De tiempo y personajes en series literarias

¿Qué edad tienen y mantienen los personajes de esas series literarias que se publican a lo largo de décadas o que abarcan largo tiempo? Hay varias posibilidoades.

Una posibilidad es que el personaje envejezca a la vez que transcurre el tiempo. Es el caso de los personajes de los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós. Si un personaje es descrito como de 20 años en una novela ambientada en 1820, será descrito como de 40 años en una novela ambientada en 1840. Es decir, lo mismo que nos sucede a los humanos.

Pero la literatura permite licencias que no nos permite la vida. Veamos.

Una posibilidad es que el personaje nunca envejezca. Dos casos muy claros:

  • «Tintín», de Hergé. El personaje Tintin es siempre un chico joven y siempre tiene la misma edad, sea en el primer álbum ambientado en la Rusia del final de los años 20 («Tintín y los soviets»), sea con el trasfondo prebélico de la Segunda Guerra Mundial («El cetro de Ottokar»), sea en la Guerra Fría («El asunto Tornasol»), sea en los inicios de la televisión y del acoso de los paparazzi («Las joyas de la Castafiore») y hasta el último álbum publicado, «Tintín y los pícaros», años 60-70. Otro tanto sucede con los demás personajes, tanto los principales (el capitán Haddock, el profesor Tornasol, el perro Milú) como los secundarios habituales (Bianca Castafiore, Hernández y Fernández). Y con secundarios recurrentes: el malo Jorgen Boris tiene el mismo aspecto en los años 30 («El cetro de Ottokar») que 20 años después («Aterrizaje en la luna») y el bueno Tchang es un joven en los años 30, invasión japonesa de China («El loto azul») y lo sigue siendo a finales de los años 50, con ecos de la primera ascensión del Himalaya («Tintín en el Tíbet»); y, naturalmente, el malísimo Rastapopoulos es idéntico a sí mismo en el cambiante mundo que va de «Los cigarros del Faraón» y «El loto azul» de los años 30, a «Stock de coque» en los años 50 y «Vuelo 714 para Sídney», en los últimos 60.
  • «Guillermo Brown», de Richmal Crompton (Inglaterra, 1890-1969). Quien no haya leído a «Guillermo», ya sabe que estoy hablando de una serie maravillosa de libros; encomiar «Tintín» es superfluo, porque está en el canon de lo que no solo es de la llamada «Literatura infantil» o de la «Literatura juvenil», pero en cuanto «Guillermo» el encomio es indispensable, al menos en España; no porque nadie que lo haya leído pueda razonablemente tener una opinión distinta sino porque los editores no han tenido a bien darle la difusión de merece en las últimas décadas y habrá quien ni siquiera sepa que existe y habrá, peor aún, quien crea que son solo libros infantiles en el peor sentido de la palabra. Y dicho esto, volvamos a la cuestión del tiempo. Guillermo tiene once años desde las novelas ambientadas en los años 30 hasta en las que aparecen personajes inspirados en los Beatles; y tiene también once años en la Segunda Guerra Mundial de los espías y en la época de los viajes a la luna. Y los secundarios tampoco envejecen: sus muy convencionales padre y madre siempre son adultos de edad imprecisa y su hermano Roberto y su hermana Ethel siempre tienen esa edad de los amoríos y las estupideces juveniles, aunque en ambos, curiosamente, la edad sí varía un poco, porque el primero unas veces tiene 17 años y otras 21 y la segunda otro tanto. Hay muchas Navidades y muchos veranos y muchas vacaciones de Pascua y muchas fiestas señaladas en los 38 libros de «Just William», y Guillermo y sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas siempre tienen 11 años; y su enemigo Hubertito Lane y el matrimonio Bott y la niña Violeta Bott tienen siempre la misma edad.

Y la última posibilidad es la de los personajes de García Pavón: que haya dos tiempo que transcurren a distinta velocidad, el de los personajes y de las obras.

El ya casi olvidado escritor español Francisco García Pavón (Tomelloso 1919-Madrid 1989) suele recordarse, en el mejor de los casos, como el autor de la seria de novelas «Plinio» y esas novelas y el personaje suelen recordarse como blandos y carentes de interés literario, como no sea, en todo caso, como descriptivo de un Tomelloso pueblerino y ya extinto, lo cual es un pena, porque hay muchísimo más y ciertamente a veces los temas son durísimos. García Pavón es un escritor extraordinario mucho más que puramente costumbrista, porque es un retrato sociológico fiel de una época no tan lejana y que deberíamos recordar que no es tan lejana, y su manejo del lenguaje es deslumbrante; y no solo porque su prosa en efecto recoja con amor filial las palabras de su tierra, La Mancha, y describa esta de forma inigualable y también sea excepcional su descripción del Madrid tardofranquista, cuando la acción transcurre en todo o en parte en Madrid, como en «Las hermanas coloradas» y «El reinado de Witiza», un Madrid también ya extinto, afortunadamente. Pero, además, su obra contiene una galería de situaciones y personajes excepcionales, incluyendo el planteamiento de inequívoco aroma cervantino y, a la vez, de deliberado estilo de obra policial clásica, de dos protagonistas, el principal y el de apoyo que sirve como eco, Manuel González, conocido como «Plinio» como apodo familiar en una zona en la que todos tiene un apodo familar, como Sherlock Holmes y D. Quijote, y el veterinario D. Lotario, como Watson y Sancho Panza; y, naturalmente, además, el argumento tiene el encanto de la investigación clásica.

Y su sistema es que los personajes no envejezcan en función de la fecha en que están ambientadas las novelas, aunque las tramas, las descripciones, las acciones, vayan variando con los años. Plinio, el jefe de la Policía Municipal de Tomelloso fue antes guardia urbano, allá por el año 1919 (según se dice en el cuento «El carnaval»), y seguía en activo, ya como jefe, a finales de los años 60 y prrmeros de los 70, sintiéndose cada vez más viejo, pero ciertamente no tan viejo como tendría que ser. Otro tanto sucede con D. Lotario, con la mujer de Plinio y con la hija y con el guardia municipal Maleza. La hija, por ejemplo, sigue estando soltera a finales de los años 60 y a primeros de los 70, cuando por fin se casa, pero no como la cincuentona que tendría que ser, sino como, quizá treintañera, es decir, lo que se consideraba una solterona en la época.

El tiempo tiene dos velocidades y en García Pavón los personajes envejecen, pero a menor velocidad que el tiempo.

Podría aquí quizá hacer una interesante comparativa con lo de Einstein y la Teoría de la Relatividad y con aquello de la dilatación del tiempo en viajes espaciales, si supiera de qué estoy hablando, pero, la verdad, pero no he conseguido comprenderlo nunca, y eso de hablar de oídas no es mi estilo. Cedo la idea a quien sepa de Física. De nada.

Verónica del Carpio Fiestas

La realidad y la aventura del hombre que reptaba: de Sherlock Holmes a las cebras sin úlcera

«¿Por qué las cebras no tienen úlcera? La guía del estrés», ensayo del prestigioso científico estadounidense Robert Sapolsky, nacido en 1957 (Alianza Editorial, 1995 (publicado en EEUU en 1994), págs, 47-49.

«¿Qué relación guarda el cerebro con todas esas glándulas que segregan hormonas? Se solía creer que ninguna, pues se suponía que todas las glándulas periféricas del organismo -el páncreas, las glándulas suprarrenales, los ovarios, los testículos, etc.,- «sabían» de forma misteriosa lo que debína hacer, tenían «mentes propias». «Decidían» cuándo segregar sus mensajetros sin recibir instrucciones de ningún otro órgano. Este concepto erróneo dio origen a una moda bastante estúpida en las primeras décadas de este siglo [siglo XX]. Los científicos observaron que el impulso sexual masculino disminuía con la edad y asumieron que se debía a que los testículos segregaban menos testosterona -una hormona sexual- al envejecer. (En realidad los niveles de testosterona no se reducen con la edad, sólo hay un declive moderado y muy variable en la población de hombres ancianos; e incluso una disminución de testosterona de un 5% con respecto al nivel normal no influye mucho en la conducta sexual.) Dando un paso más, los científicos equipararon el envejecimiento con la disminución del impulso sexual, con menos testosterona. (Debían haberse preguntado cómo se las arreglaban las mujeres, que no tienen testículos, para envejecer, pero en aquellos tiempos la mitad femenina de la población no contaba.) ¿Cómo se podía invertir el proceso de envejecimiento? Dando a lso hombres mayor testosterona. De ese modo se instauró la moda de que los caballeros con medios suficientes fueran a impecables clínicas suizas donde , diariamente, les inyectaban en el trasero extractos testiculares de perros, gallos o monos. En los años 20 lo hicieron magnates industriales, jefes de estado y líderes religiososo famosos, y todos confirmaron sus maravillosos resusltados. No porque la ciencia fuera exacta, sino porque cuando se paga una fortuna por unas dolorosas inyecciones diarias de extracto de tescículos de perro, se está suficientemente motivado como para decidir que uno se siente como un toro; no es más que un enorme efecto placebo.

Cuando los científicos se dieron cuenta de que los extractos no servían para nada, se instuauró otra moda, a saber, el trasplante de trozos de testículos de animales, lo cual también era una estupidez, pues si, al envejecer, los testículos segregan menos testosterona, no es porque fallen, sino porque otro órgano (¡atención!) deja de decirles que lo hagan. Unos nuevos y flamentes testículos también fallarán por falta de señales de estimulación. No obstante, teniendo en cuenta lo que es el efecto placebo, la técnica del trasplante también fue increíblemente popular durante un cierto tiempo.»

«El hombre que reptaba», cuento del escritor británico Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), protagonizado por su célebre detective Sherlock Holmes. Recuérdese que, además de escritor, Conan Doyle fue médico; ah, y por si hubiera falta recordarlo, Sherlock Holmes es un personaje ficticio. Lo digo porque por lo visto hacía falta recordárselo a ese 25% de los británicos, que, según una encuesta creían en 2008 que Churchill es un personaje de ficción y que Sherlock Holmes sí existió. Aunque, claro, con datos como los que contiene «El hombre que reptaba» [texto completo en castellano aquí], poniéndolo en relación con el ensayo de las cebras sin úlcera, quizá cualquiera se confundiría, ¿no?

«La puerta del vestíbulo se abrió lentamente y contra el fondo luminoso vimos la alta figura del profesor Presbury. Estaba vestido con su bata de noche. Mientras permanecía delineado en la entrada estaba erecto pero inclinándose hacia delante con los brazos colgados, como cuando lo vimos la última vez. Ahora se adelantó en el camino, y con un extraordinario cambio vino sobre nosotros. Se hundió en una posición agazapada y se movió a lo largo con sus manos y pies, saltando de vez en cuando como si estuviera desbordado de energía y vitalidad. Se movió a lo largo de la cara de la casa y luego giró en la esquina. Cuando desapareció Bennett se deslizó a través de la puerta del vestíbulo y lentamente lo siguió. —¡Venga, Watson, venga! —exclamó Holmes, y nos deslizamos a hurtadillas tan suavemente como podíamos a través de los arbustos hasta que obtuvimos una ubicación desde donde podíamos ver el otro lado de la casa, la cual estaba bañada bajo la luz de la media luna. El profesor estaba claramente visible arrastrándose con el pie en la pared cubierta de hiedra. Mientras lo observábamos repentinamente comenzó con increíble agilidad a ascender. Desde rama en rama saltó, seguro de pie y firme de dominio, trepando aparentemente en un mero divertimento de sus propios poderes, con ningún objetivo definido en vista. Con su bata de noche agitándose de cada lado, observó algo como un gigante ladrillo terciado pegado contra un lado de su propia casa, un gran cuadrado oscuro ajustado sobre la pared iluminada por la luna. En breve se cansó de este pasatiempo, y, dejándose caer de rama en rama, se agazapó dentro de la vieja postura y se movió de frente hacia los establos, arrastrándose a lo largo en la misma extraña forma que antes. El perro lobo estaba afuera en ese instante, ladrando furiosamente, y más excitado que nunca cuando en realidad capta al vuelo a su dueño. Estaba haciendo un gran esfuerzo con sus cadenas y vibrando con ansias y rabia. El profesor se agazapó muy deliberadamente fuera del alcance del sabueso y empezó a provocarlo de todas las formas posibles. Tomó un puñado de guijarros del camino y se los arrojó en la cara del can, lo pico con una varilla que había levantado, golpeó con sus manos aproximadamente a sólo unas pulgadas de la boca abierta, y empeñándose de todas formas en incrementar la furia del animal, la cual ya estaba fuera de todo control. En todas nuestras aventuras no conozco que hubiera visto un espectáculo más extraño que esta apática y aún dignificada figura arrastrándose como un sapo sobre la tierra e incitando a una salvaje exhibición de pasión del sabueso enloquecido, el cual se alborotaba y se enfurecía en frente de él, por todas clases de ingeniosa y calculada crueldad. ¡Y entonces en un instante sucedió! No era la cadena que se rompió, sino todo el collar se deslizó, porque había sido realizado para un Terranova de cuello ancho. Oímos el ruido de metal cayéndose, y el siguiente instante el can y el hombre estaban revolcándose juntos en la tierra, uno rugiendo de furia, el otro gritando en un extraño chillido falsete de terror. Era un hecho limitante para la vida del profesor. La salvaje criatura lo sostenía medianamente por la garganta, sus colmillos estaban hincados profundamente, y él ya estaba sin sentido antes de que pudiéramos alcanzarlos y jalarlos aparte a los dos. Pudo haber sido una peligrosa tarea para nosotros, pero la voz de Benett y su presencia trajo al gran perro lobo instantáneamente a la razón. El alboroto había traído al adormecido y asombrado cochero de su habitación encima de los establos. —No estoy sorprendido —dijo, sacudiendo su cabeza—. Lo he visto antes. Sabía que el can lo atraparía tarde o temprano. El sabueso estaba asegurado, y juntos llevamos al profesor a su habitación, donde Bennett, quien tenía un título médico, me ayudo a arropar su desgarrada garganta. Los afilados dientes habían pasado peligrosamente cerca de la arteria carótida, y la hemorragia era seria. En media hora el peligro había pasado, le había dado al paciente una inyección de morfina, y se habíasumergido en un profundo sueño. Entonces, y solamente entonces, estuvimos calificados de mirarnos uno al otro y tomar noción de la situación. —Pienso que un cirujano de primera clase debería verlo —dije. —¡Por amor de Dios, no! —exclamó Benett—. Actualmente el escándalo está confinado a nuestro propio grupo familiar. Está seguro con nosotros. Si va más allá de estas paredes nunca se detendrá. Considere su posición en la universidad, su reputación europea, los sentimientos de su hija. —Exactamente —dijo Holmes—, pienso que sería posible mantener el asunto, y también prevenir su recurrencia ahora que tenemos una mano libre. La llave de la malla del reloj, Sr. Bennett. Macphail custodiará al paciente y nos avisará si hay algún cambio. Veamos que podemos encontrar en la misteriosa caja del profesor. No había mucho, pero había suficiente… un frasco vacío, otro cercanamente lleno, una jeringa hipodérmica, varias cartas de una mano extranjera y malhumorada. Las marcas en los sobres mostraron que eran aquellas que habían estorbado la rutina del secretario, y cada una estaba fechada desde la ruta comercial y firmada ‘A. Dorak’. Había meras cuentas que decían que nuevas botellas están siendo enviadas al profesor Presbury, o acuse de recibo de dinero. Había otro sobre, sin embargo, en una mano más educada y portando la estampilla austríaca con el sello postal de Praga. —¡Aquí está nuestro objetivo! —exclamó Holmes cuando sacó el documento adjunto.

HONORABLE COLEGA (decía): Dada su estimada visita he pensado mucho de su caso, y aunque sus circunstancias son muy especiales razón por el trato, no sería nada menos ordenar precaución, como mis resultados han mostrado que no son sin peligro de algún tipo. Es posible que el suero de antropoide haya sido mejor. He usado, como le expliqué, un langur negro porque el espécimen fue accesible. El langur es, por supuesto, un gateador y trepador, mientras que los antropoides caminan erectos y es allegado en todas formas. Le ruego que tome todas las precauciones posibles ya que no hay revelaciones prematuras del proceso. Tengo otro cliente en Inglaterra, y Dorak es mi agente para ambos. Pedidos semanales serán complacidos. Suyo con la más alta estima, H. LOWENSTEIN

¡Lowenstein! El nombre me trajo a la memoria algún recorte de periódico que hablaba de un oscuro científico que estaba esforzándose de una desconocida manera por el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida. ¡Lowenstein de Praga! Lowenstein con el admirable suero que da vitalidad, prohibido por la profesión porque rehusaba revelar su fuente. En pocas palabras dije lo que recordaba. Bennett tomó un manual de zoología de los estantes. —’Langur’ —leyó— el gran mono negro de las pendientes del Himalaya, el más grande y más humano de los monos trepadores. Muchos detalles son añadidos. Bien, gracias a usted, Sr. Holmes, es muy claro que hemos rastreado la maldad hasta su fuente. —La verdadera fuente —dijo Holmes— yace, por supuesto, en que la aventura amorosa a destiempo le dio al impetuoso profesor la idea de que solamente podría conseguir su deseo volviéndose un hombre joven. Cuando uno trata de elevarse sobre la naturaleza se predispone a caer bajo ella.»

Verónica del Carpio Fiestas

Imposible e improbable

«Una vieja máxima mía dice que cuando has eliminado lo imposible lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad.»

«It is an old maxim of mine that when you have excluded the impossible, whatever remains, however improbable, must be the truth.»

Palabras de Sherlock Holmes en el cuento «La diadema de berilos», de Sir Arthur Conan Doyle.

Verónica del Carpio Fiestas

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Amargo es el pan ajeno y duro es bajar por la escalera de otro

La literatura británica del siglo XIX refleja una larga lista de ejemplos de un tristísimo personaje femenino: la desgraciada mujer pobre que vive «protegida» o «acogida» por ricos parientes o amigos ricos de su familia, mangoneada y ninguneada, despreciada y maltratada, sometida a los caprichos despóticos de la familia que la ha acogido, ni criada ni señora, viviendo en las habitaciones pobres de la casa, desclasada, invisible, sin formación ni perspectivas ni futuro y sin más posibilidad que intentar no incurrir en el desagrado de la familia rica y dependiendo de su arbitraria amabilidad; porque la alternativa, en una época en las que las mujeres no contaban ni se les ofrecían vías propias de supervivencia, era morirse de hambre, risible y ridícula, si es vieja, y, si es joven y guapa, encontrar a algún hombre que estuviera dispuesto a casarse con una mujer sin dote, dinero ni posición social, y corriendo el riesgo, claro, de que el objetivo del hombre pudiera no ser el de casarse, sino el de una mera diversión, y de quedar, por tanto, definitivamente fuera de la sociedad.

Por citar solo dos ejemplos muy distintos, encontramos a la pariente pobre en la absolutamente extraordinaria «Mansfield Park«, de la grandísima Jane Austen (1814), donde el tema es central en la extensa novela, o, en otro ámbito literario muy distinto, en la también maravillosa «La piedra lunar«, de Wilkie Collins (1868), obra poco menos que fundacional de la literatura policial como novela extensa más allá de los cuentos precedentes, y donde el personaje es secundario, y con otra perspectiva muy distinta del personaje, satírica y misógina -el autor, por cierto, es varón-. Mejor no voy a citar los casos en los que encima el escritor correspondiente la hace aparecer como una intrigante y manipuladora, porque, sinceramente, tiene tela que quien es víctima social se represente encima como verdugo.

La pariente pobre maltratada no solo aparece en la literatura británica, porque no debió de ser exclusiva esa realidad del ámbito territorial británico. Curiosamente, la mejor descripción breve y explícita de esa situación la he encontrado en un relato del escritor ruso  Alexander Pushkin (1799-1837), ambientado en Rusia; el texto que transcribo procede de la traducción de Julián Juderías.

«En aquel momento entró la Condesa ya vestida.

-Di que enganchen el coche, Lisa, y vamos de paseo.

Lisa se puso a recoger su labor.

-Pero, hija, ¿estás tonta? -exclamó la condesa-. Di que enganchen inmediatamente.

-En seguida -respondió en voz baja la joven.

Y echó a correr hacia la antesala.

Entró un criado y puso en manos de la condesa los libros que enviaba el príncipe Pablo Alejandrovich.

-Lisa, Lisa, ¿adónde vas tan deprisa?

-Voy a vestirme.

-Tienes tiempo, hija. Siéntate aquí. Abre uno de esos libros, léeme en voz alta.

La joven abrió el libro y leyó unas cuantas líneas.

-Más alto -dijo la condesa-. ¿Qué te pasa? ¿No tienes voz? Mira, antes dame el taburete… Así.

Lisa leyó un par de hojas. La Condesa bostezó.

-Tira ese libro -dijo-. ¡Qué simpleza! Devuélveselo  al príncipe Pablo y di que le den las gracias. Pero… ¿y ese coche?

-El coche está enganchado -dijo Isabel Ivanowna mirando por la ventana.

-¿Y por qué no estás vestida ya? -preguntó la Condesa-. Siempre te haces esperar, lo cual es insoportable.

Lisa voló a su cuarto. Apenas habían transcurrido dos minutos cuando la Condesa empezó a llamar con toda su fuerza. Tres criadas acudieron por una puerta y un lacayo por otra.

-¿Qué pasa que no venís cuando se os llama? -exclamó la Condesa-. Id a decirle a Isabel Ivanowna que la estoy esperando.

Isabel Ivanowna entró en aquel instante en traje de calle.

-¿Ya has venido, hija mía? ¡Gracias a Dios! Pero ¿qué te has puesto? ¿A qué viene todo eso? ¿Piensas enamorar a alguien? ¿Qué tal día hace? Parece que hace viento…

-No, señora, no hace viento ninguno -contestó el lacayo.

-Siempre hablas a tontas y a locas. Abre una ventana. ¿Lo ves? Hace viento y viento frío. Que desenganchen el coche. Lisa, no salimos ya; no tenías para qué componerte tanto…

-¡Y decir que mi vida se reduce a esto! -pensó Lisa.

En efecto, Isabel Ivanowna era una criatura desgraciada. Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro.

¿Qué amargura de las que proceden de la dependencia de otro, ignoraría una pobre joven protegida por una anciana rica e ilustre? La Condesa no era mala, pero sí caprichosa como mujer, amiga de la sociedad, avara y sumida en el mayor egoísmo, como suele ocurrir con los viejos enamorados de su tiempo y extraños al presente. […] Isabel Ivanowna era un mártir doméstico.

Ella servía el té y escuchaba reprimendas de consumo exagerado de azúcar; ella leía novelas en voz alta y tenía la culpa de cuantos errores había cometido el autor; ella acompañaba a la princesa cuando salía de paseo y era responsable del tiempo y del estado de las calles. Tenía señalada una retribución pecuniaria, pero nunca se la pagaban, sin embargo le exigían que se vistiera como todas, es decir, como pocas. En sociedad desempeñaba el mismo papel. Todos la conocían y ninguno le hacía caso; en los bailes no la sacaban a bailar sino cuando faltaba un vis a vis, y las señoras se cogían de su brazo cuantas veces necesitaban ir al tocador para arreglar algún detalle del vestido. Como tenía amor propio, sentía lo triste de su situación y miraba alrededor suyo esperando con impaciencia que se presentase un libertador; pero los jóvenes, calculadores a pesar de su vanidad juvenil, no le hacían ningún caso, por más que fuera Isabel Ivanowna cien veces más bonita y más agradable que las impertinentes  y desagradables jóvenes en torno de las cuales se movían. ¡Cuántas veces, abandonando la sala aburrida y pomposa, habíase retirado a su pobre alcoba, donde lloraba silenciosamente al lado de los viejos biombos y de antiguas tapicerías, mirando con tristeza la cómoda, el espejo y la cama que constituían su mobiliario a la luz escasa que proyectaba una vela de sebo puesta sobre un candelero de metal!».

«Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro».

Verónica del Carpio Fiestas

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Multiplicado por espejos

En la película «La dama de Shangay», de 1947, y que con toda propiedad se puede decir que es «de Orson Welles» porque fue director, productor, guionista y protagonista, lo mejor -y casi único que cualquiera recuerda, aparte de lo hermosísima que era y aparecía Rita Hayworth- es la escena final. Literalmente entre espejos que multiplican a los actores hombre y mujer que se hablan y matan repetidos en imágenes de pesadilla, como desde dentro de un mundo de espejos. Esta es la escena, clásica en la historia del cine, ambientada en una galería de espejos en un parque de atracciones abandonado:

¿Se le ocurrió a Orson Welles eso de los actores dentro de una habitación de espejos y que aparecen repetidos en cada uno de ellos en multiplicación genial y desasosegante? ¿Y además  en ambiente personal y arquitectónico decadente con una única mujer y varios hombres rivales? No lo sé, pero me pregunto si el estadounidense Orson Welles había leído al británico G. K. Chesterton, quien tres décadas antes escribió sobre espejos multiplicadores desasosegantes y en ambiente personal y arquitectónicamente decadente y con una mujer y varios hombres rivales y con muerte de una mujer y de su asesino. Voy a transcribir unos fragmentos del cuento «El hombre en el pasaje«, «The man in the passage«, de la serie del Padre Brown, perteneciente al libro de relatos «La sabiduría del Padre Brown«, de 1914. La escena tan onírica está ambientada en el lujoso camerino de una famosa actriz que está representando nada menos que la también onírica «El sueño de una noche de verano» de Shakespeare, y, al igual que «La dama de Shangay«, es un caso de rivalidades y asesinato.

«La habitación estaba cubierta de espejos en todos los ángulos posibles de refracción, de modo que parecían las cien facetas de un diamante gigantesco, si es que uno pudiera introducirse dentro de un diamante. Los otros signos de lujo, unas cuantas flores, unos pocos almohadones de colores, unos trajes de teatro, se multiplicaban en todos los espejos con la locura de Las mil y una noches y danzaban y cambiaban perpetuamente de lugar cuando el sirviente, arrastrando los pies, acercaba un espejo o lo empujaba contra la pared.«

Brown 1

«El sirviente dio la vuelta a la habitación, tirando de los espejos y volviendo a empujarlos de nuevo con su ajado traje negro que parecía aún mas lamentable dado que aún llevaba la adornada y fantástica lanza del rey Oberon. Cada vez que tiraba del marco aparecía una nueva figura negra del padre Brown, cabeza abajo en el aire como los ángeles, dando saltos mortales como los acróbatas, volviendo la espalda a todo el mundo como personas muy maleducadas«.

Brown 2

Enlace a «El hombre en el pasaje» en inglés aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

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Matar del susto

Hay una extraña técnica de asesinato literario que he detectado en tres escritores clásicos: Conan Doyle, Simenon y Vázquez Montalbán: matar de un susto. Y con la cuestión conexa:¿es punible matar de un susto? Porque, en los casos de Simenon y Vázquez Montalbán, parece que no, y no hay responsabilidades; en cuanto al caso de Conan Doyle, el asesino muere, muy oportunamente, a manos del propio instrumento del crimen y cuando intentaba cometer otro. Con el mismo móvil, el dinero, tenemos la misma técnica en la Inglaterra de finales del siglo XIX, en un pueblecito francés en los año 30 del siglo XX donde no hay luz eléctrica ni agua corriente y en la Barcelona de 1981, del mismo año 1981 en cuyo día 23 de febrero fracasó un golpe de estado el llamado 23-F.

En el cuento «La banda de lunares» («The Adventure of the Speckled Band») el asesino introduce una serpiente en una habitación, y la joven ocupante muere de terror; la obra, de la serie de Sherlock Holmes, publicada en 1892, y ambientada en la época, no puede dejar de mencionarse, que es de las clásicas de enigma de cuarto cerrado, que se soluciona con truquillo de una pequeña abertura para la serpiente. En la novela «El caso Saint-Fiacre» («L’affaire Saint-Fiacre«) de la serie del comisario Maigret, año 1932, una condesa, viuda y enferma del corazón, muere de ataque cardíaco, en plena misa, al abrir su misal y encontrarse un recorte de prensa con la noticia, falsa, de que su único hijo se había suicidado avergonzado por la inadmisible conducta licenciosa de su madre; y es que la madre, repetidamente calificada de «vieja», con sesenta años y considerada como tal desde mucho antes, tenía un amante de la misma edad del hijo, algo social y moralmente intolerable. En el cuento «Aquel 23 de febrero«, de la serie del detective Calvalho,en el libro «Historias de política ficción«, año 1987, se investiga el asesinato, o lo que sea, de un anciano -y que también tiene una amante, pero eso da casi igual- que, habiendo pertenecido al bando republicano en la guerra civil, había sufrido grave persecución durante el franquismo, y  a quien, con grabaciones falsas que no puede dejar de escuchar desde la pequeña habitación donde se le ha ocultado para «protegerlo», se le hace creer que ha triunfado el golpe de estado y que los militares lo vienen a detener.

La técnica es la misma: matar de un susto, de una impresión, provocar un ataque cardíaco. El arma del crimen, distinta: una serpiente de verdad, un recorte de periódico falso y unas grabaciones falsas con voces militares. Y en los tres casos, el asesino es del entorno personal de la víctima: el padrastro, el hijo del administrador de la condesa asesinada y los propios hijos de la víctima, respectivamente. Y por mucho que lo intente, que a lo mejor no lo intenta, porque aunque el ambiente se describe como desordenado y de decadencia moral, en realidad el fondo de la novela es nostálgico y descriptivo -el protagonista Maigret, vuelve al pueblo donde nació y ello nos permite conocer cómo eran él, su familia, su casa y su pueblo, y eso es lo que cuenta-, Simenon no llega ni de lejos a describir una  atmósfera moral tan asfixiante como la que consigue Vázquez Montalbán en muchas menos páginas y con evidente trasfondo político. Ni una muerte tan dolorosa; la condesa muere en el acto, pero el republicano sufre horas de terrible tortura moral, encerrado esperando que ya lo vayan a detener, hasta que muere de ataque cardíaco. Conan Doyle, claro, describe poco; ciertamente no resulta agradable ni correcto que a una la intente asesinar su padrastro, cuando antes ha conseguido ya asesinar a la hermana, pero, vaya, siendo púdicos victorianos tampoco hay que insistir mucho en ello.

No lo dude: la más grata de leer es, como casi siempre, la obra de Conan Doyle.

Pero eso es lo de menos. Lo que sigo sin entender es si de verdad no es punible matar de un susto.

 Verónica del Carpio Fiestas

Plantar un bosque para ocultar una hoja: la técnica de asesinar a muchas personas para ocultar el asesinato de una sola

«Where does a wise man hide a leaf?»

And the other answered: «In the forest

¿Dónde escondería un sabio una hoja de árbol? En un bosque.

Y si no hay bosque a mano, ¿qué haría el sabio? El sabio se las arreglaría para plantar un bosque.

Ese es el argumento del fascinante cuento de G.K. Chesterton «La muestra de la espada rota«, dentro del libro «La inocencia del padre Brown«; y las palabras transcritas figuran en el cuento. Si quien esto ve no ha leído ese cuento, no conoce a Chesterton o no conoce los cuentos del padre Brown, no sé como encarecerle que de verdad merece todo ello la pena, salvo recordarle -o decirle- que nada menos que Borges tenía en evidente gran estima a Chesterton, y que el cuento de la espada rota no es ni muchísmo menos el peor de Chesterton. Por decirlo claramente: es una absoluta maravilla; como muchos otros de Chesterton, porque la lista es larga.

Con una fascinante literatura, gran literatura -porque, sí, Chesterton es gran literatura, así, tal cual-, se trata en definitiva un argumento brillantísimo que no recuerdo haber leído antes, pero si que sí he visto después: cómo ocultar un crimen individual mediante el sistema de crear artificialmente una masa de crímenes donde lo individual se confunda con lo colectivo y se difumine y pierda en lo colectivo.

El militar de alta graduación corrupto y malvado que en época y zona de guerra asesina a un subordinado por motivos personales -para evitar que lo denuncie por traición-, y que a continuación provoca artificialmente una batalla en un lugar donde sabe que sus propios hombres, muchos hombres, van a morir, dando lugar no solo a muchas muertes, sino a muertes deliberadamente inútiles y a una derrota espantosa, con cadáveres públicos que oculten su cadáver privado, es un caso de cómo ocultar una hoja plantando un bosque cuando no hay bosque donde ocultar la hoja. Mata a uno sin tener posibilidad de ocultar el crimen porque ha sido todo repentino, y en una inspiración de maldad genial oculta el cadáver provocando una terrible batalla que sabe perdida precisamente donde está el cadáver. Especialmente maligno e impresionante es que el militar sabe muy bien que la elección de ese lugar como campo de batalla resulta de todo punto inadecuada para consegur una victoria, que causará la derrota y la muerte de muchos, de los suyos, de sus propios soldados, que lucharán heroicamente en situación de absoluta inferioridad, y para nada; pero necesita precisamente ese sitio, no otro, para conseguir una gran masa de cadáveres que tape un concreto cadáver. Un asesinato colectivo, además, efectuado por  mano de otros, de los enemigos, pero no por ello menos asesinato. Uf.

Y ese mismo argumento, con interesantes matices, y sin esa especial malignidad -y también sin esa altura literaria-, lo he visto también, en dos novelas de misterio de autores clásicos de novelas de misterio: Agatha Christie y Georges Simenon.

En la novela de Agatha Christie «El misterio de la guía de ferrocarriles» («The A.B.C. murders«) se desarrolla el siguiente argumento: el asesino quiere asesinar a una persona concreta cuyo apellido empieza por C, y para ello crea artificialmente un asesino inexistente, un asesino que va matando por orden alfabético a una persona cuyo apellido empieza por la misma inicial de la ciudad donde el asesinato se comete, y que deja siempre, como firma, un ejemplar de una guía alfabética de ferrocarriles. Asesina, por orden, a un Álvarez en Alicante, a un Blanc en Barcelona, a un Cano en Cuenca, a un Díaz en Daroca, a un Estévez en Escalona. A quien de verdad le interesa matar es a uno concreto, pero mata antes y después a otras personas, para encubrir el interés individual en un falso asesino, con un culpable falso ya preparado anticipadamente, con un culpable tan atrevido o loco que hasta avisa del siguiente golpe y con una motivación falsa: una obsesión por una guía alfabética de ferrocarriles. Incluso cuando ya la policía ha «detectado» el «método del asesino», es fácil seguir matando: basta con escoger una ciudad populosa, o que lo es circunstancialmente. ¿Quién podría vigilar a la multitud, o a la multitud de personas con apellidos que empiezan por la letra pe, incluso sabiendo que se va a cometer un asesinato en Pamplona si se escoge que el asesinato sea en plenos Sanfermines? En el Reino Unido de 1935 así lo hace el asesino, con el equivalente de ciudades y circunstancias. ¿Quién va a buscar motivaciones individuales de cada asesinato, cuando es todo obra de un loco con una obsesión y un método? Y muy interesante -muy inteligente- es uno de los asesinatos: se mata al azar en un cine, a cualquiera, sabiendo que en cualquier local lleno de gente siempre habrá alguien con un apellido con la inicial que interesa, y que se pensará que ha sido un simple error…

Hércules Poirot descubre la verdad, y también el padre Brown, este en más dificiles circunstancias, porque se trata de una reconstrucción casi histórica.

También averigua la verdad el comisario Jules Maigret en el cuento «Maigret tiene miedo«, en un ambiente, como casi todos los de Maigret y Simenon, sórdido incluso cuando es un ambiente acomodado; y miedo de verdad da leer las reacciones colectivas de la multitud, de la población en su conjunto ante lo que se cree un asesino en serie –avant la lettre-, porque ese miedo colectivo, y las reacciones de sospecha e intención de linchamiento no se dan solo en las novelas. Muchas obra de Simenon son tristísimas; esta es una más triste que la media, y no solo por eso… Inolvidable esa mujer maltratada que ama a su maltratador -con un maltrato que no solo no es denuncado por los vecinos, sino que incluso alegra a los vecinos-, una mujer a quien incluso se acusa de prostituta -con riesgo incluso de ser condenada por ello- simplemente porque su amante la mantiene; que además esa relación maltratada-maltratador se considere amor profundo recíproco, hasta el punto de que emociona a los duros policías de la novela, dice mucho.

Con Georges Simenon, el argumento es una mezcla de los dos anteriores novelas. En «Maigret tiene miedo«, el asesino asesina impremeditadamente a golpes con un instrumento contundente, y luego mata a dos personas más, escogidas al azar por ser fácilmente asesinables al estar indefensas -una anciana y un mendigo-, con el mismo método, para que aparezca como parte de lo mismo, los asesinatos de un loco, de lo que entonces no se llamaba asesino en serie, y no se busquen motivaciones individuales…

Observese que aquí, a diferencia de en el caso de Agatha Christie, en el que las muertes colectivas están previstas desde el principio por el asesino -el muerto que verdad interesa no es el que tiene el apellido que empieza por A-, en la novela de Simenon el asesino no premedita la serie para encubrir el asesinato; a semejanza del caso de Chesterton, inventa el plan sobre la marcha.

Pero en los tres casos, prescindiendo de las variantes, la esencia es la misma: matar a muchos para encubrir el único asesinato que interesa. El cuento de Chesterton figura en un libro publicado en 1911. El de Agatha Christie, en 1936 (según otras fuentes, 1935). El de Simenon,  en 1953. Es posible que la elección del mismo argumento sea una mera casualidad, que dos famosos escritores de obras de misterio hayan llegado separadamente, cada cual por su cuenta, a inventar el mismo argumento, incluso Simenon, pese a que el argumento tenía ya dos precedentes.

Lo dudo.

Verónica del Carpio Fiestas

Balzac, Ana Magdalena Bach, la reina María Luisa de Parma y más: post sobre mortalidad infantil

femme30Huelga explicar qué es «La comedia humana» y quién es Balzac. Lo único que se atreve a hacer una lectora que ha leído y releído una larga lista de obras de Balzac es recomendar a quien haya venido a parar a este blog y que no conozca a Balzac que coja cualquiera de las obras que componen «La comedia humana», ya que, como es bien sabido, forman parte de un proyecto único de descripción de la Francia de la época, pero son independientes, y se ponga a leer ya. Hay muchas peores formas de perder el tiempo que leer a Balzac; y pocas más baratas. Y Literatura con mayúsculas de nivel de Balzac, escasa.

De los valores literarios para qué se va a hablar, si está todo dicho. De la voluntad de descripción fiel de una sociedad, también. Pero de los otros valores, de los valores emocionales, quizá no está dicho todo. En «La mujer de treinta años«, que empieza ambientada en el año 1813, figura este párrafo que refleja unos valores emocionales que, a nuestros ojos actuales, resultan un tanto extraños. La marquesa, personaje de la novela, sufre muchísimo. Y el autor dice lo siguiente, al analizar cuál es el dolor más duradero, más fuerte, el verdadero dolor:

«Pero entre todos los dolores, ¿a cuál pertenecerá ese nombre de dolor? La pérdida de los padres es un pesar para el que la naturaleza nos apercibe a los hombres; el dolor físico es pasajero y no afecta al alma, y, en caso que persista, deja de ser un mal para ser la muerte. Que una madre joven pierda a su primer hijo y el amor conyugal no tardará en darle un sucesor. También ese efecto es pasajero. En una palabra, que esas penas y otras semejantes viene a ser algo así como golpes, heridas, pero ninguna de ellas afecta a la vitalidad en su esencia y menester es que se sucedan de un modo extraño  para que maten en nosotros ese sentimiento que nos mueve a buscar la dicha. El grande, el verdadero dolor sería, por consiguiente, un mal lo bastante mortífero para alcanzar a la vez al pasado, al presente y al porvenir; no dejar ninguna parcela de la vida en su integridad, desnaturalizar para siempre el pensamiento, inscribirse inalterablemente en labios y frente, romper o aflojar lo resortes del placer, poniendo en el alma un principio de empacho por todas las cosas de este mundo. Y todavía, para ser inmenso, para pesar sobre alma y cuerpo, habría que surgir ese mal en un momento en la vida en que todas las energías de alma y cuertpo son aún jovenes y  fulminar un corazón bien vivo. Abre entonces el mal una ancha brecha; grande es el dolor y no hay ser alguno que pueda salir de esa crisis sin algún poético cambio; o toma el rumbo del cielo o, si sigue aquí abajo, vuelve a entrar en el mundo para mentirle al mundo, para desempeñar en él un papel conociendo ya los entrebastidores adonde uno se retira para echar cuentas, llorar o bromear. Después de esas crisis solemnes no hay ya misterios en la vida social, que ya está irrevocablemente juzgada. En las mujeres jóvenes, de la edad de la marquesa, ese primer dolor, el mas punzante de todos los dolores, reconoce por causa siempre el mismo hecho.»

Y ese hecho es, según Balzac un problema amoroso, en el caso concreto con el añadido de la muerte del amante.

Balzac pone eso como un dolor que está POR ENCIMA y como incomparablemente más fuerte y duradero que el que causa a una joven madre la muerte de un hijo.

Para los hijos hay repuestos y el dolor es pasajero.

Balzac es reputado como un fino conocedor de la mentalidad de su época. Una de dos, o aquí acertó o no acertó. Si no acertó, ¿en qué más cosas no acertó? Si acertó, ¿es posible mayor contraste con la situación actual? Sostener que la muerte de un hijo no sea el mayor dolor, algo que se arrastra toda la vida y la condiciona, es hoy algo que resultaría poco menos que impensable.

Pero en las primeras décadas del siglo XIX, ¿los sentimientos eran otros?

Naturalmente, está el dato evidente de la elevadísima mortalidad infantil en esa época, y antes, y después. Sorprende esa afirmación tan frecuente de que el dolor por la muerte de un hijo es tan fuerte porque es antinatural no sobrevivirle; demuestra una falta de perspectiva histórica. Lo natural, a lo largo de la Historia, ha sido precisamente lo contrario: que un alto porcentaje de los miembros que componían la prole NO sobreviviera a los progenitores, y ser consciente de que sería así.

No es casualidad que en fecha tan avanzada como 1889 el  Código Civil español no concediera la personalidad a efectos civiles hasta transcurridas veinticuatro horas del nacimiento, en un precepto, por cierto, que se ha mantenido vigente hasta hace bien poco, 2011. Con todos los matices que en un post no jurídico sobran: no merecía la pena considerar a los bebés del todo como personas -iban a inscribirse al llamado «Legajo de Abortos» si morían en esas veinticuatro horas-, hasta que se constatara que sobrevivían al parto y al posparto inmediato.

«Artículo 30. Para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno»

En Alemania, el músico Johann Sebastian Bach tuvo según parece veinte hijos y le sobrevivieron nueve. Es muy interesante en «La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach» -por cierto, conviene leer ese libro, aunque no lo escribiera la mujer de Bach y quizá refleje la mentalidad de cuando se escribió por Esther Meynel en las primeras décadas del siglo XX- anamagdalenacómo se analiza el dolor de los cónyuges Bach Ana Magdalena era la segunda esposa, con la que tuvo trece hijos-, ante el hecho previsible, repetido e irremediable de la muerte de hijos en la infancia.

En España, en lo que viene a ser más o menos la siguente generación a los cónyuges Bach, y época contemporánea a la novela de Balzac, la reina María Luisa de Parma, esposa del rey Carlos IV de España y madre del rey Fernando VII, en una familia que es de suponer que gozaba de la mejor asistencia médica, la mejor comida y el mejor alojamiento que podían proporcionar la Riqueza y el Poder, tuvo al parecer veinticuatro embarazos con diez abortos y catorce hijos nacidos, de los cuales la mitad no superaron la infancia; obsérvese que no digo que fueran hijos de la pareja real, puesto que tantos mencionan que todos o algunos de los hijos eran adulterinos, de forma calumniosa o no. Y curiosamente quienes  aluden al carácter difícil de la reina no parece que se pongan a reflexionar mucho sobre cómo esos dolores repetidos de una madre ante tantos hijos e hijas muertos podrían haber afectado a su carácter.  luisaparma

¿O es que no afectaba al carácter? ¿Puede quien esto lea creer que no afectara al carácter de una mujer pasar por veinticuatro embarazos, en una época en la que tantísimas mujeres morían en el parto y no existían sistemas anticonceptivos eficaces, con diez abortos, y que de los catorce bebés vivos solo llegaran a adultos siete? ¿No será quizá un planteamiento un tanto machista y sesgado ese de soslayar como si no existiera todo lo que eso significa en la vida de una persona? Por no hablar siquiera de las consecuencias físicas, claro.

Y, en general, ¿cómo afectaba al carácter de CUALQUIER mujer de cualquier clase social la perspectiva anticipada de la muerte probable de su prole? ¿El saber anticipadamente que el parto sería de riesgo, porque todos los eran, y que el resultado de ese riesgo sería la muerte de ella misma y del bebé, o en el mejor de los casos la dudosa supervivencia del bebé a las enfermedades de la infancia y una alta probabilidad de que no llegara a la vida adulta? ¿Y el dolor cuando tal cosa en efecto sucedía? Y sabiendo además que la llegada de los hijos no la podrían además evitar ni programar, salvo que aceptaran un celibato que solo en el caso de las monjas era socialmente bien considerado y que además las dejaría probablemente inermes en la vejez y la enfermedad.

Por acercarnos más en el tiempo, y circunscribir la selección a Europa y a unos cuantos países. Pongamos por ejemplo, y escogidas al azar entre innumerables obras del siglo XIX o primeras décadas del XX, dos policiacas clásicas, pero elegidas precisamente porque no pretenden un análisis psicológico serio ni una denuncia social, sino simplemente describir de pasada una realidad aceptada como normal y presentada como habitual. En «El gran misterio de Bow», de Israel Zangwill, publicado en 1892, de un personaje femenino, la Sra. Drapdump, se menciona que perdió a sus dos hijos en la primera infancia, de difteria y escarlatina. En el cuento de Agatha Christie titulado «La mujer rica», del libro de cuentos «Parker Pyne investiga», publicado en 1932-33, la Sra. Rymer, viuda de mediana edad, menciona que tuvo cuatro niños «y ninguno de ellos llegó a hacerse mayor».

Y mejor no escoger de entre las innumerables las obras de Pérez Galdos, escritor realista; no sé si sería exagerado decir que quizá se tardaría menos en citar una en la que NO hubiera niños o niñas que mueren en la infancia. En realidad casi es más apropiado decir que es DIFÍCIL, muy difícil, encontrar una novela del siglo XIX, española o extranjera occidental que aluda a la vida de una familia en la que no haya progenitores que sobreviven a su prole.

Y si nos vamos a la observación de Balzac quizá es que  no afectaba al carácter de forma grave. ¿Puede ser eso verdad?

¿Cómo sería ese embotamiento masivo de la sensiblidad, tan impensable hoy, si es que tal cosa había?

¿O, cuanto menos, esa mayor capacidad de aceptación del sufrimiento?

¿Y qué consecuencias tendría para una sensibilidad mayor o menor en OTROS temas?

Se me ocurre una coincidencia temporal, en el entendido de que anticipadamente asumo que puede ser una tontería y que además soy muy consciente de que las meras coincidencias temporales, incluso si en este caso existieran, no significan correlación ni causalidad: las ejecuciones públicas con métodos espantosos para asesinatos oficiales han sido eso, públicas, hasta hace poco, y la supresión de métodos de tortura y asesinato públicos ha venido más o menos a coincidir en Occidente con la mejora sustancial de los índices mortalidad infantil. Hoy sería impensable que hubiera ejecuciones públicas con torturas como las que describe Voltaire en su «Tratado de la Tolerancia», o las innumerables horripilantes muertes y torturas públicas por variadísimos sistemas que recogen los libros de Historia y reflejan la iconografía religiosa y la Literatura.

Falta quizá por estudiar -o me gustaría conocer esos estudios, si los hay- cómo afectaba al carácter individual y colectivo de TODA una sociedad que TODAS las mujeres supieran que tendrían hijos que con alta probabilidad morirían antes que ellas.

Y TODOS los hombres.

Verónica del Carpio Fiestas

El súcubo canoro de Eduardo Mendoza

aceitunasSi no ha oído hablar de la pentalogía sobre un detective sin nombre, formada, en orden cronológico, por «El misterio de la cripta embrujada», «El laberinto de las aceitunas», «La aventura del tocador de señoras»´, «El enredo de la bolsa y la vida» y «El secreto de la modelo extraviada», se ha perdido algo bueno. De estos seis libros de Eduardo Mendoza, en la galería general de los libros de humor indispensables están, en mi opinión, los dos primeros, extraordinarios.

Para describir estos libros, y me refiero al ciclo, no basta con decir que son novelas de misterio humorísticas, ambientadas a lo largo de décadas y que reflejan la evolución personal de los personajes y la social y política en general, incluyendo corrupción y especulación urbanística, con un evidente trasfondo crítico. Que tienen como protagonista a un pobre detective no profesional, físicamente insignificante, antiguo delincuente de poca monta y soplón de la Policía, redicho hasta más no poder pese a carecer de la minima formación e inteligentísimo, que no obtiene rendimientos de ningún tipo por su investigación en la que se ve metido forzadamente, tan desgraciado que por ejemplo no puede lavarse en toda una novela pese a que llueven sobre él inmundicias, maltratado por la vida desde siempre y que cuenta unas historias terribles de su infancia mísera y que se refiere a la pepsicola como «exquisito néctar» del que por su pobreza poco puede disfrutar, acostumbrado a recibir palizas y al que le parece normal recibirlas, y que se dirige a todos en un lenguaje ceremonioso del que el tuteo está casi excluido, pero que es tuteado como muestra de maltrato y subordinación. Que además hay otros personajes antológicos, más o menos como fijos secundarios -un policía torturador reconvertido, el médico director del sanatorio psiquiátrico donde internaron y mantuvieron al detective no se sabe si con motivos fundados o arbitrariamente, y, por supuesto, Cándida, la hermana -prostituta en las primeras novelas, retirada luego-, y que como personajes fíjos, al igual que en otras novelas de Mendoza, aparecen siempre el paisaje y el paisanaje en general de Barcelona, y a veces de otras ciudades.

Hay mucho más, y los mecanismos de la risa son inescrutables. Porque si se lee el resumen del párrafo anterior, no parece que pueda dar risa. Pero resulta que da, y mucha.

Y si son inescrutables, no hay por qué escrutarlos, pero ahí están esos impagables larguísimos soliloquios de varios personajes que describen sus vidas o las justifican, ante el aburrimiento y hasta sopor de los oyentes o las curiosas relaciones del detective con diversas mujeres atractivas -partiendo de que al final casi nunca consigue comerse una rosca-, y la carcajada surge solo con recordar, por ejemplo, esa inolvidable escena de «El laberinto de las aceitunas» cuando el detective sin nombre se encuentra en un monasterio con un monje ingenuo, muy preocupado por un súcubo canoro -así se titula el capítulo- que lo atormenta con una canción en cuanto se tumba a dormir:

«Volvió a flagelarse y hube de retirarme para que no me alcazara un latigazo.

-Y esa voz, ¿qué decía?-le pregunté.

-Algo horrible -dijo el monje, interrumpiendo la azotaina-. No lo puedo repetir.

-En tal caso, no insisto.

-Insista -me rogó el monje.

Insistí y volvió a pegar los labios a mi oreja.

-Échale guindas al pavo -cuchicheó.

-¡Qué notable! -dije.

-Si quiere, le presto el cinturón.

-¿Era una voz de mujer? -pregunté.

-¡Y de tronío!

-¿Me permite que me acueste en su catre? Es solo para hacer una prueba.

-Sírvase usted mismo -dijo el monje-.  A mí, pecado más, pecado menos…

-Me tendí en el catre, formado por tablas de madera de pino, cubiertas por un jergón, y recosté la cebeza en una almohada de arpillera rellena de garbanzos crudos.

-No oigo nada -dije.

-Espere un poco -dijo el endemoniado.

Esperé unos minutos hasta que, de pronto, percibí claramente la voz inconfundible de Lola Flores

Ya solo esto de:

«En tal caso, no insisto.

-Insista -me rogó»

sea o no original, y estamos hablando de una obra de 1982, merece estar cualquier antología.

Sí, he dicho pentalogía, obra que compone un ciclo con cinco partes u obras, y he mencionado que tiene seis libros. Es error deliberado. Además está «Sin noticias de Gurb«, y de alguna manera, aunque técnicamente incorrecta, quería dejar constancia de que, si bien no comparten personajes, estilo ni tema, sí el humor y el nivel, este en especial con los dos primeros libros citados, que son los mejores del ciclo narrativo del detective sin nombre con mucha diferencia, y resulta difícil no relacionarlos todos mentalmente, y que forman para mí parte indisociable del mismo planteamiento de la lectura como placer y motivo de alegría, y que conjuntamente se lo agradezco a Eduardo Mendoza. Leer una vez estas obras, y me refiero en concreto a esas dos primeras mencionadas en este post, brillantísimas, no agota el placer de la lectura, ni evita reírse la segunda vez que se lean, ni la tercera; hará usted bien en gastarse un dinero en comprarlas.

Verónica del Carpio Fieste