De cuando por España solo viajaban solas las p* y las excéntricas misses viajeras anglosajonas. «Un viaje de novios», de Emilia Pardo-Bazán

La recién casada se ha quedado sola y dormida, en el compartimento de tren en el que viaja desde León a Francia en viaje de novios; el marido —un cuarentón, o sea, poco menos que un viejo para la época, que se ha casado por dinero con ella, hija de tendero enriquecido—, olvidó la cartera en la parada de Venta de Baños y al volver corriendo de buscar la cartera sufre un percance y perdió el tren, que partió dejándolo en tierra mientras sigue el viaje su esposa dormida, la cual, por tanto, no sabe que viaja sola. La joven, educada al estilo clásico, es decir, en la ignorancia, no sabe nada de la vida —por cierto, cuanda sucede esta escena sigue siendo virgen y evidentementemente no tiene ni idea de qué significa el sexo— ya estaba asustada con esto viajar por primera vez y alejarse de su padre y su ciudad; no quiero ni pensar en qué pensará la pobre cuando se despierte y vea que viaja sola, en un tren, sin dinero, sin billete, sin marido y con un señor desconocido que ha aparecido por allí. Claro que, en su inocencia equivalente a puerilidad, quizá ni sea consciente de que viajar sola en España, y más si no se iba en el «reservado de señoras», solo podía significar entonces que era o una p* o una excéntrica miss viajera inglesa o estadounidense, y esto último, además, solo si llevaba «rodrigón y revólver»; y eso que se ahorra la pobre. La respuesta a esta pregunta va en el libro a continuación del texto que voy a transcribir y quien quiera que lea elibro completo y se quite de encima la curiosidad.

Aquí enlace al texto completo de «Un viaje de novios», obra de 1881 de Dª Emilia Pardo-Bazán (1851-1921). Dª Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de su tiempo en España; fue de los mejores de entre los escritores de su tiempo, junto con Pérez-Galdós. Lo digo así porque no se me ocurre otra fórmula para explicar que Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de entre las escritoras de su tiempo en España, sino que Dª Emilia Pardo-Bazán está entre los mejores de entre los escritores y las escritoras de su tiempo en España.

«Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida, penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el recién llegado.

Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa -así que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento- el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir, radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía, en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe, tipo muy común entre las señoritas yankees, mostraba tan patente en ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba: «no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página.»

Para muestra un botón sobre lo que refleja en este párrafo Dª Emilia Pardo-Bazán sobre la situación de la mujer en su época, en cuanto a ignorancia. hasta de lo más elemental, y de sujeción; lo dice y se refleja en otros muchos párrafos («El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres»; «Pero esta señora es… una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola»—lo dice un hombre que, naturalmente, viaja solo—; -«¿El sol… es una estrella? -interrogó asombrada la niña. -Una estrella fija. Nosotros damos vueltas en torno de ella como locos. -¡Ay, qué gusto es saber todo esto! En el colegio no nos enseñan ni jota de esas cosas,»; «Sepa usted que me hallo en cinta, según dice el señor Duhamel, que es un sabio, y no puede equivocarse en esto.lo que yo tomé por enfermedades, eran las molestias del estado… Sí; ahora lo comprendo muy bien; ¡pero qué tonta soy! ¿Cómo no lo conocí antes? Parece que una cosa tan grande, debía adivinarla sin que nadie me lo advirtiese. ¡Un hijo!»; «No está bien una señora así, sola en una fonda…»; «un harén de moras civilizadas, un gineceo»; «Si tienes vocación de Hermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija… tu obligación es atender a tu marido y a tu casa, nada más..»; «En su mente germinaba un concepto singular de la autoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto, incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, pero que en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar y el consagrarse a la enferma, era duro despotismo»; «De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha»; «Has hecho mal, remal, en escribir esa cartita a hurtadillas de tu cónyuge, y no me sorprende que él se haya puesto hecho un dragón»; «Yo la abofeteo, porque puedo y me da la gana… Soy su marido..»). Dª Emilia Pardo-Bazán fue feminista incluso avant la lettre.

Y, por cierto también, por suerte ya se ha olvidado qué significa «rodrigón» en la segunda acepción del diccionario de la Real Academia, por la sencilla razón de que ha desaparecido el concepto que describe. Aunque no ha cambiado por si solo, y eso no hay que olvidarlo.

Igual que tampoco hay que olvidar que esta novela tiene bastante más que eso. Por ejemplo, brilllantísimo manejo del lenguaje, como en esta descripción de la tienda de un anticuario:

«Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco.»

Tiene más cosas el libro;, por ejemplo, la frase lapidaria de uno de los personajes cuando le preguntan por sus creencias . El personaje no cree en un dios, ni en el católico ni en otros; «Creo en el mal», dice.

Verónica del Carpio Fiestas

Los estantes vacíos de los libros que no escribieron las mujeres

«Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya  no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, solo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?»«

Esto es un fragmento de «Una habitación propia«, Virginia Woolf, 1929, enlace aquí. A continuación transcribo un fragmento de «La regenta«, de Leopoldo Alas «Clarín», novela de 1885-1885, enlace aquí; estamos en el capítulo 5, donde se describen los primeros años de la vida de Ana Ozores, huérfana, que se ha ido a vivir con las hermanas de su padre, en la no tan imaginaria ciudad de Vetusta.

«Quería emanciparse; pero ¿cómo? Ella no podía ganarse la vida trabajando; antes la hubieran asesinado las Ozores; no había manera decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento.

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz.

Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un rewólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos. Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas solteronas. «¡Una Ozores literata!».

-«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».

El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.

El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.

Doña Anuncia se volvía loca de ira.

-¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina…
-No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero más vale que no los escriba. No he conocido ninguna literata que fuese mujer de bien.

Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.

El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.

-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.

La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino. En la iglesia como en la iglesia, y en literatura ancha Castilla». Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría ella lo que era el mundo! En cuanto a la sobrinita, era indudable que había que cortarle aquellos arranques de falsa piedad novelesca. Para ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y recordaba unas Aventuras de una cortesana, que había ella proyectado allá en sus verdores, ricos de experiencia.

Tan general y viva fue la protesta del gran mundo de Vetusta contra los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en ridículo y engañada por la vanidad.

A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.

Las amiguitas, que habían sabido algo, y nunca tenían qué censurar en Ana, aprovecharon este flaco para ponerla en berlina delante de los hombres, y a veces lo consiguieron. No se sabía quién -pero se creía que Obdulia- había inventado un apodo para Ana. La llamaban sus amigas y los jóvenes desairados Jorge Sandio.

Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.

-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir -decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.

-¿Y quién se casa con una literata? -decía Vegallana sin mala intención-. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.

La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridos!» -pensaba satisfecha de lo pasado.

-Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones -añadía el afeminado baroncito. Y la marquesa, vengando en él lo de su marido, decía:
-Pues hijo mío, serán ustedes un matrimonio sans-culotte.

Fuera de estas defensas relativas de la marquesa, era unánime la opinión: la literata era un absurdo viviente.

-«Tenían razón en este punto aquellos necios, llegó a pensar Ana; no escribiría más».«

Las anasozores habrían escrito libros regulares o hasta malos; exactamente igual que los que escriben los juanozores, porque muy  pocos nacen cervantes o shakespeares y la morralla literaria es la regla.  Y entre la inabarcable morralla de los muchos libros regulares o malos que las innumerables anaozores habrían podido escribir de haber podido hacerlo en igualdad de condiciones con los juanozores, habrían surgido los libros de la Judith Shakespeare imaginada por Virginia Woolf, o de una María Cervantes, al igual que entre la morralla inabarcable de los muchos libros de los innumerables juanozores que sí escribieron tenemos los libros de un William Shakespeare.

Pero ahí estan los estantes vacíos de los libros que pudieron haber escrito unas geniales Judith Shakespeare y María Cervantes y no pudieron escribirlos.

Virginia Woolf

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

 

 

 

Mejor una tía buena tonta que no una culta fea, dónde va a parar, dice Quevedo

Muy discretas y muy feas,
mala cara y buen lenguaje,
pidan cátedra y no coche,
tengan oyente y no amante.

No las den sino atención,
por más que pidan y parlen,
y las joyas y el dinero,
para las tontas se guarde.

Al que sabia y fea busca,
el Señor se la depare:
a malos conceptos muera,
malos equívocos pase.

Aunque a su lado la tenga,
y aunque más favor alcance,
un catedrático goza,
y a Pitágoras en carnes.

Muy docta lujuria tiene,
muy sabios pecados hace,
gran cosa será de ver
cuando a Platón requebrare.

En vez de una cara hermosa,
una noche, y una tarde,
¿qué gustos darán a un hombre
dos cláusulas elegantes?

¿Qué gracia puede tener
mujer con fondos de fraile,
que de sermones y chismes,
sus razonamientos hace?

Quien deja lindas por necias,
y busca feas que hablen,
por sabias, como las zorras,
por simples deje las aves.

Filósofos amarillos
con barbas de colegiales,
o duende dama pretenda,
que se escuche, no se halle.

Échese luego a dormir
entre Bártulos y abades,
y amanecerá abrazado
de Zenón y de Cleantes.

Que yo para mi traer,
en tanto que argumentaren
los cultos con sus arpías,
algo buscaré que palpe.

quevedo 1

quevedo 2

quevedo 3

«Burla de los eruditos de embeleco, que enamoran a feas cultas«, por Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645).

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

 

 

Que se dice en este cuento de Gogol que la mujer fea no inspira respeto al hombre salvo que sea veinte veces más inteligente que el hombre

«El teniente Pirogov decidió no abandonar la partida, aunque la alemana le había opuesto resuelta resistencia. No concebía que pudiera rechazarlo ninguna mujer, ya que su amabilidad y su graduación lo hacían plenamente merecedor de toda clase de atenciones. También debemos hacer constar que la esposa de Schiller era tonta de capirote, a pesar de lo bonita que era. Aunque, por otra parte, la tontería le presta un encanto especial a una esposa bonita. En todo caso, yo he tratado a un buen número de maridos que están encantados con la bobería de sus esposas, viendo en ella una prueba de ingenuidad infantil. La belleza hace verdaderos milagros. En una mujer hermosa los defectos no nos repelen, sino que ejercen una extraordinaria atracción sobre nosotros. Incluso el vicio es un encanto en ellas. Pero que una mujer carezca de belleza y habrá de ser veinte veces más inteligente que el hombre para inspirarle al menos respeto, ya que no amor.«

Fragmento del cuento «La avenida del Nevá«, del escritor ruso Nicolai V. Gogol (1809-1852).

Por la selección,

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

Figuras siniestras en el balcón

Goya_majas_balcon

Según parece, esta obra del pintor español Francisco de Goya (1746-1828), «Majas en el balcón», 1810-12, representa a dos prostitutas con sus chulos. Si quienes saben dan eso como opinión mayoritaria, habrá que darlo por bueno.

Y según parece, el impresionista frances Eduard Manet (1832-1883) se inspiró en esta obra de Goya, a raíz de un viaje a Madrid, para su obra «El balcón» (1868-69), y las personas representadas pertenecen al propio entorno familiar del pintor,  parientes o amigos.

manet

Y, según parece también, el pintor surrealista sui generis, o lo que sea, René Magritte, belga, 1894-1967, se inspiró en esta obra de Manet para la suya «El balcón», de 1950.

the-balcony magritte

De un balcón de prostitutas y proxenetas en 1810-12 a un balcón de ataúdes de pie y sentados en 1950, y pasando por tres países.

El balcón es siniestro, sí. ¿Pero cuál? ¿El de Magritte, solo? ¿Seguro?

¿No es siniestro un balcón con mujeres expuestas a la venta y con los hombres que las «protegen»? ¿Sabía Magritte que Manet se inspiró en la obra de Goya y que la obra de Goya representaba a prostitutas y proxenetas? ¿Sabía Manet que la obra de Goya tenía ese tema? Y si Manet lo sabía, ¿por qué representó así a parientes y amigos? ¿Y los amigos y parientes de Manet sabían que estaban posando para un cuadro que se inspiraba en otro sobre prostitutas y chulos? ¿O Manet, caso de que lo supiera, se lo ocultó?

¿Qué es más siniestro, un balcón con ataúdes, no sabemos si llenos o vacíos, o un balcón de exposición de mujeres en situación de exclusión social y con sus explotadores o un balcón con grupo de personas más o menos burguesas que, inconscientemente o no, están en la pose que, en una obra anterior y que ha servido de inspiración, tenían prostitutas y proxenetas, y que además en este segundo cuadro se relacionan tan poco entre sí como entre sí se relacionan los ataúdes en la obra de Magritte?

Un ataúd sentado o de pie es siniestro, estamos de acuerdo. Pero ¿no es también siniestro que Manet pintara a una joven amiga violinista con una sombrilla en vez de con un violín y además en la pose de una joven prostituta de cincuenta años antes y además bastante más hermosa?

Y, yendo a más en plan siniestro, ¿cuál podría la siguiente obra siniestra de cuatro figuras en un balcón?

Así, puestos a pensar, se me ocurre otro balcón con otras cuatro figuras, y  ya con eso pasamos por cuatro países: las  cuatro figuras que aparecen mirando desde un balcón interior del Grant Museum of Zoology, en Londres. Eso sí que sería un paso más hacia lo siniestro… Tanto, que estoy por solo poner enlaces, y no incluir aquí la imagen, de las muchas de ese balcón que se ven  por internet y que usted, si quiere, puede buscar, para verlo más de cerca…

Al fin y al cabo, no hay tanta diferencia. Tanto los pintores como los pintados de los cuadros que he incluido en este post están todos muertos…

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

 

Violar a una niña de trece años y casarse con ella, en España, 1844

Voy a transcribir literalmente una noticia publicada en la Gaceta de Madrid, antecedente del Boletín Oficial del Estado, de 8 de octubre de 1844. En aquella época la Gaceta era aun  una mezcla de periódico oficial para publicación de normas y partes oficiales, de periódico privado con noticias nacionales e internacionales, anuncios y reseñas y de revista variada, incluyendo sueltos de corresponsales.

Noticias nacionales

Arenys del Mar 28 de Setiembre-
El dia 22 se cometió en Calella un acto escandaloso. Un jo­ven de 18 años estupró á una niña de 13; fue preso inmediata­mente que se supo la perpetración de tan feo delito.
Empezábanse ya las primeras diligencias, cuando por inter­vención de personas bondadosas pudo componerse el negocio, ofreciéndose, el estuprador á casarse con su víctima, la cual se avino gustosa con este acomodamiento.
Solo falta que los novios reúnan el dinero necesario para cos­tear las gastos de la ceremonia, con lo cual el cura los casará desde luego, aunque atendido el caso hubiese sido mejor que se les hubiese casado sin mas retardo.
Aqui y en toda la costa no hay novedad. Todo sigue tran­quilo, y la gente tan contenta con las ganancias que les propor­ciona el gran número de barceloneses que tenemos por aqui, que han venido, según costumbre de todos los años, á tomar los ba­ños termales de Caldetas, y á respirar los puros y saludables aires de este delicioso pais.
(Corresp. de la Verdad.)
Enlace a la página completa de la Gaceta de Madrid de ese día, y que incluye la noticia, en la web oficial del Boletín Oficial del Estado, aquí.
estupro
estupro 2
Cuando en adelante lea por ahí que hay países con matrimonio infantil o donde se obliga a mujeres a casarse con sus violadores, y le parezca terrible, porque lo es, quizá recuerde esta noticia de España en 1844, es decir, de anteayer en términos históricos. Y que era todo ello tan «normal», tan «lógico» y tan «deseable» que «personas bondadosas» presionan al violador para que se case, la pobre niña «acepta gustosa ese acomodamiento» y se considera que cualquier demora en casarse en perjudicial, y que acto seguido de contar esto, sin solución de continuidad, el corresponsal habla de cómo hacen sus agosto los comerciantes con los veraneantes y lo agradable y tranquila que es la costa.
Verónica del Carpio Fiestas
anfisbena5 para firma

Pero ¿por qué estaba polvorienta el arpa del poema de Bécquer?

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!

La Rima VII de Gustavo Adolfo Bécquer ya sé que es una metáfora de la inspiración, de la musa y de todas esas cosas, pero voy a hacer un comentario de este poema con otra perspectiva, muy literal. Y muy, pero que muy, prosaica.

El arpa era instrumento clásico de la época del Romanticismo español. Veamos la descripción de un arpa romántica, de hacia 1840, del Museo del Romanticismo de Madrid:

arpa-erard

Dimensiones Altura = 178 cm; Anchura = 45 cm; Profundidad = 91 cm
Clavijero: Longitud = 102 cm
Descripción Arpa de estilo neogótico con tabla armónica compuesta por una lámina de madera colocada en sentido horizontal, 46 cuerdas y 7 pedales de doble movimiento. La encordadura está sujeta directamente en la pestaña del cuerpo sonoro. Columna decorada con panes de oro y capitel con capillas que albergan ángeles con filacterias, uno con una corneta y otro con un arpa de brazo. Pies en forma de garra en la parte delantera, y en la posterior con forma de tigre.
Este arpa de la casa parisina Erard es, tanto organológica como estilísticamente, un instrumento plenamente romántico. Su decoración es característica de los modelos que la manufactura realizó a mediados de siglo.
La casa Erard, fundada por Sebastián Erard, se especializó en la manufactura de pianos y arpas. Como figura en el clavijero de este ejemplar, era proveedor de la Casa Real francesa. En España se conservan varias arpas de esta manufactura.
Junto con el piano, el arpa será uno de los instrumentos más característicos del Romanticismo. En este momento se produce un redescubrimiento del mismo y será muy común escucharlo en las reuniones sociales de la época.
Datación 1840[ca]

Aparte de que el arpa se considerara instrumento femenino (¿o ha leído usted muchas novelas del siglo XIX español en las que un varón toque el arpa, salvo músicos profesionales italianos como por ejemplo en «El amigo Manso» o «Tristana» de Pérez Galdós?), en el ámbito doméstico requería espacio para ubicarla, dinero para comprarla y posibilidad de ocio y de formación para mujeres, y nada de eso concurría en la inmensa mayoría de la población. El arpa en la época de Romanticismo -o en el postromanticismo de la época de Bécquer- era básicamente instrumento femenino, urbano, burgués acomodado o aristocrático, tocado por señoritas de buena familia de quienes se suponía que, como educación -esa limitadísima y triste educación que entonces se impartía a las mujeres en teoría privilegiadas para ser además inmediatamente olvidada tras casarse y no digamos ya tras empezar a tener hijos- tenían que aprender a cantar, a tocar un instrumento y a dibujar, y exhibirse socialmente con esas habilidades en las reuniones sociales como vía para demostrar que eran aptas para la vida social, es decir, para encontrar marido.

O sea, las mismas jóvenes socialmente minoritarias con «manos de nieve», o sea, manos blancas y cuidadas, porque no trabajaban en las durísimas labores domésticas de esa época sin lavadoras ni aspiradoras ni guantes de fregar y en la que el moreno por el sol era notorio signo de pertenencia a clase trabajadora cuando prácticamente el único trabajo posible para la mujer era el manual.

Y el arpa se encontraba en viviendas burgueses acomodadas o aristocráticas, con sitio para un instrumento tan voluminoso. Es decir, casas con espacios de reunión y recepción, los salones, donde se repetía el rito social de las visitas y las reuniones sociales y la señorita de la casa se lucía tocando el arpa para poner así de manifiesto ante posibles candidatos a su blanca mano su aptitud como futura esposa.

Y en esas casas, y en todas las casas mínimamente acomodadas, había criadas, con frecuencia numerosas porque eran baratas. Unas criadas entre cuyas sus funciones se encontraba limpiar el polvo, la mínima limpieza, como aparece en novelas del XIX, incluyendo los Episodios Nacionales y otras obras de Pérez Galdós. Busque en Google «Pérez Galdós» y «limpiar el polvo» y lo verá: en «Tormento«, en «Misericordia«, en varios «Episodios nacionales«.

¿Y nos dice Bécquer que en una casa burguesa o aristocrática, con criadas, una enorme, llamativa y cara arpa romántica iba a estar llena de polvo, y nada menos que en el salón,  justo en zona de recepción pública, a la vista de frecuentes visitas criticonas que cotorrearían la desidia de las mujeres de esa casa en la siguiente casa que visitaran, y simplemente porque «tal vez» ya se haya aburrido de tocar el arpa la joven casadera cuyas aptitudes como buena ama de casa precisamente habrían de ser valoradas por los posibles candidatos a su mano?

Venga ya. Que nos lo expliquen.

Si supiera escribir cuentos escribiría uno apasionante sobre cómo y por qué en una casa burguesa o aristocrática de la España romántica sus habitantes se hallaban en tal situación de degradación moral o de tristeza que les resultaba indiferente dejar un arpa polvorienta a la vista de cualquiera y sabiendo además que la hija de la casa estaba pendiente de encontrar marido. Pero como no sé escribir cuentos solo he sido capaz de escribir este aburrido y extraño post. Qué se le va a hacer.

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

Amargo es el pan ajeno y duro es bajar por la escalera de otro

La literatura británica del siglo XIX refleja una larga lista de ejemplos de un tristísimo personaje femenino: la desgraciada mujer pobre que vive «protegida» o «acogida» por ricos parientes o amigos ricos de su familia, mangoneada y ninguneada, despreciada y maltratada, sometida a los caprichos despóticos de la familia que la ha acogido, ni criada ni señora, viviendo en las habitaciones pobres de la casa, desclasada, invisible, sin formación ni perspectivas ni futuro y sin más posibilidad que intentar no incurrir en el desagrado de la familia rica y dependiendo de su arbitraria amabilidad; porque la alternativa, en una época en las que las mujeres no contaban ni se les ofrecían vías propias de supervivencia, era morirse de hambre, risible y ridícula, si es vieja, y, si es joven y guapa, encontrar a algún hombre que estuviera dispuesto a casarse con una mujer sin dote, dinero ni posición social, y corriendo el riesgo, claro, de que el objetivo del hombre pudiera no ser el de casarse, sino el de una mera diversión, y de quedar, por tanto, definitivamente fuera de la sociedad.

Por citar solo dos ejemplos muy distintos, encontramos a la pariente pobre en la absolutamente extraordinaria «Mansfield Park«, de la grandísima Jane Austen (1814), donde el tema es central en la extensa novela, o, en otro ámbito literario muy distinto, en la también maravillosa «La piedra lunar«, de Wilkie Collins (1868), obra poco menos que fundacional de la literatura policial como novela extensa más allá de los cuentos precedentes, y donde el personaje es secundario, y con otra perspectiva muy distinta del personaje, satírica y misógina -el autor, por cierto, es varón-. Mejor no voy a citar los casos en los que encima el escritor correspondiente la hace aparecer como una intrigante y manipuladora, porque, sinceramente, tiene tela que quien es víctima social se represente encima como verdugo.

La pariente pobre maltratada no solo aparece en la literatura británica, porque no debió de ser exclusiva esa realidad del ámbito territorial británico. Curiosamente, la mejor descripción breve y explícita de esa situación la he encontrado en un relato del escritor ruso  Alexander Pushkin (1799-1837), ambientado en Rusia; el texto que transcribo procede de la traducción de Julián Juderías.

«En aquel momento entró la Condesa ya vestida.

-Di que enganchen el coche, Lisa, y vamos de paseo.

Lisa se puso a recoger su labor.

-Pero, hija, ¿estás tonta? -exclamó la condesa-. Di que enganchen inmediatamente.

-En seguida -respondió en voz baja la joven.

Y echó a correr hacia la antesala.

Entró un criado y puso en manos de la condesa los libros que enviaba el príncipe Pablo Alejandrovich.

-Lisa, Lisa, ¿adónde vas tan deprisa?

-Voy a vestirme.

-Tienes tiempo, hija. Siéntate aquí. Abre uno de esos libros, léeme en voz alta.

La joven abrió el libro y leyó unas cuantas líneas.

-Más alto -dijo la condesa-. ¿Qué te pasa? ¿No tienes voz? Mira, antes dame el taburete… Así.

Lisa leyó un par de hojas. La Condesa bostezó.

-Tira ese libro -dijo-. ¡Qué simpleza! Devuélveselo  al príncipe Pablo y di que le den las gracias. Pero… ¿y ese coche?

-El coche está enganchado -dijo Isabel Ivanowna mirando por la ventana.

-¿Y por qué no estás vestida ya? -preguntó la Condesa-. Siempre te haces esperar, lo cual es insoportable.

Lisa voló a su cuarto. Apenas habían transcurrido dos minutos cuando la Condesa empezó a llamar con toda su fuerza. Tres criadas acudieron por una puerta y un lacayo por otra.

-¿Qué pasa que no venís cuando se os llama? -exclamó la Condesa-. Id a decirle a Isabel Ivanowna que la estoy esperando.

Isabel Ivanowna entró en aquel instante en traje de calle.

-¿Ya has venido, hija mía? ¡Gracias a Dios! Pero ¿qué te has puesto? ¿A qué viene todo eso? ¿Piensas enamorar a alguien? ¿Qué tal día hace? Parece que hace viento…

-No, señora, no hace viento ninguno -contestó el lacayo.

-Siempre hablas a tontas y a locas. Abre una ventana. ¿Lo ves? Hace viento y viento frío. Que desenganchen el coche. Lisa, no salimos ya; no tenías para qué componerte tanto…

-¡Y decir que mi vida se reduce a esto! -pensó Lisa.

En efecto, Isabel Ivanowna era una criatura desgraciada. Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro.

¿Qué amargura de las que proceden de la dependencia de otro, ignoraría una pobre joven protegida por una anciana rica e ilustre? La Condesa no era mala, pero sí caprichosa como mujer, amiga de la sociedad, avara y sumida en el mayor egoísmo, como suele ocurrir con los viejos enamorados de su tiempo y extraños al presente. […] Isabel Ivanowna era un mártir doméstico.

Ella servía el té y escuchaba reprimendas de consumo exagerado de azúcar; ella leía novelas en voz alta y tenía la culpa de cuantos errores había cometido el autor; ella acompañaba a la princesa cuando salía de paseo y era responsable del tiempo y del estado de las calles. Tenía señalada una retribución pecuniaria, pero nunca se la pagaban, sin embargo le exigían que se vistiera como todas, es decir, como pocas. En sociedad desempeñaba el mismo papel. Todos la conocían y ninguno le hacía caso; en los bailes no la sacaban a bailar sino cuando faltaba un vis a vis, y las señoras se cogían de su brazo cuantas veces necesitaban ir al tocador para arreglar algún detalle del vestido. Como tenía amor propio, sentía lo triste de su situación y miraba alrededor suyo esperando con impaciencia que se presentase un libertador; pero los jóvenes, calculadores a pesar de su vanidad juvenil, no le hacían ningún caso, por más que fuera Isabel Ivanowna cien veces más bonita y más agradable que las impertinentes  y desagradables jóvenes en torno de las cuales se movían. ¡Cuántas veces, abandonando la sala aburrida y pomposa, habíase retirado a su pobre alcoba, donde lloraba silenciosamente al lado de los viejos biombos y de antiguas tapicerías, mirando con tristeza la cómoda, el espejo y la cama que constituían su mobiliario a la luz escasa que proyectaba una vela de sebo puesta sobre un candelero de metal!».

«Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro».

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

 

Todas iban a ser reinas e iban a llegar al mar pero al final sus ojos quedaron negros de no haber visto nunca el mar

Todas íbamos a ser reinas

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el Valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,
árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán.

Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos no mecerá.

Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el Valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantaran:

—«En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar»

Poema «Todas íbamos a ser reinas«, de Gabriela Mistral.

Y por la selección del poema y en recuerdo de todas las mujeres a las que se les prometió y promete que serán reinas y princesas pero que nunca vieron ni ven el mar,

Verónica del Carpio Fiestas

anfisbena5 para firma

Violaciones en grupo como ritos de paso en la Europa Moderna

Lo que a continuación voy a transcribir literalmente, tan terrible, son unas páginas del libro del profesor de Historia Edward Muir que ha sido traducido en España como «Fiesta y rito en la Europa Moderna», editado en castellano en 2001 por la Universidad Complutense, edición original publicada en la Cambridge University Press en 1991, con el título «Ritual in Early Modern Europe». A efectos del libro, un libro en el que se explican cosas durísimas, se entiende por «Europa Moderna» el periodo entre los siglos XV y XVIII.

Los párrafos que transcribo figuran en la primera parte del extenso libro, «El momento ritual», apartado «Rituales de transición», «Cambios de rango social», páginas 23 y siguientes en la edición española. En inglés, «Rites of passage», «passages of status». Téngase en cuenta que en castellano a veces, en otros textos, se usa la expresión «ritos de paso».

«La mayoría de los ritos de transición de centran en cambios del estado biológico, pero otras transformaciones, sobre todo el ascenso en la escala social, requieren también una celebración ritual. En muchos incidentes la realización correcta y pública del ritual sanciona legalmente una nueva posición social.

En la Europa tradicional, la mayoría de las mujeres solo podían cambiar de rango social mediante la modificación de su situación sexual, generalmente a través de las transiciones representadas por el matrimonio, la maternidad y la viudez. Aunque, para las mujeres, el matrimonio representaba la madurez sexual, la mayoría de ellas no lograba con él una plena madurez social, puesto que pasaban de la dependencia de padres o tutores a la del marido. Si bien en muchas partes de Europa el matrimonio proporcionaba a la mujer una dote, la esposa no tenía derecho a disfrutar de ella hasta la muerte del marido y, en consecuencia, tan solo la viudez, final de una vida sexual normal, le permitía un cierto grado de independencia social. Junto a los habituales rituales de transición a la situación de esposa, había algunas mujeres que permanecían célibes y experimentaban el drama del matrimonio con Cristo, el ritual de transición previsto para las monjas, y muchas más mujeres que no se casaban y sufrían la indignidad de la prostitución, ambas con sus correspondientes rituales de vergüenza pública.

En el caso de los varones, el cambio de situación presentaba muchas más variedades, teniendo en cuenta la mayor amplitud de la gama de papeles públicos reservados a ellos. En las aldeas y, sobre todo, en las ciudades, era frecuente que varones adultos toleraran, o incluso alentaran a los muchachos adolescentes, pertenecientes a las clases artesanas, para que formaran grupos agresivos que recibían distintos nombres como «capillitas», «reinos juveniles» o brigadas [Nota al pie en la edición española: «En inglés, ‘youth abbey’o ‘abadías juveniles’, cuya traducción más aproximada parace ser ‘capillitas’ para mantener su alusión a la religión]. Destacaban especialmente en Francia, Italia, Suiza, Alemania, Hungría y en Rumanía. En Inglaterra, Escocia y España no hay evidencias de que existiera la costumbre de este tipo de agrupaciones. En los lugares en que sí, las brigadas se constituían en lo que pudiéramos considerar un periodo prolongado de liminaridad, época comprendida entre la pubertad y el matrimonio al que ahora llamamos adolescencia.

Las actividades de estas agrupaciones podían ser muy ambiguas. Además de ofrecer un rito de transición a través de los años ‘peligrosos’ en que se permitían las peleas e incluso se legitimaban ciertas formas de violencia, las capillitas imponían a los demás las pautas morales de la comunidad (en especial con referencia al comportamiento sexual). En Francia se encargaban de los charivaris rituales y en Italia de las mattinatte que humillaban a las parejas cuyos matrimonios, de alguna forma no se ajustaban a las normas de la comunidad (véase del capítulo referente al Carnaval y la mitad inferior del cuerpo) [nota de la autora de este post: recuérdese que en España existían las llamadas ‘cencerradas’, hasta muy recientemente, en relación con las parejas de personas de edad desigual o en las que uno de los cónyuges era viudo, y lo recoge la Literatura hasta el siglo XX, y por ejemplo las menciona Francisco García Pavón en las novelas de la serie de Plinio]. En las montañas de Liguria dirigían las luchas callejeras de vendetta, sirviendo por lo tanto como meritoriaje en los bandos que dominaban la política local.

Es indudable que la forma más extraordinaria que usaban las capillitas para ritualizar el cambio de situación de un joven era la participación en una violación en grupo. El fenómeno está mejor documentado en el sudeste francés. En ciudades como Dijon y Arlés, las pandillas de jóvenes, formadas en su mayoría por los oficiales y los hijos de los artesanos del mismo ramo o ramos similares, recorrían de noche las ciudades amuralladas, buscando riña, importunando a la guardia nocturna o planeando una violación. No dependían del azar ni la elección de la víctima ni la ocasión para llevar a cabo la violación, puesto que la reputación pública de la elegida, la cercanía de un varón que la protegiera o las presiones de venganza locales influían en la selección. El asalto constituía una especie de rito de transición, tanto para los violadores como para su víctima.

Los jóvenes adquirían su virilidad participando en cuadrillas de violación. La virilidad se tenía que demostrar públicamente, sobre todo en las sociedades mediterráneas, mediante actos de agresión a  otros varones y manteniendo una actitud de rudeza. Los hombres se sentían obligados además a demostrar su dominio sobre las mujeres; tal como escribió un comerciante de Lyon a su hijo, en 1460: ‘cuando la mujer está sobre el hombre, este no merece la pena; el buen gallo domina a la gallina’. Como este concepto de masculinidad requería una representación, la violación en grupo servía al joven para la virilidad y la camaradería dentro de la cuadrilla local. Jacques Rossiaud ha calculado que, en Dijon, aproximadamente la mitad de los jóvenes había participado en la violación de una joven al menos en una ocasión.

La joven víctima de tal crueldad sufría un rito de transición de un tipo bastante diferente. Era considerada la parte culpable tanto por los violadores como por el resto de la comunidad, a no ser que los primeros se hubieran equivocado al elegir a su víctima sin respetar el criterio de la opinión pública. Por lo general, la agredida había contravenido, o parecía haber contravenido, las pautas normales de comportamiento sexual: podía ser una sirvienta amencebada con su patrón, la amante de un sacerdote o una esposa ‘abandonada’. Los jóvenes actuaban, por lo tanto, como refuerzo de la misoginia habitual de la comunidad, marcando colectivamente a una mujer que, ante los ojos de la comunidad, ya había atraído sobre sí la vergüenza. Las consecuencias que esta marca tenía sobre la mujer eran, con frecuencia, trágicas. Para la mayor parte de las víctimas de las pandillas de violadores, la única alternativa para evitar convertirse en mendigas o en vagabundas consistía en ingresar en el burdel comunal. La violación era la iniciación característica a la prostitución.

Al gozar de los frutos de la solidaridad de género, negada a las mujeres, los miembros de la pandilla masculina o capillita ejercían una jurisdicción ritual sobre el comportamiento sexual, demostrándose a sí mismos su condición de ser ‘uno de los chicos’ mediante actos de violencia perfectamente meditados y reforzando los roles implícitos de comportamiento sexual contra las vulnerables mujeres. El líder respetado de una pandilla recibía el nombre de ‘abad’ y la encargada de una casa de lenocinio municipal era la ‘abadesa’, términos que revelaban la estrecha relación entre estas dos formas de asociación juvenil, voluntaria para los varones, involuntaria para las hembras. El mundo de las agrupaciones juveniles y de los burdeles públicos constituían una alternativa temporal al estado del matrimonio, una cultura de sexualidad ilícita que permitía a los  varones solteros el acceso sexual a las mujeres y establecía una doble moralidad cruel. Con el tiempo la mayoría de estos chicos acabarían por casarse, al igual que harían muchas de sus víctimas femeninas, prostitutas temporales. Cuando las rameras se retiraban del burdel, al final de la veintena o de la treintena, de hecho tras haber cumplido una especie de castigo por su propia mala suerte, se podían casar sin conservar ningún signo especial de infamia. La experiencia de estas jóvenes mujeres constituía un rito de transición prolongado: la cuadrilla violadora las separaba del grueso de la comunidad, su servidumbre como prostitutas las situaba en una posición liminar, donde no eran ni doncellas ni esposas, y, mediante su retiro y posterior matrimonio, se reincorporaban a la comunidad.»

Verónica del Carpio Festas