Este libro, publicado en 1937 por el egipcio Tawfiq Al-Haqkim, al parecer destacado escritor, y que se puede comprar traducido al castellano, refleja de forma cómica y en primera persona sus propias experiencias como fiscal de pueblo en el Egipto de la época, y ejerciendo, además de las funciones de acusación, las equivalentes a las que en España serían las de un juez de instrucción. Entre maizales y miseria, se desarrolla la burocracia del castigo de los delitos y de las infracciones administrativas -el deslinde es difícil-, en una extraña realidad oficial paralela que los pobres campesinos egipcios no pueden comprender pero que se les impone como algo imprevisible e inevitable, y todo con un tono costumbrista y con el, digamos, macguffin de la investigación de un concreto crimen.
Matar y robar y pegar a la mujer, eso está mal. Pero, estando desnudo, coger unas ropas caídas en un río tras una accidente de un furgoneta que llevaba un cargamento de ropa, ¿por qué está mal, si es un regalo del río? Y tras haber sido sancionado con la confiscación de la cosecha por incumplir algo, ¿por qué va estar mal y ser un delito, comerse el trigo confiscado que uno mismo ha sembrado y cultivado y que es suyo, y teniendo hambre? ¿Y cómo puede un campesino ignorante que ha sido condenado en rebeldía, o sea, sin ser oído, saber que solo puede apelar en tres dias contra la sentencia que lo condenó, y que la sentencia sea inapelable y quede firme por no saberlo?
«-¡Cállate! Tu apelación, buen hombre, está fuera de plazo.
-¿Y qué?
-El Código, buen hombre, fija tres días.
-Yo, señor mío el cadí [juez], soy un pobre hombre que no sabe ni leer ni escribir. ¿Quién ha de explicarme el Código y aclararme los plazos?
-Me parece que ya te he dedicado más tiempo que el necesario. Tú, bestia, estás obligado a conocer el Código. ¡Soldado, detenlo!
Y lo pusieron entre los detenidos, mientras él miraba a derecha a izquierda, a cuantos tenía alrededor, por ver si era el único que no entendía. Y yo me puse a contemplar con compasivos ojos a esta criatura a la que imponían el conocimiento del Código de Napoleón».
Los comentarios que se ven por ahí de este libro, al menos en castellano, parecen ser de tipo estilístico, referentes a la traducción o incluso sociológicos. Se echa quizá en falta un análisis jurídico. Porque no es solo que podría merecer una reflexión desde el punto de vista del artículo 6.1 del Código Civil español o equivalente en otros ordenamientos jurídicos:
Artículo 6
1. La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento.
También desde el punto de vista de los juicios de faltas, cuyo desarrollo es, o de partirse de risa, o de echarse a llorar, según se mire. O del concepto jurídico de arbitrariedad:
«Formular contra el sayi ‘Usfur una acusación por vagabundeo era un pensamiento luminoso que solo podía haber pasado por la mente acalorada del delegado gubernativo. Efectivamente el tal sayi era ni más ni menos que un vagabundo, y desde este punto de vista caía de lleno como presa en los textos del Código que tenía delante. Pero resultaba peregrino que durante todos los pasados años la delegación hubiese estado callada y solo en este momento se hubiese dado cuenta de que carecía de oficio. Tal expediente no me asombraba sobremanera; pero no satisfacía mi conciencia judicial, porque los textos del Código no han de ser en nuestras manos armas con que golpear a quienes queramos y en el momento que elijamos nosotros. Detener hoy al sayi ‘Usfur era, sin ningún género de duda, una simple venganza.«
Vaya mina. A ver si alguien se anima a escribir un sesudo estudio de Derecho Comparado o de Teoría del Derecho.
La otra posibilidad es coger el libro, leer sus 150 páginas de lectura fácil y disfrutar tal cual, aunque cruzando los dedos, siendo jurista, para que el sistema judicial donde nos toque trabajar tenga un parecido lo más remoto posible a uno en el que los atestados se valoran al peso, los jueces celebran 50 juicios de faltas en tres horas para poder coger el tren de vuelta, los acusados se las arreglan para saltarse el principio del juez predeterminado por la ley sabiendo que hay jueces más duros que otros, se sanciona el hurto famélico y los abogados hacen el más espantoso ridículo.
Ah, y donde, aparte de no existir ni una mujer entre quienes mandan, juzgan o ejercen la acusación, los sumarios, como la novela, acaban así, con paripés jurídicos:
««Archívese el sumario por desconocimiento del criminal y comuníquese a la delegación que prosiga la búsqueda y las averiguaciones»; fórmula a la que contesta la delegación con esa otra expresión consabida y estereotipada, que con un movimiento mecánico escribe el secretario de la oficina mientras mosdisquea un manojo de zanahorias: «Prosiguen la búsqueda y las averiguaciones», que, esas sí, son las palabras de despedida con que sumario queda definitivamente enterrado».
Verónica del Carpio Fiestas