El silencio del mar, de Vercors

«El silencio de mar» es una novela corta o un relato alegórico, de exquisita sensibilidad, ambientado en la primera fase de la ocupación alemana de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Francia los ocupantes nazis aún aparentaban corrección formal. Vercors, su autor, no se llamaba así -Vercors, el seudónimo, es un macizo montañoso en los Alpes-, sino que es el francés Jean Bruller (1902-1991), y en el relato, escrito y publicado en 1942, plena Segunda Guerra Mundial, no aparece ningún mar, aunque sí muchos silencios. Suele entenderse que se trata de un manifiesto de la Resistencia Francesa, y, en efecto, no solo fue así considerado, o poco menos, sino que salta a la vista el sentido por la lectura del texto. El silencio no es el del mar, sino el de la familia francesa, tío y sobrina, que ha de albergar varios meses como huésped forzoso a un militar alemán de las fuerzas de ocupación -y no sé si decir militar nazi, porque de eso, de si es o no nazi o qué es ser nazi, precisamente, va la obra-, y que demuestra su resistencia -con minúscula- mediante el silencio permanente. Pero el militar de ocupación no es una caricatura sino una persona y los monólogos sin respuesta del francófilo, educado, cultivado, pacifista, sensible e inteligente militar, músico -compositor-, de profesión, frente a las silencios de la familia incluyendo los de la joven silenciosa y del inexpresado amor que acaban sintiendo el uno por el otro, no tan alejado del aprecio personal que acaba transparentándose también en el tío, un intelectual que escribe la historia en primera persona, acaban con una terrible parrafada, cuando el militar comprende de repente, oh sorpresa, que su amada Francia («Siempre he amado Francia«) no la ha conquistado Alemania por amor a Francia y a la cultura francesa y para mejorarla, sino para para destruirla y con ella destruir toda la cultura y todo el espíritu, y que sus propios amigos nazis, tan educados, cultivados, sensibles e inteligentes como él, que acaban de ocupar París, son en realidad unos monstruos, y monstruoso es el nazismo. El huésped no es ese  nazi de las películas, el nazi sádico culto y amante de la música que disfruta de la ópera mientras tortura, sino una persona verdaderamente sensible, y ante ese desengaño solo le cabe el suicidio, la petición de ir a un duro frente de guerra, «hacia el infierno«. Transcribo unos fragmentos de esa escena, del final de la obra:

«-Tengo que decirles palabras muy serias.

Mi sobrina estaba frente a él, pero bajaba la cabeza. Enrollaba alrededor de sus dedos la lana de un ovillo mientras este se deshacía rodando por la alfombra; este absurdo trabajo era sin duda el único al que aún podía prestar su nula atención y ahorrarle una cierta vergüenza.

El oficial continuó, haciendo un esfuerzo tan visible que parecía costarle la vida.

-Todo lo que les he dicho en estos seis meses, todo lo que han oído las paredes de este cuarto…-respiró con un esfuerzo de asmático, mantuvo el pecho hinchado-, es necesario…-respiró-, es necesario olvidarlo.

La muchacha dejó caer lentamente sus manos en el regazo de su falda, donde quedaron ladeadas e inertes como barcas varadas en la arena, y levantó lentamente la cabeza y entonces, por primere vez -primera vez- ofreció al oficial la mirada de su ojos claros.

Él dijo -apenas lo oí: Oh welch’ein Licht [oh, qué luz], en un murmullo. Y como si, en efecto, sus ojos no hubieran podido soportar esa luz, los ocultó detrás de su mano. Dos segundos. Luego, dejó caer la mano: pero había bajado los párpados, y fue él quien desde entonces dirigió sus miradas al suelo…

Sus labios volvieron a hacer «Pp…» y dijo con voz sorda, sorda, sorda:

-He visto a esos hombres victoriosos.

Luego, después de unos segundos, con voz aún mas baja:

-He hablado con ellos.

Y al fin, en un murmullo, con amarga lentitud:

-Se han reído de mí.

Levantó sus ojos hacia mí y movió tres veces, gravemente, la cabeza, de forma imperceptible. Cerró los ojos, y prosiguió:

-Me han dicho: «¿No te has dado cuenta de que nos burlamos de ellos?». Eso me han dicho. Exactamente. Wir prellen sie [nosotros les engañamos]. Me dijeron: «¿No supondrás que vamos a permitir estúpidamente que Francia se rehaga ante nuestras fronteras? ¿No?» Se rieron con ganas. Me golpeaban alegremente la espalda, mirándome a la cara: «¡No somos músicos!».

Su voz revelaba, al pronunciar estas últimas palbras, un oscuro desprecio que no sé si reflejaba sus propios sentimientos o el tono mismo con que se habían dirigido a él.

-Entonces hablé durante mucho tiempo, con gran vehemencia. Ellos chistaban: ¡Tst! ¡Tst! Dijeron: «La política no es un sueño de poeta. ¿Por qué supones que hemos hecho la guerra?¿Por su viejo Mariscal?». Volvieron a reír. «No somos locos ni necios; tenemos la ocasión de destruir a Francia, y la destruiremos. No solamente su poder: también su alma. Su alma sobre todo. Su alma es el mayor peligro. Ese es nuestro trabajo en este momento: ¡no te equivoques, querido! […]

-No hay esperanza.

Y con una voz más sorda aún y más baja, y más lenta, como para torturarse a sí mismo  con esa intolerable confirmación:

-No hay esperanza. No hay esperanza.

Y de pronto, con una voz inopinadamente alta y fuerte y, para mi sorpresa, clara y timbrada como un toque de clarín, como un grito:

-¡No hay esperanza!

Y a continuación el silencio.

Creí oírle reír. Su frente atormentada y surcada por arrugas, se asemejaba a una cuerda de amarre. Sus labios temblaron: labios de enfermo, a la vez febriles y pálidos.

-Me han censurado con cierta irritación: «¡Ya lo ves! ¡Ya vez cuánto la amas! ¡Ese es el gran peligro! Pero nosotros curaremos a Europa de esa peste. ¡La limpiaremos de ese veneno!». Me lo han explicado todo, ¡oh!, no me han dejado que ignorase nada. Alaban a los escritores franceses, pero al mismo tiempo, en Bélgica, en Holanda, en todos los países que ocupan nuestras tropas, ha levantado una barrera. Ningún libro francés puede pasar…, salvo las publicaciones técnicas, manuales de dióptrica o formularios de cimentación… Pero las obras de cultura general, ninguna. ¡Nada!

Su mirada pasó por encima de mi cabeza, volando y tropezando en los rincones de la habitación como un pájaro nocturno extraviado. Por fin pareció encontrar refugio en los estantes más oscuros, aquellos donde se alinean Racine, Ronsard, Rousseau… Sus ojos quedaron fijos allí y su voz volvió a sonar con una violencia quejumbrosa:

-¡Nada, nada, nadie! -y como si aún no hubiéramos comprendido ni medido la enormidad de la amenaza-: ¡No solamente los modernos! ¡No solo los Péguy, los Proust, los Bergson…! ¡Sino todos los demás! ¡Todos esos! ¡Todos! ¡Todos! ¡Todos!

Su mirada barrió una vez más las encuadernaciones, que brillaban débilmente en la penumbra, como en una caricia desesperada.

-¡Apagarán la llama por completo! -exclamó-. ¡Y Europa no será iluminada por esta luz!»

Son muchas las cosas que sugiere este texto. Solo voy a decir unas cuantas.

La primera, que no hizo falta que ganaran los nazis para que estos autores no fueran leídos habitualmente fuera de las fronteras de Francia, o, mejor dicho, no voy a generalizar, para que al menos yo no los haya leído; Proust, Bergson y Rousseau son los únicos autores de los citados por Vercors de los que sí he leído obras,  y he de decir honradamente que a Racine y Ronsard los conozco solo de oídas y que de Péguy ni siquiera había oído hablar. Escalofríos da pensarlo.

La segunda, que la profundidad de este párrafo, y de todo el libro, solo se capta silenciocuando se dispone de un buen prólogo como estudio introductorio, y de nuevo no quiero generalizar, hablo solo de mi experiencia, y solo diré que cuando leí el texto por primera vez hace ya muchos años, en una edición sin prólogo, me pareció una novelita sobrevalorada, y releída años después, pero en otra edición ya con un prólogo serio, fui capaz de entender de qué va esto. La obra alcanzó, al parecer, 300.000 ejemplares de distribución clandestina, estando en plena guerra, y eso no es precisamente un juego literario. No suelo recomendar ediciones, pero esta vez voy a hacerlo: la de Cátedra, «El silencio del mar y otros relatos clandestinos», edición de Santiago R. Santerbás.

La tercera, que la vida de Vercors, Jean Bruller, me parece aún más interesante que el texto. Colaboró durante la guerra con la editorial clandestina «Ediciones de Medianoche», donde se publicó su obra, mientras ocultaba su clandestinidad literaria trabajando como carpintero. Y tan escritor clandestino fue que ni siquiera a su esposa le contó que él era Vercors, el autor del famoso libro que se había convertido en un símbolo de la Resistencia. Se ha insinuado, dice el prólogo, que Bruller y su esposa se divorciaron en 1948 por la humillación que sintió ella al enterarse tras la Liberación de Francia que Vercors era su marido. Si yo fuera escritora, escribiría una novela con un profundo análisis de la mentalidad, con los silencios -silencios del mar- y las razones, de un hombre que escribe para la Resistencia y no se lo cuenta a su mujer, y la de esa mujer que de repente descubre que el marido le ha ocultado la obra de su vida.

La cuarta, y más importante, que ojalá jamás, jamás, jamás, veamos a esos «soldados vencedores«. Y voy a transcribir una frase del prólogo, en la que se describe la reacción de Bruller cuando, en 1938, asistió en Praga al congreso del Pen Club: «la intervención del novelista británico H.G. Wells sustentando la legítima posibilidad de defender el antisemitismo en virtud del principio de la libertad de expresión le produjo una terrible intranquilidad,  que aumentó a su regreso con la visión de Alemania cubierta de banderas nazis«. Una frase para la reflexión.

Verónica del Carpio Fiestas

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