Freud, fundador de una religión en la cárcel del tiempo, según María Zambrano

«El freudismo, testimonio del hombre actual

Cada época tiene sus males y sus glorias. En algunas, especialmente complicadas, sucede que los males y las glorias, los esplendores y las miserias, vayan mezclados. Cada época es como un acto en el drama de la historia humana, que sólo alcanzará la plenitud de su sentido dentro del drama acabado. Sólo desde el final de los tiempos podríamos ver claramente el sentido de cada época y aun de cada vida individual. Pero como no hemos llegado a él, sucede que nos vemos forzados al ser al mismo tiempo juez y parte. Vivimos dentro de una época, prisioneros en ella.

Mas, todo lo que aprisiona, fuerza a la libertad. La vida humana está aprisionada en el tiempo. Y precisamente de este sentimiento del tiempo como cárcel, ha nacido en todas las épocas el afán de librarse de él. Lo más noble del hombre es, sin duda, la no resignación ante las cadenas de todas clases de que está rodeado.

En estas épocas de mezcla se hace más necesario y urgente el examinar sus tesoros llenos de confusión, sus abigarradas riquezas corroídas por la miseria.

Uno de estos bienes y males de nuestro momento es todavía la doctrina llamada «freudismo». La rapidez de su extensión, la profundidad de su alcance, la amplitud de sus consecuencias, la mezcla de sus caracteres positivos y negativos, hacen que tenga actualidad, que la siga teniendo después de la multitud de volúmenes que le han sido consagrado, en que se analiza la teoría, el cuerpo de doctrina de Freud, mas no la importancia del freudismo como signo de nuestros tiempos; no su carácter de se una de las religiones de nuestra época. [Nota al pie de la autora María Zambrano. «Este aspecto del freudismo como Religión está con insuperable claridad señalado pro mi compatriota José Ferrater Mora, en un excelente ensayo: Nota sobre Sigmund Freud, Habana, La Escuela Activa, Núm. 1, septiembre, 1939″].

Suele caracterizarse a nuestra época como irreligiosa. Más acertado sería descubrir las religiones qu ela pueblan clandestinamente. Clandestinamente, porque tiene por carácter estas solapadas religiones que sus fieles no las aceptan como tales; sus creyentes no quieren del todo creer en ellas y las sirven, a pesar suyo, sin voluntad, sin conciencia, sin responsabilidad. Pasamos por un momento de Dioses extraños, que en vez de mostrar su rostro como han hecho o permitido siempre los Dioses, lo ocultan y lo desfiguran. Obscuras religiones y dioses, que no osan mostrarse, que necesitan toda la debilidad de la conciencia actual para vivir. Dioses a los que el hombre despierdo se avergüenza de servir. De ahí que la mayor parte de las energías de los hombres se vayan en simular, en preparar los argumentos encubridores de la falsedad en que viven. Pues viven en mentira, no solamente por adorar falsos dioses, sino por no tener valor suficiente para confesarlo.

Uno de estos cultos o religiones es el freudismo, sin duda

Fragmento del ensayo «El freudismo, testimonio del hombre actual», incluido dentro del libro «»Hacia un saber sobre el alma», Alianza Tres, 1987; es reeedición de un recopilatorio de ensayos publicados entre 1933 y 1944, y no especifica la fecha de publicación de ese concreto ensayo. La filósofa española María Zambrano (1904-1991) escribió este, pues, en algún momento entre la Segunda República y la primera parte del largo y duro exilio que hubo de sufrir desde 1939, como tantos; en 1940, según un autor.

Por la selección y transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

El poder del grupo y el experimento de Asch

«El poder del grupo

Mucho mejor resultado que nuestro intento tuvieron los famosos experimentos del psicólogo Asch, en los que se mostraba a grupos de 7 a 9 estudiantes una serie de tablas, en juegos de dos en dos. En cada par, la tabla número 1 tenía siempre una sola línea vertical, mientras que en la tabla número 2 figuraban 3 líneas, también verticales, pero de distinta longitud (véase figura 5). Asch explicaba a los sujetos de la prueba que se trataba de un experimento de percepción visual y que su tarea consistía en identificar sobre la tabla número 2 la línea cuya longitud coincidía con la de la tabla número 1. He aquí el curso típico del experimento, según la descripción de Asch:

El experimento discurre en sus primeros pasos de una forma absolutamente normal. Los sujetos sometidos a la prueba van dando sus respuestas por orden, según el puesto que se les ha asignado. En la primera ronda todos señalan la misma línea. Se les presenta un segundo par de tablas y también esta vez las respuestas son unánimes. Los participantes parecen haberse hecho a la idea de enfrentarse con buen ánimo a una serie de aburridos experimentos. Pero en la tercera prueba surge un incidente molesto e inesperado. Uno de los estudiantes señala una línea que no coincide con la de sus compañeros. Parece sorprendido y casi no acierta a creer que se dé tal diferencia de opinión. En la siguiente ronda, vuelve a señalar una línea en desacuerdo con los restantes, que se mantienen unánimes en su elección. El disidente se muestra cada vez más preocupado e inseguro, porque la divergencia de opiniones prosigue también en las siguientes pruebas: vacila antes de dar su respuesta, habla en voz baja o esboza una forzada sonrisa.

Lo que no sabe es que, antes del experimento; Asch ha instruido cuidadosamente a los demás estudiantes para que, a partir de un momento determinado, todos ellos den una unánime y falsa respuesta. En realidad, la única persona sometida al experimento es el disidente, que se encuentra así inserto en una situación sumamente insólita y perturbadora. O bien debe contradecir la opinión despreocupada y unánime de los otros y aparecer, por consiguiente, ante ellos como defensor de una concepción de la realidad curiosamente distorsionada, o bien debe desconfiar del testimonio de sus propios sentido. Por increíble que parezca, un 36,8 % de los sujetos de la prueba eligieron esta segunda alternativa y se sometieron a la opinión del grupo, pese a que la consideraban patentemente falsa.

Asch introdujo después algunas modificaciones en el curso de la prueba y pudo comprobar que la magnitud de la oposición, es decir, el número de personas cuyas respuestas contradecían a las del sujeto del experimento, tiene una importancia determinante. Si sólo había un contradictor en el grupo, su efecto era casi nulo y los sujetos de la prueba apenas tenían dificultades en mantener su independencia de juicio. Cuando la oposición aumentaba a dos personas, la sumisión de los sujetos alcanzaba, bajo la presión de las respuestas falsas, al 13,6 %. Con tres oponentes, la curva de respuestas falsas aumentaba hasta el 31,8 %, luego se aplanaba y finalmente alcanzaba la antes citada cota máxima del 36,8 %.

A la inversa, la presencia de un compañero que defendía la mi ma (acertada) opinión, demostró ser una eficaz ayuda contra la presión de la opinión del grupo y a favor del mantenimiento de la propia capacidad de juicio. En estas condiciones, las respuestas erróneas de los sujetos del experimento descendieron a una cuarta parte de los valores antes mencionados.

[…] Acaso la conclusión más intranquilizadora que debe extraerse del citado experimento es la necesidad, a todas luces profundamete enraizada, de estar en armonía con el grupo, casi en el mismo sentido en que el inquisidor general describe este anhelo. La disposición a someterse, a renunciar a la libertad de opinión individual y la responsabilidad inherente a la misma, por el plato de lentejas de una colectividad que libera de conflictos, ésta es la debilidad humana que lleva al poder a los demagogos y dictadores».

Se trata de un fragmento del libro «¿Es real la realidad? Confusión, desinformación, comunicación«, publicado en 1976, el que es autor el psicólogo Paul Watzlawick (1921-2007); la edición manejada es de Editorial Herder, 1994. De este autor ya se ha comentado en este blog otro libro, este en tono aparentemente más ligero que no menos profundo, «El arte de amargarse la vida», en post «La historia del martillo». El prólogo de «¿Es real la realidad?» empieza con la siguiente lapidaria frase: «Este libro analiza el hecho de que lo que llamamos realidad es resultado de la comunicación«.

Una pinceladas respecto del fragmento sobre el poder del grupo que he transcrito:

  • Evidentemente, la lectura o relectura de «1984» de George Orwell. Es un libro indispensable siempre para entender los tiempos que vivimos, y que aquí viene especialmente a cuento por los mecanismos dictatoriales de manipulación de la realidad.
  • Una reflexión que yo no voy a hacer, y que dejo a quienes saben más que yo, sobre las redes sociales, y en concreto las que, como Twitter, permiten comportamientos de gran presión colectiva sobre los integrantes de la propia red y/o de agresividad verbal masiva contra el disidente que tiene razón, y cuál es el comportamiento del disidente después de eso.
  • Me parece importante esta esperanzadora idea y la solución que plantea: «la presencia de un compañero que defendía la misma (acertada) opinión, demostró ser una eficaz ayuda contra la presión de la opinión del grupo y a favor del mantenimiento de la propia capacidad de juicio. En estas condiciones, las respuestas erróneas de los sujetos del experimento descendieron a una cuarta parte de los valores antes mencionados.» La soledad no es buena para transmitir y defender, no ya una opinión, sino la realidad en sí misma, ni siquiera desde el punto de vista de la previa capacidad de mantener las propias convicciones.

Verónica del Carpio Fiestas

 

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La historia del martillo

Si usted no conoce el divertidísimo y maravilloso libro clásico «El arte de amargarse la vida», publicado en 1983 por Paul Watzlawick, figura eminente de la Psicología, solo puedo decirle que se lo recomiendo muchísimo y que lo lea cuando antes; se sigue reeditando y hasta se puede encontrar en pdf en la web. Olvídese de los libros de autoayuda y rechace imitaciones: esto es de lo mejor que haya usted leído en su vida, y si lo lee me agradecerá las carcajadas mientras lo lee y el poso que le quedará después. El libro escoge temas cotidianos de comunicación y de cómo conseguimos los humanos convertir problemas insignificantes en fuente de infelicidad, y los estudia por capítulos de forma amena, alegre, inteligente, ingeniosa y perfectamente comprensible, partiendo de una historieta o un chiste. El libro lo tiene todo bueno: no solo está extraordinariamente bien escrito y por alguien que sabe de lo que habla, sino que además es breve, algo más de 100 páginas, y cada capítulo es una joya en sí misma y permite lectura separada; con apenas cuatro frases impresionantes explica todo lo que quiere explicar, y lo explica perfectamente. «Llevar una vida amargada lo puede hacer cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende». Eso dice, y ese es el tono.

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Y puede animarle a que compruebe lo importante y serio (y fácil de leer, de verdad) que es este libro, y lo útil que puede ser para enfrentarse a la vida y reírse de uno mismo leer este conocido y desternillante fragmento, el de «La historia del martillo».

«Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: ¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir: «buenos días», nuestro hombre le grita furioso: «¡Quédese usted con su martillo, so penco!».»

Y para que se constate el absurdo de este comportamiento analizado por tan ilustre psicólogo, esa tendencia a amargarnos que tenemos los humanos, qué mejor que cotejar ese fragmento con otro, casi desconocido, de otros clásicos: los Hermanos Marx. Cincuenta años antes del libro de Paul Watzlawick.

Los Hermanos Marx participaron en 1932-33 en un programa de radio, una temporada, nada menos que Groucho y Chico Marx como un abogado y su ayudante. Las grabaciones se han perdido; por suerte alguien se molestó en guardar las transcripciones y están publicadas.

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Y veamos esta, correspondiente al día 23 de enero de 1933, cincuenta años antes de que Paul Watzlawick publicara su libro. Habla Groucho, abogado sin un dólar, sobre una carta que quería que su secretaria echara al correo sin sello:

«-Pensándolo mejor, olvídese de la carta. Es solo una notita a mi amigo Sam Jones, pidiéndole un préstamo de dos dólares. Pero el pobre Sam seguramente tiene sus propios problemas. No creo que pueda prestármelos. E incluso si los tuviera, creo que que sería reacio a dejarme la pasta. Es un poco agarrado en estos asuntos. Además, no creo que me los prestara aunque me viera con hambre. La verdad es que ese muchacho no me daría un centavo aunque estuviera muriéndome de hambre. Y se llama amigo mío… ese cerdo fanfarrón de pacotilla. Ya le enseñaré yo cómo escurrir el bulto. Escriba una carta a ese gusano y dígale que no tocaría sus dos dólares por nada del mundo. Y si vuelve a acercarse por la oficina, le romperé los huesos.»

Paul Watzlawick, los Hermanos Marx: regalos que nos da la vida.

Verónica del Carpio Fiestas

Huckelberry Finn como literatura juvenil, o algo

Con Huckleberry Finn sería posible un análisis de diversas instituciones jurídicas. Sería interesante proponer un trabajo de esos de subir nota, o de mero goce jurídico, sobre los puntos jurídicos de Derecho Civil que contiene la novela, y que son muchos, incluyendo por ejemplo, la venta de bienes de menores o la tutela. Aunque, claro, el verdadero punto jurídico que plantea el libro es nada menos que uno referente a venta de esclavos; pero no porque el autor, Mark Twain, ponga en duda la legitimidad de la propiedad sobre seres humanos y su posibilidad de enajenación, sino porque el objeto de controversia es quién sería exactamente el propietario en tales y cuales circunstancias de una venta de esclavos por quien no es propietario, una venta cuya licitud se discute. Pff.

Partiendo de que da exactamente igual que haya o no literatura juvenil, y que literatura juvenil es el Quijote o la Eneida o Chesterton, ¿cómo ha podido crearse el malentendido de que «Las aventuras de Huckleberry Finn», de Mark Twain, es literatura juvenil en el sentido que a esta expresión suele darse, algo digerible, aventuras? Sería interesante saberlo y seguramente ya hay quien lo sepa. No hace falta haber leído el  «Psicoanálisis de los cuentos de hadas » de Bruno Bettelheim (¿o quizá sí?) para detectar la violencia implícita en los cuentos de hadas, en los cuentos infantiles clásicos. Pero la violencia de «Las aventuras de Huckleberry Finn» es de otro estilo.

Es, para empezar, una violencia que se podría llamar estructural, social. La novela del río, se dice; la novela de la amistad entre un adolescente desvalido y maltratado y un esclavo, entre la infancia sin infancia y el adulto a quien se quiere privar de su condición humana, entre dos personas de la humanidad doliente que se apoyan recíprocamente, en un mundo hostil. Sí, claro, hay «aventuras», y hay río y hay amistad. Pero es precisamente el mundo hostil y espantosamente violento el que difícilmente puede considerarse lo más idóneo para lo que de forma convencional se considera literatura infantil o juvenil. Vemos el catálogo no exhaustivo de barbaridades:

  • Un chaval analfabeto, Huck, de ¿once, doce, trece años de edad?, sin madre, con un padre que es un repugnante borracho, desecho humano, que lo maltrata, huye de la familia de acogida. Hasta aquí, podría ser hasta un cuento de hadas clásico, o tipo dickensiano, en plan políticamente incorrecto.
  • La huida sin destino claro en compañía de otro paria, Jim, esclavo fugitivo, y encontrándose con diversos monstruos. También hasta aquí otro cuento de hadas clásico.
  • Pero los monstruos con los que se encuentran son la sociedad de la época y las personas normales. Las personas NORMALES.
  • Sí, se unen a unos  delincuentes (inevitable mencionar aquí la novela picaresca,  incluso el Lazarillo), que lo mismo venden crecepelo que quieren robar a unas huérfanas y que traicionan a sus propios compañeros desvalidos. Pero esos delincuentes son los MENOS violentos de los numerosos personajes que salen en la novela. Los más violentos, los más monstruosos, son las personas normales y respetables. Veamos unos ejemplos, en enumeración no exhaustiva:
    • Una respetable y religiosa señora de mediana edad no solo tiene esclavos como lo más normal del mundo sino que se propone vender a uno en zona alejada, y así separarlo para siempre de su familia.
    • Dos grupos familiares -con sus esclavos, claro- están enfrentados en una guerra a muerte, literalmente a muerte, por motivos ya olvidados y que dan igual, y en esa guerra estúpida en la que ni se plantea que intervenga una autoridad, porque si hay no aparece, hasta niños matan y mueren.
    • La pobreza es terrible. Hambre, literalmente. Y da igual.
    • A los esclavos, porque los hay, como lo más normal del mundo, se les tortura y se les carga de cadenas.
    • A los delincuentes no se les juzga; o se le lincha o se le empluma, o sea, se les tortura, porque emplumar, eso que suena tan divertido, es torturar, y por la web se encuentran análisis de cuántos podían morir o sufrir lesiones permanentes por ello.
    • Cuando se menciona un accidente en un barco  como consecuencia del cual fallece, se dice, un hombre, comenta una respetable señora -hay muuuuchas señoras respetables  en el libro- que menos mal, que solo es un negro, que a ver si tienen más cuidado porque si hay más accidentes cualquier día puede morir una persona -naturalmente los negros no son personas-.

Pero todo eso podría ser simplemente dickensiano, forzando mucho el término, muchísimo, si no fuera que hay más. Dos ejemplos:

  • Un niño -el famoso Tom Sawyer, amigo de Huck- organiza la aparatosa fuga de un negro esclavo, y lo hace por una única razón: porque sabe que ya está liberado, que no es ya esclavo, y por tanto él, el chaval, se puede permitir jugar a la liberación de esclavos, porque sería impensable que ayudara DE VERDAD a robar la propiedad de nadie, porque eso y no otra cosa es liberar un esclavo: robar. Y no solo juega a liberarlo, cuando puede ponerlo en libertad solo con contar la verdad que solo él conoce de que ya está liberado, y mientras sigue prisionero el pobre señor, sino que además lía una estrategia para COMPLICAR la fuga, para que no sea fácil. Es decir, que hace sufrir doblemente al cautivo, primero porque pudiendo conseguir la libertad inmediata prefiere jugar a liberarlo, y segundo porque además deliberadamente complica una fuga innecesaria no solo posponiéndola sino haciéndola arriesgada y física y psicológicamente dolorosa. Y en esas circunstancias, cuando el que ya no era esclavo se entera de que todo ha sido un juego, no solo no le reprocha que deliberadamente le haya ocultado que ya era libre y lo haya mantenido en esclavitud, una esclavitud con cadenas y separado de su familia, cuando sabía que ya no era esclavo, y que le haya obligado a sufrir una dura fuga innecesaria y que la haya prolongado como un juego y con riesgo de muerte, no solo no se enfada con el chaval, sino que LE AGRADECE la propineja que le da por haber participado en el juego.

Y Tom Sawyer, ese niño malvado o estúpido, o monstruoso, o todo ello a la vez, que hace sufrir por diversión a una persona desvalida, es presentado como un héroe, como un travieso, como un divertido, ingenioso y valiente preadolescente, y así parece haber quedado en la memoria colectiva. Hay que fastidiarse.

  • Y quizá se lleva la palma, en dura pugna con el ejemplo anterior, este impresionante discurso, todo dignidad, de alguien contra el cual va la turba, alguien a quien una turba malvada, estúpida y manipulable quiere linchar:

«–¡Mira que venir vosotros a linchar a nadie! Me da risa. ¡Mira que pensar vosotros que teníais el coraje de linchar a un hombre! Como sois tan valientes que os atrevéis a ponerles alquitrán y plumas a las pobres mujeres abandonadas y sin amigos que llegan aquí, os habéis creído que teníais redaños para poner las manos encima a un hombre. ¡Pero si un hombre está perfectamente a salvo en manos de diez mil de vuestra clase…! Siempre que sea de día y que no estéis detrás de él. ¿Que si os conozco? Os conozco perfectamente. He nacido y me he criado en el Sur, y he vivido en el Norte; así que sé perfectamente cómo sois todos. Por término medio, unos cobardes. En el Norte dejáis que os pisotee el que quiera, pero luego volvéis a casa, a buscar un espíritu humilde que lo aguante. En el Sur un hombre, él solito, ha parado a una diligencia llena de hombres a la luz del día y les ha robado a todos.

Vuestros periódicos os dicen que sois muy valientes, y de tanto oírlo creéis que sois más valientes que todos los demás… cuando sois igual de valientes y nada más. ¿Por qué vuestros jurados no mandan ahorcar a los asesinos? Porque tienen miedo de que los amigos del acusado les peguen un tiro por la espalda en la oscuridad… que es exactamente lo que harían. Así que siempre absuelven, y después un hombre va de noche con cien cobardes enmascarados a sus espaldas y lincha al sinvergüenza. Os equivocáis en no haber traído con vosotros a un hombre; ése es vuestro error, y el otro es que no habéis venido de noche y con caretas puestas. Os habéis traído a parte de un hombre: ese Buck Harkness, y si no hubierais contado con él para empezar, se os habría ido la fuerza por la boca. No queríais venir. A los tipejos como vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. A vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. Pero basta con que medio hombre, como ahí, Buck Harkness, grite ¡A lincharlo, a lincharlo! y os da miedo echaros hacia atrás, os da miedo que se vea lo que sois: unos cobardes, y por eso os ponéis a gritar y os colgáis de los faldones de ese medio hombre y venís aquí gritando, jurando las enormidades que vais a hacer. Lo más lamentable que hay en el mundo es una turba de gente; eso es lo que es un ejército: una turba de gente; no combate con valor propio, sino con el valor que les da el pertenecer a una turba y que le dan sus oficiales. Pero una turba sin un hombre a la cabeza da menos que lástima. Ahora lo que tenéis que hacer es meter el rabo entre las piernas e iros a casa a meteros en un agujero. Si de verdad vais a linchar a alguien lo haréis de noche, al estilo del Sur, y cuando vengáis, lo haréis con las caretas y os traeréis a un hombre. Ahora, largo y llevaos a vuestro medio hombre.

Al decir esto último se echó la escopeta al brazo izquierdo y la amartilló.

El grupo retrocedió de golpe y después se separó, y cada uno se fue a toda prisa por su cuenta«.

Gran discurso, gran dignidad, de quien hace frente, solo, a la turba, ¿no? Un verdadero valiente, una gran persona, la personificación de la dignidad, ¿no?

Pues no. Quien suelta ese dignísimo discurso es un respetable coronel -qué de gente respetable, ¿verdad?- que acaba de asesinar en público, a sangre fría, de un disparo, a un pobre viejo borracho indefenso que le molestaba ligeramente, como molestaba a tantos, y lo ha hecho además delante de la propia hija del asesinado.

El paradigma de la dignidad, el precedente literario del abogado de «Matar a un ruiseñor», que se defiende de la turba  y se enfrenta a ella, y que reprocha a la turba su cobardía y a la Justicia su inaplicación, resulta que aparte de, por supuesto, estar a favor de la pena de muerte, es un repugnante asesino a sangre fría.

Vaya. Y el humor lo reserva Twain para otros casos «divertidos», como las complicaciones del juego del «valiente y divertido» Tom Sawyer para «liberar» al esclavo. Qué divertido cuando no consiguen hacer un túnel para la fuga usando instrumentos tipo cucharillas.

Un clásico de la literatura infantil. Mirada dickensiana. Ajá. Ya. Ni con Bettlelheim en la mano.

Verónica del Carpio Fiestas