo es, porque sencillamente es muchísimo más y no por supuesto ninguna imitación de Proust.
Por ejemplo, es un libro de Historia. Cuarenta o cincuenta años de vida británica y, por extensión de Europa y el Mundo, en 2.300 páginas, en la vida de unas personas que son como hebras de lana en madejas que se forman, se desenredan y se convierten en hebras que se deshilachan, mientras de nuevo se enredan otras o las mismas, y así sucesivamente, 2.300 páginas. Y como lectora constante de Literatura británica, incluyendo los clásicos de la literatura policial, me impresiona encontrar ahí, recogidos, prácticamente todos los temas y personajes de la Literatura de la mitad del siglo XX. Desde Katherine Mansfield a Virginia Wolf, desde Wodehose al Kazuo Ishiguro de «Lo que queda del día», desde Agatha Christie, Dorothy Sayers y Michael Innes hasta Nancy Mitford, Lawrence Durrell y Evelyn Waugh. Personajes recurrentes de estudiantes de clase alta en elitistas centros de enseñanza; los sistemas de acceso a la función pública, al Parlamento y la diplomacia; el «capitan de la industria», o sea, el rico riquísimo; cómo había que «vestirse para la cena» y cómo las mujeres habían de levantarse de la mesa al acabar los postres para dejar solos a los hombres bebiendo; «la temporada» («the season», o sea la época del año, como de enero a julio, en la que aparte de estar en sesión el Parlamento, la clase alta celebraba constantes fiestas de todo tipo con lo que parecía ser la finalidad de colocar a sus hijas casaderas); el inevitable príncipe de unos remotos Balcanes; las guerras; las inevitables curiosas tendencias políticas y religiosas. Y las referencias a zonas del Imperio Británico para describir las cuales se usan tópicos sobreentendidos que se suponen ya hasta risibles, como el de «los grandes espacios abiertos, donde los hombres son hombres» cuyo origen o contexto social o literario de procedencia desconozco y no veo que nadie se moleste en explicar en notas a pie de página en las innumerables ocasiones en que lo he visto citado en todo tipo de obras, incluyendo esta.
Ya comprendo que con esto no le he animado a leer «Una danza para la música del tiempo». Cuánto lo siento. Pero si se anima, no haga caso de su librero si le dice que da igual por cuál tomo, de los cuatro de que consta la obra en su publicación en España, empiece a leer; comience por la «Primavera», siga por el «Verano», continúe por el «Otoño» y acabe con el «Invierno». Un librero al que imagino ansioso de vender el único ejemplar que tenía a mano me vendió primero el «Invierno»; por su culpa estuve a punto de perderme los tres tomos anteriores, porque achaqué a innecesaria y rebuscada dificultad formal a lo que era, sencillamente, empezar una obra por algo distinto de su principio lógico; como ver una película por la mitad. Y verá lo que le gustarán Widmerpool, Sillery, Gypsy, Short, Jean y tantos otros humanísimos y más que logrados personajes.
Y si anda mal de tiempo, con que lea «Primavera» ya habrá cumplido. De hecho, la mayor parte de lo que he mencionado es de ese primer volumen.
Así no le doy pistas del resto.
Verónica del Carpio Fiestas
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