Impostores: el caso Martin Guerre y el caso del Tom Castro de Borges

“Se trata del caso de Martin Guerre, un episodio de la historia del campesinado del sur de Francia de mediados del siglo XVI. Cronológicamente este periodo supera los límites de la Edad Media, pero, en esencia, apenas si lo hace. En el mundo campesino las tradiciones cambiaban con particular lentitud. El argumento de Martin Guerre está «pensado» por la propia vida según el guion de un cuento o una novela y en más de una ocasión ha sido utilizado por los poetas, dramaturgos y guionistas de cine, ha sido investigado de manera magistral por Natalie Zemon Davis, quien sitúa este episodio en el contexto social real de la época. Me limitaré a recordar el cañamazo exterior de los acontecimientos.
El matrimonio del joven Martin con Bertrand, hija de un campesino acomodado del Languedoc, no fue afortunado. Al principio una larga impotencia del marido hizo estéril al matrimonio, después, aun cuando Bertrande le do un hijo, Martin desapareció, se marchó de casa y desapareció por muchos años. Cuando por fin regresó, resultó que su lugar estaba ocupado. Había ocurrido que, varios años antes, había hecho su aparición en la aldea un joven, por nombre Arnaud de Tilh, que se hizo pasar por Martin Guerre con tanta fortuna que todo el mundo aceptó su autenticidad, parientes, vecinos y, lo más importante, su propia esposa. Las sospechas surgieron únicamente cuando entre el tío y el sobrino impostor surgió una disputa por unas propiedades. La amenaza de perder la posesión de la tierra abrió los ojos al tío respecto al advenedizo, e inició un pleito. Los jueces que interrogaron a varias decenas de testigos no pudieron establecer la verdad ya que una parte de ellos negaba que el marido de Bertrand fuera el verdadero Martin, mientras que otros no tenían la menor duda de que este hombre, con el que ella había vivido felizmente varios años, y a quien había dado una hija, era su cónyuge legal. Por lo que se refiere al propio sospechoso, este refutaba tenazmente las acusaciones de engaño de una forma tan convincente que el parlamento de Toulouse, Tribunal Supremo de la provincia, estaba dispuesto a darle la razón. Sin embargo, cuando el juez se disponía a proclamar su veredicto, en el tribunal apareció ni más ni menos que el propio Martin Guerre en persona, con una pierna: pero ¡el verdadero sin la menor duda! Bertrande y los demás lo reconocieron inmediatamente. El embaucador fue desenmascarado, juzgado y colgado delante de la casa del hombre por el que durante tanto tiempo y con tanta fortuna se había hecho pasar.
En este episodio, la atención del historiador, ocupado en la búsqueda de la personalidad humana, se fija en diferentes aspectos. El interés de Natalie Zemon Davis se centra en Bertrande: ¿cómo «reconoció» la esposa a su marido en el impostor? ¿Se había engañado a sí misma de buena fe o, desilusionada en algún momento de esperar el regreso de Martin y sabiendo al mismo tiempo que no podía casarse de nuevo mientras no se demostrara la muerte del marido, quería construir una nueva vida familiar? (puesto que ella, aun después de que se acusara públicamente a Arnaud, continuó insistiendo obstinadamente en que era el verdadero Martin casi hasta el final del juicio). Que Bertrande sea el centro de la atención es muy comprensible0 pero no es menos importante Arnaud de Tilh, que se hace pasar por Martin Guerre. Davis hace notar de manera muy justa que no tenemos ante nosotros un caso de fraude habitual ni un intento de «hacerse pasar simplemente por otro hombre», sino una elaborada estratagema para «asumir una vida ajena)». En correspondencia, el regreso del verdadero Martin fue en este plano nada más que la realización de la intención de recobrar su personalidad, su persona.
Al parecer, Arnaud de Tilh se encontró en algún lugar con Martin Guerre durante el período de los viajes de este y, convencido de la similitud física (por otro lado no total), averiguó muchas cosas de su vida anterior sobre la gente con la que estaba relacionado. Hay que hacerle justicia, aprendió a fondo el papel que pretendía interpretar. No se comprende del todo cómo consiguió hacerlo, pero los hechos son los hechos: Arnaud conocía a la perfección a todas las gentes de la aldea por sus nombres y aspecto exterior, y después de su aparición allí «recordaban» juntos episodios y conversaciones del pasado, de manera que al principio nadie dudó en serio de que se tratara del verdadero Martin Guerre. Sobre las diferencias entre él y Martin se empezó a hablar, en particular, tan solo después que surgiera la querella entre el tío y el «sobrino». Natalie Zemon Davis señala que en esa época los campesinos no disponían de criterios claros para identificar una personalidad, puesto que no existían ni certificados ni modelos de caligrafía, ya que no era costumbre observar los rasgos de la cara, costumbre que se adquiere con e1 uso del espejo. Es posible que en estas condiciones no se desarrolle la observación fisionómica y las pequeñas diferencias entre gentes parecidas entre sf no atraen la atención. Recordemos la observación de Febvre sobre el «atraso visual» del hombre del siglo xvi, que está acostumbrado a confiar más en el oído que en la vista.
Lo dicho ayuda a contestar la pregunta de por qué los que rodeaban a Arnaud de Tilh, que se hacia pasar por Martin Guerre, creyeron que ante ellos estaba el verdadero Martin Guerre. ¿Nos podemos permitir hacernos otra pregunta? ¿Cómo lo vivía el propio embaucador? Naturalmente, no podemos obtener una respuesta precisa. Solo sabemos que Arnaud negó decididamente todas las acusaciones que se hacían contra su autenticidad en calidad de Martin Guerre (pero no le quedaba otro remedio, había ido demasiado lejos en su mistificación) y fue tan convincente y consecuente en su defensa propia, que en el juicio testificaron una decena de vecinos a su favor; es más, le creyó el experimentado e ilustrado juez de Toulouse de Coras, quien dejó una detallada descripción de este caso «sorprendente y memorable». Solo después de la condena de Arnaud, cuando se le exigió público arrepentimiento antes de morir, él, finalmente, preparándose p araaparecer ante el Juez Supremo, se reconoció embaucador e impostor.
Surge la hipótesis: el hombre que durante mucho tiempo recopiló concienzudamente todos los testimonios posibles sobre otra persona, incluso hasta los más nimios detalles de sus conversaciones con los vecinos y parientes, además de datos sobre todas estas personas (y el número de testigos, que fueron interrogados en el tribunal de primera instancia y, consiguientemente, hablaron con el pseudo-Martin hasta el inicio del proceso, alcanzó por lo menos la cifra de ciento cincuenta, además entre ellos había parientes y allegados de Martin Guerre), no pudo en definitiva instalarse en el papel. Pretendía pasar toda su vida bajo la máscara de Martin Guerre, y lo consiguió durante algunos años a la perfección. La máscara debía «pegarse» al rostro, germinar en el interior de Arnaud. ¿No es normal que se sintiera Martin? Con esta transformación psicológica, ¿no se explica la seguridad con la cual se afianzaba en su nueva identidad, y la convicción, que ejerció una influencia tan grande en el trubunal
Naturalmente, no se dice ni una palabra de que el recién aparecido Martin Guerre hubiera olvidado completamente quién era ese Arnaud de Tilh. Actuaba y fingía. Sin embargo, se sabe qué precio pagan los eternos simuladores. […] El impostor, cuando vivía con Bertrande y se relacionaba con los vecinos, sus parientes y los de Martin, era al mismo tiempo Martin Guerre y Arnaud de Tilh.”

Del libro «Los orígenes del individualismo europeo», de Aaron Gurevich, Crítica, 1997

» El impostor inverosímil Tom Castro

Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile y de Valparaíso, hacia 1850, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que retorna a estas tierras -siquiera en calidad de mero fantasma y de pasatiempo del sábado (1). El registro de nacimiento de Wapping lo llama Arthur Orton y lo inscribe en la fecha 7 de junio de 1834. Sabemos que era hijo de un carnicero, que su infancia conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y que sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de la autoridad de los padres, la iniciación heroica. La geografía la recomienda y aun la Escritura (Salmos, 107): Los que bajan en barcas a la mar, los que comercian en las grandes aguas; ésos ven las obras de Dios y sus maravillas en el abismo. Orton huyó de su deplorable suburbio color rosa tiznado y bajó en un barco a la mar y contempló con el habitual desengaño la Cruz del Sur, y desertó en el puerto de Valparaíso. Era persona de una sosegada idiotez. Lógicamente, hubiera podido (y debido) morirse de hambre, pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre infinita le conciliaron el favor de cierta familia de Castro, cuyo nombre adoptó. De ese episodio sudamericano no quedan huellas, pero su gratitud no decayó, puesto que en 1861 reaparece en Australia, siempre con ese nombre: Tom Castro. En Sydney conoció a un tal Bogle, un negro sirviente. Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad. Tenía una segunda condición, que determinados manuales de etnografía han negado a su raza: la ocurrencia genial. Ya veremos luego la prueba. Era un varón morigerado y decente, con los antiguos apetitos africanos muy corregidos por el uso y abuso del calvinismo. Fuera de las visitas del dios (que describiremos después) era absolutamente normal, sin otra irregularidad que un pudoroso y largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando del Este, del Oeste, del Sur y del Norte, del violento vehículo que daría fin a sus días.
Orton lo vio un atardecer en una desmantelada esquina de Sydney, creándosedecisión para sortear la imaginaria muerte. Al rato largo de mirarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto, un protectorado se estableció: el del negro inseguro y monumental sobre el obeso tarambana de Wapping. En setiembre de 1865, ambos leyeron en un diario local un desolado aviso.

EL IDOLATRADO HOMBRE MUERTO

En las postrimerías de abril de 1854 (mientras Orton provocaba las efusiones de la hospitalidad chilena, amplia como sus patios) naufragó en aguas del Atlántico el vapor Mermaid, procedente de Río de Janeiro, con rumbo a Liverpool. Entre los que perecieron estaba Roger Charles Tichborne, militar inglés criado en Francia, mayorazgo de una de las principales familias católicas de Inglaterra. Parece inverosímil, pero la muerte de ese joven afrancesado, que hablaba inglés con el más fino acento de París y despertaba ese incomparable rencor que sólo causan la inteligencia, la gracia y la pedantería francesas, fue un acontecimiento trascendental en el destino de Orton, que jamás lo había visto. Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en su muerte y publicó desconsolados avisos en los periódicos de más amplia circulación. Uno de esos avisos cayó en las blandas manos funerarias del negro Bogle, que concibió un proyecto genial.

LAS VIRTUDES DE LA DISPARIDAD

Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo. El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora; nos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amable de imbécil, pelo castaño y una inmejorable ignorancia del idioma francés. Bogle sabía que un facsímil perfecto del anhelado Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo arecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.

EL ENCUENTRO

Tom Castro, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez, tan afligente pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos ortográficos. En la imponente soledad de un hotel de París, la dama la leyó y la releyó con lágrimas felices y en pocos días encontró los recuerdos que le pedía su hijo.
El 16 de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre reconoció al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de veras lo tenía, podía prescindir del diario y las cartas que él le mandó desde el Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo: ni una faltaba.
Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse el plácido fantasma de Roger Charles.

AD MAJOREM DEI GLORIAM

Ese reconocimiento dichoso -que parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas- debió coronar esta historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado por la apoteosis providencial de su industria. El Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así. Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamáscreyeron en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente de Australia. Orton contaba con el apoyo de los innumerables acreedores que habían determinado que él era Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia, Edward Hopkins, y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba que el supuesto Tichborne era un descarado impostor. La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato: las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger Charles era blanco de un complot abominable de los jesuitas.

EL CARRUAJE

Ciento noventa días duró el proceso. Alrededor de cien testigos prestaron fe de que el acusado era Tichborne -entre ellos, cuatro compañeros de armas del regimiento seis de dragones. Sus partidarios no cesaban de repetir que no era un impostor, ya que de haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de su modelo. Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es evidente que una madre no se equivoca. Todo iba bien, o más o menos bien, hasta que una antigua querida de Orton compareció ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa pérfida maniobra de los «parientes»; requirió galera y paraguas y fue a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles de Londres. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar a Primrose Hill lo alcanzó el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio venir, lanzó un grito, pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con violencia contra las piedras. Los marcadores cascos del jamelgo le partieron el cráneo.

EL ESPECTRO

Tom Castro era el fantasma de Tichborne, pero un pobre fantasma habitado por el genio de Bogle. Cuando le dijeron que éste había muerto se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil prever el fin.
El 27 de febrero de 1874, Arthur Orton (alias) Tom Castro fue condenado a catorce años de trabajos forzados. En la cárcel se hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó -la de la prisión- recorrió las aldeas y los entros del Reino Unido, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba su inocencia o afirmaba su culpa. Su modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó por defensa y acabó por confesión,siempre al servicio de las inclinaciones del público.

El 2 de abril de 1898 murió.

(1) Esta metáfora me sirve para recordar al lector que estas biografías infames aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde.»

Del libro «Historia universal de la infamia», cuento «El impostor inverosímil Tom Castro», Jorge Luis Borges.

Por la seleción de dos historias no igualmente fantásticas, pero casi, y una de ellas literaria (y la otra no, pero también),

Verónica del Carpio Fiestas