La realidad y la aventura del hombre que reptaba: de Sherlock Holmes a las cebras sin úlcera

«¿Por qué las cebras no tienen úlcera? La guía del estrés», ensayo del prestigioso científico estadounidense Robert Sapolsky, nacido en 1957 (Alianza Editorial, 1995 (publicado en EEUU en 1994), págs, 47-49.

«¿Qué relación guarda el cerebro con todas esas glándulas que segregan hormonas? Se solía creer que ninguna, pues se suponía que todas las glándulas periféricas del organismo -el páncreas, las glándulas suprarrenales, los ovarios, los testículos, etc.,- «sabían» de forma misteriosa lo que debína hacer, tenían «mentes propias». «Decidían» cuándo segregar sus mensajetros sin recibir instrucciones de ningún otro órgano. Este concepto erróneo dio origen a una moda bastante estúpida en las primeras décadas de este siglo [siglo XX]. Los científicos observaron que el impulso sexual masculino disminuía con la edad y asumieron que se debía a que los testículos segregaban menos testosterona -una hormona sexual- al envejecer. (En realidad los niveles de testosterona no se reducen con la edad, sólo hay un declive moderado y muy variable en la población de hombres ancianos; e incluso una disminución de testosterona de un 5% con respecto al nivel normal no influye mucho en la conducta sexual.) Dando un paso más, los científicos equipararon el envejecimiento con la disminución del impulso sexual, con menos testosterona. (Debían haberse preguntado cómo se las arreglaban las mujeres, que no tienen testículos, para envejecer, pero en aquellos tiempos la mitad femenina de la población no contaba.) ¿Cómo se podía invertir el proceso de envejecimiento? Dando a lso hombres mayor testosterona. De ese modo se instauró la moda de que los caballeros con medios suficientes fueran a impecables clínicas suizas donde , diariamente, les inyectaban en el trasero extractos testiculares de perros, gallos o monos. En los años 20 lo hicieron magnates industriales, jefes de estado y líderes religiososo famosos, y todos confirmaron sus maravillosos resusltados. No porque la ciencia fuera exacta, sino porque cuando se paga una fortuna por unas dolorosas inyecciones diarias de extracto de tescículos de perro, se está suficientemente motivado como para decidir que uno se siente como un toro; no es más que un enorme efecto placebo.

Cuando los científicos se dieron cuenta de que los extractos no servían para nada, se instuauró otra moda, a saber, el trasplante de trozos de testículos de animales, lo cual también era una estupidez, pues si, al envejecer, los testículos segregan menos testosterona, no es porque fallen, sino porque otro órgano (¡atención!) deja de decirles que lo hagan. Unos nuevos y flamentes testículos también fallarán por falta de señales de estimulación. No obstante, teniendo en cuenta lo que es el efecto placebo, la técnica del trasplante también fue increíblemente popular durante un cierto tiempo.»

«El hombre que reptaba», cuento del escritor británico Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), protagonizado por su célebre detective Sherlock Holmes. Recuérdese que, además de escritor, Conan Doyle fue médico; ah, y por si hubiera falta recordarlo, Sherlock Holmes es un personaje ficticio. Lo digo porque por lo visto hacía falta recordárselo a ese 25% de los británicos, que, según una encuesta creían en 2008 que Churchill es un personaje de ficción y que Sherlock Holmes sí existió. Aunque, claro, con datos como los que contiene «El hombre que reptaba» [texto completo en castellano aquí], poniéndolo en relación con el ensayo de las cebras sin úlcera, quizá cualquiera se confundiría, ¿no?

«La puerta del vestíbulo se abrió lentamente y contra el fondo luminoso vimos la alta figura del profesor Presbury. Estaba vestido con su bata de noche. Mientras permanecía delineado en la entrada estaba erecto pero inclinándose hacia delante con los brazos colgados, como cuando lo vimos la última vez. Ahora se adelantó en el camino, y con un extraordinario cambio vino sobre nosotros. Se hundió en una posición agazapada y se movió a lo largo con sus manos y pies, saltando de vez en cuando como si estuviera desbordado de energía y vitalidad. Se movió a lo largo de la cara de la casa y luego giró en la esquina. Cuando desapareció Bennett se deslizó a través de la puerta del vestíbulo y lentamente lo siguió. —¡Venga, Watson, venga! —exclamó Holmes, y nos deslizamos a hurtadillas tan suavemente como podíamos a través de los arbustos hasta que obtuvimos una ubicación desde donde podíamos ver el otro lado de la casa, la cual estaba bañada bajo la luz de la media luna. El profesor estaba claramente visible arrastrándose con el pie en la pared cubierta de hiedra. Mientras lo observábamos repentinamente comenzó con increíble agilidad a ascender. Desde rama en rama saltó, seguro de pie y firme de dominio, trepando aparentemente en un mero divertimento de sus propios poderes, con ningún objetivo definido en vista. Con su bata de noche agitándose de cada lado, observó algo como un gigante ladrillo terciado pegado contra un lado de su propia casa, un gran cuadrado oscuro ajustado sobre la pared iluminada por la luna. En breve se cansó de este pasatiempo, y, dejándose caer de rama en rama, se agazapó dentro de la vieja postura y se movió de frente hacia los establos, arrastrándose a lo largo en la misma extraña forma que antes. El perro lobo estaba afuera en ese instante, ladrando furiosamente, y más excitado que nunca cuando en realidad capta al vuelo a su dueño. Estaba haciendo un gran esfuerzo con sus cadenas y vibrando con ansias y rabia. El profesor se agazapó muy deliberadamente fuera del alcance del sabueso y empezó a provocarlo de todas las formas posibles. Tomó un puñado de guijarros del camino y se los arrojó en la cara del can, lo pico con una varilla que había levantado, golpeó con sus manos aproximadamente a sólo unas pulgadas de la boca abierta, y empeñándose de todas formas en incrementar la furia del animal, la cual ya estaba fuera de todo control. En todas nuestras aventuras no conozco que hubiera visto un espectáculo más extraño que esta apática y aún dignificada figura arrastrándose como un sapo sobre la tierra e incitando a una salvaje exhibición de pasión del sabueso enloquecido, el cual se alborotaba y se enfurecía en frente de él, por todas clases de ingeniosa y calculada crueldad. ¡Y entonces en un instante sucedió! No era la cadena que se rompió, sino todo el collar se deslizó, porque había sido realizado para un Terranova de cuello ancho. Oímos el ruido de metal cayéndose, y el siguiente instante el can y el hombre estaban revolcándose juntos en la tierra, uno rugiendo de furia, el otro gritando en un extraño chillido falsete de terror. Era un hecho limitante para la vida del profesor. La salvaje criatura lo sostenía medianamente por la garganta, sus colmillos estaban hincados profundamente, y él ya estaba sin sentido antes de que pudiéramos alcanzarlos y jalarlos aparte a los dos. Pudo haber sido una peligrosa tarea para nosotros, pero la voz de Benett y su presencia trajo al gran perro lobo instantáneamente a la razón. El alboroto había traído al adormecido y asombrado cochero de su habitación encima de los establos. —No estoy sorprendido —dijo, sacudiendo su cabeza—. Lo he visto antes. Sabía que el can lo atraparía tarde o temprano. El sabueso estaba asegurado, y juntos llevamos al profesor a su habitación, donde Bennett, quien tenía un título médico, me ayudo a arropar su desgarrada garganta. Los afilados dientes habían pasado peligrosamente cerca de la arteria carótida, y la hemorragia era seria. En media hora el peligro había pasado, le había dado al paciente una inyección de morfina, y se habíasumergido en un profundo sueño. Entonces, y solamente entonces, estuvimos calificados de mirarnos uno al otro y tomar noción de la situación. —Pienso que un cirujano de primera clase debería verlo —dije. —¡Por amor de Dios, no! —exclamó Benett—. Actualmente el escándalo está confinado a nuestro propio grupo familiar. Está seguro con nosotros. Si va más allá de estas paredes nunca se detendrá. Considere su posición en la universidad, su reputación europea, los sentimientos de su hija. —Exactamente —dijo Holmes—, pienso que sería posible mantener el asunto, y también prevenir su recurrencia ahora que tenemos una mano libre. La llave de la malla del reloj, Sr. Bennett. Macphail custodiará al paciente y nos avisará si hay algún cambio. Veamos que podemos encontrar en la misteriosa caja del profesor. No había mucho, pero había suficiente… un frasco vacío, otro cercanamente lleno, una jeringa hipodérmica, varias cartas de una mano extranjera y malhumorada. Las marcas en los sobres mostraron que eran aquellas que habían estorbado la rutina del secretario, y cada una estaba fechada desde la ruta comercial y firmada ‘A. Dorak’. Había meras cuentas que decían que nuevas botellas están siendo enviadas al profesor Presbury, o acuse de recibo de dinero. Había otro sobre, sin embargo, en una mano más educada y portando la estampilla austríaca con el sello postal de Praga. —¡Aquí está nuestro objetivo! —exclamó Holmes cuando sacó el documento adjunto.

HONORABLE COLEGA (decía): Dada su estimada visita he pensado mucho de su caso, y aunque sus circunstancias son muy especiales razón por el trato, no sería nada menos ordenar precaución, como mis resultados han mostrado que no son sin peligro de algún tipo. Es posible que el suero de antropoide haya sido mejor. He usado, como le expliqué, un langur negro porque el espécimen fue accesible. El langur es, por supuesto, un gateador y trepador, mientras que los antropoides caminan erectos y es allegado en todas formas. Le ruego que tome todas las precauciones posibles ya que no hay revelaciones prematuras del proceso. Tengo otro cliente en Inglaterra, y Dorak es mi agente para ambos. Pedidos semanales serán complacidos. Suyo con la más alta estima, H. LOWENSTEIN

¡Lowenstein! El nombre me trajo a la memoria algún recorte de periódico que hablaba de un oscuro científico que estaba esforzándose de una desconocida manera por el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida. ¡Lowenstein de Praga! Lowenstein con el admirable suero que da vitalidad, prohibido por la profesión porque rehusaba revelar su fuente. En pocas palabras dije lo que recordaba. Bennett tomó un manual de zoología de los estantes. —’Langur’ —leyó— el gran mono negro de las pendientes del Himalaya, el más grande y más humano de los monos trepadores. Muchos detalles son añadidos. Bien, gracias a usted, Sr. Holmes, es muy claro que hemos rastreado la maldad hasta su fuente. —La verdadera fuente —dijo Holmes— yace, por supuesto, en que la aventura amorosa a destiempo le dio al impetuoso profesor la idea de que solamente podría conseguir su deseo volviéndose un hombre joven. Cuando uno trata de elevarse sobre la naturaleza se predispone a caer bajo ella.»

Verónica del Carpio Fiestas

Imposible e improbable

«Una vieja máxima mía dice que cuando has eliminado lo imposible lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad.»

«It is an old maxim of mine that when you have excluded the impossible, whatever remains, however improbable, must be the truth.»

Palabras de Sherlock Holmes en el cuento «La diadema de berilos», de Sir Arthur Conan Doyle.

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

 

 

Matar del susto

Hay una extraña técnica de asesinato literario que he detectado en tres escritores clásicos: Conan Doyle, Simenon y Vázquez Montalbán: matar de un susto. Y con la cuestión conexa:¿es punible matar de un susto? Porque, en los casos de Simenon y Vázquez Montalbán, parece que no, y no hay responsabilidades; en cuanto al caso de Conan Doyle, el asesino muere, muy oportunamente, a manos del propio instrumento del crimen y cuando intentaba cometer otro. Con el mismo móvil, el dinero, tenemos la misma técnica en la Inglaterra de finales del siglo XIX, en un pueblecito francés en los año 30 del siglo XX donde no hay luz eléctrica ni agua corriente y en la Barcelona de 1981, del mismo año 1981 en cuyo día 23 de febrero fracasó un golpe de estado el llamado 23-F.

En el cuento «La banda de lunares» («The Adventure of the Speckled Band») el asesino introduce una serpiente en una habitación, y la joven ocupante muere de terror; la obra, de la serie de Sherlock Holmes, publicada en 1892, y ambientada en la época, no puede dejar de mencionarse, que es de las clásicas de enigma de cuarto cerrado, que se soluciona con truquillo de una pequeña abertura para la serpiente. En la novela «El caso Saint-Fiacre» («L’affaire Saint-Fiacre«) de la serie del comisario Maigret, año 1932, una condesa, viuda y enferma del corazón, muere de ataque cardíaco, en plena misa, al abrir su misal y encontrarse un recorte de prensa con la noticia, falsa, de que su único hijo se había suicidado avergonzado por la inadmisible conducta licenciosa de su madre; y es que la madre, repetidamente calificada de «vieja», con sesenta años y considerada como tal desde mucho antes, tenía un amante de la misma edad del hijo, algo social y moralmente intolerable. En el cuento «Aquel 23 de febrero«, de la serie del detective Calvalho,en el libro «Historias de política ficción«, año 1987, se investiga el asesinato, o lo que sea, de un anciano -y que también tiene una amante, pero eso da casi igual- que, habiendo pertenecido al bando republicano en la guerra civil, había sufrido grave persecución durante el franquismo, y  a quien, con grabaciones falsas que no puede dejar de escuchar desde la pequeña habitación donde se le ha ocultado para «protegerlo», se le hace creer que ha triunfado el golpe de estado y que los militares lo vienen a detener.

La técnica es la misma: matar de un susto, de una impresión, provocar un ataque cardíaco. El arma del crimen, distinta: una serpiente de verdad, un recorte de periódico falso y unas grabaciones falsas con voces militares. Y en los tres casos, el asesino es del entorno personal de la víctima: el padrastro, el hijo del administrador de la condesa asesinada y los propios hijos de la víctima, respectivamente. Y por mucho que lo intente, que a lo mejor no lo intenta, porque aunque el ambiente se describe como desordenado y de decadencia moral, en realidad el fondo de la novela es nostálgico y descriptivo -el protagonista Maigret, vuelve al pueblo donde nació y ello nos permite conocer cómo eran él, su familia, su casa y su pueblo, y eso es lo que cuenta-, Simenon no llega ni de lejos a describir una  atmósfera moral tan asfixiante como la que consigue Vázquez Montalbán en muchas menos páginas y con evidente trasfondo político. Ni una muerte tan dolorosa; la condesa muere en el acto, pero el republicano sufre horas de terrible tortura moral, encerrado esperando que ya lo vayan a detener, hasta que muere de ataque cardíaco. Conan Doyle, claro, describe poco; ciertamente no resulta agradable ni correcto que a una la intente asesinar su padrastro, cuando antes ha conseguido ya asesinar a la hermana, pero, vaya, siendo púdicos victorianos tampoco hay que insistir mucho en ello.

No lo dude: la más grata de leer es, como casi siempre, la obra de Conan Doyle.

Pero eso es lo de menos. Lo que sigo sin entender es si de verdad no es punible matar de un susto.

 Verónica del Carpio Fiestas