Tres obras sobre epidemias mortales

Tres obras voy a citar muy distintas en las que se describe cómo transcurre, se vive y se sufre una horrible epidemia mortal. Dos obras son autobiográficas y reflejan epidemias reales, una de ellas simultánea a la epidemia y la otra un recuerdo retrospectivo; la tercera obra es de ficción y, como tantas veces sucede, casi diría que es la más impresiona, pese a a ser ficción. Vayamos por orden cronológico.

La primera obra es el «Diario» de Samuel Pepys (1633-1703), funcionario  británico, enlace aquí. Día a día, y a lo largo de largos meses, y entremezclando con otros muchos acontecimientos públicos y de su vida cotidiana, Samuel Pepys vive y describe la evolucion de la llamada «Gran Peste» de 1665 en Londres, y la consiguiente enfermedad y muerte de muchos, muchísimos, según parece la quinta parte de la población de Londres en año y medio, incluyendo conocidos y parientes no muy próximos. Y pese a ello, y a saber que la muerte era poco menos que segura si se contraía la enfermedad, el autor declara que en esa época fue feliz, y no solo porque considere una suerte que él y su familia próxima hayan sobrevivido. Es impresionante la capacidad humana para ser feliz incluso en circunstancias tan adversas. Y hay que tener en cuenta que se trata de un diario, que el autor no podía saber de cierto cuando escribió eso que luego sería publicado, y que por tanto parece razonable que refleje su verdaderos sentimientos.

La segunda obra, «Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid«, publicada en 1880 por el escritor español Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), enlace aquí. En una grave epidemia de cólera morbo en Madrid, en 1834-1835, él mismo cayó enfermo y su propia madre falleció. Aquí el autor dista de recordar aquella época como feliz. Voy a transcribir el capítulo X, enlace aquí, que refleja una época terrible porque, resulta que además, a la vez, había guerra civil, una de tantas del convulso siglo XIX español:

Capítulo X
Cambio de decoración
1834-1835
El Cólera morbo

«Al regresar a Madrid de mi largo viaje por el extranjero, en los primeros días de Mayo de 1834, todo había cambiado de aspecto en el orden político y administrativo del país. Al Gobierno absoluto del último monarca había sucedido el ilustrado y liberal de la REINA GOBERNADORA: esta augusta señora había otorgado, con la fecha de 16 de Abril, el famoso ESTATUTO REAL, disponiendo la convocación de las Cortes del Reino en sus dos estamentos de Próceres y de Procuradores; importantísimo documento, que, firmado por los ministros Martínez de la Rosa, Burgos, Garelli, Zarco del Valle, Aranalde y Vázquez Figueroa, iniciaba una nueva época en la marcha histórica y política del reino. Consecuencia de él eran las radicales reformas emprendidas en la Administración pública, la nueva división del territorio, la creación de los jefes políticos (subdelegados de Fomento), la diversa organización de los tribunales y centros gubernativos, descartados de todos ellos los elementos y formas absolutistas, y la mayor latitud, en fin, dada a las manifestaciones de las ideas por medio de la imprenta y de la disensión.

No hay necesidad de repetir que por mi parte, y dentro de la esfera de mi insignificancia política, veía con placer el giro que tomaban las cosas, y que, deseoso de contribuir con mis débiles fuerzas al desarrollo de la cultura patria -aunque siempre contenido dentro de los límites que me trazaban la prudencia y el amor puramente platónico y desinteresado hacia las reformas útiles- me dispuse a poner desde luego al servicio de mi pueblo natal los estudios y observaciones que había podido hacer en mis viajes a los países extranjeros, sobre las mejoras materiales y la administración de las capitales que había visitado.

Al efecto, y haciendo absoluta abstracción de las circunstancias del momento, dediqueme a ordenar mis apuntes y documentos y a trazar un cuadro comparativo de aquellas extranjeras poblaciones con la nuestra, tan atrasada a la sazón, y que continuaba, poco más o menos, ofreciendo el aspecto con que ya la describí en anteriores artículos de estas MEMORIAS, y muy particularmente en la primera edición, en 1831, de mi Manual; de esta obrilla, en la que (al decir de Larra en uno de sus artículos) «había acertado a sacar la mascarilla del Madrid moribundo y próximo a desaparecer de nuestra vista».

Terminado tenía ya mi concienzudo trabajo, y me disponía a darlo a la estampa en los primeros días del mes de julio de dicho año, cuando un acontecimiento funesto vino, no solamente a impedirlo, sino también a turbar la existencia misma del pueblo madrileño, y muy particularmente la mía propia; y aunque con inmensa repugnancia a ocuparme de aquella terrible catástrofe, especialmente en cuanto dice relación con mi persona, no me es posible prescindir de consagrarla algunas líneas de estas Memorias  retrospectivas, por la íntima relación que guardó entro ambos aspectos, público y privado.

En la noche del 9 ó del 10 de Julio, después de asistir a la tertulia o soirée, que en ciertos días de la semana reunía en su casa, calle de Relatores, el ilustrado jurisconsulto, estadista y consejero Real, D. Vicente González Arnao (el amigo y heredero de los manuscritos de Moratín), salí de ella acompañado de mis amigos Larra, Salas y Quiroga y Bustamante; y siendo la noche en extremo calurosa, y no muy avanzada la hora, entramos a refrescar en el café de San Sebastián, sin tener para nada en cuenta los vagos rumores que ya empezaban a circular de haberse observado algunos casos de cólera morbo asiático; casos que eran desmentidos, y por lo menos desdeñados del público y de los facultativos, fiándose en la notoria salubridad de nuestro clima, que en todos tiempos había resistido a la invasión de las epidemias. -Mas por lo que a mí toca, no sé si por efecto del inoportuno refresco o de la preocupación aprensiva de que me hallaba dominado, es lo cierto que desde aquel mismo momento me sentí indispuesto, y así continué en los días sucesivos, aunque sin darle gran importancia; pero en el día 15, mi médico, que hasta aquí había negado resueltamente la existencia de la enfermedad, vino azorado diciendo que esta se había desarrollado en tan terribles términos, que en aquel mismo día se calculaban hasta el número de mil y quinientos los atacados, con lo cual era general la consternación. -Esta imprudente noticia, disparada que me fue, como suele decirse, a boca de jarro, por el indiscreto facultativo, produjo en mí, como era natural, un recrudecimiento en el progreso del mal; y este subió de todo punto, cuando el funesto día 17 llegué a entender que, desbordada la muchedumbre del pueblo bajo, y no sabiendo a  quién atribuir o achacar la repentina y horrible calamidad que se le echaba encima dio oídos al absurdo rumor, propalado tal vez con aviesa intención, de hallarse envenenadas las fuentes públicas (rumor, sin embargo, que no por lo absurdo dejaba de tener precedentes en Manila y en otros pueblos a la primera aparición de la terrible enfermedad); y en vez de declararse en hostilidad, como en París y San Petersburgo, contra los médicos o los panaderos, hicieron aquí blanco de sus iras a los inocentes religiosos de las órdenes monásticas, y asaltando las turbas feroces los conventos de los jesuitas (San Isidro), de San Francisco, de la Merced y de Santo Tomás, inmolaron sacrílegamente a un centenar casi de aquellas víctimas inocentes.

La noticia de tan horrible catástrofe, difundida por todos los ámbitos de la capital, ayudó tan poderosamente a la plaga desoladora, que, tomando un vuelo indecible, añadió algunos miles a la cifra de la mortandad. -Aunque quisiera, no podría reseñar aquí el espantoso estado de la población en tan críticos momentos, porque aletargado y casi exánime, sólo era sensible a los tiernos cuidados que me dispensaba mi amantísima madre, la cual llevó su abnegación a tal extremo, que al verme materialmente expirar en la noche del 19, hubieron de arrancarla violentamente de mi lado; pero ¿de qué modo? Cuando un ataque fulminante de la terrible enfermedad la hirió súbitamente y acabó en breves horas con su existir. ¡Testimonio sublime de abnegación y de amor maternal, que no puedo menos de consignar aquí, y a cuyo recuerdo (aun a tan larga distancia) siento agolparse a mis ojos lágrimas de ternura!

Pero apartando la vista de tan lastimoso episodio, que empañó los anales de Madrid, sólo diré que, vuelto algún tanto del paroxismo, e ignorando aún la terrible pérdida que acababa de sufrir, pude escuchar con cierto interés, de boca de mi dependiente o administrador D. Jacinto Monje (que volvía de la formación, armado de punta en blanco, con su uniforme de miliciano), la relación de la apertura de las Cortes por la Reina Gobernadora, el día 24, en que, despreciando el inminente peligro, se había trasladado a Madrid desde el Sitio del Pardo para cumplir aquella histórica solemnidad.

Entrado, en fin, en la penosa convalecencia, hube de enterarme de toda la profundidad de mi desgracia, que me había privado de la más tierna de las madres, de muchos amigos, y hasta de casi todos los vecinos de mi casa. Pude, en fin, enterarme de la coincidencia de la horrible plaga, con la recrudescencia de la guerra civil iniciada a la muerte de Fernando; la presencia en Navarra del pretendiente D. Carlos; el encarnizamiento de los partidos políticos, y el descenso considerable de los fondos públicos, en que a mí también me alcanzaba una buena parte de mi fortuna particular.»

La tercera obra es «La peste», del escritor francés Albert Camus (1913-1960), publicada en 1947, enlace aquí. La fuerza de la Literatura es tan grande que resulta con diferencia, mucho más acongojante que las otras obras, pese a que las otras son de testigos presenciales de epidemias reales y con muertos reales.

Y especial hincapié hace Camus en algo que Pepys y Mesonero Romanos tambien recogen: la reacción del miedo. En la ciudad y época de Pepys, cordones sanitarios y cruces en las puertas para marcar las casas de los apestados; en la ciudad y la época de Mesonero Romanos, el pueblo ignorante busca culpables, y asesina a unos inocentes a quienes, en su ignorancia y en su miedo, considera culpables.

Y en el Orán más o menos ficticio de Albert Camus, con su evidente componente simbólico o alegórico más allá de lo descriptivo, la reacción es la insolidaridad, que va evolucionando a peor, entre la solidaridad heroica de algunos. No es una obra agradable de leer. Y la peste empieza así:

«La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse».
Y también acaba con alegría, como en Samuel Pepys, aunque Camus deje caer que la peste simbólica ahí está, agazapada, y que puede volver en cualquier momento:
«Cuando Rieux llegó a casa de su viejo enfermo, la noche había ya devorado todo el cielo.
Desde la habitación se podía oír el rumor lejano de la libertad y el viejo seguía siempre, con el mismo humor, trasvasando sus garbanzos.
-Hacen bien en divertirse -decía-, se necesita de todo para hacer un mundo. ¿Y su colega, doctor, qué es de él?
El ruido de unas detonaciones llegó hasta ellos, pero éstas eran pacíficas: algunos niños echaban petardos.
-Ha muerto -dijo el doctor, auscultando el pecho cavernoso.
-¡Ah! -dijo el viejo, un poco intimidado.
-De la peste -añadió Rieux.
-Sí -asintió el viejo después de un momento-, los mejores se van. Así es la vida. Pero era un hombre que no sabía lo que quería.
-¿Por qué lo dice usted? -dijo el doctor, guardando el estetoscopio.
-Por nada. No hablaba nunca si no era para decir algo. En fin, a mí me gustaba. Pero la cosa es así. Los otros dicen: «Es la peste, ha habido peste.» Por poco piden que les den una condecoración. Pero, ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más.
-Haga usted las inhalaciones regularmente.
-¡Oh!, no tenga usted cuidado. Yo tengo para mucho tiempo, yo los veré morir a todos. Yo soy de los que saben vivir.
Lejanos gritos de alegría le respondieron a lo lejos.
El doctor se detuvo en medio de la habitación.
-¿Le importa a usted que suba un poco a la terraza?
-Nada de eso. ¿Quiere usted verlos desde allá arriba, eh? Haga lo que quiera. Pero son siempre los mismos.
Rieux se dirigió hacia la escalera.
-Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste?
-Así dice el periódico. Una estela o una placa.
-Estaba seguro. Habrá discursos.
El viejo reía con una risa ahogada.
-Me parece estar oyéndolos: «Nuestros muertos…», y después atracarse.
Rieux subió la escalera. El ancho cielo frío centelleaba sobre las casas y junto a las colinas las estrellas destacaban su dureza pedernal. Esta noche no era muy diferente de aquella en que Tarrou y él habían subido a la terraza para olvidar la peste. Pero hoy el mar era más ruidoso al pie de los acantilados. El aire estaba inmóvil y era ligero, descargado del hálito salado que traía el viento tibio del otoño. El rumor de la ciudad llegaba al pie de las terrazas con un ruido de ola. Pero esta noche era la noche de la liberación y no de la rebelión. A lo lejos, una franja rojiza indicaba el sitio de los bulevares y de las plazas iluminadas. En la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux.
Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.
Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.»
Verónica del Carpio Fiestas