¿Son arte las figuras de cera? El límite del Arte según Baroja et altri.

Marcel Duchamp, artista frances (1867-1968) cambió para siempre el concepto de Arte y fundó el Arte Moderno con su famoso readymade, un urinario expuesto en un exposición como objeto artístico con el título de «Fuente» . Fue en año 1917. Hace ya más de 100 años.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Duchamp_Fountaine.jpg

Más o menos en esa misma época, el escritor español Pío Baroja (1872-1956) planteó, en una de sus novelas históricas de la serie «Memorias de un hombre de acción», un curioso análisis sobre los límites del Arte con ocasión de unas figuras de cera vestidas con ropajes pseudohistóricos que se exhibían en una barraca de feria, en la época y lugar en que está ambientada la novela (Pamplona, 1838, guerra carlista). ¿Son arte las figuras de cera? ¿Influye el tamaño de la estatua de cera para que sea o no Arte? ¿Por qué es Arte una pintura que refleja una escena histórica o un retrato al óleo muy realista pero no lo son ni un grupo de estatuas de cera de figura humana con ropas de época ni un tampoco lo es una imagen en cera de tamaño natural de un rey muerto, pese al rostro perfectamente imitado porque es una máscara mortuoria y con la misma ropa que usaba el rey muerto?

«Una tarde, poco después de la inauguración de la barraca de Chipiteguy, instalada cerca de la puerta de España, charlaban dos jóvenes elegantes con don Eugenio de Aviraneta, mientras contemplaban las figuras de cera.

Uno de los jóvenes era un pintor, que vestía como un dandy, frac azul, pantalón con trabillas y grandes melenas; el otro era Ochoa, el escritor.

—Oiga usted, don Eugenio —le dijo Ochoa a Aviraneta—, ¿qué cantidad de verdad hay en estos retratos?

Aviraneta se sonrió; era amigo de Chipiteguy.

—No están mal—dijo.

—Es curioso —exclamó el pintor—; las figuras de cera son más pintorescas y más típicas cuanto más estropeadas y viejas están.

—¡Ah, claro! No es obra artística —indicó Aviraneta.

—Indudablemente —dijo el pintor con petulancia—, las figuras de cera son algo atrayente, sobre todo para los chicos y la gente del pueblo. Es un espectáculo de gran curiosidad, emocionante…

—Pero al mismo tiempo de extraña repulsión —indicó Aviraneta.

—Es cierto —añadió Ochoa—. Esta curiosidad y este atractivo son malsanos. Tiene todo esto la sugestión de la cosa prohibida y pornográfica; algo de la inquietud que produce la máscara, y al mismo tiempo, ese fondo malo, encanallado, histérico, que se revela en la curiosidad por los muertos, por las salas de disección, los gabinetes anatómicos y las operaciones.

Alvarito se puso a escuchar la conversación de los tres señores, porque le interesaba.

—¿A ustedes les produce repugnancia? —preguntó el pintor—. A mí me inspira más bien risa.

—A mí, una barraca de figuras de cera, me parece un depósito de cadáveres de broma —murmuró Aviraneta.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo Ochoa—; a mí me parece lo mismo, y creo que la causa principal de esto es que todo en esas figuras sabe a muerto.

—Pues a mí, principalmente, todo ello me produce risa —insistió el pintor—; aquel general con su tricornio y su sable es de lo más grotesco que se puede imaginar.

—Los generales de verdad son más grotescos —afirmó Aviraneta.

—Yo creo que en una exhibición así el recuerdo de la muerte es lo que se impone —siguió diciendo Ochoa—. El color de la cera es color de muerto, y, unido a la repugnancia que producen los ojos de cristal, los pelos postizos y los trajes acusan más esta impresión.

—Mire usted qué monja —señaló el artista—. Es siniestra. ¿Eh?

—Parece un fantasma —dijo Aviraneta.

—Sí, es horrible. ¿Cómo puede encontrar eso nadie bello? —preguntó el pintor.

—Hay gente para quien lo horrible es lo bello—replicó Ochoa.

—¡Bah!—exclamó el pintor.

—¿No lo era también para Shakespeare?

—Yo no he leído a Shakespeare —replicó el artista—; como si esto fuese una superioridad.

—Un francés, ¿para qué va a leer nada extranjero? —exclamó Aviraneta—. Ellos lo tienen todo en casa.

—Es verdad —contestó el artista, sin notar la ironía de don Eugenio.

Alvarito escuchó con atención. Él, no sólo no había leído, sino que no había oído hablar nunca de Shakespeare.

—En todo se acentúa la idea de muerte y de sepulcro —insistió Ochoa—; la cera tiene algo de carne, pero de carne muerta; los ojos vidriosos de cristal son ojos de cadáver; el pelo, separado de la persona, es de las cosas que más recuerdan al muerto. Las ropas, sobre todo usadas, hablan de un difunto: son como testigos de todo el bien y el mal que ha hecho un hombre de verdad en la vida, porque no es muy probable que el sastre las hiciera para muñecos. Todo lo que se reúne en las figuras de cera es funerario y sepulcral.

—Como tú, querido Ochoa —saltó el pintor—, que también estás funerario y sepulcral.

—El tamaño quizá influye también —añadió Aviraneta—. Si las figuras fueran mayores o menores que el natural, probablemente no darían tanto la impresión de cosas muertas; pero esos gabanes usados, esas gorras, esos sombreros, que los han llevado, seguramente, gentes vivas, nos sugiere un poco la idea del difunto.

—¡Qué macabros están ustedes!—exclamó el pintor.

—No, macabros, no. Insistimos un poco para aclarar —replicó Ochoa—. Indudablemente tiene usted razón, don Eugenio. El tamaño influye mucho. Es el del natural; por lo tanto, el del muerto. Aumentándolo o achicándolo bastaría probablemente para quitar esa impresión. Un muñeco no da nunca esa sensación desagradable, porque no hay la posibilidad de confundirle con una persona. ¿Por qué la posibilidad de la confusión es tan desagradable?

—Es la posibilidad del fantasma, del espectro —dijo Aviraneta—. Un fantasma como una mosca o como un monte no podría ser fantasma asustador.

—Luego hay el otro punto —insistió Ochoa—. ¿Por qué una figura tan realista como una figura de cera no produce efecto artístico? Indudablemente, todas estas impresiones reunidas de curiosidad y de repulsión de que hemos hablado estorban para producir una sensación de suavidad y de dulzura. ¿Por qué el asesino con un puñal en la mano y la víctima con una herida de la que brota sangre nos son odiosas en figuras de cera y no en un cuadro?

Resolver esa cuestión sería encontrar el tope del arte —dijo Aviraneta—, sería saber dónde están sus límites.

—Es cierto —añadió Ochoa—. No sabemos cuál es el límite del arte. ¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro de «Santa Isabel», son hasta bonitos y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?

—Sin duda la realidad, y el hombre dentro de ella, es como un monstruo lleno de tentáculos —observó Aviraneta—, y unos de éstos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.

—Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano —añadió Ochoa.

—Es indudable —dijo Aviraneta.

—A mí lo que me asombra —añadió Ochoa— por qué este arte de las figuras de cera, cuando llega a la suma perfección, no llega a la belleza. Ustedes habrán visto en el castillo de Potsdam la figura del gran Federico en cera.

—Yo, no —dijo Aviraneta.

—Yo, tampoco —repuso el pintor.

—Todos afirman que es de un parecido absoluto. Las facciones del rey de Prusia están vaciadas en la cara del muerto; el que pintó la cara conocía al gran Federico, y sus mejillas apergaminadas y sus ojos rodeados de un círculo morado son de una verdad completa. El traje y los accesorios son los mismos que usaba el rey; la peluca de estopa, el uniforme azul, desteñido y raído; las botas, el sombrero, la espada, la flauta, son los que él empleaba. Es casi la realidad… sin el espíritu.

—¿Y qué efecto hace? —preguntó Aviraneta.

—Igual que estas figuras de cera. Da repugnancia y miedo —contestó Ochoa.»

Vale, me han convencido las figuras de cera no son arte y además tienen un tufillo a muerte de lo más antiartístico.

Por cierto, ¿es Arte la «Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp» de Rembrandt? ¿Y son Arte los dibujos anatómicos de Leonardo Da Vinci, que se dice que son tan extraordinariamente precisos? ¿Es Arte el Arte funenario? ¿Son Arte los cadáveres de animales que expone el famosísimo artista Damien Hirst? Y, ya puestos, ¿son Arte los macabros cadáveres humanos o de animales que exponen diversos artistas actuales desde hace ya muchos años, esas imágenes que da mal rollo hasta mirar de reojo y que no tengo la menor intención de mostrar ni de siquiera incluir aquí vía enlace?

A lo que sí voy a poner enlace es al texto completo del ciclo MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN que escribió Baroja , en concreto a la novela «LAS FIGURAS DE CERA», disponible gratuitamente en The Project Gutenberg.

Verónica del Carpio Fiestas

«La plaza del Diamante» de Mercè Rodoreda y el arca de novia

«Y salimos al salón. En seguida vi un baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas. Un baúl de novia, dijo la señora, gótico«.

Se trata de un fragmento de «La plaza del Diamante«, novela de la escritora catalana Mercè Rodoreda (Barcelona 1908-Girona 1983), escrita en catalán («La plaça del Diamant«, 1962). La edición que manejo es de de la edición de Edhasa, 2007, traductor Enrique Sordo.

De «La plaza del Diamante» se suele resaltar que se trata del retrato de una vida cotidiana de mujer en preguerra, guerra y posguerra en Barcelona; de una mujer de clase muy modesta, Natalia, «Colometa» por sobrenombre puesto, o impuesto, por un marido egoísta y aparentemente cariñoso empeñado en tener un palomar que es ella la que ha de cuidar mientras él regala alegremente las palomas que tanto esfuerzo cuesta cuidar; una mujer que trabaja limpiando casa ajenas y vive una vida dura, hasta el punto de, en su desesperación, planear el asesinato de sus muy queridos hijos ya huerfanos de padre muerto en la guerra, y suicidarse, nada menos que por ingestión de aguafuerte con un embudo, para evitarles las penalidades y el horror del hambre en la posguerra; una mujer que, en realidad, nunca ha tenido la oportunidad de vivir una vida propia. Podría transcribir varias durísimas escenas, como esa, la más dura del libro, de cuando, en la más absoluta miseria de la posguerra de la Guerra Civil, sin poder dar a su hijo y su hija algo de comer y sin esperanza de mejorar, decide matar a sus hijos y sucidarse y no tiene ni siquiera dinero para comprar el aguafuerte. Podría también escoger frase como «la historia valía más leerla en los libros que escribirla a cañonazos«.

O podría ser optimista. Podría, por ejemplo, aprovechar para aprender sobre Arte.

¿Cómo sería ese baúl de novia, «un baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas«, el de la casa de gente pudiente (y moralmente miserable) donde trabaja como asistenta Natalia «Columeta»? Pues a lo mejor hay forma de saberlo.

Transcribo en parte una interesante entrada del blog del Museu Nacional d’Art de Catalunya, post de 15 de octubre de 2020 por Daniel Vilarrúbias, titulado «Un arca nupcial de lujo del siglo XVI en el Museu Nacional«:

«El arca -en Catalunya se usaba siempre el término caixa (caja)- fue quizás el mueble contenedor por excelencia en la Catalunya de la Edad Moderna, ya que la tipología aparece a mediados del siglo XV en coexistencia con los cofres con herrajes o de aspecto más pesado y desaparece a mediados siglo XVIII, cuando se generaliza el armario y hace irrupción un mueble de tocador como la cómoda, más apto para guardar el ropaje.

De las cajas se puede reseguir la evolución formal y decorativa a lo largo de todo el periodo que hemos comentado anteriormente, y, como ha apuntado la experta Eva Pascual, quizás es uno de los pocos ámbitos donde esto ocurre con tanta continuidad y dentro de un lapso temporal tan extenso. Tanto los inventarios post-mortem de los bienes existentes en un domicilio como algunos interiores plasmados en pinturas revelan que las casas tenían cofres y muebles contenedores en una proporción muy superior a mesas y otros tipos de mobiliario, desde al menos finales de siglo XV.

Cabe destacar que hubo dos tipos principales de cajas, las de dos paneles separados por montantes moldurados –medio cofre-, y las de tres paneles o cofre mayor; creemos que las dimensiones del interior para estas últimas rondaban la cana, medida que en Barcelona equivalía a 156 cm.

El arca nupcial con la Anunciación del Museu Nacional

En la exposición permanente del Museu Nacional encontramos un espléndido ejemplo de caja nupcial de nogal -quizás de álamo-. Como medio cofre presenta un frontal de dos paneles separados entre ellos por el montante o monje decorado con taladrados o tracería calada, y toda la caja se encuentra elevada por una alta socolada moldurada y calada de gran potencia y aparatosidad, que le hace alcanzar una longitud máxima de 140 cm. […] «.

Y aquí enlace a la foto que figura en este post, del arca de Museu Nacional d’Art de Catalunya. No es igual a ese «baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas«, pero nos hacemos una idea, ¿no?

Arca nupcial con la Anunciación del Museu Nacional d’ Art de Catalunya

Verónica del Carpio Fiestas

Ríos de tinta y manzanas

Ríos de tinta, y de dinero, se han vertido en relación con las manzanas que pintó el pintor impresionista francés Paul Cézanne (1839-1906). Pinto unas cuantas manzanas. Y es que «Avec une pomme, je veux étonner Paris!«, dijo Cézanne, según esta cita del Musée de l´Órangerie…

Por ejemplo estas carísimas «Las manzanas«, 1889-1890:

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O estas otras.

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Cuestión de gustos.

Porque hubo otros que tambien pintaron unas cuantas manzanas, y bastante antes. Por ejemplo, el pintor español Juan Sánchez Cotán (1560-1627), del para los españoles nada exótico pueblo de Orgaz. Y entre las manzanas que pintó estaban, por ejemplo, estas:

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Que son un fragmento de aquí:

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Para un análisis de «Bodegón de caza, hortalizas y frutas», obra de 1602 que está en el Museo del Prado, enlace a la web del museo aquí.

¿Con cuáles manzanas se quedaría usted? ¿Le asombran las manzanas de Cézanne, como quería Cézanne que sucediera con París, o las de Sánchez Cotán? ¿O las dos? Porque por bastante menos dinero que preciso para comprar un Cézanne se habría podido comprar hace unos años un bodegón de Sánchez Cotán, con cardo aunque sin manzanas…

Verónica del Carpio Fiestas

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Figuras siniestras en el balcón

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Según parece, esta obra del pintor español Francisco de Goya (1746-1828), «Majas en el balcón», 1810-12, representa a dos prostitutas con sus chulos. Si quienes saben dan eso como opinión mayoritaria, habrá que darlo por bueno.

Y según parece, el impresionista frances Eduard Manet (1832-1883) se inspiró en esta obra de Goya, a raíz de un viaje a Madrid, para su obra «El balcón» (1868-69), y las personas representadas pertenecen al propio entorno familiar del pintor,  parientes o amigos.

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Y, según parece también, el pintor surrealista sui generis, o lo que sea, René Magritte, belga, 1894-1967, se inspiró en esta obra de Manet para la suya «El balcón», de 1950.

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De un balcón de prostitutas y proxenetas en 1810-12 a un balcón de ataúdes de pie y sentados en 1950, y pasando por tres países.

El balcón es siniestro, sí. ¿Pero cuál? ¿El de Magritte, solo? ¿Seguro?

¿No es siniestro un balcón con mujeres expuestas a la venta y con los hombres que las «protegen»? ¿Sabía Magritte que Manet se inspiró en la obra de Goya y que la obra de Goya representaba a prostitutas y proxenetas? ¿Sabía Manet que la obra de Goya tenía ese tema? Y si Manet lo sabía, ¿por qué representó así a parientes y amigos? ¿Y los amigos y parientes de Manet sabían que estaban posando para un cuadro que se inspiraba en otro sobre prostitutas y chulos? ¿O Manet, caso de que lo supiera, se lo ocultó?

¿Qué es más siniestro, un balcón con ataúdes, no sabemos si llenos o vacíos, o un balcón de exposición de mujeres en situación de exclusión social y con sus explotadores o un balcón con grupo de personas más o menos burguesas que, inconscientemente o no, están en la pose que, en una obra anterior y que ha servido de inspiración, tenían prostitutas y proxenetas, y que además en este segundo cuadro se relacionan tan poco entre sí como entre sí se relacionan los ataúdes en la obra de Magritte?

Un ataúd sentado o de pie es siniestro, estamos de acuerdo. Pero ¿no es también siniestro que Manet pintara a una joven amiga violinista con una sombrilla en vez de con un violín y además en la pose de una joven prostituta de cincuenta años antes y además bastante más hermosa?

Y, yendo a más en plan siniestro, ¿cuál podría la siguiente obra siniestra de cuatro figuras en un balcón?

Así, puestos a pensar, se me ocurre otro balcón con otras cuatro figuras, y  ya con eso pasamos por cuatro países: las  cuatro figuras que aparecen mirando desde un balcón interior del Grant Museum of Zoology, en Londres. Eso sí que sería un paso más hacia lo siniestro… Tanto, que estoy por solo poner enlaces, y no incluir aquí la imagen, de las muchas de ese balcón que se ven  por internet y que usted, si quiere, puede buscar, para verlo más de cerca…

Al fin y al cabo, no hay tanta diferencia. Tanto los pintores como los pintados de los cuadros que he incluido en este post están todos muertos…

Verónica del Carpio Fiestas

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Caligramas medievales 1000 años antes de que los inventara el surrealista Apollinaire

Si usted no sabe qué es un caligrama y qué tiene que ver con ellos Guillaume de Apollinaire (1880-1918), por favor, consulte Wikipedia. Y ahora voy a contraponer unos caligramas de Apollinaire con otros dibujos, o lo que sean.

 

 

 

 

calligrammespo00apol_0073

Estos dibujos los encuentra usted por doquier en internet. Por ejemplo, aquí.

Y ahora los otros dibujos, o lo que sea, que no es tan fácil encontrar en internet:

Calligraphic falconer, Torah, Germany ca. 1250-1299 (BL, Add 21160, fol. 181v)

Esa imagen ha sido obtenida de una cuenta de Twitter de difusión de imágenes medievales, en concreto de este tuit:

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

Eagle constellation, Cicero_s Aratea with Hyginus_s Astronomica, Reims 820-850 (BL, Harley 647, f. 7)

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

monster

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

aries

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

hybrid

3 tails

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

dragón

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

gallo

 

Y esta otra imagen, de este otro tuit:

 

La reflexión la dejo para que se la haga quien esto lea, y/o a los especialistas. Bastante es haber detectado lo que a ojos de total profana tanto  se parece a caligramas, con pájaros y caballos y personas hechos de letras, y que según parece datan hasta de 800 y 1.000 años antes de que Apollinaire inventara el caligrama, y sin que, como profana total en poesía visual y esas cosas, vea por ahí que nadie cite precedentes anteriores al siglo XIX… Pero ya imagino que los especialistas sí se remontarán en precedentes a la época de cuando reinaba Carolo  o incluso antes, allá cuando la batalla de las Termópilas, y todo esto de precedentes medievales es bien sabido, aunque no lo mencione Wikipedia, ¿no?

Verónica del Carpio Fiestas

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Saenredam y Zurbarán: blanco y blanco

Pieter Jansz Saenredam, holandés, 1597-1665; Francisco de Zurbarán, español, 15981664. Ambos nacieron y murieron en fechas casi idénticas, fueron pintores y se dedicaron a temática religiosa; uno desde el protestantismo de su país, el otro desde el catolicismo de la Contrarreforma en España. Saenredam pintó en sus cuadros iglesias, esas iglesias de muros desnudos cuya decoración, o, mejor dicho, cuya ausencia casi total de decoración, era fruto de la Reforma, y que por tanto carecían de imágenes sacras; Zurbarán pintó imágenes sacras. Sí, ya sé que tanto uno como otro pintaron más cosas, pero no me negará que los cuadros más conocidos de uno y otro son, respectivamente, iglesias y monjes.

Y ambos coinciden en unos cuanto puntos, aparte de en su evidente espiritualidad: ambos emplean en abundancia el color blanco en sus más diversos matices, y ambos transmiten una curiosa sensación de serenidad. Y si en Saenredam las iglesias son blancas y góticas, ojivales, y, según se dice, de medidas y proporciones exactas, en Zurbarán algunos monjes son blancos y además lo más parecido a ojivales que puede parecer una persona.

Vea la iglesia de San Bavo, en Haarlem, de Saenredam:

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La misma iglesia de San Bavo, en este otro cuadro de Saenredam:

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Y en este otro cuadro de Saenredam, la catedral de San Juan en Hertogenbosch:

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¿No aprecia una similitud con las formas y colores de «San Hugo en el refectorio de los Cartujos» de Zurbarán?

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Guiñe los ojos. ¿No le sugiere este cuadro de Zurbarán una catedral gótica de Saenredam?

Y si no se lo sugiere, qué le vamos a hacer. Quizá al menos le he suscitado curiosidad por Saenredam o por Zurbarán. Por cierto, me pregunto si Zurbarán es tan conocido en Holanda como Saenredam en España, o sea, poco o nada; personalmente, me gusta más Saenredam, y eso que no me hablaron de él en el colegio.

Verónica del Carpio Fiestas

El hambre de Madrid en 1811-1812

Este post consta de la transcripción de un impresionante capítulo de las «Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid», de Ramón de Mesonero Romanos, de unas fotos (malas, me temo) del cuadro de gran formato «El hambre de Madrid» del pintor José Aparicio Inglada y, al final del post, de una brevísima reflexión personal,

Si no conoce usted a Mesonero Romanos, escritor que se define a sí mismo como «del género humorístico», mi recomendación es que no deje de leer sus «Escenas matritenses», escritas bajo el seudónimo de «El curioso parlante», amenas, encantadoras, levemente críticas pero sin dureza y muy descriptivas de su época. Pequeños esbozos, independientes entre sí, de unas pocas páginas cada uno, de muy diversos temas del Madrid del siglo XIX, se leen sin sentir; algunas de esas «escenas» provocan la carcajada y muchas la sonrisa, y todas proporcionan una mayor comprensión de nuestra Historia. He ahí una obra que tendría que leerse mucho más. Ya está bien de que se mire a los llamados «escritores costumbristas» por encima del hombro.

En cuanto a sus «Memorias» pueden no resultar indispensables en el universo literarario, y por supuesto no son del «género humorístico» pero sin duda son extraordinariamente ilustrativas de la Historia y de la intrahistoria de un siglo tan convulso como el XIX en España. El autor, afamado escritor ya anciano -75 años para la época era ser muy viejo-, cuenta retrospectivamente su vida y la historia de España -más bien la de Madrid- como testigo presencial. Describe hasta el levantamiento del 2 de mayo de 1808, nada menos, y copia incluso textos legales interesantísimos para el conocimiento de la época, entre 1808 y 1850. Tanto las «Escenas matritenses» como las «Memorias de un setentón» pueden encontrarse gratuitamente en la red, aparte de estar publicadas en diversas ediciones.

A continuación la transcripción del epígrafe II del capítulo II de las «Memorias de un setentón», titulado «El hambre de Madrid». Larga transcripción, sí, pero sinceramente merece la pena, aunque solo sea para que quien esto lea se entere, si no lo sabía ya, de cuándo y por qué se empezó a comer patata en Madrid; como quien dice anteayer en términos históricos. Estamos en 1811-1812, plena invasión francesa, reina en España el rey José I, hermano de Napoleón, y el autor, nacido en 1803, ve las cosas con sus ojos de niño y las rememora y escribe décadas después con los ojos de anciano, desde la impronta indeleble que sucesos tan terribles dejaron en su recuerdo.

«Pero una calamidad, superior aún a la dominación extranjera, a sus ruinosas exacciones y a los rigores de su abominable policía, principió a dibujarse desde el verano del año 11 en el horizonte matritense; esta calamidad suprema y jamás sospechada en la villa del Oso y el Madroño era ¡el hambre!, el hambre cruel, no sufrida acaso en tan largo período por pueblo alguno, y con tan espantosa intensidad. Las causas ocasionales de esta plaga asoladora, que llegó a amenazar la existencia de toda la población, no podían ser ni más lógicas ni más naturales. Cuatro años de guerra encarnizada, en que, abandonados los campos por la juventud, que había corrido a las armas, dificultaba cuando no suprimía del todo su cultivo; las escasas cosechas, arrebatadas por unos y otros ejércitos y partidas de guerrilleros; interrumpidas además casi del todo las comunicaciones por los azares de la guerra y lo intransitable de los caminos, y aislada de las demás provincias la capital del Reino, cuya producción es insuficiente para su abastecimiento, no era necesaria gran perspicacia para pronosticar que en un término dado, y sin recurrir a otras presunciones más o menos vulgares y temerarias, había de resultar la escasez más absoluta, y comparable sólo a la de una plaza rigurosamente sitiada.

Este momento angustioso llegó al fin hacia Setiembre de 1811, y a pesar de los medios empíricos adoptados por el Gobierno para luchar con la calamidad, tales como arrebatar de los graneros de los pueblos circunvecinos todas las mieses y los frutos para traerlos a Madrid, obligar a los tahoneros a cocer un grano que no tenían y a fijar para su venta un precio imposible de sostener, la escasez iba creciendo día a día, y los precios en el mercado subiendo proporcionalmente, en términos tales, que para la mayor parte del vecindario equivalía a una absoluta prohibición. En vano la industria y la necesidad hacían redoblar el ingenio para sustituir con otros más o menos adecuados los más indispensables artículos del alimento usual; en vano el pan de trigo candeal, que, tan justo renombre valió siempre a la fabricación de Madrid, fue sustituido por otro mezclado con centeno, maíz, cebada y almortas; en vano se adoptó, para compensar la falta de aquel, a la nueva y providencial planta de la patata, desconocida hasta entonces en nuestro pueblo; en vano se llegó al extremo de dar patente de comestibles a las materias y animales más repugnantes; la escasez iba subiendo, subiendo, y la carestía en proporción, colocando el necesario alimento fuera del alcance, no sólo del pueblo infeliz, sino de las personas o familias más acomodadas. Baste decir que en los primeros meses del año 12 llegó a venderse en la plaza de la Cebada la fanega de trigo candeal a 540 rs., lo que daba una proporción de 18 y 20 rs. el pan de dos libras (que sólo se vendía de esta calidad en las tahonas de la calle del Lobo y plazuela de Antón Martín), y los garbanzos, judías, arroz, hasta la misma patata, todo seguía en sus precios la misma espantosa proporción.

En situación tan angustiosa y desesperada, las familias más pudientes, a costa de inmensos sacrificios, podían apenas probar, nada más que probar, un pan mezclado, agrio y amarillento, y que, sin embargo, les costaba a ocho y diez reales, o sustituirle con una galleta durísima e insípida, o una patata cocida; pero el pueblo infeliz, los artesanos y jornaleros, faltos absolutamente de trabajo y de ahorro alguno, no podían siquiera proporcionarse un pedazo del pan inverosímil que el tahonero les ofrecía al ínfimo precio de veinte cuartos.

Quisiera en esta ocasión tener a mi servicio la pluma del insigne Manzoni (incomparable pintor de la peste de Milán) para hacer sentir a mis lectores el aspecto horrible y nauseabundo que tan funesta calamidad prestaba a la población entera de Madrid; pero a falta de la del ilustre autor de I Promessi Spossi, sólo puedo ofrecerle la de un niño, también relativamente hambriento, y que ha conservado la profunda memoria, a par que la prueba material de aquella inmensa desdicha.

El espectáculo, en verdad, que presentaba entonces la  población de Madrid, es de aquellos que no se olvidan jamás. Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes su extenuación y su muerte; una limosna de dos cuartos para comprar uno de los famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando (sic) en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. Bastarame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a mi casa a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela.

Los esfuerzos, que supongo, de las autoridades municipales, de las juntas de caridad, de las diputaciones de los barrios (creadas por el inmortal Carlos III) y de los hombres benéficos, en fin, que aún podían disponer de una peseta para atender a las necesidades ajenas, todo era insuficiente para hacer frente a aquella tremenda y prolongada calamidad. Mi padre, que como todos los vecinos de alguna significación, pertenecía a la diputación de su barrio (el Carmen Calzado), recorría diariamente, casa por casa, las más infelices moradas, y en vista del número y condiciones de la familia, aplicaba económicamente las limosnas que la caridad pública había depositado en sus manos, y raro era el día en que no regresaba derramando lágrimas y angustiado el corazón con los espectáculos horribles que había presenciado. Día hubo, por ejemplo, que habiendo tomado nota en una buhardilla de los individuos que componían la familia hasta el número de ocho, cuando volvió al siguiente día para aplicarles las limosnas correspondientes, halló que uno solo había sobrevivido a los efectos del hambre en la noche anterior.

Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados (sic), y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.

El mismo rey José, que a su vuelta de París, adonde había ido a felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo el Rey de Roma, o más bien, para impetrar algún auxilio pecuniario, que le fue concedido, y se halló con esta angustiosa situación del pueblo de Madrid, desde el primer momento acudió con subvenciones o limosnas, dispensadas a la Municipalidad, a los curas párrocos y a las diputaciones de los barrios. Quiso además reunir en su presencia a estas tres clases, y las convocó con este objeto en el Palacio Real. Allí acudió mi padre, como todos los demás, y a su regreso a casa no podía menos de manifestar la sorpresa que le había causado la presencia del Rey, que, según él mismo decía con sincera extrañeza, ni era tuerto, ni parecía borracho, ni dominado tampoco por el orgullo de su posición; antes bien, en la sentida arenga que les dirigió en su lenguaje chapurrado (y que mi padre remedaba con suma gracia) se manifestó profundamente afligido por la miseria del pueblo, haciéndoles saber su decisión de contribuir a aliviarla hasta donde fuera posible, rogándoles encarecidamente se sirvieran ayudarle a realizar sus propósitos y sus disposiciones benéficas, para lo cual había destinado una crecida suma, que se repartió a prorrata entre las clases congregadas. Seguramente (decía mi padre) este hombre es bueno: ¡lástima que se llame Bonaparte!

Pero ni todos estos socorros ni todas aquellas benéficas disposiciones eran más que ligeros sorbos de agua dirigidos al incendio voraz, y este siguió su curso siempre ascendente hasta bien entrada la segunda mitad de 1812 (año fatal, que en la historia matritense es sinónimo de aquella horrible calamidad), y arrastró al sepulcro, según los cálculos más aproximados, más de 20.000 de sus habitantes.

Hasta que por fin llegó un día feliz (el 12 de Agosto), en que cambió por completo la situación de Madrid con la evacuación por los franceses y la entrada en la capital del ejército aliado anglo-hispano-portugués, a consecuencia de la famosa batalla de los Arapiles. Pero este acontecimiento y sus resultados inmediatos no caben ya en los límites del presente capítulo, y ofrecerán materia sobrada para el siguiente.

Baste sólo, para concluir este, decir que en tan solemne día, galvanizado el cadáver del pueblo de Madrid con presencia de sus libertadores, facilitadas algún tanto las comunicaciones y abastecimientos, y tomadas por la nueva Municipalidad las disposiciones instantáneas convenientes, empezó a bajar el precio del pan; y que en medio de las aclamaciones con que el pueblo saludaba a los ejércitos españoles, a los ingleses, a lord Wellingthon (sic), a los Empecinados y al rey Fernando VII, se escapaba de alguna garganta angustiada, de algún labio mortecino, el más regocijado e instintivo grito de: ¡Viva el pan a peseta!».

Hasta aquí Mesonero Romanos.

20.000 muertos por hambre en una ciudad que no estaba sufriendo asedio y cuya población era, aproximadamente, pongamos por decir algo, ¿200.000 habitantes?

Del angustioso capítulo, que no tiene desperdicio -la comparación con la calamidad pública que sufre una ciudad atacada por la peste es suficientemente explícita- hay un párrafo que me impresiona especialmente, tanto que lo vuelvo a copiar:

«Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados, y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este   cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.»

Y a continuación unas fotos de ese mismo cuadro citado por Mesonero Romanos, con fotos de detalle, tomadas en el Museo de Historia de Madrid, donde está expuesto.

Primero, el cartel explicativo junto al cuadro en el Museo:

WP_20150404_004El cuadro, perspectiva general, y como la fotografía, como todas las de este post, es mía, me excuso por la mala calidad:

WP_20150404_005Y detalles:

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A la izquierda unos soldados, uno de los cuales ofrece un pan a un hombre que lo rechaza. En el centro y a la derecha del cuadro, diversas figuras dolientes, desfallecidas, moribundas o muertas, con la excepción de un hombre que, de pie y en segundo plano, parece que va a enfrentarse con los soldados, no se sabe si animado o retenido por una mujer que lleva un niño en brazos. El hombre del centro que, con aspecto desesperado, rechaza el pan, está junto a una mujer joven con un niño pequeño a su lado, tumbado en el suelo. La joven, quizá muerta ya, recuesta la cabeza en las rodillas de un anciano sentado que tiene a su lado otro niño. A la derecha, más figuras de pie o sentadas, incluyendo más niños. Varios de los personajes presentan aspecto cadavérico.

WP_20150404_014Sin duda los historiadores tendrán muy estudiado si esta negativa «heroica o temeraria», como dice Mesonero Romanos, a aceptar socorros para sobrevivir en un época incuestionablemente espantosa, horrible, porque esos socorros venían de los invasores, fue general o excepcional, o bien mítica y reelaboración posterior. Y si el cuadro, aparte de contener a unos personajes vestidos de forma anacrónica, pero con detalles verdaderamente impresionantes, por ejemplo, el niño muerto o moribundo en el suelo, reflejó alguna verdad histórica o si fue pintado como propaganda. El cuadro es de 1818; malos tiempos también, aquellos, en los que mandaba el rey Fernando VII, el rey Bribón, el rey Felón, el Narizotas, del que mejor no decir nada porque ya lo han insultado suficientemente los historiadores, la Literatura y la memoria popular. Muy significativa de la finalidad propagandística -con independencia de que sea verdad el episodio que se describe- es la frase que  aparece, en una de las columnas, en el lado derecho del cuadro:

WP_20150404_006«Constancia española, años del hambre de 1811 y 12. Nada sin Fernando«.

Lo que se podía esperar de quien era, según parece, pintor de cámara del rey.

Detalle sin importancia, aunque me llama la atención. El Museo de Historia de Madrid se indica que el cuadro es de 1818 -así figura en el cartel explicativo cuya foto he insertado en el post-, y por internet veo en otros sitios, incluyendo la web oficial del Museo del Prado -si lo entiendo bien, al parecer el cuadro es suyo, y está en depósito en el Museo de Historia de Madrid-, que también se fecha se 1818. Sin embargo Mesonero Romanos, en el fragmento transcrito, explica que se presentó en la Academia de San Fernando en 1815. Me gustaría saber si le fallaba la memoria a Mesonero Romanos, o les falla la documentación a quienes indican otra fecha. Ciertamente en el cuadro, en la esquina de abajo a la derecha, figura el nombre del autor y la fecha de 1818.

Pero yendo a lo importante, Con ojos de profana no historiadora y no especialista en Historia del Arte, lo que veo en el cuadro y en la descripción de Mesonero Romanos es a adultos que rechazan alimento para ellos y también para unos niños, sus niños, que se están muriendo de hambre.

Y a esto voy.

La niñez como tal no ha sido protegida jurídicamente hasta lo que en términos históricos es muy reciente y los padres -en masculino excluyente, porque las madres no- han gozado siempre amplias facultades sobre la prole englobables en la patria potestad. Bien está que se renuncie a la propia vida por honor, si así se desea, libremente, pero ¿a la de otros, y además niños?

Pido a la vida que nunca me ponga en situación de tener que decidir lo primero y pido a la legislación que nunca permita que nadie pueda decidir por otros, y mucho menos por niños, lo segundo.

Y que jamás, jamás, vuelvan tiempos así de oscuros y terribles.

Verónica del Carpio Fiestas