Este post podría quizá titularse: «La colección de silencios del doctor Murke y el horror vacui sonoro de nuestro tiempo«. Eso sí, con muchas dudas de si el adjetivo idóneo sería «sonoro», «auditivo» o algún otro parecido; no lo tengo claro.
Lo primero: me remito al post anterior sobre el relato de Heinrich Böll titulado «La colección de silencios del doctor Murke y más», enlace aquí. Y, al igual que en anterior post, no voy a contar el argumento. Si el propio título de un relato titulado «La colección de silencios del doctor Murke» no le pica la curiosidad para leerlo, nada podría hacerlo. Y por la web se encuentra fácilmente, si alguien quiere ahorrarse los diez euros que cuesta un magnífico libro de relatos que incluye este y otros.
Este extraordinario relato ofrece, como cualquier obra clásica, numerosas interpretaciones y enfoques de análisis; tantos, que me siento incapaz de enumerar todos los que me sugiere. Voy a mencionar algunos, no todos, y al final me voy a centrar en el que más me interesa, el horror vacui.
Y, por cierto, tenga en cuenta quien esto lea que el cuento tiene tono satírico o humorístico, no de tostón solemne; se ríe de los que usan un tono solemne.
Se puede interpretar el relato en el contexto histórico y geográfico al que hace referencia y en el que está ambientado, la posguerra de la Segunda Guerra Mundial en Alemania, y sus diferentes fases, y lo que implica en relación con la propia guerra y el nazismo; esto, por supuesto, es indispensable. Por ejemplo, este fragmento de la conversación entre dos empleados de radio:
«Cuando yo tenía su edad, me hicieron recortar tres minutos de un discurso de cuatro horas de Hitler y tuve que escuchar el discurso tres veces hasta ver qué tres minutos debían ser cortados. Cuando empecé a escuchar la cinta por primera vez, todavía era nazi, pero después de oírla completa tres veces, ya no lo era. Fue una cura horrible, dura, pero muy eficaz.«
Permite también formularse inquietantes preguntas sobre las relaciones entre hombres y mujeres; la escena de la mujer a la que le parece más obsceno el silencio que proposiciones sexuales, en una época y un lugar donde distaba de existir la actual libertad sexual occidental, es muy significativa. Lea este fragmento:
«—No aguanto más —dijo la muchacha de repente—, no aguanto más, lo que exiges es inhumano. Hay hombres que exigen inmoralidades a las chicas, pero lo que tú me exiges es todavía más inmoral que lo que otros hombres exigen a las muchachas.
Murke suspiró.
—Por Dios —dijo—, querida Rina, tendré que cortar todo esto, sé razonable, sé buena chica y guarda silencio para mí por lo menos cinco minutos más de cinta.
—Guardar silencio —dijo la muchacha, y lo dijo de una manera que hace treinta años hubiera sido calificada de «desabrida»—. Guardar silencio; vaya una invención tuya. No me disgustaría llenar una cinta, pero de silencio…»
Naturalmente, también sería posible analizar los cambios tecnológicos. Las características y las consecuencias de unas grabaciones de radio en el hoy inexistente sistema de cintas magnetofónicas que hay recortar físicamente para modificar el contenido grabado pueden resultar incomprensibles para los nativos digitales, y lo serán; lo veo probable, por no decir seguro.
Abundando en este último punto de vista tecnológico, una comparativa entre la radio y la televisión, como mezcla de programas «serios», «divulgativos» y «de entretenimiento» sería de gran interés. Y, yendo más allá, incluso analizar el propio sistema de batiburrillo en que consisten las programaciones en ambos tipos de medios, que damos por sentado como normal prácticamente desde que la radio se inventó, y así seguimos con la radio y la televisión salvo en las llamadas «cadenas temáticas», en radio llamadas también «radiofórmulas».
Por supuesto, una reflexión sobre los «intelectuales pretenciosos» podria ser divertida:
«—Sólo los espíritus impuros califican la pedantería indigna del genio —dijo Bur-Malottke—; nosotros sabemos —y el director se sintió halagado de verse alineado por el nosotros entre los espíritus puros— que los verdaderos, los grandes genios, eran pedantes.«
Hasta es posible una reflexion estrictamente filológica, en relación con las particularidades del idioma alemán, puesto que el relato habría sido muy distinto, y quizá hasta imposible, si los personajes fueran castellanoparlantes. Vea este fragmento:
«—Por lo demás, hay un problema —dijo Murke—: aparte de los genitivos, en su conferencia no queda claro el caso en que aparece la palabra Dios; pero en «ese Ser superior que nosotros adoramos» tiene que estarlo. En total —sonrió amablemente hacia Bur-Malottke— necesitamos diez nominativos y cinco acusativos, por tanto, quince veces «ese Ser superior que nosotros adoramos», luego siete genitivos, es decir «de ese Ser superior que nosotros adoramos», cinco dativos «a ese Ser superior que nosotros adoramos», y queda un vocativo, el lugar en que usted dice: «Oh, Dios.» Me permito proponerle que lo dejemos en vocativo y qué usted exclame: « ¡Oh, Tú, Ser superior, al que nosotros adoramos!»«
Pero lo que de verdad me interesa resaltar de este cuento, y por ello he escrito este post, es el valor del silencio. El protagonista, que trabaja permanentemente con sonidos, en una radio, colecciona silencios.
«—Otra cosa —dijo Humkoke cogiendo una lata amarilla de galletas que había en una estantería junto al escritorio de Murke—, ¿qué son estos recortes de cinta que tiene usted en la lata?
Murke se sonrojó.
—Son —dijo—, colecciono una especie determinada de restos.
—¿Qué clase de restos? —preguntó Humkoke.
—Silencios —dijo Murke—, colecciono silencios.
Humkoke le dirigió una inquisitiva mirada y Murke prosiguió:
—Cuando tengo que cortar cintas en las que el narrador ha hecho de vez en cuando una pausa, o suspiros, tomas de aire, silencios absolutos, no los tiro a la papelera, sino que los colecciono. Por cierto, las cintas de Bur-Malottke no tenían ni un segundo de silencio.
Humkoke se echó a reír.
—Claro, ése no callará nunca. ¿Y qué hace usted con los recortes?
—Los pego por la tarde, cuando estoy solo en casa, paso la cinta. Todavía no es mucho, no llega a tres minutos, pero es que tampoco se producen tantos silencios.
—Tengo que llamarle la atención sobre el hecho de que está prohibido llevarse cintas a casa, incluso recortes.
—¿Los silencios también? —preguntó Murke.
Humkoke rió y dijo:
—Ahora váyase.
Y Murke se fue.«
Y ello encaja plenamente en una reflexión que vengo haciéndome hace mucho.
Vivimos, hace ya mucho, en una época de sonidos omnipresentes, sin precedentes. La música está en las tiendas, en altavoces en las calles, en los hipermercados, en el teléfono cuando hay una llamada en espera, en los centros de trabajo, en los restaurantes, en medios de transportes públicos, en el ascensor, en todas partes. Se impone, no se escoge; y cuando se escoge, es porque se da por sentado que es mejor el sonido que el silencio. Y además, con frecuencia no es casual: por ejemplo, la música en una tienda se elige en función de la clientela que se desea tener y hasta es más o menos rápida según las horas y según se desee que actúe el cliente, es decir, es manipulación de puro marketing. Cómo pueden abstraerse del permanente martilleo de villancicos quienes trabajan en centros comerciales en época navideña, y cómo no se considera riesgo profesional el constante sonido simplemente porque se califique de «música», aunque no supere los decibelios que se fijen como límite para «ruido», sería interesante saberlo, o si lo es, cómo se hace para prevenir los daños. Y hasta se considera normal que haya a la vez dos fuentes de sonidos simultánea, una televisión y la música «de fondo».
A semejanza del horror vacui de la escultura, la pintura o la arquitectura, que obliga a rellenar los vacíos, nuestra actual época huye del silencio, e impone la música en absolutamente todos los contextos. La música o sus sucedáneos. Aunque esto sea secundario a efectos de mi reflexión, porque lo principal es que permanentemente hay sonidos; de sucedáneos de música de calidad sencillamente ínfima, que ni como música pueden calificarse. ¿De verdad es música el concierto de «Las cuatro estaciones» de Vivaldi en la sucesión de pitidos metálicos que suena en las llamadas en espera?
Y eso del sonido onmipresente de música es así sin que podamos evitar esos constantes estímulos auditivos. Porque si bien es posible dejar de mirar algo, desviando la vista, y por tanto no verlo, no se puede ir por la vida con tapones en los oídos ni el oído puede dejar de escuchar lo que oye ni existe mecanismo para seleccionar los sonidos que se oyen.
Y de forma tal que se da por sentado por muchos que el silencio es aburrido e inaceptable, y cuando lo hay, se escoge eliminarlo poniendo una músuca de fondo que «acompañe» o «anime»
Alguien tendría que estudiar (¿y quizá lo haya hecho ya?), cómo es posible que se haya impuesto la conclusión de que el silencio es inadmisible, que la sucesión de sonidos permanentes, sean o no música de verdad o meros sucedáneos, es algo en sí deseable; que debemos estar permanentemente oyendo -que no escuchando-, música; que se nos debe imponer eso, y que es bueno.
El horror vacui, el horror al vacío, viene de siglos, referido principalmente al Arte, y por supuesto en la Filosofía aristotélica. La decoración de arabescos o el propio el arte barroco en general son los ejemplos más habituales, y el horror vacui existe también a otros contextos, como la representación cartográfica, en la que se rellenaba lo desconocido con dibujos. Y está muy estudiado.
Pero no veo que se estudie el horror vacui específico de nuestro tiempo consistente en llenar de sonidos el silencio, constantemente, para que sean oídos o escuchados, y no sé por qué existe.
Quizá existe por miedo. Por el miedo que se tiene a que otros piensen; por el miedo que nos están inculcando a que pensemos.
Verónica del Carpio Fiestas
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