Hay una extraña técnica de asesinato literario que he detectado en tres escritores clásicos: Conan Doyle, Simenon y Vázquez Montalbán: matar de un susto. Y con la cuestión conexa:¿es punible matar de un susto? Porque, en los casos de Simenon y Vázquez Montalbán, parece que no, y no hay responsabilidades; en cuanto al caso de Conan Doyle, el asesino muere, muy oportunamente, a manos del propio instrumento del crimen y cuando intentaba cometer otro. Con el mismo móvil, el dinero, tenemos la misma técnica en la Inglaterra de finales del siglo XIX, en un pueblecito francés en los año 30 del siglo XX donde no hay luz eléctrica ni agua corriente y en la Barcelona de 1981, del mismo año 1981 en cuyo día 23 de febrero fracasó un golpe de estado el llamado 23-F.
En el cuento «La banda de lunares» («The Adventure of the Speckled Band») el asesino introduce una serpiente en una habitación, y la joven ocupante muere de terror; la obra, de la serie de Sherlock Holmes, publicada en 1892, y ambientada en la época, no puede dejar de mencionarse, que es de las clásicas de enigma de cuarto cerrado, que se soluciona con truquillo de una pequeña abertura para la serpiente. En la novela «El caso Saint-Fiacre» («L’affaire Saint-Fiacre«) de la serie del comisario Maigret, año 1932, una condesa, viuda y enferma del corazón, muere de ataque cardíaco, en plena misa, al abrir su misal y encontrarse un recorte de prensa con la noticia, falsa, de que su único hijo se había suicidado avergonzado por la inadmisible conducta licenciosa de su madre; y es que la madre, repetidamente calificada de «vieja», con sesenta años y considerada como tal desde mucho antes, tenía un amante de la misma edad del hijo, algo social y moralmente intolerable. En el cuento «Aquel 23 de febrero«, de la serie del detective Calvalho,en el libro «Historias de política ficción«, año 1987, se investiga el asesinato, o lo que sea, de un anciano -y que también tiene una amante, pero eso da casi igual- que, habiendo pertenecido al bando republicano en la guerra civil, había sufrido grave persecución durante el franquismo, y a quien, con grabaciones falsas que no puede dejar de escuchar desde la pequeña habitación donde se le ha ocultado para «protegerlo», se le hace creer que ha triunfado el golpe de estado y que los militares lo vienen a detener.
La técnica es la misma: matar de un susto, de una impresión, provocar un ataque cardíaco. El arma del crimen, distinta: una serpiente de verdad, un recorte de periódico falso y unas grabaciones falsas con voces militares. Y en los tres casos, el asesino es del entorno personal de la víctima: el padrastro, el hijo del administrador de la condesa asesinada y los propios hijos de la víctima, respectivamente. Y por mucho que lo intente, que a lo mejor no lo intenta, porque aunque el ambiente se describe como desordenado y de decadencia moral, en realidad el fondo de la novela es nostálgico y descriptivo -el protagonista Maigret, vuelve al pueblo donde nació y ello nos permite conocer cómo eran él, su familia, su casa y su pueblo, y eso es lo que cuenta-, Simenon no llega ni de lejos a describir una atmósfera moral tan asfixiante como la que consigue Vázquez Montalbán en muchas menos páginas y con evidente trasfondo político. Ni una muerte tan dolorosa; la condesa muere en el acto, pero el republicano sufre horas de terrible tortura moral, encerrado esperando que ya lo vayan a detener, hasta que muere de ataque cardíaco. Conan Doyle, claro, describe poco; ciertamente no resulta agradable ni correcto que a una la intente asesinar su padrastro, cuando antes ha conseguido ya asesinar a la hermana, pero, vaya, siendo púdicos victorianos tampoco hay que insistir mucho en ello.
No lo dude: la más grata de leer es, como casi siempre, la obra de Conan Doyle.
Pero eso es lo de menos. Lo que sigo sin entender es si de verdad no es punible matar de un susto.
Verónica del Carpio Fiestas