La recién casada se ha quedado sola y dormida, en el compartimento de tren en el que viaja desde León a Francia en viaje de novios; el marido —un cuarentón, o sea, poco menos que un viejo para la época, que se ha casado por dinero con ella, hija de tendero enriquecido—, olvidó la cartera en la parada de Venta de Baños y al volver corriendo de buscar la cartera sufre un percance y perdió el tren, que partió dejándolo en tierra mientras sigue el viaje su esposa dormida, la cual, por tanto, no sabe que viaja sola. La joven, educada al estilo clásico, es decir, en la ignorancia, no sabe nada de la vida —por cierto, cuanda sucede esta escena sigue siendo virgen y evidentementemente no tiene ni idea de qué significa el sexo— ya estaba asustada con esto viajar por primera vez y alejarse de su padre y su ciudad; no quiero ni pensar en qué pensará la pobre cuando se despierte y vea que viaja sola, en un tren, sin dinero, sin billete, sin marido y con un señor desconocido que ha aparecido por allí. Claro que, en su inocencia equivalente a puerilidad, quizá ni sea consciente de que viajar sola en España, y más si no se iba en el «reservado de señoras», solo podía significar entonces que era o una p* o una excéntrica miss viajera inglesa o estadounidense, y esto último, además, solo si llevaba «rodrigón y revólver»; y eso que se ahorra la pobre. La respuesta a esta pregunta va en el libro a continuación del texto que voy a transcribir y quien quiera que lea elibro completo y se quite de encima la curiosidad.
Aquí enlace al texto completo de «Un viaje de novios», obra de 1881 de Dª Emilia Pardo-Bazán (1851-1921). Dª Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de su tiempo en España; fue de los mejores de entre los escritores de su tiempo, junto con Pérez-Galdós. Lo digo así porque no se me ocurre otra fórmula para explicar que Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de entre las escritoras de su tiempo en España, sino que Dª Emilia Pardo-Bazán está entre los mejores de entre los escritores y las escritoras de su tiempo en España.

«Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida, penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el recién llegado.
Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa -así que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento- el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir, radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía, en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe, tipo muy común entre las señoritas yankees, mostraba tan patente en ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba: «no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página.»
Para muestra un botón sobre lo que refleja en este párrafo Dª Emilia Pardo-Bazán sobre la situación de la mujer en su época, en cuanto a ignorancia. hasta de lo más elemental, y de sujeción; lo dice y se refleja en otros muchos párrafos («El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres»; «Pero esta señora es… una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola»—lo dice un hombre que, naturalmente, viaja solo—; -«¿El sol… es una estrella? -interrogó asombrada la niña. -Una estrella fija. Nosotros damos vueltas en torno de ella como locos. -¡Ay, qué gusto es saber todo esto! En el colegio no nos enseñan ni jota de esas cosas,»; «Sepa usted que me hallo en cinta, según dice el señor Duhamel, que es un sabio, y no puede equivocarse en esto.lo que yo tomé por enfermedades, eran las molestias del estado… Sí; ahora lo comprendo muy bien; ¡pero qué tonta soy! ¿Cómo no lo conocí antes? Parece que una cosa tan grande, debía adivinarla sin que nadie me lo advirtiese. ¡Un hijo!»; «No está bien una señora así, sola en una fonda…»; «un harén de moras civilizadas, un gineceo»; «Si tienes vocación de Hermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija… tu obligación es atender a tu marido y a tu casa, nada más..»; «En su mente germinaba un concepto singular de la autoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto, incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, pero que en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar y el consagrarse a la enferma, era duro despotismo»; «De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha»; «Has hecho mal, remal, en escribir esa cartita a hurtadillas de tu cónyuge, y no me sorprende que él se haya puesto hecho un dragón»; «Yo la abofeteo, porque puedo y me da la gana… Soy su marido..»). Dª Emilia Pardo-Bazán fue feminista incluso avant la lettre.
Y, por cierto también, por suerte ya se ha olvidado qué significa «rodrigón» en la segunda acepción del diccionario de la Real Academia, por la sencilla razón de que ha desaparecido el concepto que describe. Aunque no ha cambiado por si solo, y eso no hay que olvidarlo.
Igual que tampoco hay que olvidar que esta novela tiene bastante más que eso. Por ejemplo, brilllantísimo manejo del lenguaje, como en esta descripción de la tienda de un anticuario:
«Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco.»
Tiene más cosas el libro;, por ejemplo, la frase lapidaria de uno de los personajes cuando le preguntan por sus creencias . El personaje no cree en un dios, ni en el católico ni en otros; «Creo en el mal», dice.
Verónica del Carpio Fiestas
