De tiempo y personajes en series literarias

¿Qué edad tienen y mantienen los personajes de esas series literarias que se publican a lo largo de décadas o que abarcan largo tiempo? Hay varias posibilidoades.

Una posibilidad es que el personaje envejezca a la vez que transcurre el tiempo. Es el caso de los personajes de los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós. Si un personaje es descrito como de 20 años en una novela ambientada en 1820, será descrito como de 40 años en una novela ambientada en 1840. Es decir, lo mismo que nos sucede a los humanos.

Pero la literatura permite licencias que no nos permite la vida. Veamos.

Una posibilidad es que el personaje nunca envejezca. Dos casos muy claros:

  • «Tintín», de Hergé. El personaje Tintin es siempre un chico joven y siempre tiene la misma edad, sea en el primer álbum ambientado en la Rusia del final de los años 20 («Tintín y los soviets»), sea con el trasfondo prebélico de la Segunda Guerra Mundial («El cetro de Ottokar»), sea en la Guerra Fría («El asunto Tornasol»), sea en los inicios de la televisión y del acoso de los paparazzi («Las joyas de la Castafiore») y hasta el último álbum publicado, «Tintín y los pícaros», años 60-70. Otro tanto sucede con los demás personajes, tanto los principales (el capitán Haddock, el profesor Tornasol, el perro Milú) como los secundarios habituales (Bianca Castafiore, Hernández y Fernández). Y con secundarios recurrentes: el malo Jorgen Boris tiene el mismo aspecto en los años 30 («El cetro de Ottokar») que 20 años después («Aterrizaje en la luna») y el bueno Tchang es un joven en los años 30, invasión japonesa de China («El loto azul») y lo sigue siendo a finales de los años 50, con ecos de la primera ascensión del Himalaya («Tintín en el Tíbet»); y, naturalmente, el malísimo Rastapopoulos es idéntico a sí mismo en el cambiante mundo que va de «Los cigarros del Faraón» y «El loto azul» de los años 30, a «Stock de coque» en los años 50 y «Vuelo 714 para Sídney», en los últimos 60.
  • «Guillermo Brown», de Richmal Crompton (Inglaterra, 1890-1969). Quien no haya leído a «Guillermo», ya sabe que estoy hablando de una serie maravillosa de libros; encomiar «Tintín» es superfluo, porque está en el canon de lo que no solo es de la llamada «Literatura infantil» o de la «Literatura juvenil», pero en cuanto «Guillermo» el encomio es indispensable, al menos en España; no porque nadie que lo haya leído pueda razonablemente tener una opinión distinta sino porque los editores no han tenido a bien darle la difusión de merece en las últimas décadas y habrá quien ni siquiera sepa que existe y habrá, peor aún, quien crea que son solo libros infantiles en el peor sentido de la palabra. Y dicho esto, volvamos a la cuestión del tiempo. Guillermo tiene once años desde las novelas ambientadas en los años 30 hasta en las que aparecen personajes inspirados en los Beatles; y tiene también once años en la Segunda Guerra Mundial de los espías y en la época de los viajes a la luna. Y los secundarios tampoco envejecen: sus muy convencionales padre y madre siempre son adultos de edad imprecisa y su hermano Roberto y su hermana Ethel siempre tienen esa edad de los amoríos y las estupideces juveniles, aunque en ambos, curiosamente, la edad sí varía un poco, porque el primero unas veces tiene 17 años y otras 21 y la segunda otro tanto. Hay muchas Navidades y muchos veranos y muchas vacaciones de Pascua y muchas fiestas señaladas en los 38 libros de «Just William», y Guillermo y sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas siempre tienen 11 años; y su enemigo Hubertito Lane y el matrimonio Bott y la niña Violeta Bott tienen siempre la misma edad.

Y la última posibilidad es la de los personajes de García Pavón: que haya dos tiempo que transcurren a distinta velocidad, el de los personajes y de las obras.

El ya casi olvidado escritor español Francisco García Pavón (Tomelloso 1919-Madrid 1989) suele recordarse, en el mejor de los casos, como el autor de la seria de novelas «Plinio» y esas novelas y el personaje suelen recordarse como blandos y carentes de interés literario, como no sea, en todo caso, como descriptivo de un Tomelloso pueblerino y ya extinto, lo cual es un pena, porque hay muchísimo más y ciertamente a veces los temas son durísimos. García Pavón es un escritor extraordinario mucho más que puramente costumbrista, porque es un retrato sociológico fiel de una época no tan lejana y que deberíamos recordar que no es tan lejana, y su manejo del lenguaje es deslumbrante; y no solo porque su prosa en efecto recoja con amor filial las palabras de su tierra, La Mancha, y describa esta de forma inigualable y también sea excepcional su descripción del Madrid tardofranquista, cuando la acción transcurre en todo o en parte en Madrid, como en «Las hermanas coloradas» y «El reinado de Witiza», un Madrid también ya extinto, afortunadamente. Pero, además, su obra contiene una galería de situaciones y personajes excepcionales, incluyendo el planteamiento de inequívoco aroma cervantino y, a la vez, de deliberado estilo de obra policial clásica, de dos protagonistas, el principal y el de apoyo que sirve como eco, Manuel González, conocido como «Plinio» como apodo familiar en una zona en la que todos tiene un apodo familar, como Sherlock Holmes y D. Quijote, y el veterinario D. Lotario, como Watson y Sancho Panza; y, naturalmente, además, el argumento tiene el encanto de la investigación clásica.

Y su sistema es que los personajes no envejezcan en función de la fecha en que están ambientadas las novelas, aunque las tramas, las descripciones, las acciones, vayan variando con los años. Plinio, el jefe de la Policía Municipal de Tomelloso fue antes guardia urbano, allá por el año 1919 (según se dice en el cuento «El carnaval»), y seguía en activo, ya como jefe, a finales de los años 60 y prrmeros de los 70, sintiéndose cada vez más viejo, pero ciertamente no tan viejo como tendría que ser. Otro tanto sucede con D. Lotario, con la mujer de Plinio y con la hija y con el guardia municipal Maleza. La hija, por ejemplo, sigue estando soltera a finales de los años 60 y a primeros de los 70, cuando por fin se casa, pero no como la cincuentona que tendría que ser, sino como, quizá treintañera, es decir, lo que se consideraba una solterona en la época.

El tiempo tiene dos velocidades y en García Pavón los personajes envejecen, pero a menor velocidad que el tiempo.

Podría aquí quizá hacer una interesante comparativa con lo de Einstein y la Teoría de la Relatividad y con aquello de la dilatación del tiempo en viajes espaciales, si supiera de qué estoy hablando, pero, la verdad, pero no he conseguido comprenderlo nunca, y eso de hablar de oídas no es mi estilo. Cedo la idea a quien sepa de Física. De nada.

Verónica del Carpio Fiestas

Tempus fugit melancólico: Horacio y villancico de Nochebuena

«Diffugere nives, redeunt iam campis arboribusque comae;

mutat terra vices, et decrescencia ripas flumina praetereunt;

Gratia cum Nymphis geminisque sororibus audet ducere nuda choros.

immortalia ne speres, monet annus et almum quae rapit hora diem;

frigora mitescunt Zephyris, ver proterit aestas interitura simul

pomifer Autumnus fruges effuderit, et mox bruma recurrit iners.

damna tamen celeres reparant caelestia lunae;

nos ubi decidimus

quo pater Aeneas, quo Tullus dives et Ancus,

pulvis et umbea sumus.

quis scit an adiciant hodiernae crastina summae tempora di superi?»

Oda de Horacio (Venosia, Italia, 65 a.C.-Roma, Italia, 8 a.C.).

«Odas y Épodos», Horacio. Edición bilingüe de Manuel Fernández-Galiano y Vicente Cristóbal. Cátedra, Letras Universales, 1997,

«Se fueron las nieves, ya vuelve la yerba a los campos y al árbol su cabellera; cambia

de modos la tierra y los ríos decrecen corriendo de nuevo

por los cauces de siempre;

la Gracia y las Ninfas, hermanas gemelas, desnudas se atreven

a dirigir sus coros.

«No esperes nada inmortal» aconsejan el año y las horas que al nuevo día raptan.

Expulsan el frío los Zéfiros; la primavera al verano cede, que, por su parte,

morirá al traer su fruto el pomífero otoño; y al punto la inerte bruma vendrá. Pero ágil

repara la luna en el cielo sus menguas; nosotros, en cambio,

allí una vez caídos

donde Eneas el padre se encuentra con Tulo el dichoso, y con Anco,

polvo y sombra ya somos.

¿Quién sabe si van a agregar un mañana a la edad transcurrida

los dioses de allá arriba?»

«La Nochebuena del poeta», fragmento.

Del libro «Cosas que fueron: cuadros de costumbres», del escritor español Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid 1891)

Texto completo aquí. Facsisimil aquí.

«»En un rincón hermoso
De Andalucía
hay un valle risueño…
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
Tengo amigos, amores,
Hermanos, padres.»

(De El Látigo.)»

I

Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:

— Pedro: esta noche no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. — Esta noche es Nochebuena.

Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.

¡Yo me acostaría tarde!

Dirigí una mirada de desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.

II

Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo.

¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada!

¡Aún me parece veros, padres y hermanos! — Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados…

Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.

Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.

Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.

Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes!

¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!

Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto.

¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem?

Pues a esa música se redujo nuestro concierto.

Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:

Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
saca la bota, María,
que me voy a emborrachar.

Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre…

De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.

A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.

Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.

Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!…

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va…

Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra…

¡Y nosotros nos iremos
y no volveremos más!

¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!

Entonces desfilaron ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años…

Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, — mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . .

Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretóse que tenía sueño y se me mandó acostar…

Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.

Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado

Verónica del Carpio Fiestas. Navidad 2020,

en la esperanza de que nuestra melancolía lógica como seres humanos sea solo por el inevitable tempus fugit y de que si la melancolía consistiera también en recordar con melancolía un tiempo pasado en el que «criados y criadas» no podían sentarse por «respetuosa humildad», esa no sería una melancolía que encajara muy razonablemente en el tempus fugit, porque una melancolía razonable nunca debería hacernos olvidar algo importante: que no todo tiempo pasado fue mejor.

Tiene usted que leer «El sombrero de tres picos»

Porque si lo lee, encontrará cosas como estas que aquí se mencionan o transcriben, escritas por Pedro Antonio de Alarcón en el tono de quien décadas más tarde describe lo «sucedido» en una innominada ciudad andaluza en fecha indeterminada entre 1804 y 1808 como si describiera un lugar y una época paradisíacas, con análogo tono de nostalgia por el Antiguo Régimen y añoranza por una sociedad de desigualdad absoluta (y absolutista) que se constata en otras obras suyas. Tiene usted que leer lo que un escritor culto e inteligente consideraba idílico de 1874, y quizá comprenderá mejor algunas cosas, como ejemplo por qué poco antes había fracasado estrepitosamente la Primera República.

«Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo…, para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!…«

Le adelanto. La cosa acaba con que no solo no hay ningún castigo para quien, en connivencia con otros dos empleados públicos, hace detener ilegalmente a un señor, el molinero, con el propósito de tener el campo libre esa noche e intentar acostarse con la mujer del detenido que se ha quedado sola en su casa, y quien, para intentar convencer a esta, prevarica nombrando para un cargo público a un sobrino de ella. No, en realidad no sólo no acaba con inexistencia de castigo. Acaba con un comentario elogioso de cómo ese delincuente se portó  bien cuando la invasión francesa.

Ah, no. La cosa acaba con que a quien se reprocha lo sucedido es a la molinera  A la molinera, que como va vestida a la moda de otra zona -es navarra y conoce Madrid- y además es muy guapa -al estilo colosal en que es guapa una mujer de Rubens- es quien con su falta de recato ha dado lugar a esto. La falta de recato consiste en una ropa distinta, ser risueña e inteligente en presencia de su marido y en llevar las mangas remangadas.

Ah, y el corregidor es un viejo sin dientes de 55 años. Porque a los 55 años se es viejo, explícitamente, y no se tienen dientes.

Ah, y el testimonio de dos mujeres no vale ni para creerlo en una discusión conyugal entre una mujer y su amado esposo que había pensado matarla pero decidió mejor violar a otra.

«La cosa hubiera sido interminable si la Corregidora, revistiéndose de dignidad, no dijese por último a don Eugenio:
-Mira, cállate tú ahora! Nuestra cuestión particular la ventilaremos más adelante. Lo que urge en este momento es devolver la paz al corazón del tío Lucas, cosa fácil a mi juicio, pues allí distingo al señor Juan López y a Toñuelo, que están saltando por justificar a la señá Frasquita…
-¡Yo no necesito que me justifiquen los hombres! -respondió esta-. Tengo dos testigos de mayor crédito a quienes no se dirá que he seducido ni sobornado…
-Y ¿dónde están? -preguntó el Molinero.
-Están abajo, en la puerta…
-Pues diles que suban, con permiso de esta señora.
-Las pobres no pueden subir…
-¡Ah! ¡Son dos mujeres!… ¡Vaya un testimonio fidedigno!
-Tampoco son dos mujeres. Solo son dos hembras…
-¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!… Hazme el favor de decirme sus nombres.
-La una se llama Piñona y la otra Liviana…
-¡Nuestras dos burras! Frasquita: ¿te estás riendo de mí?»

Y vale el testimonio de las burras, sí. Normal, cuando la molinera, -que por cierto  no se llama así por ser ella quien moliera, sino por ser la mujer de un molinero, igual que la corregidora no se llama así por ser ella la corregidora sino por estar casada con el corregidor- es descrita como «un hermoso animal«.

Ah, y el molinero que se cree injuriado en su honor- las mujeres son depositarias del honor del marido, entre las piernas concretamente- se disfraza como corregidor para colarse en la casa de este y violar a la corregidora en venganza. Porque evidentemente no puede pensarse en una relación sexual consentida en que sólo con verlo la corregidora caerá rendida, cuando es descrito él como más feo que Picio, no se conocen ambos, pertenecen a clases sociales distintas y separadas -ella tiene apellido compuesto- entre las que sería impensable una relación de igualdad, y además ella, madre de familia con varios hijos, es descrita como muy piadosa y, por si fuera poco, era sabido que estaba  embarazada de su marido. Vamos, que el molinero se propone violar a una mujer en venganza por las relaciones sexuales consentidas que el marido de esa mujer tiene con la molinera. Y ahí está, como siempre, esa confusión entre sexo consentido y sexo forzado, del que en todo caso la responsabilidad y el daño son de y para la mujer.

Qué tiempos aquellos, verdad, en que un corregidor y un molinero podían hablar, tranquilamente, de matar a sus respectivas mujeres por adúlteras.  Qué tiempos aquellos en los que el alcalde, cómplice del corregidor, le pega a su propia mujer la paliza cotidiana, y eso se dice en la enumeración divertida de cosas que ha hecho en el día, y luego se va a dormir con ella, y es normal.

Qué tiempos, en definitiva, en que matar era gratis si se mataba a una mujer, pegar a una mujer era normal y divertido, en que era divertido violar a una mujer por venganza de lo hecho por terceros, en que prevaricar no tenía consecuencias, en que a quien hay que reprender es a la mujer y la verdadera autoridad es la religiosa:

«Una vez reunida la tertulia, el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que, por lo mismo que habían pasado ciertas cosas en aquella casa, sus canónigos y él seguirían yendo a ella lo mismo que antes, para que ni los honrados Molineros ni las demás personas allí presentes participasen de la censura pública, solo merecida por aquel que había profanado con su torpe conducta una reunión tan morigerada y tan honesta. Exhortó paternalmente a la señá Frasquita para que en lo sucesivo fuese menos provocativa y tentadora en sus dichos y ademanes, y procurase llevar más cubiertos los brazos y más alto el escote del jubón; aconsejó al tío Lucas más desinterés, mayor circunspección y menos inmodestia en su trato con los superiores; y acabó dando la bendición a todos y diciendo: que como aquel día no ayunaba, se comería con mucho gusto un par de racimos de uvas.«

Y qué época en que la dieta mediterránea, esa que jamàs ha existido en España, como sabe cualquiera que haya leído novelas del siglo XIX y literatura anterior, consistía en hincharse a chocolate dos veces diarias y comer huevos fritos cada día y la fruta, ni mencionarla, salvo como algo de lujo:

«De cómo vivía entonces la gente.
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a misa de prima, aunque no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (este con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora los que la tenían, no sin hacerse calentar primero la cama durante nueves meses del año…!«

Ah, qué tiempos donde el tráfico de influencias era normal, y la prevaricacion a secas algo encantador:

«Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad… Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos… En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles… lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan de aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.
-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.
Ni lo uno ni lo otro. El Molinero solo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquel en tenerse ganada la voluntad de regidores, canónigos, frailes, escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar a todo el mundo.
-«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado», decíale a uno. «Vuestra Señoría (decíale a otro) va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala o la contribución de frutos-civiles». «Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda». «Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X». «Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H». «Es menester que me haga usarcé una escriturilla que no me cueste nada». «Este año no puedo pagar el censo». «Espero que el pleito se falle a mi favor». «Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado». «¿Tendría su merced tal cosa de sobra?». «¿Le sirve a usted de algo tal otra?». «¿Me puede prestar la mula?». «¿Tiene ocupado mañana el carro?». «¿Le parece que envíe por el burro?…».
Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado… «Como se pide».
Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.«

Ah, y se trata de un hermoso ejemplo de amor conyugal basado inusualmente en la confianza recíproca, se lee por ahí. El molinero decide no matar a su mujer, y al corregidor, no porque crea que no se debe matar a unos adúlteros, o porque no se debe matar a una mujer y a un hombre sin certeza del adulterio, o porque no tenga derecho a hacerlo o porque le dé pena o reparo o porque sea inadmisible matar. No. No mata porque el corregidor es poderoso y teme que no se crean el adulterio y lo ahorquen. Y entonces decide vengarse violando a la esposa del corregidor. Qué gran amor conyugal de ambos, con la molinera, que tan contenta se queda con quien pensó matarla y violar a otra.

Esa es la España idílica que describe en un cuento publicado en 1874 un escritor que al parecer en 1874 consideraba deseable todo eso. Qué bonitas las leyendas, porque, claro, esto además al parecer está inspirado en una leyenda tradicional.

Ay, esos escritores costumbristas, qué bien escriben algunos y cómo se les ve el plumero Ancien Régime pero muy, pero que muy Ancien, para ser un cuento publicado en 1874.

¿O no es tan Ancien Régime? A ver si es que ni va ser tan Ancien.

Verónica del Carpio Fiestas

Libertad

¡Oh qué fortuna el ser libre, y libre de veras, y poseedor de la más noble libertad, que es la libertad del pensamiento! No arrastrar la cadena de partido alguno; vivir independiente del poder; no haber de defender las faltas del uno ni las demasías de los otros; no ser responsable de las acciones ajenas; obrar en nombre propio; admirar sin creerse adulador; intentar ser justo sin querer ser enemigo; escuchar con oído imparcial; disfrutar de todas las buenas ideas, o criticar las malas, sea quien sea de quien procedan; y aplaudir todas las grandes acciones, bajo cualquier bandera que fuesen hechas. ¡Oh qué fortuna no contar con padrinos poderosos ni haber de serlo de nadie; no hallarse obligado a ninguna defensa, a ninguna acusación! ¡Ser libre, en fin! Pero no libre con la libertad intolerante; sino como aquella otra que nos deja usar de nuestro albedrío.
Vosotros, quienes sabéis apreciar el valor de esta libertad; los que buscáis la voz de la verdad desnuda de pasiones y partidos, de encarecimientos y de encono; los que alcanzáis a ver en el hombre y su sociedad una mezcla armoniosa de errores y de ridiculez, de grandeza y de bondad; vosotros podéis escuchar la voz de quien por sistema y por carácter intenta rendir sólo tributo a la verdad. Pero, por favor, esta confianza que os demando ha de ser voluntaria y espontánea, y no ha de ceder en mengua de la libertad de vuestro propio pensamiento. Si este simpatiza con el mío, si acierto yo a explicar las sensaciones de vuestras almas, entonces quiero que penséis como yo. Pero si no fuera así, y para ello hubierais de sacrificar alguna parte de vuestro albedrío, entonces prefiero quedarme a yo a solas, que es prioritario vuestro derecho a ser libres y además es mía la posibilidad de equivocarme.
Ramón de Mesonero Romanos,  Escenas Matritenses II, 1836
Y por la transcripción con algunos pequeños cambios, Verónica del Carpio Fiestas