Una muchacha muere desangrada por un aborto provocado con una aguja en unos tiempos de silencios

«En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma hexagonal o hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus dimensiones. No gozaba la paciente casiparturienta de niquelada mesa o de acero inoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de mueIle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La lámpara escialitica sin sombra se sustituta ventajosamente con, dos candiles de acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente. Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia, que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y es en este punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy, por obra y gracia de la reflexología, la educación previa, los ejercicios gimnásticos relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Éstos podían ser clasificados, según diversos criterios, en «familiares y no familiares», «peritos en abortos provocados e imperitos en el mismo arte», «vecinos provenientes de la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida»,«gentes aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida», «mujeres que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de llegar a ver los pechos de la paciente» y, finalmente, para concluir esta ordenación dicotómica, «sabedores de que el padre de Florita estaba en trance de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente verdad».

La muchacha, en lugar de en la posición arriba indicada más favorable para provocar la expulsión del contenido uterino, yacía de lado en el jergón y con el cuerpo engatillado. Sus gritos dotados de sentido habían ido haciéndose más débiles conforme aumentaba la pérdida de líquidos vitales a lo largo de las horas transcurridas desde que la operación iniciada por el mago de la aguja tuvo su insatisfactorio comienzo. Este mago debía de haber equivocado la trayectoria del instrumento punzante, o tal vez la punta del mismo, a causa de su excesivo uso, había perdido la eficacia tantas veces demostrada. Era también posible que su excesiva juventud diera, tanto a los tejidos propios como a sus productos, una consistencia o una elasticidad diferentes de las acostumbradas. O bien que la contracción de la matriz, otras veces suficiente para el desembarace de las atribuladas hembras, esta vez sólo sirviera para dilatar las venas perdedoras de sangre y para hacerla sentir los rítmicos dolores que sus espaciados gritos indicaban. El hecho es que el mago cariacontecido y hasta quizá algo avergonzado, había renunciado a toda actividad terapéutica y afirmaba simplemente que la naturaleza debía seguir su curso, como cualquier médico famoso del siglo XVII. Los, espíritus vitales a los que esta apelación se dirigía habían sin duda hecho un caso excesivo de la misma y habían tomado un curso tan violento como inundatorio. Previamente a este refugio en la fórmula oral y el exorcismo, el mago había querido completar la acción destructora de la aguja con los medios al uso más recomendados. Hizo sentar encima del vientre de su hija a la redonda consorte, considerando que así se satisfacían al mismo tiempo las exigencias de una intensa gravitación y las del pudor debido; comprimió con una cuerda el fino talle de la muchacha a partir de la altura del ombligo rodeándola más fuertemente conforme las vueltas del cordel iban descendiendo hacia las más opulentas caderas; masajeó con ambas manos, una vez retirada la cuerda que había levantado la piel en la punta de los huesos coxales, la zona interesada haciendo rápidos movimientos de descenso enérgicamente mantenidos hasta conseguir la expulsión de toda materia fecal y de toda orina retenida; administró bebidas sumamente cálidas de composición secreta que escaldaron (ligeramente, es cierto) la bóveda del paladar de la no-madre-no-doncella; colocó agua fría sobre el vientre y agua hirviendo con un poco de mostaza en la parte baja de los muslos; y sudoroso, aunque no vencido, anunció que iba a sacarlo con la mano lo que se demostró completamente imposible y a lo que se produjo tanto la partida de Muecas hacia el salvador lejano, cuanto la irritación de la consorte -hasta entonces nunca vista- que lo redujo a la inacción no-dañina y al conjuro de los espíritus vitales.

La consorte, por el contrario, tuvo a bien autorizar la colocación entre las piernas de una ramita verde de hinojo que atrae al nene por el olor. Pero pronto la verde ramita perdió su color o bien fue arrastrada, o tal vez el olor no es percibido en tan temprana edad. También fue tolerado el rezo del rosario y cierta oración a santa Apolonia que conocía íntegra una anciana que -según decía, pero nada de ello era cierto- había sido de joven sacristana y que ella -a causa de su mucha edad- ya no recordaba que, en lo que estaba acreditada, era en el alivio del dolor de muelas. Fuera de estos restos de medicina primitiva característica de los estadios animistas, el resto de la actividad terapéutica indicaba más bienuna weltanschauung activista-empírica, propia de los pueblos cazadores y ganaderos y, en cuanto tal, muy adecuada al ambiente pedigrístico de la chabola. Sólo a una fatalidad poco frecuente puede atribuírsele el fracaso pero ¿no hay acaso muertes también y a veces muy dolorosas y muy insospechadas en los más modernos hospitales que ostentan con orgullo las industriosas ciudades norteamericanas? Sí, allí también, bajo el duraluminio y el cobalto, siguen muriendo jovencitas a las que se ha asegurado previamente (y a sus amorosas madres) que es cuestión de un momento.»

Esta es la descripción de un aborto provocado en una muchacha por un abortero en una chabola del extrarradio de Madrid en año 1949; el sistema es uno clásico en abortos ilegales, el de la aguja. El abortero es el propio padre de la joven embarazada, a quien violaba habitualmente, como a la otra hija adolescente, en el brutal ambiente de un poblado chabolista de una posguerra de miseria física y moral. La chica muere desangrada, pese a que el abortero está acostumbrado a ejercer de tal.

Se trata de un fragmento de «Tiempo de silencio», novela de Luis Martín-Santos (España, 1924-1964), publicada en 1962; una novela que figura en el canon y que se estudiaba de forma obligatoria en el bachillerato de hace unas décadas. El dato de que una obra figure en el canon y que se estudie, o se estudiara, en el bachillerato no significa que haya que rechazar su lectura por llevar la contraria; puede significar, y en este caso significa, que es una obra de primerísimo nivel y que quien no la lea de verdad se está perdiendo algo que no debería perderse. No hay ninguna duda de que la técnica es extraordinaria, así como el dominio del idioma y de que se trata de una obra absolutamente deslumbrante.

La técnica narrativa es este texto concreto es el sarcástico y distanciador uso de la jerga médica y antropológica; en otros fragmentos se emplea lenguaje de burdel, monólogo interior, descripción realista… Suele hacerse hincapié en la renovación estilística como lo más valioso de una novela que es en sí misma realista.

Pero personalmente tengo pocas dudas de que hay algo absolutamente novedoso en esta novela, que, sin embargo, no parece que se resalte tanto como lo que es, algo absolutamente novedoso: que contiene la primera descripción detallada de un aborto provocado en la literatura española. Porque en la literatura española ha habido menciones y referencias explícitas o veladas a abortos provocados, antes y después de «Tiempo de silencio», por supuesto; pero una descripción detallada anterior no conozco ninguna.

Y por qué se silencia esto, la relevancia de esta descripción del horror de un aborto provocado ante la inexistencia de posibilidad de aborto legal, del horror de la muerte en esas circunstancias, me lo pregunto. Tiempo de silencio, tiempos de silencios.

Verónica del Carpio Fiestas

Llanto fúnebre por dos hermanos fratricidas, por Esquilo

El dramaturgo griego Esquilo (ss. VI-V a.C.) escribió en su tragedia «Los siete contra Tebas» un conmovedor planto: el de dos hermanas a sus dos hermanos que se han matado entre sí. Antígona e Ismene lloran a la muerte de Eteocles y Polinices, muertos ambos en el asalto a Tebas, víctimas de la maldición de Edipo, padre incestuoso de los cuatro. Si triste es que mueran en una guerra dos hermanos, estremecedor es que esos dos hermanos hayan muerto en una guerra matándose entre sí. Y estremecedor es el texto.

Oigamos a Antígona y a Ismene, en la sonora, poderosa y poética traducción de Fernando Segundo Brieva («Esquilo, tragedias completas«, Edaf, 1982), que tiene más de cien años; y uso deliberadamente «oigamos» y no «leamos» porque pocos textos como este parece que piden ser leídos en voz alta y a dos voces.

«Antígona

(Dirigiéndose al cuerpo de Polinice.) Tú diste y recibiste la muerte.

Ismene

(Dirigiéndose al de Eteocles.) Tú has muerto matando.

Antígona

A hierro mataste.

Ismene

A hierro moriste.

Antígona

¡Qué miserias has procurado!

Ismene

¡Qué miserias has padecido!

Antígona

¡Salid, gemidos!

Ismene

¡Salid, lágrimas!

Antígona

Mataste, y ahora yaces tendido delante de mis ojos.

Ismene

Caíste envuelto en sangre, y así te ofreces a mí, sangriento y sin vida.

Antígona

¡Ay!

Ismene

¡Ay!

Antígona

El dolor enajena mi mente.

Ismene

Dentro del pecho angústiase el corazón.

Antígona

¡Ah, ah, merecedor de ser llorado para siempre!

Ismene

¡Y tú también, desdichado entre los desdichados!

Antígona

De mano amiga recibiste la muerte.

Ismene

Tú diste muerte al amigo.

Antígona

Doble desastre que referir.

Ismene

Doble desastre que considerar.

Antígona

Doble aflicción, que está aquí, ¡a mí lado!

Ismene

Desgracias de hermanos, desgracias hermanas también, que me hacen vecindad desdichada.

Antígona

¡Horrendo de decir!

Ismene

¡Horrendo de mirar!

Coro

¡Oh Parca, funesta distribuidora de infortunios! ¡Oh veneranda sombra de Edipo, negra Erinia, y cuán formidable eres!

Antígona

¡Ay!

Ismene

¡Ay!

Antígona

¡Qué de horrendos males!…

Ismene

Le ofreció a este su hermano de vuelta del destierro.

Antígona

¡Y después que le mató, no entró en Tebas!

Ismene

Y cuando parecía haberse salvado, perdió la vida.

Antígona

¡Sí, la perdió!

Ismene

¡Y quitó a este la suya!

Antígona

¡Mísera raza!

Ismene

¡Calamidad miserable!

Antígona

Desgracias gemelas dignas de lastimosísimo duelo.

Ismene

Torrente irresistible de males que saltan los unos sobre los otros.

Antígona

¡Horrendo de decir!

Ismene

¡Horrendo de mirar!»

No sería fácil encontrar un texto más conmovedor sobre la muerte entre hermanos, sobre los conflictos fratricidas, la tragedia de quienes mueren y de quienes sobreviven y los lloran.

O sea, sobre la tragedia de las guerras civiles.

Uf.

Verónica del Carpio Fiestas

«

Párvulos muertos

El Registro Civil se implantó con carácter general en España por una ley de 1870; antes había libros parroquiales. En esta fotografía, tomada por mí,

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de un libro parroquial de un pueblo de Palencia, Frómista, Iglesia de San Martín de Tours, constan las inscripciones de defunción, o, más bien, de entierro, de un mes y veinte días, febrero y marzo del año 1790. Constan cinco muertos,»párvulos», o sea, niños y niñas de corta edad. Cinco niños de corta edad muertos en mes y veinte días en un solo pueblo, con sus nombres (Paula, Santiago, Vicente, Catalina).

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Según Wikipedia, Frómista tenía, cuarenta años antes de 1790, 227 vecinos, y cuarenta años después de 1790, 44 hogares y 1.482 vecinos; si los datos son fidedignos, no parece probable que en 1790 hubiera más habitantes que los de esas cifras. Imaginemos la espantosa mortalidad infantil de un país en el que con ese número de habitantes en un pueblo mueren cinco niños en un mes y veinte días, y cómo sería la vida de quienes tenían hijos sabiendo que morirían en esos porcentajes. Solo de pensarlo se ponen los de pelos de punta.

En esta otras imágenes de los mismo libros parroquiales y diversas fechas, al azar, también hay párvulos, o «parbulos», muertos. Y en la inscripción referente a algunos, ni siquiera consta el nombre.

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Parecido, por cierto, a como siguió siendo en España hasta el año 2011, como residuo sorprendentemente prolongado en el tiempo de unas épocas nada lejanas, en medida historica, de unas terriblemente altas tasas de mortalidad infantil que en el siglo XIX persistían. El artículo 30 del Código Civil, aprobado en 1889 y vigente hasta la Ley 20/2011 del Registro Civil, de 21 de julio, decía lo siguiente: “Para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno”. Prescindo de lo de «figura humana», que nos llevaría muy lejos recorriendo los caminos de la superstición y la misoginia; el inciso «viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno» significa, por ejemplo, y entre otras consecuencias, tales como que no computara a efectos de herencias, que a un bebé daba igual que los padres le pusiera nombre al nacer, porque si moría antes de las veinticuatro horas ni siquiera se le inscribía donde las personas, sino en el llamado «legajo de abortos».

Uf.

Verónica del Carpio Fiestas

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Figuras siniestras en el balcón

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Según parece, esta obra del pintor español Francisco de Goya (1746-1828), «Majas en el balcón», 1810-12, representa a dos prostitutas con sus chulos. Si quienes saben dan eso como opinión mayoritaria, habrá que darlo por bueno.

Y según parece, el impresionista frances Eduard Manet (1832-1883) se inspiró en esta obra de Goya, a raíz de un viaje a Madrid, para su obra «El balcón» (1868-69), y las personas representadas pertenecen al propio entorno familiar del pintor,  parientes o amigos.

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Y, según parece también, el pintor surrealista sui generis, o lo que sea, René Magritte, belga, 1894-1967, se inspiró en esta obra de Manet para la suya «El balcón», de 1950.

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De un balcón de prostitutas y proxenetas en 1810-12 a un balcón de ataúdes de pie y sentados en 1950, y pasando por tres países.

El balcón es siniestro, sí. ¿Pero cuál? ¿El de Magritte, solo? ¿Seguro?

¿No es siniestro un balcón con mujeres expuestas a la venta y con los hombres que las «protegen»? ¿Sabía Magritte que Manet se inspiró en la obra de Goya y que la obra de Goya representaba a prostitutas y proxenetas? ¿Sabía Manet que la obra de Goya tenía ese tema? Y si Manet lo sabía, ¿por qué representó así a parientes y amigos? ¿Y los amigos y parientes de Manet sabían que estaban posando para un cuadro que se inspiraba en otro sobre prostitutas y chulos? ¿O Manet, caso de que lo supiera, se lo ocultó?

¿Qué es más siniestro, un balcón con ataúdes, no sabemos si llenos o vacíos, o un balcón de exposición de mujeres en situación de exclusión social y con sus explotadores o un balcón con grupo de personas más o menos burguesas que, inconscientemente o no, están en la pose que, en una obra anterior y que ha servido de inspiración, tenían prostitutas y proxenetas, y que además en este segundo cuadro se relacionan tan poco entre sí como entre sí se relacionan los ataúdes en la obra de Magritte?

Un ataúd sentado o de pie es siniestro, estamos de acuerdo. Pero ¿no es también siniestro que Manet pintara a una joven amiga violinista con una sombrilla en vez de con un violín y además en la pose de una joven prostituta de cincuenta años antes y además bastante más hermosa?

Y, yendo a más en plan siniestro, ¿cuál podría la siguiente obra siniestra de cuatro figuras en un balcón?

Así, puestos a pensar, se me ocurre otro balcón con otras cuatro figuras, y  ya con eso pasamos por cuatro países: las  cuatro figuras que aparecen mirando desde un balcón interior del Grant Museum of Zoology, en Londres. Eso sí que sería un paso más hacia lo siniestro… Tanto, que estoy por solo poner enlaces, y no incluir aquí la imagen, de las muchas de ese balcón que se ven  por internet y que usted, si quiere, puede buscar, para verlo más de cerca…

Al fin y al cabo, no hay tanta diferencia. Tanto los pintores como los pintados de los cuadros que he incluido en este post están todos muertos…

Verónica del Carpio Fiestas

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Cuentos sobre robar y crear cadáveres para investigación médica

Ahora que ni se plantea siquiera problema moral o legal para que docentes y estudiantes de Medicina o investigadores puedan obtener, manejar y diseccionar cadáveres en docencia e investigación, resulta difícil de entender que eso ha sido un problema serio durante mucho tiempo; y que saltarse la prohibición acarreaba graves sanciones. Pero no voy a hablar de esa prohibición generalizada y prolongada por motivos religiosos, sino de un problema concreto que al parecer existió en Gran Bretaña: cómo conseguir esos cadáveres en los centros docentes médicos, cuando no existía prohibición de usar los cadáveres, sino dificultad de conseguirlos, y especialmente si eran, ejem, frescos.

Resulta que en Gran Bretaña hubo una temporada en el siglo XIX en la que se pagaba a los «suministradores» de cadáveres para docencia en las facultades médicas, cerrando los ojos a la «fuente de suministro». En una época en la que la comida del día siguiente no estaba garantizada ni mínimamente para muchos, eso propició que delincuentes aprovecharan esta posibilidad de ingresos -no queda claro si sustanciosos o no, porque no hay referencias comparativas de cuánto valía un cadáver en relación con otros, ejem, productos-, y se dedicaran a asaltar tumbas de personas recién enterradas. Solo conozco dos obras literarias que reflejen esa situación inicial, y la «solución» lógica al problema que surgía cuando no era fácil asaltar tumbas para conseguir cadáveres frescos susceptibles de ser vendidos a instituciones médicas, o cuando se prefería otro sistema más sencillo, o sea, matar. Y es que con la hipocresía más horripilante, o ceguera voluntaria criminal, las instituciones médicas que recibían los cadáveres y pagaban por ellos no podían razonablemente desconocer que procedían de actos inmorales e incluso de asesinatos, pero cerraban los ojos, al más puro estilo de esos familiares de los mafiosos, que propician delitos y se benefician, pero no quieren saber.

Ambas obras mencionan a dos personas reales, Burke y Hare, asesinos en serie para vender los cadáveres de los asesinados. Las dos obras figuran en todas las antologías y son, naturalmente, las siguientes:

  • «Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes«, «On Murder Considered as one of the Fine Arts«, de Thomas De Quincey, enlace a texto en castellano aquí , de 1827, y
  •  «Los ladrones de cadáveres«, «The body-snatcher«, de Robert Louis Stevenson, enlace a texto en castellano aquí, de 1884.

Curiosa la diferencia de estilos. «Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes«, gran literatura, es muchas cosas, incluyendo una sátira paródica de tipo académico del estilo de «Una modesta proposición«, el cuento de Jonathan Swift, texto aquí, que De Quincey menciona expresamente. Esa obra de Swift  ya la he citado, en un post jurídico paródico sobre indulto en otro blog; post en el que, por cierto, me ratifico, ya que la regulación legal no ha cambiado en esencia desde que lo escribí en 2013.

Todo lo que se diga de esta obra de De Quincey será poco. La obra impresiona, con el catálogo comparativo de asesinos y técnicas de asesinato, a veces paródico, a veces desatado. Baste decir que Jorge Luis Borges fue intenso lector de De Quincey, y escribió sobre él; así poco más cabe añadir a lo dicho por Borges, salvo que me fastidia que el propio título de la obra sea usado tan frecuentemente por tantos de esos que, a todas luces, solo leen los títulos o solo saben de esas obras las frases geniales ya de circulación común. Y aquí ya frase genial ya sabe cuál es, ¿no? Esa de que se empieza cometiendo un asesinato y se acaba degradándose a la mala educación y tal, o sea, esta:

«Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento. Principiis obsta: tal es mi norma.» Esto fue lo que dije, ésta fue siempre mi manera de actuar y si esto no es ser virtuoso me gustaría saber lo que es.»

Pero mejor voy a escoger un párrafo:

«Hobbes no fue asesinado, nunca he logrado comprender porqué ni en virtud de qué principio. Esta es una omisión capital de los profesionales del siglo diecisiete, pues a todas luces se trata de un espléndido sujeto para el asesinato, salvo que era flaco y huesudo; por lo demás, puedo probar que tenía dinero y (lo cual es muy cómico) carecía de todo derecho a oponer la menor resistencia ya que, conforme a su propia tesis, el poder irresistible crea la más elevada especie de derecho, de modo que constituye rebelión, y de las más negras, el resistirse a ser asesinado cuando ante nosotros aparece una fuerza competente. No obstante, si bien no fue asesinado, me complace asegurarles que, según su propia cuenta, estuvo tres veces a punto de serlo, lo cual nos consuela.»

En cuanto a la obra de Stevenson, es una pena que este cuento de terror realista con tan extraordinaria descripción de caracteres y situaciones y tan magistral manejo del lenguaje se estropee en la última página mutando en cuento de terror fantástico en un desafortunado viraje final. Tras un siglo XX de espantosos campos de exterminio, sabemos que lo que de verdad da miedo no es lo sobrenatural inventado, sino el Mal humano y muy humano; y mucho más miedo habría dado el cuento, y habría estado más logrado literariamente, en mi modesta opinión, de haber mantenido el tono realista.

En cualquier caso, si decide leer una obra, o ambas, lo que le recomiendo, prepárese a una lectura de muy alto nivel literario, lo que no significa que sean obras difíciles de leer. Bueno, quizá sí un poco la obra de De Quincey, más, digamos, intelectual, con referencias literarias, históricas y filosóficas reales e inventadas, pero perfectamente comprensible. Prepárase también al escalofrío y, disculpe la expresión imprecisa y vulgar, al mal rollo; y es que tanto una obra como otra son, a veces, un tanto desagradables, como puedo serlo, y en efecto es, la «Lección de anatomía» de Rembrandt, y disculpe que no ponga la imagen del cuadr, porque da mal rollo.

A lo mejor lo de los cadáveres obtenidos al gusto del consumidor y en plan técnica just-in-time era una leyenda urbana. Pero qué quiere que le diga, parece que no. No solo en cualquier prólogo de cualquier edición de estas obras se menciona lo de Burke y Hare, sino que figura hasta en Wikipedia.

Verónica del Carpio Fiestas

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Tres obras sobre epidemias mortales

Tres obras voy a citar muy distintas en las que se describe cómo transcurre, se vive y se sufre una horrible epidemia mortal. Dos obras son autobiográficas y reflejan epidemias reales, una de ellas simultánea a la epidemia y la otra un recuerdo retrospectivo; la tercera obra es de ficción y, como tantas veces sucede, casi diría que es la más impresiona, pese a a ser ficción. Vayamos por orden cronológico.

La primera obra es el «Diario» de Samuel Pepys (1633-1703), funcionario  británico, enlace aquí. Día a día, y a lo largo de largos meses, y entremezclando con otros muchos acontecimientos públicos y de su vida cotidiana, Samuel Pepys vive y describe la evolucion de la llamada «Gran Peste» de 1665 en Londres, y la consiguiente enfermedad y muerte de muchos, muchísimos, según parece la quinta parte de la población de Londres en año y medio, incluyendo conocidos y parientes no muy próximos. Y pese a ello, y a saber que la muerte era poco menos que segura si se contraía la enfermedad, el autor declara que en esa época fue feliz, y no solo porque considere una suerte que él y su familia próxima hayan sobrevivido. Es impresionante la capacidad humana para ser feliz incluso en circunstancias tan adversas. Y hay que tener en cuenta que se trata de un diario, que el autor no podía saber de cierto cuando escribió eso que luego sería publicado, y que por tanto parece razonable que refleje su verdaderos sentimientos.

La segunda obra, «Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid«, publicada en 1880 por el escritor español Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), enlace aquí. En una grave epidemia de cólera morbo en Madrid, en 1834-1835, él mismo cayó enfermo y su propia madre falleció. Aquí el autor dista de recordar aquella época como feliz. Voy a transcribir el capítulo X, enlace aquí, que refleja una época terrible porque, resulta que además, a la vez, había guerra civil, una de tantas del convulso siglo XIX español:

Capítulo X
Cambio de decoración
1834-1835
El Cólera morbo

«Al regresar a Madrid de mi largo viaje por el extranjero, en los primeros días de Mayo de 1834, todo había cambiado de aspecto en el orden político y administrativo del país. Al Gobierno absoluto del último monarca había sucedido el ilustrado y liberal de la REINA GOBERNADORA: esta augusta señora había otorgado, con la fecha de 16 de Abril, el famoso ESTATUTO REAL, disponiendo la convocación de las Cortes del Reino en sus dos estamentos de Próceres y de Procuradores; importantísimo documento, que, firmado por los ministros Martínez de la Rosa, Burgos, Garelli, Zarco del Valle, Aranalde y Vázquez Figueroa, iniciaba una nueva época en la marcha histórica y política del reino. Consecuencia de él eran las radicales reformas emprendidas en la Administración pública, la nueva división del territorio, la creación de los jefes políticos (subdelegados de Fomento), la diversa organización de los tribunales y centros gubernativos, descartados de todos ellos los elementos y formas absolutistas, y la mayor latitud, en fin, dada a las manifestaciones de las ideas por medio de la imprenta y de la disensión.

No hay necesidad de repetir que por mi parte, y dentro de la esfera de mi insignificancia política, veía con placer el giro que tomaban las cosas, y que, deseoso de contribuir con mis débiles fuerzas al desarrollo de la cultura patria -aunque siempre contenido dentro de los límites que me trazaban la prudencia y el amor puramente platónico y desinteresado hacia las reformas útiles- me dispuse a poner desde luego al servicio de mi pueblo natal los estudios y observaciones que había podido hacer en mis viajes a los países extranjeros, sobre las mejoras materiales y la administración de las capitales que había visitado.

Al efecto, y haciendo absoluta abstracción de las circunstancias del momento, dediqueme a ordenar mis apuntes y documentos y a trazar un cuadro comparativo de aquellas extranjeras poblaciones con la nuestra, tan atrasada a la sazón, y que continuaba, poco más o menos, ofreciendo el aspecto con que ya la describí en anteriores artículos de estas MEMORIAS, y muy particularmente en la primera edición, en 1831, de mi Manual; de esta obrilla, en la que (al decir de Larra en uno de sus artículos) «había acertado a sacar la mascarilla del Madrid moribundo y próximo a desaparecer de nuestra vista».

Terminado tenía ya mi concienzudo trabajo, y me disponía a darlo a la estampa en los primeros días del mes de julio de dicho año, cuando un acontecimiento funesto vino, no solamente a impedirlo, sino también a turbar la existencia misma del pueblo madrileño, y muy particularmente la mía propia; y aunque con inmensa repugnancia a ocuparme de aquella terrible catástrofe, especialmente en cuanto dice relación con mi persona, no me es posible prescindir de consagrarla algunas líneas de estas Memorias  retrospectivas, por la íntima relación que guardó entro ambos aspectos, público y privado.

En la noche del 9 ó del 10 de Julio, después de asistir a la tertulia o soirée, que en ciertos días de la semana reunía en su casa, calle de Relatores, el ilustrado jurisconsulto, estadista y consejero Real, D. Vicente González Arnao (el amigo y heredero de los manuscritos de Moratín), salí de ella acompañado de mis amigos Larra, Salas y Quiroga y Bustamante; y siendo la noche en extremo calurosa, y no muy avanzada la hora, entramos a refrescar en el café de San Sebastián, sin tener para nada en cuenta los vagos rumores que ya empezaban a circular de haberse observado algunos casos de cólera morbo asiático; casos que eran desmentidos, y por lo menos desdeñados del público y de los facultativos, fiándose en la notoria salubridad de nuestro clima, que en todos tiempos había resistido a la invasión de las epidemias. -Mas por lo que a mí toca, no sé si por efecto del inoportuno refresco o de la preocupación aprensiva de que me hallaba dominado, es lo cierto que desde aquel mismo momento me sentí indispuesto, y así continué en los días sucesivos, aunque sin darle gran importancia; pero en el día 15, mi médico, que hasta aquí había negado resueltamente la existencia de la enfermedad, vino azorado diciendo que esta se había desarrollado en tan terribles términos, que en aquel mismo día se calculaban hasta el número de mil y quinientos los atacados, con lo cual era general la consternación. -Esta imprudente noticia, disparada que me fue, como suele decirse, a boca de jarro, por el indiscreto facultativo, produjo en mí, como era natural, un recrudecimiento en el progreso del mal; y este subió de todo punto, cuando el funesto día 17 llegué a entender que, desbordada la muchedumbre del pueblo bajo, y no sabiendo a  quién atribuir o achacar la repentina y horrible calamidad que se le echaba encima dio oídos al absurdo rumor, propalado tal vez con aviesa intención, de hallarse envenenadas las fuentes públicas (rumor, sin embargo, que no por lo absurdo dejaba de tener precedentes en Manila y en otros pueblos a la primera aparición de la terrible enfermedad); y en vez de declararse en hostilidad, como en París y San Petersburgo, contra los médicos o los panaderos, hicieron aquí blanco de sus iras a los inocentes religiosos de las órdenes monásticas, y asaltando las turbas feroces los conventos de los jesuitas (San Isidro), de San Francisco, de la Merced y de Santo Tomás, inmolaron sacrílegamente a un centenar casi de aquellas víctimas inocentes.

La noticia de tan horrible catástrofe, difundida por todos los ámbitos de la capital, ayudó tan poderosamente a la plaga desoladora, que, tomando un vuelo indecible, añadió algunos miles a la cifra de la mortandad. -Aunque quisiera, no podría reseñar aquí el espantoso estado de la población en tan críticos momentos, porque aletargado y casi exánime, sólo era sensible a los tiernos cuidados que me dispensaba mi amantísima madre, la cual llevó su abnegación a tal extremo, que al verme materialmente expirar en la noche del 19, hubieron de arrancarla violentamente de mi lado; pero ¿de qué modo? Cuando un ataque fulminante de la terrible enfermedad la hirió súbitamente y acabó en breves horas con su existir. ¡Testimonio sublime de abnegación y de amor maternal, que no puedo menos de consignar aquí, y a cuyo recuerdo (aun a tan larga distancia) siento agolparse a mis ojos lágrimas de ternura!

Pero apartando la vista de tan lastimoso episodio, que empañó los anales de Madrid, sólo diré que, vuelto algún tanto del paroxismo, e ignorando aún la terrible pérdida que acababa de sufrir, pude escuchar con cierto interés, de boca de mi dependiente o administrador D. Jacinto Monje (que volvía de la formación, armado de punta en blanco, con su uniforme de miliciano), la relación de la apertura de las Cortes por la Reina Gobernadora, el día 24, en que, despreciando el inminente peligro, se había trasladado a Madrid desde el Sitio del Pardo para cumplir aquella histórica solemnidad.

Entrado, en fin, en la penosa convalecencia, hube de enterarme de toda la profundidad de mi desgracia, que me había privado de la más tierna de las madres, de muchos amigos, y hasta de casi todos los vecinos de mi casa. Pude, en fin, enterarme de la coincidencia de la horrible plaga, con la recrudescencia de la guerra civil iniciada a la muerte de Fernando; la presencia en Navarra del pretendiente D. Carlos; el encarnizamiento de los partidos políticos, y el descenso considerable de los fondos públicos, en que a mí también me alcanzaba una buena parte de mi fortuna particular.»

La tercera obra es «La peste», del escritor francés Albert Camus (1913-1960), publicada en 1947, enlace aquí. La fuerza de la Literatura es tan grande que resulta con diferencia, mucho más acongojante que las otras obras, pese a que las otras son de testigos presenciales de epidemias reales y con muertos reales.

Y especial hincapié hace Camus en algo que Pepys y Mesonero Romanos tambien recogen: la reacción del miedo. En la ciudad y época de Pepys, cordones sanitarios y cruces en las puertas para marcar las casas de los apestados; en la ciudad y la época de Mesonero Romanos, el pueblo ignorante busca culpables, y asesina a unos inocentes a quienes, en su ignorancia y en su miedo, considera culpables.

Y en el Orán más o menos ficticio de Albert Camus, con su evidente componente simbólico o alegórico más allá de lo descriptivo, la reacción es la insolidaridad, que va evolucionando a peor, entre la solidaridad heroica de algunos. No es una obra agradable de leer. Y la peste empieza así:

«La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse».
Y también acaba con alegría, como en Samuel Pepys, aunque Camus deje caer que la peste simbólica ahí está, agazapada, y que puede volver en cualquier momento:
«Cuando Rieux llegó a casa de su viejo enfermo, la noche había ya devorado todo el cielo.
Desde la habitación se podía oír el rumor lejano de la libertad y el viejo seguía siempre, con el mismo humor, trasvasando sus garbanzos.
-Hacen bien en divertirse -decía-, se necesita de todo para hacer un mundo. ¿Y su colega, doctor, qué es de él?
El ruido de unas detonaciones llegó hasta ellos, pero éstas eran pacíficas: algunos niños echaban petardos.
-Ha muerto -dijo el doctor, auscultando el pecho cavernoso.
-¡Ah! -dijo el viejo, un poco intimidado.
-De la peste -añadió Rieux.
-Sí -asintió el viejo después de un momento-, los mejores se van. Así es la vida. Pero era un hombre que no sabía lo que quería.
-¿Por qué lo dice usted? -dijo el doctor, guardando el estetoscopio.
-Por nada. No hablaba nunca si no era para decir algo. En fin, a mí me gustaba. Pero la cosa es así. Los otros dicen: «Es la peste, ha habido peste.» Por poco piden que les den una condecoración. Pero, ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más.
-Haga usted las inhalaciones regularmente.
-¡Oh!, no tenga usted cuidado. Yo tengo para mucho tiempo, yo los veré morir a todos. Yo soy de los que saben vivir.
Lejanos gritos de alegría le respondieron a lo lejos.
El doctor se detuvo en medio de la habitación.
-¿Le importa a usted que suba un poco a la terraza?
-Nada de eso. ¿Quiere usted verlos desde allá arriba, eh? Haga lo que quiera. Pero son siempre los mismos.
Rieux se dirigió hacia la escalera.
-Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste?
-Así dice el periódico. Una estela o una placa.
-Estaba seguro. Habrá discursos.
El viejo reía con una risa ahogada.
-Me parece estar oyéndolos: «Nuestros muertos…», y después atracarse.
Rieux subió la escalera. El ancho cielo frío centelleaba sobre las casas y junto a las colinas las estrellas destacaban su dureza pedernal. Esta noche no era muy diferente de aquella en que Tarrou y él habían subido a la terraza para olvidar la peste. Pero hoy el mar era más ruidoso al pie de los acantilados. El aire estaba inmóvil y era ligero, descargado del hálito salado que traía el viento tibio del otoño. El rumor de la ciudad llegaba al pie de las terrazas con un ruido de ola. Pero esta noche era la noche de la liberación y no de la rebelión. A lo lejos, una franja rojiza indicaba el sitio de los bulevares y de las plazas iluminadas. En la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux.
Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.
Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.»
Verónica del Carpio Fiestas

¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo (un poema de Rilke)

Rainer Maria Rilke (1876-1926) dialoga en este poema con un amigo muerto, poeta, que se ha suicidado. Enlace al original en alemán y otra traducción al castellano aquí.

Para Wolf, Conde de Kalckreuth

¿No te he visto en verdad nunca? Mi pecho
está apesadumbrado por ti como por un comienzo
muy grave que se aplaza. ¿Cómo empezaría
a invocarte a ti, que estás muerto, tú, con gusto,
apasionadamente muerto? ¿Te alivió eso tanto
como creías, o acaso estaba el dejar de vivir
todavía lejos del estar muerto?
¿Te imaginabas poseer mejor allí donde
no se da valor a la posesión? ¿Te pareció
que allí estarías dentro, en el paisaje,
que acá como una imagen se te esfumaba siempre,
y que desde ese estar dentro llegarías a la amada
y pasarías vibrando con fuerza a través de todas las cosas?
Ojalá que ahora el desengaño no vaya unido
mucho tiempo a tu juvenil error.
Que tú, disuelto, en una vasta corriente de tristeza
y arrebatado, solo a medias consciente,
en el movimiento alrededor de lejanos astros,
encuentres la alegría que, fuera de aquí,
trasladaste a tu soñado estar muerto.
Qué cerca, oh amigo, estuviste aquí de ella.
Cuán segura se hallaba aquí la que tú anhelabas,
la seria alegría de tu precisa nostalgia.
Si tú, desilusionado de dicha y de desdicha,
horadabas en ti y fatigado subías
a la superficie con una visión, bajo
el peso casi frágil de tu oscuro hallazgo:
entonces la llevabas, a la que tú no has reconocido,
llevabas la alegría, ibas por tu sangre con la carga
de tu pequeño salvador, y la pasaste a la otra orilla.
¿Por qué no esperaste a que la pesadumbre
se hiciese del todo insoportable? Entonces se invierte
y pesa porque es auténtica. Ves tú,
eso era quizá tu instante más próximo,
se acercaba ya tal vez a la puerta
con la corona en el pelo cuando la cerrate de golpe.
¡Oh, y qué golpe, cómo resuena a través de los espacios
cuando en algún sitio, por la constante y dura corriente de aire
de la impaciencia, cae algo abierto bajo el cerrojo!
¿Quién podría jurar de que en la tiera
simiente sana no se resquebraja;
quién indagó si en mansos animales
no palpita lascivamente un deseo de matar
cuando ese tirón enciende un relámpago en el cerebro?
¿Quién conoce la influencia que salta
de nuestro obrar a la cumbre cercana,
y quién la acompaña allí, a donde todo se encamina?
¡Que se diga de ti que has destruido,
que eternamente tenga que decirse!
Y aun cuando irrumpa un héroe, que el sentido,
que tomamos por el rostro de las cosas,
arranque como un disfraz, y con furia
nos muestre rostros, cuyos ojos mudos
nos siguen mirando por simulados agujeros:
eso que tú has destruido, eso es como un rostro
que no se alterará. Bloques se veían por el suelo,
y en el aire, a su alrededor, había ya el ritmo
de un edificio que apenas podía sostenerse;
deambulabas en torno y no veías su armonía,
un bloque te ocultaba el otro, todos
te parecían enraizarse cuando, al pasar por delante,
con menguada confianza intentabas
alzarlos. Y en la desesperación
los alzaste todos. Pero tan solo
para arrojarlos de nuevo en la abierta cantera
en la que, dilatados por tu corazón,
ya no cabían. Si una mujer hubiese
puesto su mano leve sobre el comienzo
todavía tierno de esa ira; si alguien
que estuviese atareado, atareado en lo más íntimo,
se acercara a ti en silencio, cuando, mudo, salías
a consumar la acción; si hubiese guiado tan solo
tus pasos hacia una activa herrería,
donde hombres hacen sonar los yunques, donde el día
llanamente se cumple; si en tu mirada llena
hubiera habido el espacio necesario para albergar
la figura de un escarabajo y sus fatigas,
entonces hubieras tenido la clarividencia
para leer la escritura, cuyos signos
desde la infancia habías grabadoen ti,
intentando de tiempo en tiempo formar con ellos
una frase: y te parecía siempre sin sentido.
Lo sé, lo sé: Tú te tendías ahí palpando
las ranuras igual que si palparas
la inscripción de una tumba. Cualquier cosa
que te parecía arder, la tomabas por antorcha
iluminando ese renglón, más la llama se extinguía
antes de que lo abarcaras, quizá por tu aliento,
quizá por el temblor de tu mano, quizá
porsí sola, tal como a meudo se extinguen las llamas.
Nunca lo has leído. Mas nosotros no osamos leer,
a causa del dolor y la distancia.

Y solo vemos los poemas que todavía
sobre la inclinación de tu sentir soportan
las palabras que tú elegiste. No,
no todas las elegiste tu; a veces había un comienzo
que se te imponía como un todo, y lo repetías
como si fuera un mensaje. Y te pareció triste.
Ay, si nunca los hubieses oído por ti mismo.
Tu ángel lo recita aún ahora, acentuando
el mismo texto de otra manera, y en mí el júbilo
se desborda por tal modo de decirlo,
mi júbilo sobre ti, pues era tuyo:
el que de ti cayese todo lo placentero,
y que en ver hayas reconocido
la renuncia, y en la muerte tu progreso.
Eso era tuyo, oh tú, artista, estas tres
formas abiertas. Mira, aquí está el molde
de la primera: espacio en torno a tu sentimiento,
y de aquella segunda te esculpo el contemplar
que nada apetece, el contemplar del gran artista;
y en la tercera, la que tú mismo muy temprano
quebraste cuando apenas entraba el primer chorro
de ardiente y temblorosa lava del corazón al rojo,
allí se había producido, con una labor bien
ahondada, una muerte, aquella muerte propia
que tanto nos necesita, porque la vivimos,
y a la que en ningún sitio estaremos tan cerca de aquí.
Todo esto fue tu bien y tu amistad;
a menudo lo habías presentido; mas luego
te espantó la oquedad de aquellas formas,
quisiste hacer presa en ella y sacaste el vacío,
y te quejaste. Oh, antigua maldición de los poetas,
que se lamentan cuando debieran dejar oír su voz,
que siempre opinan sobre el sentimiento
en vez de configurarlo; que siempre creen
que lo que en ellos es triste o alegre
lo sabían y les era dado declararlo
o celebrarlo en el poema. Como los enfermos,
usan quejumbrosos del idioma
para señalar donde les duele,
en vez de transformarse implacables en palabras,
como el cantero de una catedral, que tenaz
se identifica con la impasibilidad de la piedra.
Aquí estaba la salvación. Si de pronto hubieras visto
como el destino penetra en los versos
y allí se queda, cómo se hace figura en su interior,
y nada más que figura, a manera de un antepasado
que en el marco, cuando levantas hacia él la vista,
si así fuera, hubieras perseverado.
Pero es intranscendente
pensar lo que no fue. También la comparación
tiene un dejo de reproche que a ti no te alcanza.
Todo lo que sucede lleva tal adelanto
a nuestra intenciónque jamás le damos alcance
ni experimentamos cómo surgió realmente.
No tengas vergüenza si a ti los muertos te rozan,
los otros muertos, aquellos que perseveraron
hasta el fin. ¿Pero qué es el fin, lo sabemos acaso?
Cambia tranquilo la mirada con ellos, como
es costumbre, y no temas que a ti nuestra tristeza
te abrume en exceso y llanes la atención entre ellos.
Las grandes palabras, pronunciadas en los tiempos
cuando el suceder era aún visible, no solo son nuestras.
¿Quián habla de victorias? Sobreponerse es todo.

«Requiem», 1908.
Traducción por Jaime Ferreriro Alemparte, en Antología Poética, Colección Austral.

malevich-1

«Cruz negra», Malévich, 1915

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«Blanco sobre blanco», Malévich, 1918

Por la transcripción y la selección de las ilustraciones,
Verónica del Carpio Fiestas

La enfermedad más poética

¿Es la tuberculosis, o tisis, la enfermedad más poética?

Deliberadamente no uso el adjetivo «romántica», cuando quizá también podría usarlo. Y es que es muy cansino tener que explicar que sería en el sentido estricto del término, como perteneciente al Romanticismo con mayúscula como época cultural, no en el extraño sentido que lleva teniendo estas últimas décadas de película blanda de Hollywood sobre amoríos o de cena para dos con velitas. Un sentido, por cierto, que sorprendería a Lord Byron, a Espronceda o a los románticos de la tempestad, la libertad personal y política, la muerte, la Edad Media, el veneno, el pesimismo, la cultura popular, la rebelión,el intimismo, la tristeza o el retorcimiento formal como motivos  artísticos y hasta como perspectiva más lo menos vital, si vieran todo eso como equivalente o antecedente del agua con azúcar.

Así que repito. ¿Es la tuberculosis la enfermedad más poética? Y es que es frecuente asociarla a la pérdida paulatina de fuerzas y a la muerte en la buhardilla del poeta pobre y bohemio.

Qué mejor que leer la opinión al respecto una mujer que se dedicó a la Poesía. Una mujer que temió contraer la enfermedad cuando era, como lo ha sido siglos, frecuente y mortal, y cuya obra suele incardinarse dentro del Romanticismo o Post Romanticismo.

«Te confieso que lo mismo me da, y que si en realidad llegase a ponerme tísica, lo único que querría es acabar pronto, porque moriría medio desesperada al verme envuelta en gargajos, y cuanto más durase el negocio, peor. ¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética? La enfermedad más sublime de cuantas han existido (después de hallarse uno a bien con Dios) es una apoplejía fulminante, o un rayo, que hasta impide, si ha herido como buen rayo, que los gusanos se ceben en el cuerpo convertido en verdadera ceniza.»

Rosalía de Castro, cartas a su marido el también escritor Manuel Murguía, enlace aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

La confesión del asesino literario

O, si lo prefiere, la historia de un crimen contada por el asesino, en términos más o menos extensos. En una que solo si llega usted al final sabrá que es la confesión de un asesino.

1 «Sonata a Kreutzer», de León Tolstoi, 1889
2 «La familia de Pascual Duarte», de Camilo José Cela, 1942
3 «El extranjero», de Albert Camus, 1942
4 5 6 7 y aproximadamente hasta 80 o 100 «Crímenes ejemplares», de Max Aub, 1957
101, o el número que toque, «El asesinato de Roger Ackroyd», de Agatha Christie, 1926.

Y añado en la lista, con el número que sea, no otra novela más, sino un cuento. Un cuento de Jorge Luis Borges, «Deutsches Requiem», 1949.

Y ahora, un juego literario: adivine, sin consultar Google, cuál es la obra compuesta de microrrelatos. No se quejará, que se lo he puesto bien fácil.

Y no se quejará tampoco de que no sea variada la lista en estilos literarios y nacionalidad de autores.

Verónica del Carpio Fiestas

Cervantes y el caballo de la muerte

Cuatro jinetes en el Apocalipsis; cuatro caballos. Tradicionalmente suele decirse que los jinetes son el Hambre, la Guerra, la Peste y la Muerte.  Un jinete es la Muerte.

«Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra«

La Muerte monta en un caballo bayo, amarillo.

Miguel de Cervantes, unos días antes de morir, escribió una carta: la dedicatoria de su último libro,  publicado póstumo por su viuda: «Los trabajos de Persiles y Sigismunda«. La víspera de escribir esa dedicatoria recibió Cervantes la Extremaunción. El pobre Cervantes siente y dice que se muere, y aun en esas circunstancias hace la pelota a un poderoso. ¿Se  trataba de verdadero afecto al duque de Lemos, o del ánimo de conseguir que su mujer Catalina de Salazar, su futura viuda, tuviera más protección en la publicación del libro, o de qué exactamente? Lo sabrán los estudiosos. Yo no lo sé. Sí sé que escribe en términos tales que producen sonrojo.

Y lo que si sé también, es transcribir la dedicatoria. Escrita ya cuando el tiempo es breve, la agonía se aproxima y la esperanza se desvanece, hoy aparece como un terrible ejemplo de abyecta sumisión al poderoso hasta en las puertas de la muerte. Fuera ello lo habitual, previsible y lógico en esa época hasta en mitad del dolor, del sufrimiento y del miedo -qué horrible época, si así fuera-, o fruto de la pobreza y la necesidad de Cervantes, o de su carácter -qué duro pensar que fuera así-. Impresiona cómo Cervantes era consciente de que se moría y escribe desde el sufrimiento y deseando seguir con vida, y que en esas circunstancias haya de escribir que quizá se curaría si viera de nuevo al mecenas. Uf.

«A don Pedro Fernandez de Castro

Conde de Lemos, de Andrade, de Villalva; Marques de Sarria, Gentilhombre de la Camara de su Magestad, Presidente del Consejo supremo de Italia, Comendador de la Encomienda de la Zarça, de la Orden de Alcantara.

Aqvellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comiençan:

«Puesto ya el pie en el estriuo»,

quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epistola, porque casi con las mismas palabras las puedo començar, diziendo:

«Puesto ya el pie en el estriuo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, esta te escriuo.»

Ayer me dieron la estremavncion, y oy escriuo esta; el tiempo es breue, las ansias crecen, las esperanças menguan, y, con todo esto, lleuo la vida sobre el desseo que tengo de viuir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuessa excelencia: que podria ser fuesse tanto el contento de ver a vuessa excelencia bueno en España, que me voluiesse a dar la vida. Pero si està decretado que la aya de perder, cumplase la voluntad de los cielos, y, por lo menos, sepa vuessa excelencia este mi desseo, y sepa que tuuo en mi vn tan aficionado criado de seruirle, que quiso passar aun mas alla de la muerte mostrando su intencion. Con todo esto, como en profecia, me alegro de la llegada de vuessa excelencia, regozijome de verle señalar con el dedo, y realegrome de que salieron verdaderas mis esperanças, dilatadas en la fama de las bondades de vuessa excelencia. Todauia me quedan en el alma ciertas reliquias y assomos de las Semanas del jardin y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mia, que ya no sería ventura, sino milagro, me diesse el cielo vida, las verà, y con ellas fin de La Galatea, de quien se està aficionado vuessa excelencia; y con estas obras, continuando mi desseo, guarde Dios a vuessa excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueue de abril de mil y seyscientos y diez y seys años.

Criado de vuessa excelencia,

Miguel de Ceruantes.»

Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo.

«Puesto ya el pie en el estribo» era, al parecer, una copla clásica. ¿El estribo del caballo? ¿Montar a caballo es viajar, viajar es morir?

Y en el Apocalipsis es la Muerte el jinete. ¿Tendría que ver esa copla con el Apocalipsis? ¿Lleva la Muerte al muerto detrás, a la grupa? ¿O el muerto se convierte en La Muerte? ¿Era bayo el caballo donde montó al morir Cervantes?

Pobre Cervantes.

Verónica del Carpio Fiestas

El Eclesiastés

Conviene poner las cosas en su lugar y no perder la perspectiva. Ante tanta bobada vendida como literatura, tanta literatura vendida como Literatura con mayúsculas y tanta Literatura con mayúsculas vendida como indispensable y de primerísimo nivel, no está de más recordar que el primerísimo nivel literario contiene pocas obras, y que muchas que venden como de primerísimo nivel no lo son ni de lejos pero que hay otras que ciertamente lo son, y no debe olvidarse; y que además, por si poco fuera, se pueden leer gratis. Una de ellas es el Eclesiastés, en la Biblia, Antiguo Testamento. Ojo: no estoy hablando de religión, sino de Literatura.

Pocas obras han tenido tanta influencia en la Literatura y en el Arte como el Eclesiastés; las vanitas, por ejemplo, pululan en la pintura barroca. Y de belleza intrínseca, poco hay que decir; basta leerlo en alguna de las innumerables traducciones que circulan, que reflejan una belleza sobrecogedora. Para detalles sobre quién lo pudo escribir, la lengua original, su discutida datación, mire Google; no me interesa, que aquí estoy hablando de belleza y de influencia en la Cultura. Una vez que lea el Eclesiastés, si no lo ha leído hasta ahora, se dará cuenta, retrospectivamente, de cuantísimas veces han quedado reflejadas sus frases, sus filosofía, las imágenes gráficas, en la Literatura -especialmente en la Poesía-, y en el Arte -especialmente en la Pintura-. Sí, las mayúsculas son deliberadas. Porque las cosas hay que ponerlas en su lugar, y aquí estamos en el ámbito de las mayúsculas.

Procure escoger una buena versión; no le den gato por liebre. Pero en todas encontrará aquello de «vanidad de vanidades», «un tiempo para nacer, un tiempo para morir», «nada nuevo bajo el sol». Cada vez que lo leo me parece más hermoso, y además, siempre actual, porque los sentimientos que reflejan no puede ser más actuales, aunque esto sea un detalle menor.

Para convencerle de que de verdad esto son Palabras Mayores estoy dudando si copiar parrafos. Bueno, copiaré algunos, de una de tantas traducciones. Espero que no hayan dado gato por liebre.

Así observé todas las obras que se hacen bajo el sol,
y vi que todo es vanidad y correr tras el viento.[…
]

Porque no perdurará el recuerdo
ni del sabio ni del necio:
con el paso de los días, todo cae en el olvido.
Así es: ¡el sabio muere igual que el necio![…]

Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa
bajo el sol:
3:2 un tiempo para nacer y un tiempo para morir,
un tiempo para plantar y un tiempo para arrancarlo plantado;
3:3 un tiempo para matar y un tiempo para curar,
un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;
3:4 un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;
3:5 un tiempo para arrojar piedras
y un tiempo para recogerlas,
un tiempo para abrazarse
y un tiempo para separarse;
3:6 un tiempo para buscar
y un tiempo para perder,
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;
3:7 un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
un tiempo para callar y un tiempo para hablar;
3:8 un tiempo para amar y un tiempo para odiar,
un tiempo de guerra
y un tiempo de paz

¿Qué le parece? ¿No le parece impresionante? Hay un tiempo para nacer y otro para morir. Y otro para matar. Y uno para buscar y otro para perder, y uno para amar y otro para odiar. Y uno para guerra y otro para paz.

Yo he visto algo más bajo el sol:
en lugar del derecho, la maldad
y en lugar de la justicia, la iniquidad […]

Yo volví mis ojos a todas las opresiones
que se cometen bajo el sol:
ahí están las lágrimas de los oprimidos,
y no hay quien los consuele.
La fuerza está del lado de los opresores,
y no hay nadie que les dé su merecido.
4:2 Entonces tuve por más felices
a los muertos, porque ya están muertos,
que a los vivos, porque viven todavía;
4:3 y consideré más feliz aún
al que todavía no ha existido,
porque no ha visto las infamias
que se cometen bajo el sol

Pues hay mucho más. Bueno, no mucho más, en realidad. Son solo unas cuantas páginas de poemas. Si le parece poco.

Y no ilustro este post con una imagen o con otra cita porque me saldrían centenares. Así que mejor podemos hacerlo de otra forma, si le parece: busque y lea el poema completo y verá cómo, sin necesidad de pensar mucho, encuentra enseguida usted una imagen de Arte o una cita de Literatura, con mayúsculas, donde se refleje la influencia histórico-cultural de esta poesía, y  la coloca usted mismo mentalmente en este recuadro:

1

Verónica del Carpio Fiestas

Un delito tristísimo en 1926

«Un Teniente de Intendencia muerto a tiros por un ex Oficial del mismo Cuerpo«.  Este es el titular del diario ABC de 26 de diciembre de 1926» de una noticia que empieza así:

«En la calle de la Montera se desarrolló ayer tarde un sangriento suceso de quien fue víctima el teniente de la escala activa del Cuerpo de Intendencia D. José Conde Centeno, que fue muerto a tiros por un ex oficial que perteneció al mismo regimiento hasta hace poco menos de un un año en que, obligado por la oficialidad de aquel, pidió y obtuvo la separación del Cuerpo.
Para relatar de forma ordenada lo sucedido expondremos los antecedentes que dieron origen al drama.
Hace un año aproximadamente, como decimos, y poco después de su regreso de Marruecos, donde hizo larga campaña, el teniente D. José Conde fue a vivir a una casa de huéspedes de la calle de la Magdalena. Allí se hallaba alojado otro teniente de Intendencia, perteneciente a la escala de reserva, llamado Juan Díaz Mayordomo. El trato corriente y usual que corresponde entre compañeros duró poco, porque hasta el teniente Conde llegaron noticias sobre la conducta de su compañero de hospedaje, noticias que se vio obligado a poner en conocimiento de sus jefes y de la oficialidad. Poco después el teniente Díaz Mayordomo solicitó y obtuvo la separación del Cuerpo.
No llegó a formarse Tribunal de honor porque Díaz Mayordomo, que no se justificó de los bochornosos cargos que se le hicieron, aceptó la propuesta de sus compañeros de regimiento. En el procedimiento privado que se siguió se consignaron manifestaciones de asistentes, de la patrona de la casa de huéspedes y de otras personas.«

crimen montera 5

En el año 1926, según reflejan las crónicas periodísticas de la época, un hombre fue muerto a tiros en Madrid, en pleno centro de la ciudad, en la calle Montera. La víctima, José,  era militar en activo. El homicida, Juan, era militar en la reserva. La víctima, de 24 años, se había casado hacía poco y su mujer estaba embarazada. El homicida, de 37 años, no trabajaba desde que, tiempo atrás, pidió pasó la baja del Ejército como consecuencia de que se le iba a abrir un Tribunal de honor. Ninguna duda había sobre la autoría del crimen y sobre la circunstancia de que el homicida mató sin previo aviso con un tiro por la espalda y otro de frente, y que antes había venido profiriendo amenazas contra la víctima y otras personas. El homicida fue condenado a «reclusión perpetua» por un tribunal militar, en Consejo de Guerra.

Las crónicas periodísticas de la época del conocido como «crimen de la calle de la Montera» reflejan el motivo del homicida, de forma críptica. Se cuenta que ambos militares habían coincidido como alojados en una casa de huéspedes y que el fallecido José había observado una conducta indigna en Juan, hechos bochornosos, y que le retiró su amistad por ello; y que como la «vida escandalosa» de Juan había continuado, aquél se vio obligado a dar parte a sus superiores en el Ejército. Se iba a abrir Tribunal de honor contra Juan por los hechos causantes de la denuncia y, antes de llegar a ello, Juan hizo caso de las sugerencias de la oficialidad y pidió la baja. Le quedó un rencor profundo contra quien le había denunciado y otros compañeros a quienes consideraba responsables de su situación.

Hasta aquí las crónicas periodísticas de la época.

Lo que no dicen las muy pudorosas crónicas periodísticas de la época es que la conducta escandalosa por la que el militar fallecido José había retirado su amistad a Juan y lo había denunciado a sus superiores era la homosexualidad de éste. Este dato no sale en las crónicas oficiales, pero consta en las crónicas familiares que me han llegado por tradición oral. Porque el fallecido era pariente mío; y, añade la tradición oral, la familia del fallecido, o sea, la mía, hizo lo posible para que no se impusiera al condenado pena de muerte que al parecer habría sido posible en el caso.

Es decir, que en los años 20 del siglo XX una persona suprimió la relación de compañeros de armas con otra por ser este segundo homosexual, por ser homosexual este lo denunció a sus superiores, por ser homosexual se abrió contra el denunciado una información privada en la que declararon diversas personas, por ser homosexual al denunciado lo iban a someter a un «Tribunal de honor» y por ser homosexual tuvo el denunciado que abandonar el Ejército.

Triste mundo en el que una persona retira a otra su amistad por ser homosexual, que por ser homosexual lo denuncia a los mandos militares, que por ser homosexual hay investigaciones privadas y declaraciones, que por ser homosexual se plantea  Tribunal de honor al denunciado, que por ser homosexual el denunciado debe dejar el Ejército.

Y triste mundo en que una persona de bien -como era considerado el fallecido, y no solo figura así en la tradición oral familiar, sino también en las crónicas periodísticas-, cumple un deber al denunciar a un compañero de armas por ser homosexual para que se tomen contra él medidas graves.

Y triste mundo en el que hay «Tribunales de honor».

Y triste mundo aquel en el que alguien mata por rencor.

crimen montera 2

crimen Montera 1

ABC. 12-1-1927

Y triste mundo en el que se considera agravante de un homicidio que el delito se haya cometido como consecuencia de un acto de servicio, entendiendo por tal, se deduce, denunciar la homosexualidad.

Y triste mundo en el que se somete a Consejo de Guerra, es decir, a jurisdicción militar, y no a la civil, a alguien que ya no es militar.

Y triste mundo en el que hay cadena perpetua.

Triste, tristísimo delito en 1926.

Datos:

ABC de 29 de diciembre de 1926 , enlace aquí

crimen montera 3crimen montera 4ABC de 11 de enero de 1927, enlace aquí

crimen montera 6La Voz, 27 de diciembre de 1926, número completo aquí La Voz (Madrid). 27-12-1926

crimen montera 7crimen montera 8

Sinopsis del artículo 26 de la Constitución vigente, sobre tribunales de honor, con explicación del concepto y la normativa vigente, enlace  aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

-Dedico este post a la memoria de mi abuela-

Matar del susto

Hay una extraña técnica de asesinato literario que he detectado en tres escritores clásicos: Conan Doyle, Simenon y Vázquez Montalbán: matar de un susto. Y con la cuestión conexa:¿es punible matar de un susto? Porque, en los casos de Simenon y Vázquez Montalbán, parece que no, y no hay responsabilidades; en cuanto al caso de Conan Doyle, el asesino muere, muy oportunamente, a manos del propio instrumento del crimen y cuando intentaba cometer otro. Con el mismo móvil, el dinero, tenemos la misma técnica en la Inglaterra de finales del siglo XIX, en un pueblecito francés en los año 30 del siglo XX donde no hay luz eléctrica ni agua corriente y en la Barcelona de 1981, del mismo año 1981 en cuyo día 23 de febrero fracasó un golpe de estado el llamado 23-F.

En el cuento «La banda de lunares» («The Adventure of the Speckled Band») el asesino introduce una serpiente en una habitación, y la joven ocupante muere de terror; la obra, de la serie de Sherlock Holmes, publicada en 1892, y ambientada en la época, no puede dejar de mencionarse, que es de las clásicas de enigma de cuarto cerrado, que se soluciona con truquillo de una pequeña abertura para la serpiente. En la novela «El caso Saint-Fiacre» («L’affaire Saint-Fiacre«) de la serie del comisario Maigret, año 1932, una condesa, viuda y enferma del corazón, muere de ataque cardíaco, en plena misa, al abrir su misal y encontrarse un recorte de prensa con la noticia, falsa, de que su único hijo se había suicidado avergonzado por la inadmisible conducta licenciosa de su madre; y es que la madre, repetidamente calificada de «vieja», con sesenta años y considerada como tal desde mucho antes, tenía un amante de la misma edad del hijo, algo social y moralmente intolerable. En el cuento «Aquel 23 de febrero«, de la serie del detective Calvalho,en el libro «Historias de política ficción«, año 1987, se investiga el asesinato, o lo que sea, de un anciano -y que también tiene una amante, pero eso da casi igual- que, habiendo pertenecido al bando republicano en la guerra civil, había sufrido grave persecución durante el franquismo, y  a quien, con grabaciones falsas que no puede dejar de escuchar desde la pequeña habitación donde se le ha ocultado para «protegerlo», se le hace creer que ha triunfado el golpe de estado y que los militares lo vienen a detener.

La técnica es la misma: matar de un susto, de una impresión, provocar un ataque cardíaco. El arma del crimen, distinta: una serpiente de verdad, un recorte de periódico falso y unas grabaciones falsas con voces militares. Y en los tres casos, el asesino es del entorno personal de la víctima: el padrastro, el hijo del administrador de la condesa asesinada y los propios hijos de la víctima, respectivamente. Y por mucho que lo intente, que a lo mejor no lo intenta, porque aunque el ambiente se describe como desordenado y de decadencia moral, en realidad el fondo de la novela es nostálgico y descriptivo -el protagonista Maigret, vuelve al pueblo donde nació y ello nos permite conocer cómo eran él, su familia, su casa y su pueblo, y eso es lo que cuenta-, Simenon no llega ni de lejos a describir una  atmósfera moral tan asfixiante como la que consigue Vázquez Montalbán en muchas menos páginas y con evidente trasfondo político. Ni una muerte tan dolorosa; la condesa muere en el acto, pero el republicano sufre horas de terrible tortura moral, encerrado esperando que ya lo vayan a detener, hasta que muere de ataque cardíaco. Conan Doyle, claro, describe poco; ciertamente no resulta agradable ni correcto que a una la intente asesinar su padrastro, cuando antes ha conseguido ya asesinar a la hermana, pero, vaya, siendo púdicos victorianos tampoco hay que insistir mucho en ello.

No lo dude: la más grata de leer es, como casi siempre, la obra de Conan Doyle.

Pero eso es lo de menos. Lo que sigo sin entender es si de verdad no es punible matar de un susto.

 Verónica del Carpio Fiestas

Plantar un bosque para ocultar una hoja: la técnica de asesinar a muchas personas para ocultar el asesinato de una sola

«Where does a wise man hide a leaf?»

And the other answered: «In the forest

¿Dónde escondería un sabio una hoja de árbol? En un bosque.

Y si no hay bosque a mano, ¿qué haría el sabio? El sabio se las arreglaría para plantar un bosque.

Ese es el argumento del fascinante cuento de G.K. Chesterton «La muestra de la espada rota«, dentro del libro «La inocencia del padre Brown«; y las palabras transcritas figuran en el cuento. Si quien esto ve no ha leído ese cuento, no conoce a Chesterton o no conoce los cuentos del padre Brown, no sé como encarecerle que de verdad merece todo ello la pena, salvo recordarle -o decirle- que nada menos que Borges tenía en evidente gran estima a Chesterton, y que el cuento de la espada rota no es ni muchísmo menos el peor de Chesterton. Por decirlo claramente: es una absoluta maravilla; como muchos otros de Chesterton, porque la lista es larga.

Con una fascinante literatura, gran literatura -porque, sí, Chesterton es gran literatura, así, tal cual-, se trata en definitiva un argumento brillantísimo que no recuerdo haber leído antes, pero si que sí he visto después: cómo ocultar un crimen individual mediante el sistema de crear artificialmente una masa de crímenes donde lo individual se confunda con lo colectivo y se difumine y pierda en lo colectivo.

El militar de alta graduación corrupto y malvado que en época y zona de guerra asesina a un subordinado por motivos personales -para evitar que lo denuncie por traición-, y que a continuación provoca artificialmente una batalla en un lugar donde sabe que sus propios hombres, muchos hombres, van a morir, dando lugar no solo a muchas muertes, sino a muertes deliberadamente inútiles y a una derrota espantosa, con cadáveres públicos que oculten su cadáver privado, es un caso de cómo ocultar una hoja plantando un bosque cuando no hay bosque donde ocultar la hoja. Mata a uno sin tener posibilidad de ocultar el crimen porque ha sido todo repentino, y en una inspiración de maldad genial oculta el cadáver provocando una terrible batalla que sabe perdida precisamente donde está el cadáver. Especialmente maligno e impresionante es que el militar sabe muy bien que la elección de ese lugar como campo de batalla resulta de todo punto inadecuada para consegur una victoria, que causará la derrota y la muerte de muchos, de los suyos, de sus propios soldados, que lucharán heroicamente en situación de absoluta inferioridad, y para nada; pero necesita precisamente ese sitio, no otro, para conseguir una gran masa de cadáveres que tape un concreto cadáver. Un asesinato colectivo, además, efectuado por  mano de otros, de los enemigos, pero no por ello menos asesinato. Uf.

Y ese mismo argumento, con interesantes matices, y sin esa especial malignidad -y también sin esa altura literaria-, lo he visto también, en dos novelas de misterio de autores clásicos de novelas de misterio: Agatha Christie y Georges Simenon.

En la novela de Agatha Christie «El misterio de la guía de ferrocarriles» («The A.B.C. murders«) se desarrolla el siguiente argumento: el asesino quiere asesinar a una persona concreta cuyo apellido empieza por C, y para ello crea artificialmente un asesino inexistente, un asesino que va matando por orden alfabético a una persona cuyo apellido empieza por la misma inicial de la ciudad donde el asesinato se comete, y que deja siempre, como firma, un ejemplar de una guía alfabética de ferrocarriles. Asesina, por orden, a un Álvarez en Alicante, a un Blanc en Barcelona, a un Cano en Cuenca, a un Díaz en Daroca, a un Estévez en Escalona. A quien de verdad le interesa matar es a uno concreto, pero mata antes y después a otras personas, para encubrir el interés individual en un falso asesino, con un culpable falso ya preparado anticipadamente, con un culpable tan atrevido o loco que hasta avisa del siguiente golpe y con una motivación falsa: una obsesión por una guía alfabética de ferrocarriles. Incluso cuando ya la policía ha «detectado» el «método del asesino», es fácil seguir matando: basta con escoger una ciudad populosa, o que lo es circunstancialmente. ¿Quién podría vigilar a la multitud, o a la multitud de personas con apellidos que empiezan por la letra pe, incluso sabiendo que se va a cometer un asesinato en Pamplona si se escoge que el asesinato sea en plenos Sanfermines? En el Reino Unido de 1935 así lo hace el asesino, con el equivalente de ciudades y circunstancias. ¿Quién va a buscar motivaciones individuales de cada asesinato, cuando es todo obra de un loco con una obsesión y un método? Y muy interesante -muy inteligente- es uno de los asesinatos: se mata al azar en un cine, a cualquiera, sabiendo que en cualquier local lleno de gente siempre habrá alguien con un apellido con la inicial que interesa, y que se pensará que ha sido un simple error…

Hércules Poirot descubre la verdad, y también el padre Brown, este en más dificiles circunstancias, porque se trata de una reconstrucción casi histórica.

También averigua la verdad el comisario Jules Maigret en el cuento «Maigret tiene miedo«, en un ambiente, como casi todos los de Maigret y Simenon, sórdido incluso cuando es un ambiente acomodado; y miedo de verdad da leer las reacciones colectivas de la multitud, de la población en su conjunto ante lo que se cree un asesino en serie –avant la lettre-, porque ese miedo colectivo, y las reacciones de sospecha e intención de linchamiento no se dan solo en las novelas. Muchas obra de Simenon son tristísimas; esta es una más triste que la media, y no solo por eso… Inolvidable esa mujer maltratada que ama a su maltratador -con un maltrato que no solo no es denuncado por los vecinos, sino que incluso alegra a los vecinos-, una mujer a quien incluso se acusa de prostituta -con riesgo incluso de ser condenada por ello- simplemente porque su amante la mantiene; que además esa relación maltratada-maltratador se considere amor profundo recíproco, hasta el punto de que emociona a los duros policías de la novela, dice mucho.

Con Georges Simenon, el argumento es una mezcla de los dos anteriores novelas. En «Maigret tiene miedo«, el asesino asesina impremeditadamente a golpes con un instrumento contundente, y luego mata a dos personas más, escogidas al azar por ser fácilmente asesinables al estar indefensas -una anciana y un mendigo-, con el mismo método, para que aparezca como parte de lo mismo, los asesinatos de un loco, de lo que entonces no se llamaba asesino en serie, y no se busquen motivaciones individuales…

Observese que aquí, a diferencia de en el caso de Agatha Christie, en el que las muertes colectivas están previstas desde el principio por el asesino -el muerto que verdad interesa no es el que tiene el apellido que empieza por A-, en la novela de Simenon el asesino no premedita la serie para encubrir el asesinato; a semejanza del caso de Chesterton, inventa el plan sobre la marcha.

Pero en los tres casos, prescindiendo de las variantes, la esencia es la misma: matar a muchos para encubrir el único asesinato que interesa. El cuento de Chesterton figura en un libro publicado en 1911. El de Agatha Christie, en 1936 (según otras fuentes, 1935). El de Simenon,  en 1953. Es posible que la elección del mismo argumento sea una mera casualidad, que dos famosos escritores de obras de misterio hayan llegado separadamente, cada cual por su cuenta, a inventar el mismo argumento, incluso Simenon, pese a que el argumento tenía ya dos precedentes.

Lo dudo.

Verónica del Carpio Fiestas

El hambre de Madrid en 1811-1812

Este post consta de la transcripción de un impresionante capítulo de las «Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid», de Ramón de Mesonero Romanos, de unas fotos (malas, me temo) del cuadro de gran formato «El hambre de Madrid» del pintor José Aparicio Inglada y, al final del post, de una brevísima reflexión personal,

Si no conoce usted a Mesonero Romanos, escritor que se define a sí mismo como «del género humorístico», mi recomendación es que no deje de leer sus «Escenas matritenses», escritas bajo el seudónimo de «El curioso parlante», amenas, encantadoras, levemente críticas pero sin dureza y muy descriptivas de su época. Pequeños esbozos, independientes entre sí, de unas pocas páginas cada uno, de muy diversos temas del Madrid del siglo XIX, se leen sin sentir; algunas de esas «escenas» provocan la carcajada y muchas la sonrisa, y todas proporcionan una mayor comprensión de nuestra Historia. He ahí una obra que tendría que leerse mucho más. Ya está bien de que se mire a los llamados «escritores costumbristas» por encima del hombro.

En cuanto a sus «Memorias» pueden no resultar indispensables en el universo literarario, y por supuesto no son del «género humorístico» pero sin duda son extraordinariamente ilustrativas de la Historia y de la intrahistoria de un siglo tan convulso como el XIX en España. El autor, afamado escritor ya anciano -75 años para la época era ser muy viejo-, cuenta retrospectivamente su vida y la historia de España -más bien la de Madrid- como testigo presencial. Describe hasta el levantamiento del 2 de mayo de 1808, nada menos, y copia incluso textos legales interesantísimos para el conocimiento de la época, entre 1808 y 1850. Tanto las «Escenas matritenses» como las «Memorias de un setentón» pueden encontrarse gratuitamente en la red, aparte de estar publicadas en diversas ediciones.

A continuación la transcripción del epígrafe II del capítulo II de las «Memorias de un setentón», titulado «El hambre de Madrid». Larga transcripción, sí, pero sinceramente merece la pena, aunque solo sea para que quien esto lea se entere, si no lo sabía ya, de cuándo y por qué se empezó a comer patata en Madrid; como quien dice anteayer en términos históricos. Estamos en 1811-1812, plena invasión francesa, reina en España el rey José I, hermano de Napoleón, y el autor, nacido en 1803, ve las cosas con sus ojos de niño y las rememora y escribe décadas después con los ojos de anciano, desde la impronta indeleble que sucesos tan terribles dejaron en su recuerdo.

«Pero una calamidad, superior aún a la dominación extranjera, a sus ruinosas exacciones y a los rigores de su abominable policía, principió a dibujarse desde el verano del año 11 en el horizonte matritense; esta calamidad suprema y jamás sospechada en la villa del Oso y el Madroño era ¡el hambre!, el hambre cruel, no sufrida acaso en tan largo período por pueblo alguno, y con tan espantosa intensidad. Las causas ocasionales de esta plaga asoladora, que llegó a amenazar la existencia de toda la población, no podían ser ni más lógicas ni más naturales. Cuatro años de guerra encarnizada, en que, abandonados los campos por la juventud, que había corrido a las armas, dificultaba cuando no suprimía del todo su cultivo; las escasas cosechas, arrebatadas por unos y otros ejércitos y partidas de guerrilleros; interrumpidas además casi del todo las comunicaciones por los azares de la guerra y lo intransitable de los caminos, y aislada de las demás provincias la capital del Reino, cuya producción es insuficiente para su abastecimiento, no era necesaria gran perspicacia para pronosticar que en un término dado, y sin recurrir a otras presunciones más o menos vulgares y temerarias, había de resultar la escasez más absoluta, y comparable sólo a la de una plaza rigurosamente sitiada.

Este momento angustioso llegó al fin hacia Setiembre de 1811, y a pesar de los medios empíricos adoptados por el Gobierno para luchar con la calamidad, tales como arrebatar de los graneros de los pueblos circunvecinos todas las mieses y los frutos para traerlos a Madrid, obligar a los tahoneros a cocer un grano que no tenían y a fijar para su venta un precio imposible de sostener, la escasez iba creciendo día a día, y los precios en el mercado subiendo proporcionalmente, en términos tales, que para la mayor parte del vecindario equivalía a una absoluta prohibición. En vano la industria y la necesidad hacían redoblar el ingenio para sustituir con otros más o menos adecuados los más indispensables artículos del alimento usual; en vano el pan de trigo candeal, que, tan justo renombre valió siempre a la fabricación de Madrid, fue sustituido por otro mezclado con centeno, maíz, cebada y almortas; en vano se adoptó, para compensar la falta de aquel, a la nueva y providencial planta de la patata, desconocida hasta entonces en nuestro pueblo; en vano se llegó al extremo de dar patente de comestibles a las materias y animales más repugnantes; la escasez iba subiendo, subiendo, y la carestía en proporción, colocando el necesario alimento fuera del alcance, no sólo del pueblo infeliz, sino de las personas o familias más acomodadas. Baste decir que en los primeros meses del año 12 llegó a venderse en la plaza de la Cebada la fanega de trigo candeal a 540 rs., lo que daba una proporción de 18 y 20 rs. el pan de dos libras (que sólo se vendía de esta calidad en las tahonas de la calle del Lobo y plazuela de Antón Martín), y los garbanzos, judías, arroz, hasta la misma patata, todo seguía en sus precios la misma espantosa proporción.

En situación tan angustiosa y desesperada, las familias más pudientes, a costa de inmensos sacrificios, podían apenas probar, nada más que probar, un pan mezclado, agrio y amarillento, y que, sin embargo, les costaba a ocho y diez reales, o sustituirle con una galleta durísima e insípida, o una patata cocida; pero el pueblo infeliz, los artesanos y jornaleros, faltos absolutamente de trabajo y de ahorro alguno, no podían siquiera proporcionarse un pedazo del pan inverosímil que el tahonero les ofrecía al ínfimo precio de veinte cuartos.

Quisiera en esta ocasión tener a mi servicio la pluma del insigne Manzoni (incomparable pintor de la peste de Milán) para hacer sentir a mis lectores el aspecto horrible y nauseabundo que tan funesta calamidad prestaba a la población entera de Madrid; pero a falta de la del ilustre autor de I Promessi Spossi, sólo puedo ofrecerle la de un niño, también relativamente hambriento, y que ha conservado la profunda memoria, a par que la prueba material de aquella inmensa desdicha.

El espectáculo, en verdad, que presentaba entonces la  población de Madrid, es de aquellos que no se olvidan jamás. Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes su extenuación y su muerte; una limosna de dos cuartos para comprar uno de los famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando (sic) en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. Bastarame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a mi casa a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela.

Los esfuerzos, que supongo, de las autoridades municipales, de las juntas de caridad, de las diputaciones de los barrios (creadas por el inmortal Carlos III) y de los hombres benéficos, en fin, que aún podían disponer de una peseta para atender a las necesidades ajenas, todo era insuficiente para hacer frente a aquella tremenda y prolongada calamidad. Mi padre, que como todos los vecinos de alguna significación, pertenecía a la diputación de su barrio (el Carmen Calzado), recorría diariamente, casa por casa, las más infelices moradas, y en vista del número y condiciones de la familia, aplicaba económicamente las limosnas que la caridad pública había depositado en sus manos, y raro era el día en que no regresaba derramando lágrimas y angustiado el corazón con los espectáculos horribles que había presenciado. Día hubo, por ejemplo, que habiendo tomado nota en una buhardilla de los individuos que componían la familia hasta el número de ocho, cuando volvió al siguiente día para aplicarles las limosnas correspondientes, halló que uno solo había sobrevivido a los efectos del hambre en la noche anterior.

Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados (sic), y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.

El mismo rey José, que a su vuelta de París, adonde había ido a felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo el Rey de Roma, o más bien, para impetrar algún auxilio pecuniario, que le fue concedido, y se halló con esta angustiosa situación del pueblo de Madrid, desde el primer momento acudió con subvenciones o limosnas, dispensadas a la Municipalidad, a los curas párrocos y a las diputaciones de los barrios. Quiso además reunir en su presencia a estas tres clases, y las convocó con este objeto en el Palacio Real. Allí acudió mi padre, como todos los demás, y a su regreso a casa no podía menos de manifestar la sorpresa que le había causado la presencia del Rey, que, según él mismo decía con sincera extrañeza, ni era tuerto, ni parecía borracho, ni dominado tampoco por el orgullo de su posición; antes bien, en la sentida arenga que les dirigió en su lenguaje chapurrado (y que mi padre remedaba con suma gracia) se manifestó profundamente afligido por la miseria del pueblo, haciéndoles saber su decisión de contribuir a aliviarla hasta donde fuera posible, rogándoles encarecidamente se sirvieran ayudarle a realizar sus propósitos y sus disposiciones benéficas, para lo cual había destinado una crecida suma, que se repartió a prorrata entre las clases congregadas. Seguramente (decía mi padre) este hombre es bueno: ¡lástima que se llame Bonaparte!

Pero ni todos estos socorros ni todas aquellas benéficas disposiciones eran más que ligeros sorbos de agua dirigidos al incendio voraz, y este siguió su curso siempre ascendente hasta bien entrada la segunda mitad de 1812 (año fatal, que en la historia matritense es sinónimo de aquella horrible calamidad), y arrastró al sepulcro, según los cálculos más aproximados, más de 20.000 de sus habitantes.

Hasta que por fin llegó un día feliz (el 12 de Agosto), en que cambió por completo la situación de Madrid con la evacuación por los franceses y la entrada en la capital del ejército aliado anglo-hispano-portugués, a consecuencia de la famosa batalla de los Arapiles. Pero este acontecimiento y sus resultados inmediatos no caben ya en los límites del presente capítulo, y ofrecerán materia sobrada para el siguiente.

Baste sólo, para concluir este, decir que en tan solemne día, galvanizado el cadáver del pueblo de Madrid con presencia de sus libertadores, facilitadas algún tanto las comunicaciones y abastecimientos, y tomadas por la nueva Municipalidad las disposiciones instantáneas convenientes, empezó a bajar el precio del pan; y que en medio de las aclamaciones con que el pueblo saludaba a los ejércitos españoles, a los ingleses, a lord Wellingthon (sic), a los Empecinados y al rey Fernando VII, se escapaba de alguna garganta angustiada, de algún labio mortecino, el más regocijado e instintivo grito de: ¡Viva el pan a peseta!».

Hasta aquí Mesonero Romanos.

20.000 muertos por hambre en una ciudad que no estaba sufriendo asedio y cuya población era, aproximadamente, pongamos por decir algo, ¿200.000 habitantes?

Del angustioso capítulo, que no tiene desperdicio -la comparación con la calamidad pública que sufre una ciudad atacada por la peste es suficientemente explícita- hay un párrafo que me impresiona especialmente, tanto que lo vuelvo a copiar:

«Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados, y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este   cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.»

Y a continuación unas fotos de ese mismo cuadro citado por Mesonero Romanos, con fotos de detalle, tomadas en el Museo de Historia de Madrid, donde está expuesto.

Primero, el cartel explicativo junto al cuadro en el Museo:

WP_20150404_004El cuadro, perspectiva general, y como la fotografía, como todas las de este post, es mía, me excuso por la mala calidad:

WP_20150404_005Y detalles:

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WP_20150404_008WP_20150404_009WP_20150404_011WP_20150404_012

A la izquierda unos soldados, uno de los cuales ofrece un pan a un hombre que lo rechaza. En el centro y a la derecha del cuadro, diversas figuras dolientes, desfallecidas, moribundas o muertas, con la excepción de un hombre que, de pie y en segundo plano, parece que va a enfrentarse con los soldados, no se sabe si animado o retenido por una mujer que lleva un niño en brazos. El hombre del centro que, con aspecto desesperado, rechaza el pan, está junto a una mujer joven con un niño pequeño a su lado, tumbado en el suelo. La joven, quizá muerta ya, recuesta la cabeza en las rodillas de un anciano sentado que tiene a su lado otro niño. A la derecha, más figuras de pie o sentadas, incluyendo más niños. Varios de los personajes presentan aspecto cadavérico.

WP_20150404_014Sin duda los historiadores tendrán muy estudiado si esta negativa «heroica o temeraria», como dice Mesonero Romanos, a aceptar socorros para sobrevivir en un época incuestionablemente espantosa, horrible, porque esos socorros venían de los invasores, fue general o excepcional, o bien mítica y reelaboración posterior. Y si el cuadro, aparte de contener a unos personajes vestidos de forma anacrónica, pero con detalles verdaderamente impresionantes, por ejemplo, el niño muerto o moribundo en el suelo, reflejó alguna verdad histórica o si fue pintado como propaganda. El cuadro es de 1818; malos tiempos también, aquellos, en los que mandaba el rey Fernando VII, el rey Bribón, el rey Felón, el Narizotas, del que mejor no decir nada porque ya lo han insultado suficientemente los historiadores, la Literatura y la memoria popular. Muy significativa de la finalidad propagandística -con independencia de que sea verdad el episodio que se describe- es la frase que  aparece, en una de las columnas, en el lado derecho del cuadro:

WP_20150404_006«Constancia española, años del hambre de 1811 y 12. Nada sin Fernando«.

Lo que se podía esperar de quien era, según parece, pintor de cámara del rey.

Detalle sin importancia, aunque me llama la atención. El Museo de Historia de Madrid se indica que el cuadro es de 1818 -así figura en el cartel explicativo cuya foto he insertado en el post-, y por internet veo en otros sitios, incluyendo la web oficial del Museo del Prado -si lo entiendo bien, al parecer el cuadro es suyo, y está en depósito en el Museo de Historia de Madrid-, que también se fecha se 1818. Sin embargo Mesonero Romanos, en el fragmento transcrito, explica que se presentó en la Academia de San Fernando en 1815. Me gustaría saber si le fallaba la memoria a Mesonero Romanos, o les falla la documentación a quienes indican otra fecha. Ciertamente en el cuadro, en la esquina de abajo a la derecha, figura el nombre del autor y la fecha de 1818.

Pero yendo a lo importante, Con ojos de profana no historiadora y no especialista en Historia del Arte, lo que veo en el cuadro y en la descripción de Mesonero Romanos es a adultos que rechazan alimento para ellos y también para unos niños, sus niños, que se están muriendo de hambre.

Y a esto voy.

La niñez como tal no ha sido protegida jurídicamente hasta lo que en términos históricos es muy reciente y los padres -en masculino excluyente, porque las madres no- han gozado siempre amplias facultades sobre la prole englobables en la patria potestad. Bien está que se renuncie a la propia vida por honor, si así se desea, libremente, pero ¿a la de otros, y además niños?

Pido a la vida que nunca me ponga en situación de tener que decidir lo primero y pido a la legislación que nunca permita que nadie pueda decidir por otros, y mucho menos por niños, lo segundo.

Y que jamás, jamás, vuelvan tiempos así de oscuros y terribles.

Verónica del Carpio Fiestas

Balzac, Ana Magdalena Bach, la reina María Luisa de Parma y más: post sobre mortalidad infantil

femme30Huelga explicar qué es «La comedia humana» y quién es Balzac. Lo único que se atreve a hacer una lectora que ha leído y releído una larga lista de obras de Balzac es recomendar a quien haya venido a parar a este blog y que no conozca a Balzac que coja cualquiera de las obras que componen «La comedia humana», ya que, como es bien sabido, forman parte de un proyecto único de descripción de la Francia de la época, pero son independientes, y se ponga a leer ya. Hay muchas peores formas de perder el tiempo que leer a Balzac; y pocas más baratas. Y Literatura con mayúsculas de nivel de Balzac, escasa.

De los valores literarios para qué se va a hablar, si está todo dicho. De la voluntad de descripción fiel de una sociedad, también. Pero de los otros valores, de los valores emocionales, quizá no está dicho todo. En «La mujer de treinta años«, que empieza ambientada en el año 1813, figura este párrafo que refleja unos valores emocionales que, a nuestros ojos actuales, resultan un tanto extraños. La marquesa, personaje de la novela, sufre muchísimo. Y el autor dice lo siguiente, al analizar cuál es el dolor más duradero, más fuerte, el verdadero dolor:

«Pero entre todos los dolores, ¿a cuál pertenecerá ese nombre de dolor? La pérdida de los padres es un pesar para el que la naturaleza nos apercibe a los hombres; el dolor físico es pasajero y no afecta al alma, y, en caso que persista, deja de ser un mal para ser la muerte. Que una madre joven pierda a su primer hijo y el amor conyugal no tardará en darle un sucesor. También ese efecto es pasajero. En una palabra, que esas penas y otras semejantes viene a ser algo así como golpes, heridas, pero ninguna de ellas afecta a la vitalidad en su esencia y menester es que se sucedan de un modo extraño  para que maten en nosotros ese sentimiento que nos mueve a buscar la dicha. El grande, el verdadero dolor sería, por consiguiente, un mal lo bastante mortífero para alcanzar a la vez al pasado, al presente y al porvenir; no dejar ninguna parcela de la vida en su integridad, desnaturalizar para siempre el pensamiento, inscribirse inalterablemente en labios y frente, romper o aflojar lo resortes del placer, poniendo en el alma un principio de empacho por todas las cosas de este mundo. Y todavía, para ser inmenso, para pesar sobre alma y cuerpo, habría que surgir ese mal en un momento en la vida en que todas las energías de alma y cuertpo son aún jovenes y  fulminar un corazón bien vivo. Abre entonces el mal una ancha brecha; grande es el dolor y no hay ser alguno que pueda salir de esa crisis sin algún poético cambio; o toma el rumbo del cielo o, si sigue aquí abajo, vuelve a entrar en el mundo para mentirle al mundo, para desempeñar en él un papel conociendo ya los entrebastidores adonde uno se retira para echar cuentas, llorar o bromear. Después de esas crisis solemnes no hay ya misterios en la vida social, que ya está irrevocablemente juzgada. En las mujeres jóvenes, de la edad de la marquesa, ese primer dolor, el mas punzante de todos los dolores, reconoce por causa siempre el mismo hecho.»

Y ese hecho es, según Balzac un problema amoroso, en el caso concreto con el añadido de la muerte del amante.

Balzac pone eso como un dolor que está POR ENCIMA y como incomparablemente más fuerte y duradero que el que causa a una joven madre la muerte de un hijo.

Para los hijos hay repuestos y el dolor es pasajero.

Balzac es reputado como un fino conocedor de la mentalidad de su época. Una de dos, o aquí acertó o no acertó. Si no acertó, ¿en qué más cosas no acertó? Si acertó, ¿es posible mayor contraste con la situación actual? Sostener que la muerte de un hijo no sea el mayor dolor, algo que se arrastra toda la vida y la condiciona, es hoy algo que resultaría poco menos que impensable.

Pero en las primeras décadas del siglo XIX, ¿los sentimientos eran otros?

Naturalmente, está el dato evidente de la elevadísima mortalidad infantil en esa época, y antes, y después. Sorprende esa afirmación tan frecuente de que el dolor por la muerte de un hijo es tan fuerte porque es antinatural no sobrevivirle; demuestra una falta de perspectiva histórica. Lo natural, a lo largo de la Historia, ha sido precisamente lo contrario: que un alto porcentaje de los miembros que componían la prole NO sobreviviera a los progenitores, y ser consciente de que sería así.

No es casualidad que en fecha tan avanzada como 1889 el  Código Civil español no concediera la personalidad a efectos civiles hasta transcurridas veinticuatro horas del nacimiento, en un precepto, por cierto, que se ha mantenido vigente hasta hace bien poco, 2011. Con todos los matices que en un post no jurídico sobran: no merecía la pena considerar a los bebés del todo como personas -iban a inscribirse al llamado «Legajo de Abortos» si morían en esas veinticuatro horas-, hasta que se constatara que sobrevivían al parto y al posparto inmediato.

«Artículo 30. Para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno»

En Alemania, el músico Johann Sebastian Bach tuvo según parece veinte hijos y le sobrevivieron nueve. Es muy interesante en «La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach» -por cierto, conviene leer ese libro, aunque no lo escribiera la mujer de Bach y quizá refleje la mentalidad de cuando se escribió por Esther Meynel en las primeras décadas del siglo XX- anamagdalenacómo se analiza el dolor de los cónyuges Bach Ana Magdalena era la segunda esposa, con la que tuvo trece hijos-, ante el hecho previsible, repetido e irremediable de la muerte de hijos en la infancia.

En España, en lo que viene a ser más o menos la siguente generación a los cónyuges Bach, y época contemporánea a la novela de Balzac, la reina María Luisa de Parma, esposa del rey Carlos IV de España y madre del rey Fernando VII, en una familia que es de suponer que gozaba de la mejor asistencia médica, la mejor comida y el mejor alojamiento que podían proporcionar la Riqueza y el Poder, tuvo al parecer veinticuatro embarazos con diez abortos y catorce hijos nacidos, de los cuales la mitad no superaron la infancia; obsérvese que no digo que fueran hijos de la pareja real, puesto que tantos mencionan que todos o algunos de los hijos eran adulterinos, de forma calumniosa o no. Y curiosamente quienes  aluden al carácter difícil de la reina no parece que se pongan a reflexionar mucho sobre cómo esos dolores repetidos de una madre ante tantos hijos e hijas muertos podrían haber afectado a su carácter.  luisaparma

¿O es que no afectaba al carácter? ¿Puede quien esto lea creer que no afectara al carácter de una mujer pasar por veinticuatro embarazos, en una época en la que tantísimas mujeres morían en el parto y no existían sistemas anticonceptivos eficaces, con diez abortos, y que de los catorce bebés vivos solo llegaran a adultos siete? ¿No será quizá un planteamiento un tanto machista y sesgado ese de soslayar como si no existiera todo lo que eso significa en la vida de una persona? Por no hablar siquiera de las consecuencias físicas, claro.

Y, en general, ¿cómo afectaba al carácter de CUALQUIER mujer de cualquier clase social la perspectiva anticipada de la muerte probable de su prole? ¿El saber anticipadamente que el parto sería de riesgo, porque todos los eran, y que el resultado de ese riesgo sería la muerte de ella misma y del bebé, o en el mejor de los casos la dudosa supervivencia del bebé a las enfermedades de la infancia y una alta probabilidad de que no llegara a la vida adulta? ¿Y el dolor cuando tal cosa en efecto sucedía? Y sabiendo además que la llegada de los hijos no la podrían además evitar ni programar, salvo que aceptaran un celibato que solo en el caso de las monjas era socialmente bien considerado y que además las dejaría probablemente inermes en la vejez y la enfermedad.

Por acercarnos más en el tiempo, y circunscribir la selección a Europa y a unos cuantos países. Pongamos por ejemplo, y escogidas al azar entre innumerables obras del siglo XIX o primeras décadas del XX, dos policiacas clásicas, pero elegidas precisamente porque no pretenden un análisis psicológico serio ni una denuncia social, sino simplemente describir de pasada una realidad aceptada como normal y presentada como habitual. En «El gran misterio de Bow», de Israel Zangwill, publicado en 1892, de un personaje femenino, la Sra. Drapdump, se menciona que perdió a sus dos hijos en la primera infancia, de difteria y escarlatina. En el cuento de Agatha Christie titulado «La mujer rica», del libro de cuentos «Parker Pyne investiga», publicado en 1932-33, la Sra. Rymer, viuda de mediana edad, menciona que tuvo cuatro niños «y ninguno de ellos llegó a hacerse mayor».

Y mejor no escoger de entre las innumerables las obras de Pérez Galdos, escritor realista; no sé si sería exagerado decir que quizá se tardaría menos en citar una en la que NO hubiera niños o niñas que mueren en la infancia. En realidad casi es más apropiado decir que es DIFÍCIL, muy difícil, encontrar una novela del siglo XIX, española o extranjera occidental que aluda a la vida de una familia en la que no haya progenitores que sobreviven a su prole.

Y si nos vamos a la observación de Balzac quizá es que  no afectaba al carácter de forma grave. ¿Puede ser eso verdad?

¿Cómo sería ese embotamiento masivo de la sensiblidad, tan impensable hoy, si es que tal cosa había?

¿O, cuanto menos, esa mayor capacidad de aceptación del sufrimiento?

¿Y qué consecuencias tendría para una sensibilidad mayor o menor en OTROS temas?

Se me ocurre una coincidencia temporal, en el entendido de que anticipadamente asumo que puede ser una tontería y que además soy muy consciente de que las meras coincidencias temporales, incluso si en este caso existieran, no significan correlación ni causalidad: las ejecuciones públicas con métodos espantosos para asesinatos oficiales han sido eso, públicas, hasta hace poco, y la supresión de métodos de tortura y asesinato públicos ha venido más o menos a coincidir en Occidente con la mejora sustancial de los índices mortalidad infantil. Hoy sería impensable que hubiera ejecuciones públicas con torturas como las que describe Voltaire en su «Tratado de la Tolerancia», o las innumerables horripilantes muertes y torturas públicas por variadísimos sistemas que recogen los libros de Historia y reflejan la iconografía religiosa y la Literatura.

Falta quizá por estudiar -o me gustaría conocer esos estudios, si los hay- cómo afectaba al carácter individual y colectivo de TODA una sociedad que TODAS las mujeres supieran que tendrían hijos que con alta probabilidad morirían antes que ellas.

Y TODOS los hombres.

Verónica del Carpio Fiestas

Persona por referencia

WP_20150102_098En la catedral de Burgos hay un sepulcro con la estatua yacente de un hombre joven, cuya cabeza reposa en una almohada de piedra. Su rostro dulce emociona. Y sorprende lo que figura en la inscripción explicativa, si es que se ha entendido bien: no se trata solo fulano de tal, canónigo, sino fulano de tal, canónigo y «sobrino del reverendísimo señor don Alonso de Burgos obispo de Palencia».

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Una mirada de profano no detecta en sepulcros próximos referencia al parentesco del respectivo difunto con ningún personaje; ni tampoco resulta quizá muy habitual en general mencionar parentescos en los sepulcros excepto en casos de hijos o hermanos de reyes.  Y surge la pregunta: ¿ser sobrino, y de obispo, es dato relevante que describe a una persona hasta en la muerte?

Verónica del Carpio Fiestas