Dos «El rey se divierte»: el de Víctor Hugo y el de Deleito

Victor_Hugo_-_Le_Roi_s'amuse_1832-1882

La ópera «Rigoletto» de Verdi está basada en una obra de teatro: «El rey se divierte«, de Víctor Hugo, y en el acto cuarto y algún otro momento de la obra de Hugo figura aquello de

REY. (Cantando.)
«La mujer es mudable
cual pluma al viento;
¡ay del que en ella fija
su pensamiento!…»

El melodramático argumento es bien conocido: un poderoso -el rey de Francia en la obra de Hugo– es ayudado y animado -corrompido, dicen, como si la culpa fuera de un bufón y no de un todopoderoso rey- en su búsqueda de placeres -o sea, de mujeres- por un subordinado -aquí, un bufón jorobado-, y el poderoso seduce a la propia hija del subordinado.

La obra de teatro es, en mi personal opinión, insoportable; de gustibus non est disputandum. No sé si no me gusta por la confusión, clásica por otra parte, entre violación y relación sexual consentida. En ese mundo la mujer no tiene voluntad propia, igual que no vive para sí sino para el hombre de su entorno que mande, sea padre, marido o hermano; si mantene relaciones sexuales cuando no debe hacerlo, es irrelevante que lo haga o no forzada. La deshonra es la propia relación sexual, y que sea o no consentida ni se toma en cuenta. Y, por tanto, da lugar a la venganza. En ese mundo medio calderoniano en el que la mujer sencillamente no cuenta, o es usada, y donde virginidad de la mujer y honor -del hombre- es lo mismo, los libertinos lo son tanto si violan y abusan como si enamoran a secas. Quizá sea eso lo que me irrita, y no la obra de Hugo. Aquí hay un totum revolutum, Sale desde la joven que consiente por odiosa coacción moral, porque es el precio que pone un rey arbitrario y despótico para salvar la vida del padre condenado a muerte

«el tablado horrible que levantó el verdugo aquella mañana, tenía que servir de patíbulo al padre o de lecho a la hija«

y luego se queda con él por voluntad propia (¿?) y es rechazada por el padre deshonrado

«No vengo a pediros a mi hija; el que no tiene honor no tiene ya familia. Que os ame o no con amor insensato, nada me importa ya; después de que le habéis hecho perder la vergüenza, retenedla en vuestro poder»

y la secuestrada para violarla, una vez que ha dicho que ama, y que en el fondo parece estar encantada, mientras quien el  ofendido es el padre, que ha perdido lo que es suyo, su hija -las mujeres son seres de otros -y su propio honor

«BLANCA. – […] Ese hombre sólo me ha causado daño, y sin embargo, le quiero sin saber por qué. Y llega a tal punto mi locura, que a pesar de ser vos tan tierno para mí y él tan cruel, lo mismo moriría por él que por vos.
TRIBOULET. -Eres muy niña y te perdono.
BLANCA. – Pero él también me ama.
TRIBOULET. -No lo creas, hija mía.
BLANCA. -Me lo dijo y me lo juró. Además, sus palabras convencen y avasallan el corazón, ¡porque
es tan hermoso, tan gallardo!…
TRIBOULET. – Es un infame y no se jactará de robarme impunemente mi tesoro.»

hasta la aristócrata que se acuesta con el rey por voluntad propia (¿o animada o quién sabe si obligada por parientes varones que la usan para medrar?), hasta una discursión sobre si la mujer que ama al rey lo ama verdaderamente o está deslumbrada y no lo ama por sí mismo. Las mujeres somos tontas o débiles, además de ser de otros.

Un melodrama o un drama romántico, o sea, dramón: el padre ofendido, al vengarse, contrata a un asesino a sueldo- el personaje más divertido- que lo engaña matando a la propia hija de quien encargó el asesinato..

Hay quien dice que Hugo ataca en esta obra a la monarquía de forma muy dura. Así debió de ser entendido en su día, porque la obra la prohibieron en su estreno; a Hugo no se lo parecía,y  así se deduce del prefacio, o fingía pensarlo para defenderse.

La obra de Hugo contiene frases extraordinarias, pero no en el texto: en el prefacio, A eso voy.

Contexto: el Gobierno de la monarquía de la época -la del rey Luis Felipe de Orleans si no me equivoco-, prohibió la representación de la obra al estrenarse. Y el prefacio contiene una de las más vibrantes defensas de la libertad, con frases de antología sobre la libertad y la lucha por conseguirla.

Que en el fondo se trataba de que el escritor se veía ofendido su amor propio, en su libertad de pensamiento y expresión y en su patrimonio, da igual. No es desdoro que uno defienda su derecho y lo defienda como algo general solo porque le perjudique que se lo quiten. Cuando el despotismo quita un derecho a uno arbitrariamente, la defensa es de todos, porque son todos los atacados porque el atacado es el Estado de Derecho, o lo que sea equivalente en la Francia de 1832.

Vamos a ello.

«La aparición de este drama en el teatro dio motivo a un acto ministerial inaudito. Al día siguiente de su estreno remitió al autor, Jouslin de la Salle, director de escena del Teatro Francés, el siguiente oficio, cuyo original conserva: «En este momento, que son las diez y media,acabo de recibir la orden de suspender las representaciones de EL REY SE DIVIERTE, que me comunica H.Taillor en nombre del ministro. »Hoy 23 de noviembre.»
Lo primero que le ocurrió al autor fue dudar de lo que estaba leyendo, porque el acto era arbitrario hasta lo increíble.
En efecto, la Constitución, llamada La Carta, dice: «Los franceses tienen derecho de publicar…» El texto no sólo concede el derecho de imprimir, sino el derecho de publicar. El teatro, pues, no es más que un medio de publicación como la prensa, como el grabado y como la litografía. La libertad del teatro está implícitamente consignada en la Constitución como las demás libertades del pensamiento. La ley  fundamental añade: «La censura no podrá restablecerse nunca.» No dice el texto la censura de los periódicos, la censura de los libros; habla de la censura en general, de la del teatro como de la de los escritos. Las obras dramáticas no pueden ser, pues, legalmente censuradas. En otra parte la Constitución dice: «Queda abolida la confiscación.» Pues la supresión de una obra, después de haberse representado, no sólo es un acto de censura y de arbitrariedad, sino que es además una verdadera confiscación, porque usurpa violentamente al autor y al teatro su legítima propiedad. En una palabra, para que todo sea claro, para que los cuatro o cinco grandes principios sociales que la Revolución francesa grabó en bronce queden intactos en sus pedestales de granito, la Constitución deja abolido expresamente en su último artículo todo lo que sea contrario a su letra y a su espíritu en nuestras leyes anteriores.
Esto es lo formal. El decreto ministerial que prohíbe la representación de un drama, por medio de la censura atenta a la libertad y por medio de laconfiscación a la propiedad. Todo nuestro derecho público se subleva contra semejante hecho de fuerza.»
Qué interesante. La censura no estaba prohibida expresamente en caso de obras de teatro, pero representar una obra es publicar por otro medio, luego no es admisible la censura. Que se aplique en cuento los partidarios de la censura por internet. Y no poder representar es quitarle el patrimonio al autor de la obra, además de quitarle su libertad de pensamiento y de expresión; como la confiscación está prohibida, está prohibida la prohibición. Interesante planteamiento, también, ese, en los actuales momentos de debate sobre el copyright, relacionar ambos derechos.
Sigamos.
¿Y qué hace Hugo? Exactamente lo mismo que hemos hecho muchos en España ante abusos de Gobiernos democráticos: recurrir a los tribunales y simultáneamente a la opinión pública.
Pero antes, veamos qué hacía el propio  teatro donde la obra se iba a representar, porque merece muchísimo la pena leerlo:
«La Comedia Francesa, estupefacta y consternada, quiso dar algunos pasos cerca del ministro para obtener la revocación de tan extraña orden, pero fueron inútiles. El Consejo de ministros se había reunido aquel día, y la orden del ministro del día 23 pasó a ser el día 24 una orden de todo el Ministerio. El 23 suspendieron la representación del drama, el 24 lo prohibieron, conminando a la empresa a que borrara de los carteles el pavoroso título EL REY SE DIVIERTE. Intimaron además al Teatro Francés a que se abstuviera de quejarse. Acaso hubiera sido conveniente resistir este despotismo asiático, pero a eso no se atreven los teatros, pues el temor de que les retiren las subvenciones los convierte en siervos y en vasallos, en eunucos y en mudos.»
Las subvenciones.
Cómo resulta familiar eso en el siglo XXI para el control de los medios de comunicación, que se convierten en siervos, vasallos, eunucos y mudos.
Y lo que hace Hugo, en impresionantes palabras que merecen grabarse en letras de oro:
«Los ruegos y las solicitudes que acaso le aconsejaban su interés, le prohibía entablarlas su deber de escritor libre. Pedir favor al poder era reconocerlo: la libertad y la propiedad no deben pedirse en las antesalas, y un derecho no debe solícitarse como un favor; para conseguir el favor se acude al ministro, para lograr un derecho se le pide al país. Al país, pues, se dirige el autor. Existen dos caminos para obtener la justicia: el de la opinión pública y el de los tribunales. El autor recurre a ambos.«.
Después de esto, poco queda decir.
Pero sí se va a decir una cosa: que no deje usted de leer un ensayo:  «El rey se divierte», de José Deleito y Piñuela,
deleito
un ensayo histórico clásico, de 1935, y digamos, neutro, sobre la corte del poderoso rey de España Felipe IV, con detalles exhaustivos de ambiente y vida cotidiana que abarcan cacerías, etiqueta palatina, comidas. No solo por la coincidencia de título, y de un Felipe como rey. También coincide con el otro «El rey se divierte» en una cosa: en que, y aquí suavemente, sin decirlo con las apasionadas y gradilocuente palabras y formas de los autores románticos como Hugo, desde la frialdad de un ensayo, en el fondo también describe el despotismo.
Y acabo citando otros párrafos del prefacio, que merecen la pena:
«Acaso sea útil a nuestra causa dar a nuestros adversarios ejemplo de cortesía y de moderación, y que los particulares den al gobierno lecciones de dignidad y de prudencia y el perseguido al que le persigue.»
«Es curioso el momento de transición política en que nos encontramos; es uno de esos instantes de fatiga general, en los que los actos más despóticos son posibles en esta sociedad, tan penetrada de ideas de emancipación y de libertad. Francia corrió mucho y de prisa en 1830, haciendo tres buenas jornadas, tres grandes etapas en el camino de la civilización y del progreso. Ahora hay ya muchos fatigados y que, faltos de aliento, piden que se haga alto, pretendiendo detener a los espíritus generosos que no se cansan y que se empenan en seguir adelante. Quieren esperar a los rezagados que se quedaron atrás y darles tiempo para que les alcancen. De esto nace un temor tan singular a todo lo que anda, a todo lo que se menea, a todo lo que habla, a todo lo que piensa. Es situación extraña, fácil de comprender, pero difícil de definir. En nuestra opinión, el gobierno abusa de la predisposición al reposo y del miedo a nuevas revoluciones; nos tiraniza en pequeña escala, y se equivoca para él y para nosotros. Si cree que ahora son indiferentes para los espíritus las ideas de libertad, se engaña; lo que tienen es cansancio, y llegará un día en que se le pida estrecha cuenta de los actos ilegales que acumula contra nosotros de algún tiempo a esta parte.»
Hmm.
En este punto veo que aún no he acabado, y, lo que es peor, que veo que no me queda otra que  acabar con una autocita, y encima múltiple. Enlace dos posts de uno de mis dos blogs jurídicos, «Rayas en el agua», donde trato de la inconstitucional Ley de Seguridad Ciudadana y el papel de la prensa, aquí y aqui. Solo puedo decir en mi defensa que al pensar en escribir el post este fin de post no lo tenía previsto.
Verónica del Carpio Fiestas

Diario de un fiscal rural, de Tawfiq Al-Haqkim

diario de un fiscal ruralEste libro, publicado en 1937 por el egipcio Tawfiq Al-Haqkim, al parecer destacado escritor, y que se puede comprar traducido al castellano, refleja de forma cómica y en primera persona sus propias experiencias como fiscal de pueblo en el Egipto de la época, y ejerciendo, además de las funciones de acusación, las equivalentes a las que en España serían las de un juez de instrucción. Entre maizales y miseria, se desarrolla la burocracia del castigo de los delitos y de las infracciones administrativas -el deslinde es difícil-, en una extraña realidad oficial paralela que los pobres campesinos egipcios no pueden comprender pero que se les impone como algo imprevisible e inevitable, y todo con un tono costumbrista y con el, digamos, macguffin de la investigación de un concreto crimen.

Matar y robar y pegar a la mujer, eso está mal. Pero, estando desnudo, coger unas ropas caídas en un río tras una accidente de un furgoneta que llevaba un cargamento de ropa, ¿por qué está mal, si es un regalo del río? Y tras haber sido sancionado con la confiscación de la cosecha por incumplir algo, ¿por qué va estar mal y ser un delito, comerse el trigo confiscado que uno mismo ha sembrado y cultivado y que es suyo, y teniendo hambre? ¿Y cómo puede un campesino ignorante que ha sido condenado en rebeldía, o sea, sin ser oído, saber que solo puede apelar en tres dias contra la sentencia que lo condenó, y que la sentencia sea inapelable y quede firme por no saberlo?

«-¡Cállate! Tu apelación, buen hombre, está fuera de plazo.

-¿Y qué?

-El Código, buen hombre, fija tres días.

-Yo, señor mío el cadí [juez], soy un pobre hombre que no sabe ni leer ni escribir. ¿Quién ha de explicarme el Código y aclararme los plazos?

-Me parece que ya te he dedicado más tiempo que el necesario. Tú, bestia, estás obligado a conocer el Código. ¡Soldado, detenlo!

Y lo pusieron entre los detenidos, mientras él miraba a derecha a izquierda, a cuantos tenía alrededor, por ver si era el único que no entendía. Y yo me puse a contemplar con compasivos ojos a esta criatura a la que imponían el conocimiento del Código de Napoleón».

Los comentarios que se ven por ahí de este libro, al menos en castellano, parecen ser de tipo estilístico, referentes a la traducción o incluso sociológicos. Se echa quizá en falta un análisis jurídico. Porque no es solo que podría merecer una reflexión desde el punto de vista del artículo 6.1 del Código Civil español o equivalente en otros ordenamientos jurídicos:

Artículo 6

1. La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento.

También desde el punto de vista de los juicios de faltas, cuyo desarrollo es, o de partirse de risa, o de echarse a llorar, según se mire. O del concepto jurídico de arbitrariedad:

«Formular contra el sayi ‘Usfur una acusación por vagabundeo era un pensamiento luminoso que solo podía haber pasado por la mente acalorada del delegado gubernativo. Efectivamente el tal sayi  era ni más ni menos que un vagabundo, y desde este punto de vista caía de lleno como presa en los textos del Código que tenía delante. Pero resultaba peregrino que  durante todos los pasados años la delegación hubiese estado callada y solo en este momento se hubiese dado cuenta de que carecía de oficio. Tal expediente no me asombraba sobremanera; pero no satisfacía mi conciencia judicial, porque los textos del Código no han de ser en nuestras manos armas con que golpear a quienes queramos y en el momento que elijamos nosotros. Detener hoy al sayi ‘Usfur  era, sin ningún género de duda, una simple venganza.«

Vaya mina. A ver si alguien se anima a escribir un sesudo estudio de Derecho Comparado o de Teoría del Derecho.

La otra posibilidad es coger el libro, leer sus 150 páginas de lectura fácil y disfrutar tal cual, aunque cruzando los dedos, siendo jurista, para que el sistema judicial donde nos toque trabajar tenga un parecido lo más remoto posible a uno en el que los atestados se valoran al peso, los jueces celebran 50 juicios de faltas en tres horas para poder coger el tren de vuelta, los acusados se las arreglan para saltarse el principio del juez predeterminado por la ley sabiendo que hay jueces más duros que otros, se sanciona el hurto famélico y los abogados hacen el más espantoso ridículo.

Ah, y donde, aparte de no existir ni una mujer entre quienes mandan, juzgan o ejercen la acusación, los sumarios, como la novela, acaban así, con paripés jurídicos:

««Archívese el sumario por desconocimiento del criminal y comuníquese a la delegación que prosiga la búsqueda y las averiguaciones»; fórmula a la que contesta la delegación con esa otra expresión consabida y estereotipada, que con un movimiento mecánico escribe el secretario de la oficina mientras mosdisquea un manojo de zanahorias: «Prosiguen la búsqueda y las averiguaciones», que, esas sí, son las palabras de despedida con que sumario queda definitivamente enterrado».

Verónica del Carpio Fiestas

Kafka y otros

De las tres obras de que trata este post, casi estoy por decir que no lea usted ninguna, en primer lugar porque no son agradables, y en segundo lugar porque si las dos primeras son breves y se leen sin dificultad, la tercera requiere cierto esfuerzo de lectura. De las tres obras, la primera es prácticamente desconocida, la segunda bastante conocida y la última, conocidísima.

«El albarán» es el título de un cuento del escritor español José Jiménez Lozano, publicado en 1988 dentro del libro de cuentos «El grano de maíz rojo». Está ambientado en 1323, en Carcasona, Francia, y en un par de páginas desarrolla el siguiente argumento: un proveedor de la Inquisición presenta al inquisidor secretario su cuenta detallada por maderos, sarmientos y otros materiales para quemar a herejes en hogueras de la Inquisición, y como cualquier contratista de cualquier época, encarece sus propios méritos por prestar el mejor servicio y se queja de que no le resulta rentable, y pide más dinero. Por ejemplo, explica el contratista, son grandes sus esfuerzos para aportar los materiales óptimos que permitan que la hoguera suelte el humo exacto que permita ver las contorsiones del reo sin que se ahogue éste demasiado pronto por el humo y el castigo no sea suficientemente ejemplar. Hace incluso pruebas previas con embutidos para conseguir la carbonización óptima.

La segunda obra es el cuento largo de Franz Kafka «En la colonia penitenciaria», escrito en 1914 y ambientado no se sabe dónde. No es una de sus obras más populares; mucha gente conoce, siquiera de oídas, «El proceso», «El castillo»o «La metamorfosis», o incluso «América», y sin embargo de este cuento se oye hablar poco, curiosamente, pese a que es difícil encontrar una obra de Kakfa más kafkiana en el sentido actual del término. En el caso de esta obra sucede algo parecido en esencia a lo del cuento de Jiménez Lozano, y como lectora me ha resultado imposible no poner en relación ambas obras, algo que desconozco si ya ha efectuado alguien. En resumen: una persona que pertenece a estamentos oficiales considera un instrumento de tortura y ejecución, una máquina de matar legalmente, y de matar con dolor, como algo puramente burocrático, neutro. «El oficial» explica a un tercero ajeno a su entorno el funcionamiento de la máquina, cómo se perfeccionó, su añoranza por los tiempos en los que se utilizaba más, mejor y ante más público, y, como encargado del mantenimiento, se queja, por ejemplo, de problemas para conseguir piezas de repuesto y teme que se pierda la tradición de utilizarla. La máquina es fundamental en el sistema judicial y el condenado del caso concreto que se usa por el ¿protagonista? para explicar al visitante cómo funciona la máquina ni tuvo oportunidad de defenderse por el ¿delito? del que se le acusa de haberse dormido -es un criado-, y hasta da incluso vergüenza que se pueda pensar que hubiera tenido esa oportunidad que habría sido simple oportunidad de mentir; más kafkiano, imposible. No se preocupe; no le voy a describir en qué consiste el sistema de ejecución, más que nada porque incluso al releerlo para comentarlo aún me da espanto.

Y me resulta imposible no relacionar también ambas obras con una tercera, esta vez de no ficción, y quizá una de las obras cumbres de la Filosofía Política del siglo XX: la compleja «Eichmann en Jerusalén», de Hanna Arendt, publicada en 1963, y subtitulada «Un informe sobre la banalidad del mal». Analizar con la profundidad que se merece el famoso concepto, tan malentendido, de la «banalidad del mal», excede en mucho de la capacidad de una simple jurista de a pie. No obstante, hay algo que sí quizá es posible percibir, incluso desde la lectura no especializada: cómo se veía Eichmann a sí mismo. Eichmann, el repugnante nazi colaborador directo en asesinatos masivos de judíos, era, a su propio entender, un simple probo funcionario, que se limitaba a cumplir con un trabajo. Él se veía a sí mismo así, y por tanto no se consideraba responsable.

Igual que el contratista de la Inquisición que se esfuerza por cumplir bien con su contrata. Igual que el oficial que necesita repuestos para su máquina de matar y los pide por el conducto reglamentario. Personas normales, que hacen un trabajo. Cosas administrativas, puramente.

Si ha llegado hasta aquí, recuerde que las dos primeras son obras de ficción, relativamente, y la tercera, no. Relativamente, la primera y la segunda, porque cada vez que alguien tortura y mata, alguien ha fabricado esas armas de tortura y muerte, y lo hace desentendiéndose del resultado, cumpliendo incluso un contrato. Y, quién sabe, quizá en efecto hubo contratistas oficiales de materiales para hogueras durante siglos; eso lo sabrán los historiadores. Pero ciertamente hubo hogueras y cámaras de gas, y necesitaron colaboradores y fabricantes, y siguen fabricándose armas para matar al diferente, al que piensa distinto o sencillamente porque sí, por gente que no se considera responsable.  Uf.

Verónica del Carpio Fiestas

Tintín y El cetro de Ottokar

portada Ottokar

Es difícil señalar cuál es el mejor álbum de Tintín, pero, puestos a escoger, escojo este. Hasta qué punto es una obra maestra El cetro de Ottokar lo demuestra que no aparecen aún los personajes del capitán Haddock y Silvestre Tornasol, y no se les echa de menos.

En Syldavia  pequeño país imaginario ubicado en una zona balcánica, se desarrolla una trepidante aventura, en la que hay desde la caída de avión, resultando incólume Tintín (y también Milú), hasta lanzarse cuesta abajo en un monte, resultando, oh sorpresa, incólume Tintin (y también Milú). Lo de las Syldavias y Ruritanias y análogos países más o menos balcánicos de opereta inventados es consabido recurso técnico literario y cinematográfico muy habitual en esa época y anteriores, incluyendo a Agatha Christie -Herzoslovakia, en la poco conocida novela de misterio, y deliciosa, El secreto de Chimneys– y los Hermanos Marx -Freedonia, en la maravillosa, inolvidable, Sopa de Ganso-, y aquí se emplea en el ámbito del cómic.

En un trasfondo de intrigas palaciegas, luchas de poder y ascenso de los totalitarismos de los años 30 del siglo XX, con un guion en el que ni sobra ni falta nada y lleno de sentido del humor y con unas ilustraciones de antología de las llamadas «de línea clara» -verdaderamente imprescindible y fascinante el folleto turístico de Syldavia, que lee Tintín, y en el que Hervé se inventa un país completo, incluyendo Geografía, Historia e iconografía-, Tintín ha de localizar y a toda prisa el cetro robado, con los inefables Hernández y Fernández por allí haciendo el tonto, y la Castafiore en su primera y gloriosa aparición.

Y de todo lo que allí sucede, y de lo que sucede en el prólogo situado, probablemente en Bruselas cuando Tintín conoce al sabio experto en sigilografía profesor Halambique, del que se hace secretario, hay unos cuanto detalles que llaman la atención.

Primer detalle. Los hermanos gemelos.

Hay dos hermanos gemelos, los dos hermanos Halambique, uno bueno y otro malo; el bueno es raptado y lo sustituye el malo, que forma parte de la conspiración para robar el cetro, símbolo del poder del rey.Halambique

He aquí uno foto del final del álbum, cuando se descubre que hay dos gemelos, uno bueno y uno malo.

Dos gemelos físicamente idénticos, salvo en el ceño y las gafas. Uno fuma, y mucho. El otro nunca fuma.

Y el que fuma es el bueno.

En películas actuales de cualquier tema, el que fuma es EL MALO, como es bien sabido.

El cambio de mentalidad desde 1939 cuando se publicó el álbum es notable.

Por cierto que lo de los hermanos gemelos es un clásico que los tintinólogos sabrán si es creación original de Hervé, o se inspiró en otros. Que se ha usado profusamente después, es obvio. A la cabeza viene la película El premio, protagonizada por Paul Newman décadas más tarde, en 1963, y con Edward G. Robinson interpretando a los dos hermanos, uno bueno, científico premio Nóbel, y otro malo.

Segundo detalle. Los policías asesinos.

La conjura para robar el cetro y provocar la abdicación del rey, y dar un pretexto para una invasión por el dictatorial país vecino, Borduria, se extiende a todos los sectores, incluyendo la policía. Hay un episodio muy significativo, pero no de que un alto cargo policial syldavo esté conjurado, y dispuesto a matar, sino de que policías syldavos no conjurados, policías honrados, policías normales y corrientes que CREEN que lo que le propone el jefe es en beneficio del rey y del Estado, estén TAMBIÉN dispuestos a matar, como la cosa más natural del mundo y  sin discutirlo.

Veamos el diálogo.

-«Vais a conducir al muchacho a Klow. ¡Pero mucho cuidado! Es un tipo peligroso que ha logrado enterarse de secretos de Estado. Los superiores me han insinuado que sería mejor que no llegara a la capital… Vais a hacer lo siguiente. Tú, conductor, simularás un accidente. Los otros se apearán para ayudarle, mientras finges examinar el motor… En ese instante, el chico tratará de escapar y… ¿Habéis comprendido?

-¡Bien, mi comandante! Pero, ¿y si el muchacho no quiere huir?

-Pierde cuidado. Estoy seguro de que lo intentará.»

El comandante dice a los policías que asesinen disimuladamente, porque así viene las órdenes «de arriba», y ellos no pone objeción ni se extrañan. La única pega es la práctica: cómo conseguir que Tintín intente huir y matarlo en aplicación de la clásica ley de fugas. Aquí la obediencia debida abarca al asesinato, y es pura anécdota que resultara que el jefe engañara a sus subordinados y en realidad NO defendiera al rey y al Estado syldavo, sino que pretendiera derrocarlo y ayudar a la invasión por el país vecino.

Estos policías asesinos son los policías BUENOS del país BUENO. Porque si el comandante está corrupto y vendido, los policías son buenos servidores públicos, personajes sin mayor importancia que se limitan a cumplir órdenes de asesinar, en defensa del Estado y de su rey.

Eso puede parecer de cómic, pero la experiencia jurídica demuestra que estas cosas suceden, y no hace falta señalar casos concretos.

Y, claro, esto nos lleva al punto tercero. Detalle tercero. Syldavia no es un Estado de Derecho, ni de lejos.

Syldavia es el país BUENO, no el MALO de esta historia y las demás en las que aparece. El malo es Burduria, que en posteriores albumes se amplía en su descripción como un país totalitario, con un jefe con bigotes curiosos -obvia referencia al nazismo- y aspecto general de país de la órbita de la Unión Soviética, estilo de la llamada Alemania Democrática, que de democrática tenía el nombre como burla sangrante.

Así que Syldavia es el país BUENO. Pero un país bueno donde los policías ven normal que la obediencia debida incluya asesinar a quien creen enemigo del Estado, porque así se lo diga el jefe, y donde, en posteriores álbumes, por ejemplo, se secuestra a un pacífico ciudadano, en pugna con el país MALO que pretende lo mismo, para obligarle a entregar la fórmula de destructoras armas militares. En la idílica y pintoresca Syldavia del primer álbum ya se insinúa esto que es desarrollado posteriormente, con la mentalidad de los años 30 en vez de con la de  la Guerra Fría de álbumes posteriores.

Y es que Syldavia TAMPOCO es una democracia. Es una monarquía no constitucional, en la que el rey Muskar XII ostenta el poder efectivo, y manda, además de reinar, y no la auctoritas de un monarca constitucional moderno. En los años 30 cuando se escribió el álbum, y en la que está ambientado, ya había países con monarquías constitucionales y democracias donde los policías no asesinaban sin más a sospechosos de ir en contra del Poder. En esas circunstancias, es curiosa la buena prensa que parece tener Syldavia.

Y una vez hechas las observaciones jurídicas que son de temer en el blog de una jurista, un par de observaciones.

Una, en general. ¿Por qué Silvestre Tornasol se llama a veces Silvestre Mariposa en los álbumes de Tintín? Misterio insondable de la traducción al castellano. Reconcome la curiosidad.

Otra, en concreto, respecto de El cetro de Ottokar: el evidente parecido entre el rey Muskar XII y el rey español Alfonso XIII, detalle que, al igual que el punto anterior quién sabe si han detectado y aclarado los tintinólogos, pero que no figura en los libros de tintinología que he manejado. Es notorio de Hervé se documentaba exhaustivamente y reproducía, en dibujos, fotos originales en sus álbumes, a veces con fidelidad total, otras inspirándose. Obsérvese el parecido con el cuadro de Alfonso XIII pintado por Philip de László.Muskar_XIIAlfonso XIIIClaro que difícil sería que dos reyes de la misma época, ambos vestidos con uniforme más o menos de húsar, no se parecieran, ¿no?

Pero olvídese de estas observaciones insignificantes y corra a leer el álbum.

Verónica del Carpio Fiestas

La Cartuja de Parma y el Estado de Derecho

cartuja

Los clásicos tienen tantas interpretaciones y utilidades como épocas y lectores. Hay quien de esta novela alude a una escena de los primeros capítulos, la batalla de Waterloo, vivida y luchada por el protagonista sin ser consciente de ello en su momento  y sin estar nunca del todo seguro de haberla vivido y haber participado en ella después; lo de vivir y participar en un Waterloo sin enterarse da para mucha broma cultural aplicada a cualquier materia, por  quienes dan la impresión a veces de no haber pasado de esos primeros capítulos, si es que no han extraído el dato de uno de tantos anecdotarios de anécdotas para toda ocasión.

Explicar el argumento de esta obra es ocioso. Pasan muchas cosas en las 500 páginas, más o menos. ambientadas en el norte de Italia, en las primeras décadas del siglo XIX. Se puede leer y disfrutar como una novela de aventuras, de más o menos verosimilitud, en la que figuran una gran batalla, un bandido generoso, una lucha a espada, la espectacular fuga de una cárcel, envenenamientos, un motín y episodios por el estilo, entremezclados con líneas argumentales de amor que incluyen hasta un hijo de los que entonces se llamaban sacrílegos, y conato de relaciones tía-sobrino y relaciones que no quedan en conato entre un eclesiástico y una casada. Se puede tambien leer como un reflejo de la política en las cortes de la época, con intrigas mezquinas y traiciones, y hay quien considera que el personaje del conde Mosca es un hallazgo paralelo al Príncipe de Maquiavelo, o que todo está inspirado en políticos reales de la época. Se puede también disfrutar de la extensísima lista de personajes principales y secundarios, desde criadas hasta arzobispos, desde carceleros hasta marqueses, definidos con maravillosa profundidad psicológica muchos de ellos. Se puede también mencionar la corrupción institucionalizada y consentida salvo cuando por intereses espurios interesa que no lo esté, que va desde los empleados de más baja categoría hasta la favorita del príncipe. Se puede también mencionar la curiosa situación de la Italia que refleja, con sus tiranuelos omnipotentes sobre ciudades de 40.000 habitantes, con su corte y sus cortesanos, y que se creen importantisimos y que en efecto lo son para sus súbditos porque hacen su real gana, y con pasaportes -fácilmente falsificables- para trasladarse al pueblo de al lado. Se puede también analizar el papel de la Iglesia, como controladora de conciencias, soporte del poder constituido y que se apoya en él, y hasta como espectáculo, puesto que la gente asiste a predicaciones públicas como entretenimiento. Se puede constatar cómo la vida de un hombre no vale nada ni merece sanción que la pierda si es la de un actor y quien lo mata es un aristocrata, salvo que por motivos políticos -o sea, la voluntad del príncipe- interese lo contrario. Se puede descubrir cómo es posible que el mero dato de pertenecer a una familia aristocrática permita suponer con fundamento al que a ella pertenece que tiene derecho a todo, y que, en efecto, lo tenga, incluyendo no solo a los más altos cargos sino a la sumisión perfecta, voluntaria y hasta el heroísmo de sus dependientes y criados. Se puede intentar comparar la semiimaginaria Parma que se describe con la situación real del norte de Italia de la época y averiguar hasta qué punto se corresponde con experiencias personales del autor. Se puede comprobar el papel de la mujer, mercancía cuando interesa y objeto de violencia y considerada posesión salvo que se sea de la aristocracia, y ni aun así, puesto que la mujer casada aristócrata pierde su patrimonio y pasa a gestionarlo el marido; además de matrimonios forzados, en dos contextos distintos dos hombres se plantean matar a sus parejas, por celos.

Personalmente, y puesto que es imposible perder la perspectiva de jurista, este libro, obra maestra en los primeros números de todas las listas de las más grandes novelas, me parece uno de los más fuertes alegatos en favor del Estado de Derecho, de la separación de poderes y de la independencia judicial con un sistema procesal justo. Involuntario alegato, porque plantear todo esto parece ser ajeno a la intención del autor, quien al fin y al cabo escribió el libro hacia 1838. Vayamos a la esencia del asunto.

Un gran número de páginas, y las mejores, transcurren en la corte de Parma. El príncipe reinante absoluto -mejor dicho, los dos, sucesivos, padre e hijo- hace y deshace a su antojo. Los cortesanos escrutan cada matiz de sus palabras, de su conducta, para, cual arúspices, adivinar sus deseos y anticiparse a ellos para mejor cumplirlos, o para manipularlos; la inseguridad jurídica es completa. El príncipe, por sí o por sus dependientes directos, legisla, nombra jueces y los cambia, dicta sentencias, las ejecuta, investiga delitos, ejecuta las penas y aplica su gracia, todo a la vez. Las sentencias se dictan en función de sus deseos, o, más aun, de sus pasiones; y las condenas incluyen muertes atroces o privación de libertad indefinida y en condiciones espantosas. Las sentencias se dictan, pero no se notifican, para poder cambiarlas si interesa, o se modifican sentencias con subterfugios. Los testigos de los juicios se manipulan, amenazan, sobornan o hacen desaparecer. Los legajos con las investigaciones policiales o judiciales pueden quemarse en la chimenea del príncipe, si no interesan. Los jueces es poco decir que son sumisos. Al fiscal  se le llama indistintamente juez; y sería interesante comprobar la versión original, por si fuera un problema de traducción, pero si non è vero è ben trovato porque recoge exactamente la realidad de la mezcla de funciones. El control del Poder es inexistente, y el Poder es único. Por tanto, sucede lo del famoso Dictum de Lord Acton: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. La corte es terrible y corrupta, y curiosamente muchos no se dan cuenta de ello, empezando por los propios príncipes.

Y empieza el libro así y acaba en la misma situación. Lo más que sucede es que, suavizado el carácter del príncipe, del que sea, las condiciones prácticas de lo que teóricamente sigue igual también se suavizan, con un príncipe absoluto bueno en vez de perverso o dejado llevar de sus pasiones. Y punto.

Como para desear vivir en esa época, en ese paradigma de despotismo. No es la corte con sus intrigas lo repugnante, pese a que sea eso lo que es habitual resaltar y de hecho resalta el propio Stendhal. Es la propia ausencia de control, esencial a una situacion sin separación de poderes y sin un sistema judicial mínimamente aceptable, la que propicia esas intrigas.

Se suele hablar del síndrome de Stendhal, enfermedad psicosomática consistente en desvanecimientos y otros síntomas que se desencadena ante la presencia de la abrumadora belleza artística, y que este autor describió en otra  obra, porque le había sucedido a él, cuando visito Florencia. De lo que no creo que sea tan frecuente hablar, o al menos no conozco quien hable de ello, es de otro síndrome que también menciona Stendhal, y en esta obra, en La Cartuja de Parma, y que resulta dificil no identificar con lo conocemos ahora como síndrome de Estocolmo:

cartuja2El Estado absoluto recluye en zulos. Y resulta que según Stendhal pasa esto.

Como para no considerar esta obra como un alegato fortísimo en favor del Estado de Derecho, ¿no?

Verónica del Carpio Fiestas