El silencio y el canto de las sirenas

El canto de las sirenas es peligroso ya se sabe. Pero ¿y su silencio? De T.S. Elliot a Franz Kafka.

Empecemos por T. S. Elliot (1898-1965):

«I have heard the mermaids singing, each to each.
I do not think that they will sing to me

He oído cantar a las sirenas, pero no creo que canten para mí» (traducción libre)]

Son dos versos del impresionante poema de T.S. Elliot «The Love Song of J. Alfred Prufrock«, texto completo en el original inglés aquí y una traducción al castellano aquí.

Y vayamos a Kafka (1888-1924), al cuento póstumo «El silencio de las sirenas«, del que se transcribe a continuación un párrafo (texto completo en castellano del cuento, en este enlace):

«Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio«.

Verónica del Carpio Fiestas

El silencio del mar, de Vercors

«El silencio de mar» es una novela corta o un relato alegórico, de exquisita sensibilidad, ambientado en la primera fase de la ocupación alemana de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Francia los ocupantes nazis aún aparentaban corrección formal. Vercors, su autor, no se llamaba así -Vercors, el seudónimo, es un macizo montañoso en los Alpes-, sino que es el francés Jean Bruller (1902-1991), y en el relato, escrito y publicado en 1942, plena Segunda Guerra Mundial, no aparece ningún mar, aunque sí muchos silencios. Suele entenderse que se trata de un manifiesto de la Resistencia Francesa, y, en efecto, no solo fue así considerado, o poco menos, sino que salta a la vista el sentido por la lectura del texto. El silencio no es el del mar, sino el de la familia francesa, tío y sobrina, que ha de albergar varios meses como huésped forzoso a un militar alemán de las fuerzas de ocupación -y no sé si decir militar nazi, porque de eso, de si es o no nazi o qué es ser nazi, precisamente, va la obra-, y que demuestra su resistencia -con minúscula- mediante el silencio permanente. Pero el militar de ocupación no es una caricatura sino una persona y los monólogos sin respuesta del francófilo, educado, cultivado, pacifista, sensible e inteligente militar, músico -compositor-, de profesión, frente a las silencios de la familia incluyendo los de la joven silenciosa y del inexpresado amor que acaban sintiendo el uno por el otro, no tan alejado del aprecio personal que acaba transparentándose también en el tío, un intelectual que escribe la historia en primera persona, acaban con una terrible parrafada, cuando el militar comprende de repente, oh sorpresa, que su amada Francia («Siempre he amado Francia«) no la ha conquistado Alemania por amor a Francia y a la cultura francesa y para mejorarla, sino para para destruirla y con ella destruir toda la cultura y todo el espíritu, y que sus propios amigos nazis, tan educados, cultivados, sensibles e inteligentes como él, que acaban de ocupar París, son en realidad unos monstruos, y monstruoso es el nazismo. El huésped no es ese  nazi de las películas, el nazi sádico culto y amante de la música que disfruta de la ópera mientras tortura, sino una persona verdaderamente sensible, y ante ese desengaño solo le cabe el suicidio, la petición de ir a un duro frente de guerra, «hacia el infierno«. Transcribo unos fragmentos de esa escena, del final de la obra:

«-Tengo que decirles palabras muy serias.

Mi sobrina estaba frente a él, pero bajaba la cabeza. Enrollaba alrededor de sus dedos la lana de un ovillo mientras este se deshacía rodando por la alfombra; este absurdo trabajo era sin duda el único al que aún podía prestar su nula atención y ahorrarle una cierta vergüenza.

El oficial continuó, haciendo un esfuerzo tan visible que parecía costarle la vida.

-Todo lo que les he dicho en estos seis meses, todo lo que han oído las paredes de este cuarto…-respiró con un esfuerzo de asmático, mantuvo el pecho hinchado-, es necesario…-respiró-, es necesario olvidarlo.

La muchacha dejó caer lentamente sus manos en el regazo de su falda, donde quedaron ladeadas e inertes como barcas varadas en la arena, y levantó lentamente la cabeza y entonces, por primere vez -primera vez- ofreció al oficial la mirada de su ojos claros.

Él dijo -apenas lo oí: Oh welch’ein Licht [oh, qué luz], en un murmullo. Y como si, en efecto, sus ojos no hubieran podido soportar esa luz, los ocultó detrás de su mano. Dos segundos. Luego, dejó caer la mano: pero había bajado los párpados, y fue él quien desde entonces dirigió sus miradas al suelo…

Sus labios volvieron a hacer «Pp…» y dijo con voz sorda, sorda, sorda:

-He visto a esos hombres victoriosos.

Luego, después de unos segundos, con voz aún mas baja:

-He hablado con ellos.

Y al fin, en un murmullo, con amarga lentitud:

-Se han reído de mí.

Levantó sus ojos hacia mí y movió tres veces, gravemente, la cabeza, de forma imperceptible. Cerró los ojos, y prosiguió:

-Me han dicho: «¿No te has dado cuenta de que nos burlamos de ellos?». Eso me han dicho. Exactamente. Wir prellen sie [nosotros les engañamos]. Me dijeron: «¿No supondrás que vamos a permitir estúpidamente que Francia se rehaga ante nuestras fronteras? ¿No?» Se rieron con ganas. Me golpeaban alegremente la espalda, mirándome a la cara: «¡No somos músicos!».

Su voz revelaba, al pronunciar estas últimas palbras, un oscuro desprecio que no sé si reflejaba sus propios sentimientos o el tono mismo con que se habían dirigido a él.

-Entonces hablé durante mucho tiempo, con gran vehemencia. Ellos chistaban: ¡Tst! ¡Tst! Dijeron: «La política no es un sueño de poeta. ¿Por qué supones que hemos hecho la guerra?¿Por su viejo Mariscal?». Volvieron a reír. «No somos locos ni necios; tenemos la ocasión de destruir a Francia, y la destruiremos. No solamente su poder: también su alma. Su alma sobre todo. Su alma es el mayor peligro. Ese es nuestro trabajo en este momento: ¡no te equivoques, querido! […]

-No hay esperanza.

Y con una voz más sorda aún y más baja, y más lenta, como para torturarse a sí mismo  con esa intolerable confirmación:

-No hay esperanza. No hay esperanza.

Y de pronto, con una voz inopinadamente alta y fuerte y, para mi sorpresa, clara y timbrada como un toque de clarín, como un grito:

-¡No hay esperanza!

Y a continuación el silencio.

Creí oírle reír. Su frente atormentada y surcada por arrugas, se asemejaba a una cuerda de amarre. Sus labios temblaron: labios de enfermo, a la vez febriles y pálidos.

-Me han censurado con cierta irritación: «¡Ya lo ves! ¡Ya vez cuánto la amas! ¡Ese es el gran peligro! Pero nosotros curaremos a Europa de esa peste. ¡La limpiaremos de ese veneno!». Me lo han explicado todo, ¡oh!, no me han dejado que ignorase nada. Alaban a los escritores franceses, pero al mismo tiempo, en Bélgica, en Holanda, en todos los países que ocupan nuestras tropas, ha levantado una barrera. Ningún libro francés puede pasar…, salvo las publicaciones técnicas, manuales de dióptrica o formularios de cimentación… Pero las obras de cultura general, ninguna. ¡Nada!

Su mirada pasó por encima de mi cabeza, volando y tropezando en los rincones de la habitación como un pájaro nocturno extraviado. Por fin pareció encontrar refugio en los estantes más oscuros, aquellos donde se alinean Racine, Ronsard, Rousseau… Sus ojos quedaron fijos allí y su voz volvió a sonar con una violencia quejumbrosa:

-¡Nada, nada, nadie! -y como si aún no hubiéramos comprendido ni medido la enormidad de la amenaza-: ¡No solamente los modernos! ¡No solo los Péguy, los Proust, los Bergson…! ¡Sino todos los demás! ¡Todos esos! ¡Todos! ¡Todos! ¡Todos!

Su mirada barrió una vez más las encuadernaciones, que brillaban débilmente en la penumbra, como en una caricia desesperada.

-¡Apagarán la llama por completo! -exclamó-. ¡Y Europa no será iluminada por esta luz!»

Son muchas las cosas que sugiere este texto. Solo voy a decir unas cuantas.

La primera, que no hizo falta que ganaran los nazis para que estos autores no fueran leídos habitualmente fuera de las fronteras de Francia, o, mejor dicho, no voy a generalizar, para que al menos yo no los haya leído; Proust, Bergson y Rousseau son los únicos autores de los citados por Vercors de los que sí he leído obras,  y he de decir honradamente que a Racine y Ronsard los conozco solo de oídas y que de Péguy ni siquiera había oído hablar. Escalofríos da pensarlo.

La segunda, que la profundidad de este párrafo, y de todo el libro, solo se capta silenciocuando se dispone de un buen prólogo como estudio introductorio, y de nuevo no quiero generalizar, hablo solo de mi experiencia, y solo diré que cuando leí el texto por primera vez hace ya muchos años, en una edición sin prólogo, me pareció una novelita sobrevalorada, y releída años después, pero en otra edición ya con un prólogo serio, fui capaz de entender de qué va esto. La obra alcanzó, al parecer, 300.000 ejemplares de distribución clandestina, estando en plena guerra, y eso no es precisamente un juego literario. No suelo recomendar ediciones, pero esta vez voy a hacerlo: la de Cátedra, «El silencio del mar y otros relatos clandestinos», edición de Santiago R. Santerbás.

La tercera, que la vida de Vercors, Jean Bruller, me parece aún más interesante que el texto. Colaboró durante la guerra con la editorial clandestina «Ediciones de Medianoche», donde se publicó su obra, mientras ocultaba su clandestinidad literaria trabajando como carpintero. Y tan escritor clandestino fue que ni siquiera a su esposa le contó que él era Vercors, el autor del famoso libro que se había convertido en un símbolo de la Resistencia. Se ha insinuado, dice el prólogo, que Bruller y su esposa se divorciaron en 1948 por la humillación que sintió ella al enterarse tras la Liberación de Francia que Vercors era su marido. Si yo fuera escritora, escribiría una novela con un profundo análisis de la mentalidad, con los silencios -silencios del mar- y las razones, de un hombre que escribe para la Resistencia y no se lo cuenta a su mujer, y la de esa mujer que de repente descubre que el marido le ha ocultado la obra de su vida.

La cuarta, y más importante, que ojalá jamás, jamás, jamás, veamos a esos «soldados vencedores«. Y voy a transcribir una frase del prólogo, en la que se describe la reacción de Bruller cuando, en 1938, asistió en Praga al congreso del Pen Club: «la intervención del novelista británico H.G. Wells sustentando la legítima posibilidad de defender el antisemitismo en virtud del principio de la libertad de expresión le produjo una terrible intranquilidad,  que aumentó a su regreso con la visión de Alemania cubierta de banderas nazis«. Una frase para la reflexión.

Verónica del Carpio Fiestas

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La colección de silencios del doctor Murke y el horror vacui

Este post podría quizá titularse: «La colección de silencios del doctor Murke y el horror vacui sonoro de nuestro tiempo«. Eso sí, con muchas dudas de si el adjetivo idóneo sería «sonoro», «auditivo» o algún otro parecido; no lo tengo claro.

Lo primero: me remito al post anterior sobre el relato de Heinrich Böll titulado «La colección de silencios del doctor Murke y más», enlace aquí. Y, al igual que en anterior post, no voy a contar el argumento. Si el propio título de un relato titulado «La colección de silencios del doctor Murke» no le pica la curiosidad para leerlo, nada podría hacerlo. Y por la web se encuentra fácilmente, si alguien quiere ahorrarse los diez euros que cuesta un magnífico libro de relatos que incluye este y otros.

Este extraordinario relato ofrece, como cualquier obra clásica, numerosas interpretaciones y enfoques de análisis; tantos, que me siento incapaz de enumerar todos los que me sugiere. Voy a mencionar algunos, no todos, y al final me voy a centrar en el que más me interesa, el horror vacui.

Y, por cierto, tenga en cuenta quien esto lea que el cuento tiene tono satírico o humorístico, no de tostón solemne; se ríe de los que usan un tono solemne.

Se puede interpretar el relato en el contexto histórico y geográfico al que hace referencia y en el que está ambientado, la posguerra de la Segunda Guerra Mundial en Alemania, y sus diferentes fases, y lo que implica en relación con la propia guerra y el nazismo; esto, por supuesto, es indispensable. Por ejemplo, este fragmento de la conversación entre dos empleados de radio:

«Cuando yo tenía su edad, me hicieron recortar tres minutos de un discurso de cuatro horas de Hitler y tuve que escuchar el discurso tres veces hasta ver qué tres minutos debían ser cortados. Cuando empecé a escuchar la cinta por primera vez, todavía era nazi, pero después de oírla completa tres veces, ya no lo era. Fue una cura horrible, dura, pero muy eficaz.«

Permite también formularse inquietantes preguntas sobre las relaciones entre hombres y mujeres; la escena de la mujer a la que le parece más obsceno el silencio que proposiciones sexuales, en una época y un lugar donde distaba de existir la actual libertad sexual occidental, es muy significativa. Lea este fragmento:

«—No aguanto más —dijo la muchacha de repente—, no aguanto más, lo que exiges es inhumano. Hay hombres que exigen inmoralidades a las chicas, pero lo que tú me exiges es todavía más inmoral que lo que otros hombres exigen a las muchachas.

Murke suspiró.

—Por Dios —dijo—, querida Rina, tendré que cortar todo esto, sé razonable, sé buena chica y guarda silencio para mí por lo menos cinco minutos más de cinta.

—Guardar silencio —dijo la muchacha, y lo dijo de una manera que hace treinta años hubiera sido calificada de «desabrida»—. Guardar silencio; vaya una invención tuya. No me disgustaría llenar una cinta, pero de silencio…»

Naturalmente, también sería posible analizar los cambios tecnológicos. Las características y las consecuencias de unas grabaciones de radio en el hoy inexistente sistema de cintas magnetofónicas que hay recortar físicamente para modificar el contenido grabado pueden resultar incomprensibles para los nativos digitales, y lo serán; lo veo probable, por no decir seguro.

Abundando en este último punto de vista tecnológico, una comparativa entre la radio y la televisión, como mezcla de programas «serios», «divulgativos» y «de entretenimiento» sería de gran interés. Y, yendo más allá, incluso analizar el propio sistema de batiburrillo en que consisten las programaciones en ambos tipos de medios, que damos por sentado como normal prácticamente desde que la radio se inventó, y así seguimos con la radio y la televisión salvo en las llamadas «cadenas temáticas», en radio llamadas también «radiofórmulas».

Por supuesto, una reflexión sobre los «intelectuales pretenciosos» podria ser  divertida:

«—Sólo los espíritus impuros califican la pedantería indigna del genio —dijo Bur-Malottke—; nosotros sabemos —y el director se sintió halagado de verse alineado por el nosotros entre los espíritus puros— que los verdaderos, los grandes genios, eran pedantes.«

Hasta es posible una reflexion estrictamente filológica, en relación con las particularidades del idioma alemán, puesto que el relato habría sido muy distinto, y quizá hasta imposible, si los personajes fueran castellanoparlantes. Vea este fragmento:

«—Por lo demás, hay un problema —dijo Murke—: aparte de los genitivos, en su conferencia no queda claro el caso en que aparece la palabra Dios; pero en «ese Ser superior que nosotros adoramos» tiene que estarlo. En total —sonrió amablemente hacia Bur-Malottke— necesitamos diez nominativos y cinco acusativos, por tanto, quince veces «ese Ser superior que nosotros adoramos», luego siete genitivos, es decir «de ese Ser superior que nosotros adoramos», cinco dativos «a ese Ser superior que nosotros adoramos», y queda un vocativo, el lugar en que usted dice: «Oh, Dios.» Me permito proponerle que lo dejemos en vocativo y qué usted exclame: « ¡Oh, Tú, Ser superior, al que nosotros adoramos!»«

Pero lo que de verdad me interesa resaltar de este cuento, y por ello he escrito este post, es el valor del silencio. El protagonista, que trabaja permanentemente con sonidos, en una radio, colecciona silencios.

«—Otra cosa —dijo Humkoke cogiendo una lata amarilla de galletas que había en una estantería junto al escritorio de Murke—, ¿qué son estos recortes de cinta que tiene usted en la lata?

Murke se sonrojó.

—Son —dijo—, colecciono una especie determinada de restos.

—¿Qué clase de restos? —preguntó Humkoke.

—Silencios —dijo Murke—, colecciono silencios.

Humkoke le dirigió una inquisitiva mirada y Murke prosiguió:

—Cuando tengo que cortar cintas en las que el narrador ha hecho de vez en cuando una pausa, o suspiros, tomas de aire, silencios absolutos, no los tiro a la papelera, sino que los colecciono. Por cierto, las cintas de Bur-Malottke no tenían ni un segundo de silencio.

Humkoke se echó a reír.

—Claro, ése no callará nunca. ¿Y qué hace usted con los recortes?

—Los pego por la tarde, cuando estoy solo en casa, paso la cinta. Todavía no es mucho, no llega a tres minutos, pero es que tampoco se producen tantos silencios.

—Tengo que llamarle la atención sobre el hecho de que está prohibido llevarse cintas a casa, incluso recortes.

—¿Los silencios también? —preguntó Murke.

Humkoke rió y dijo:

—Ahora váyase.

Y Murke se fue.«

Y ello encaja plenamente  en una reflexión que vengo haciéndome hace mucho.

Vivimos, hace ya mucho, en una época de sonidos omnipresentes, sin precedentes. La música está en las tiendas, en altavoces en las calles, en los hipermercados, en el teléfono cuando hay una llamada en espera, en los centros de trabajo, en los restaurantes, en medios de transportes públicos, en el ascensor, en todas partes. Se impone, no se escoge; y cuando se escoge, es porque se da por sentado que es mejor el sonido que el silencio. Y además, con frecuencia no es casual: por ejemplo, la música en una tienda se elige en función de la clientela que se desea tener y hasta es más o menos rápida según las horas y según se desee que actúe el cliente, es decir, es manipulación de puro marketing. Cómo pueden abstraerse del permanente martilleo de villancicos quienes trabajan en centros comerciales en época navideña, y cómo no se considera riesgo profesional el constante sonido simplemente porque se califique de «música», aunque no supere los decibelios que se fijen como límite para «ruido», sería interesante saberlo, o si lo es, cómo se hace para prevenir los daños. Y hasta se considera normal que haya a la vez dos fuentes de sonidos simultánea, una televisión y la música «de fondo».

A semejanza del horror vacui de la escultura, la pintura o la arquitectura, que obliga a rellenar los vacíos, nuestra actual época huye del silencio, e impone la música en absolutamente todos los contextos. La música o sus sucedáneos. Aunque esto sea secundario a efectos de mi reflexión, porque lo principal es que permanentemente hay sonidos; de sucedáneos de música de calidad sencillamente ínfima, que ni como música pueden calificarse. ¿De verdad es música el concierto de «Las cuatro estaciones» de Vivaldi en la sucesión de pitidos metálicos que suena en las llamadas en espera?

Y eso del sonido onmipresente de música es así sin que podamos evitar esos constantes estímulos auditivos. Porque si bien es posible dejar de mirar algo, desviando la vista, y por tanto no verlo, no se puede ir por la vida con tapones en los oídos ni el oído puede dejar de escuchar lo que oye ni existe mecanismo para seleccionar los sonidos que se oyen.

Y de forma tal que se da por sentado por muchos que el silencio es aburrido e inaceptable, y cuando lo hay, se escoge eliminarlo poniendo una músuca de fondo que «acompañe» o «anime»

Alguien tendría que estudiar (¿y quizá lo haya hecho ya?), cómo es posible que se haya impuesto la conclusión de que el silencio es inadmisible, que la sucesión de sonidos permanentes, sean o no música de verdad o meros sucedáneos, es algo en sí deseable; que debemos estar permanentemente oyendo -que no escuchando-,  música; que se nos debe imponer eso, y que es bueno.

El horror vacui, el horror al vacío, viene de siglos, referido principalmente al Arte,  y por supuesto en la Filosofía aristotélica. La decoración de arabescos o el propio el arte barroco en general son los ejemplos más habituales, y el horror vacui existe también a otros contextos, como la representación cartográfica, en la que se rellenaba lo desconocido con dibujos. Y está muy estudiado.

Pero no veo que se estudie el horror vacui específico de nuestro tiempo consistente en llenar de sonidos el silencio, constantemente, para que sean oídos o escuchados, y no sé por qué existe.

Quizá existe por miedo. Por el miedo que se tiene a que otros piensen; por el miedo que nos están inculcando a que pensemos.

Verónica del Carpio Fiestas

La colección de silencios del doctor Murke y más

Demasiado poco se habla de Heinrich Böll. Murió en 1985; se ve que aún no ha acabado ese purgatorio por la que pasa la fama de los grandes escritores, tras ese brevísimo estallido de portadas inmediatamente posterior a su muerte, antes de entrar en el Olimpo de los escritores. A usted quizá, si hay suerte, le suena el nombre de este escritor, pero diría que casi seguro que no será capaz de ponerle cara;  mientras que el casi coetáneo Günther Grass, que falleció en 2015, y que por cierto no me gusta un pelo, casi seguro que no se le despinta ni de nombre ni de rostro.

En fin: no se pierda el absolutamente extraordinario relato de Böll titulado «La colección de silencios del doctor Murke», que otras veces he visto con el titulo de «Los silencios del Dr. Murke».  Estoy convencida de que la versión original habría sido interesantísima, y descubrirá por qué si lee el cuanto; lástima, en mi caso, no saber alemán.

El por qué de esta recomendación y de la observación sobre la relevancia de las palabras originales no tiene sentido explicarlo, porque sería destripar el contenido, así que no voy a añadir nada. Y, por otra parte, si no le parece suficientemente sugerente un título que se refiere a una «colección de silencios» ya no sé qué más decirle.

Lo he visto publicado en varias ediciones, y, además, por internet anda, en pdf. Si tiene posibilidad, hágase con el excepcional libro «La aventura y otros relatos» en su totalidad sin desperdicio; además del relato que da título a este post, contiene otros más que notables. De absoluta antología «No sólo en Navidad», «Algo va a pasar», «La balanza de los Balek», «El reidor», y quizá más.

Podría también mencionar otros libros necesarios de Böll y, ya puestos, voy a hacerlo. Allá van: «Billar a las nueve y media» y «El honor perdido de Katharina Blum». El primero aporta mucho a la comprensión del nazismo y de la Alemania de postguerra, como otras obras de Böll, y contiene personajes memorables, como el viejo portero del hotel. En cuanto al segundo, a todo periodista que por casualidad entre aquí le sugiero encarecidamente que lo lea, si aún no lo ha leído; y a quien no sea periodista, también, porque, la verdad, da mucho miedo y refleja, ya en 1974, lo fácil que es un linchamiento en los medios de comunicación con periodistas sin escrúpulos. No quiero ni pensar cómo podría ser lo que refleja el libro, basado en un caso real, en el mundo de hoy, con Internet; no da ya miedo, sino pavor, pensarlo.

Verónica del Carpio Fiestas