Amargo es el pan ajeno y duro es bajar por la escalera de otro

La literatura británica del siglo XIX refleja una larga lista de ejemplos de un tristísimo personaje femenino: la desgraciada mujer pobre que vive «protegida» o «acogida» por ricos parientes o amigos ricos de su familia, mangoneada y ninguneada, despreciada y maltratada, sometida a los caprichos despóticos de la familia que la ha acogido, ni criada ni señora, viviendo en las habitaciones pobres de la casa, desclasada, invisible, sin formación ni perspectivas ni futuro y sin más posibilidad que intentar no incurrir en el desagrado de la familia rica y dependiendo de su arbitraria amabilidad; porque la alternativa, en una época en las que las mujeres no contaban ni se les ofrecían vías propias de supervivencia, era morirse de hambre, risible y ridícula, si es vieja, y, si es joven y guapa, encontrar a algún hombre que estuviera dispuesto a casarse con una mujer sin dote, dinero ni posición social, y corriendo el riesgo, claro, de que el objetivo del hombre pudiera no ser el de casarse, sino el de una mera diversión, y de quedar, por tanto, definitivamente fuera de la sociedad.

Por citar solo dos ejemplos muy distintos, encontramos a la pariente pobre en la absolutamente extraordinaria «Mansfield Park«, de la grandísima Jane Austen (1814), donde el tema es central en la extensa novela, o, en otro ámbito literario muy distinto, en la también maravillosa «La piedra lunar«, de Wilkie Collins (1868), obra poco menos que fundacional de la literatura policial como novela extensa más allá de los cuentos precedentes, y donde el personaje es secundario, y con otra perspectiva muy distinta del personaje, satírica y misógina -el autor, por cierto, es varón-. Mejor no voy a citar los casos en los que encima el escritor correspondiente la hace aparecer como una intrigante y manipuladora, porque, sinceramente, tiene tela que quien es víctima social se represente encima como verdugo.

La pariente pobre maltratada no solo aparece en la literatura británica, porque no debió de ser exclusiva esa realidad del ámbito territorial británico. Curiosamente, la mejor descripción breve y explícita de esa situación la he encontrado en un relato del escritor ruso  Alexander Pushkin (1799-1837), ambientado en Rusia; el texto que transcribo procede de la traducción de Julián Juderías.

«En aquel momento entró la Condesa ya vestida.

-Di que enganchen el coche, Lisa, y vamos de paseo.

Lisa se puso a recoger su labor.

-Pero, hija, ¿estás tonta? -exclamó la condesa-. Di que enganchen inmediatamente.

-En seguida -respondió en voz baja la joven.

Y echó a correr hacia la antesala.

Entró un criado y puso en manos de la condesa los libros que enviaba el príncipe Pablo Alejandrovich.

-Lisa, Lisa, ¿adónde vas tan deprisa?

-Voy a vestirme.

-Tienes tiempo, hija. Siéntate aquí. Abre uno de esos libros, léeme en voz alta.

La joven abrió el libro y leyó unas cuantas líneas.

-Más alto -dijo la condesa-. ¿Qué te pasa? ¿No tienes voz? Mira, antes dame el taburete… Así.

Lisa leyó un par de hojas. La Condesa bostezó.

-Tira ese libro -dijo-. ¡Qué simpleza! Devuélveselo  al príncipe Pablo y di que le den las gracias. Pero… ¿y ese coche?

-El coche está enganchado -dijo Isabel Ivanowna mirando por la ventana.

-¿Y por qué no estás vestida ya? -preguntó la Condesa-. Siempre te haces esperar, lo cual es insoportable.

Lisa voló a su cuarto. Apenas habían transcurrido dos minutos cuando la Condesa empezó a llamar con toda su fuerza. Tres criadas acudieron por una puerta y un lacayo por otra.

-¿Qué pasa que no venís cuando se os llama? -exclamó la Condesa-. Id a decirle a Isabel Ivanowna que la estoy esperando.

Isabel Ivanowna entró en aquel instante en traje de calle.

-¿Ya has venido, hija mía? ¡Gracias a Dios! Pero ¿qué te has puesto? ¿A qué viene todo eso? ¿Piensas enamorar a alguien? ¿Qué tal día hace? Parece que hace viento…

-No, señora, no hace viento ninguno -contestó el lacayo.

-Siempre hablas a tontas y a locas. Abre una ventana. ¿Lo ves? Hace viento y viento frío. Que desenganchen el coche. Lisa, no salimos ya; no tenías para qué componerte tanto…

-¡Y decir que mi vida se reduce a esto! -pensó Lisa.

En efecto, Isabel Ivanowna era una criatura desgraciada. Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro.

¿Qué amargura de las que proceden de la dependencia de otro, ignoraría una pobre joven protegida por una anciana rica e ilustre? La Condesa no era mala, pero sí caprichosa como mujer, amiga de la sociedad, avara y sumida en el mayor egoísmo, como suele ocurrir con los viejos enamorados de su tiempo y extraños al presente. […] Isabel Ivanowna era un mártir doméstico.

Ella servía el té y escuchaba reprimendas de consumo exagerado de azúcar; ella leía novelas en voz alta y tenía la culpa de cuantos errores había cometido el autor; ella acompañaba a la princesa cuando salía de paseo y era responsable del tiempo y del estado de las calles. Tenía señalada una retribución pecuniaria, pero nunca se la pagaban, sin embargo le exigían que se vistiera como todas, es decir, como pocas. En sociedad desempeñaba el mismo papel. Todos la conocían y ninguno le hacía caso; en los bailes no la sacaban a bailar sino cuando faltaba un vis a vis, y las señoras se cogían de su brazo cuantas veces necesitaban ir al tocador para arreglar algún detalle del vestido. Como tenía amor propio, sentía lo triste de su situación y miraba alrededor suyo esperando con impaciencia que se presentase un libertador; pero los jóvenes, calculadores a pesar de su vanidad juvenil, no le hacían ningún caso, por más que fuera Isabel Ivanowna cien veces más bonita y más agradable que las impertinentes  y desagradables jóvenes en torno de las cuales se movían. ¡Cuántas veces, abandonando la sala aburrida y pomposa, habíase retirado a su pobre alcoba, donde lloraba silenciosamente al lado de los viejos biombos y de antiguas tapicerías, mirando con tristeza la cómoda, el espejo y la cama que constituían su mobiliario a la luz escasa que proyectaba una vela de sebo puesta sobre un candelero de metal!».

«Amargo es el pan ajeno -dijo Dante- y duro es bajar por la escalera de otro».

Verónica del Carpio Fiestas

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