Érase una viejecita

Érase una viejecita
Sin nadita que comer
Sino carnes, frutas, dulces,
Tortas, huevos, pan y pez

Bebía caldo, chocolate,
Leche, vino, té y café,
Y la pobre no encontraba
Qué comer ni qué beber.

Y esta vieja no tenía
Ni un ranchito en que vivir
Fuera de una casa grande
Con su huerta y su jardín

Nadie, nadie la cuidaba
Sino Andrés y Juan Gil
Y ocho criados y dos pajes
De librea y corbatín

Nunca tuvo en qué sentarse
Sino sillas y sofás
Con banquitos y cojines
Y resorte al espaldar

Ni otra cama que una grande
Más dorada que un altar,
Con colchón de blanda pluma,
Mucha seda y mucho olán.

Y esta pobre viejecita
Cada año, hasta su fin,
Tuvo un año más de vieja
Y uno menos que vivir

Y al mirarse en el espejo
La espantaba siempre allí
Otra vieja de antiparras,
Papalina y peluquín.

Y esta pobre viejecita
No tenía qué vestir
Sino trajes de mil cortes
Y de telas, mil y mil.

Y a no ser por sus zapatos,
Chanclas, botas y escarpín,
Descalcita por el suelo
Anduviera la infeliz.

Apetito nunca tuvo
Acabando de comer,
Ni gozó salud completa
Cuando no se hallaba bien

Se murió del mal de arrugas,
Ya encorvada como un tres,
Y jamás volvió a quejarse
Ni de hambre ni de sed.

Y esta pobre viejecita
Al morir no dejó más
Que onzas, joyas, tierras, casas,
Ocho gatos y un turpial

Duerma en paz, y Dios permita
Que logremos disfrutar
Las pobrezas de esa pobre
Y morir del mismo mal

Este precioso poema es del poeta colombiano del siglo XIX Rafael Pombo. Poema para niños, y como poema infantil me lo enseñaron. Aunque, con los ojos de ahora, de la edad adulta, quizá diría tiene más filosofía y profundidad que muchos poemas para adultos…

Por cierto, me sorprende que «olán» venga en las ediciones que veo por ahí escrito como aquí he transcrito, sin hache. Hmm, pero a ver si que a veces se  ven pegas donde a lo mejor no las hay…

Verónica del Carpio Fiestas

Escritos a máquina para el juzgado

gaceta-2

REAL ORDEN.

Ilmo Sr.: Vistas las instancias elevadas á este Ministerio en solicitud de que sean admitidos en los Tribunales y Juzgados del Reino los escritos y sus copias hechos con máquina de escribir;

S.M. el REY (Q.D.G.) se ha servido disponer se acceda á lo solicitado por los recurrentes; debiendo hacerse dichos escritos á un tercio de margen en todas las caras del papel, y conteniendo la primera el encabezamiento y 22 líneas más, y en las sucesivas 30 líneas por debajo del sello, cualquiera que sea el tipo de letra de la máquina que se emplee entre las corrientes.

Cada línea contendrá, como máximum, 43 letras, y el espacio entre renglón y renglón será de seis milímetros, como mínimum.

De Real orden lo digo a V.I. para su conocimiento, el de los recurrentes y demás efectos. Dios guarde á V.I. muchos años. Madrid 28 de mayo de 1904.

SÁNCHEZ DE TOCA

Sr. Subsecretario de este Ministerio.

Los párrafos anteriores son transcripción literal de una real orden de 28 de mayo de 1904 publicada en la Gaceta de Madrid -precedente del Boletín Oficial del Estado- de 29 de mayo de 1904, y que se encuentra accesible en la web oficial del BOE en este enlace.

gaceta-1

He obtenido la inspiración para este post de mera transcripción de una norma pintoresca desde tantos puntos de vista, incluso el lingüístico, de un artículo de CONFILEGAL que hace referencia al dato.

Y ahora vamos a transcribir la real orden a razón del máximo de 43 letras por línea, como disponía la propia orden que era el máximo admisible de letras por línea.

REAL ORDEN.

Ilmo Sr.: Vistas las instancias elevadas á este Mini

sterio en solicitud de que sean admitidos en los Tri

bunales y Juzgados del Reino los escritos y sus copi

ias hechos con máquina de escribir;

S.M. el REY (Q.D.G.) se ha servido disponer se acced

a á lo solicitado por los recurrentes; debiendo hac

erse dichos escritos á un tercio de margen en todas l

as caras del papel, y conteniendo la primera el enca

bezamiento y 22 líneas más, y en las sucesivas 30 lín

eas por debajo del sello, cualquiera que sea el tipo

de letra de la máquina que se emplee entre las corrientes.

Cada línea contendrá, como máximum, 43 letras, y el

espacio entre renglón y renglón será de seis milíme

tros, como mínimum.

De Real orden lo digo a V.I. para su conocimiento, el

de los recurrentes y demás efectos. Dios guarde á V.I.

muchos años. Madrid 28 de mayo de 1904.

SÁNCHEZ DE TOCA

Sr. Subsecretario de este Ministerio

Pasamos de un texto de 13 líneas a un texto de 20 líneas.

Pues sí que ocupaban espacio los escritos judiciales en 1904. Vaya.

Verónica del Carpio Fiestas

Suñer y Capdevila: un ateo en las Cortes Constituyentes de 1869

En el Episodio Nacional de Pérez Galdós «España trágica», enlace aquí, aparece, tangencialmente, una figura muy curiosa: el primer ateo en las Cortes, que me conste. Se trata de un político republicano, federalista y anticlerical llamado Francisco Suñer y Capdevila, diputado por Gerona; Galdós lo llama «angelical ateo». No hay que confundirlo con su hermano del mismo nombre y apellidos y ambos médicos y políticos: aquí enlace  biografías de ambos. Empleo la grafía castellana y el nombre de Francisco en castellano no solo por ser así como lo llamaba Galdós sino por ser como figura en las actas parlamentarias de 1869:

«Faltaban por aquellos días los elementos (ya era costumbre llamar así a los grupos de cada matiz) más levantiscos y más desmandados de palabra. Suñer y Capdevila, Joarizti, Guillén, Paúl y Angulo, Estévanez, Carrafa, Bertomeu, Santamaría y otros habían salido en el otoño del 69 a levantar en armas el partido federal. Vencida por Prim la formidable insurrección, los propulsores de ella andaban desperdigados por esos mundos; los unos presos, como Estévanez, que purgaba su ardiente radicalismo en cárceles de Salamanca; los otros refugiados en Francia, como Antonio Orense y el angelical ateo Suñer; dispersos los restantes en Gibraltar, Madera, Londres o Lisboa.«

[Inciso: Para quienes tengan la memoria histórica corta y crean que solo en en siglo XX hubo guerra civil en España y para quienes olvidan, viendo a los refugiados de ahora, que los españoles no una, sino muchas veces, hemos tenido que huir y ser refugiados politicos, no está de más recordar que en 1869, y durante todo el siglo XIX, hubo muchos españoles que tuvieron que refugiarse en el extranjero y sufrimos muchas guerras civiles. Lean a Galdós, que recoge esa triste realidad en muchos de sus Episodios Nacionales]

Y he dicho que Francisco Suñer y Capdevila es «diputado por Gerona», y no por Girona, porque él mismo se denomina así, de su puño  letra, en el original de la Constitución de 1869 que, firmada por todos los diputados, puede consultarse en este enlace

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Francisco Suñer y Capdevila defendió en abril de 1869 una enmienda al proyecto de Constitución para sostener lo que hoy consideramos básico y que entonces, y aún mucho después, no lo ha sido: la libertad de cultos que engloba no solo la de escoger y profesar una religión sino también la de no tener religión alguna:

«El Sr. SUÑER Y CAPDEVILA: ya he indicado a V.S. Sr. Presidente, que mi enmienda tiene dos partes: la primera, que todos los españoles tengan libertad de profesar cualquier religión, y la segunda, que estén en libertad de no tener ninguna.

He indicado también que sería una ventaja para lo españoles el no tener ninguna religión, y por consiguiente, necesito probar en que se funda mi creencia, con objeto de hacer partidarios de esa magnífica doctrina.

Jesús tuvo hermanos…

El Sr. PRESIDENTE: Vuelvo a suplicar a S.S. que se circunscriba a la forma política que tiene la cuestión que se discute y no permitiré que entre en otro terreno«.

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Y defendió su enmienda extendiéndose con lo que hoy llamaríamos, probablemente, argumentos antropólogicos, y que entonces se consideraron horribles blasfemias y sacrilegios y espantosos ataques a la religión católica. Parece increíble que en 1869 en España se atreviera alguien a disertar extensamente en las Cortes sobre la historia de las religiones, a discutir dogmas católicos, a reflexionar sobre el budismo y a hacer proselitismo del ateísmo ante una asamblea donde no solo la inmensa mayoría era católica y resultaba ofensiva para muchos hasta la separación de Iglesia y Estado y que no se mencionara a la Iglesia católica en la Constitución, sino que había presente incluso obispos, y, por cierto, como decía el presidente de las Cortes, sin ser estrictamente imprescindibles todos esos argumentos del diputado para defender su enmienda. Pero así puede comprobarse en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de abril de 1869.

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«Pedimos a las Cortes Constituyentes se sirvan declarar que los artículos 20 y 21 del proyecto de Constitución sean sustituidos por el siguiente:

Art. 20. Todo español y todo extranjero residente en territorio español están en el derecho y en la libertad de profesar cualquier religión o de no profesar ninguna«

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Así consta en las actas parlamentarias recogen su discurso de 26 de abril de 1869,

suñer 3 en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, Volumen 3, páginas 1357 y siguientes, accesible en este enlace. Merece la pena leer esas actas. Que fue terriblemente escandaloso no solo se deduce de las actas parlamentarias que recogen lo que sucedió sino del dato de que en la web es fácil localizar libros que se hacen eco de cómo se le contestó no solo dentro sino también fuera de las Cortes. Por ejemplo, en este enlace, con un análisis de la enconada cuestión religiosa en los debates parlamentarios de la Constitución de 1869 y, específicamente, de la que se montó ante lo que dijo Suñer y Capdevila.

En la Constitución de 1869, cuyo texto completo está disponible en este enlace, el apartado correspondiente a la libertad de cultos  quedó finalmente redactado en los términos siguientes:

«Art 21. La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior«.

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Compárase con la redacción que pretendía Suñer y Capdevila.

Por cierto, si alguien quiere saber la redacción actual de la vigente Constitución de 1978 sobre libertad de cultos, y comparar, no tiene más que mirar el texto aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

Menstruación y antropología en «La rama dorada», de Frazer

«La rama dorada. Un estudio sobre magia y religión«, «The Golden Bough: A Study in Magic and Religion», de James George Frazer, es un libro esencial de Antropología, de absoluta referencia, publicado, en sus dististas versiones, entre 1890 y 1922. Por mucho que sea discutido, no puede discutirse que es un clásico; y, por cierto, aparte del valor científico que pueda tener, de alto valor literario, teniendo siempre en cuenta la terminología y mentalidad al uso en esa época. De la edición resumida («resumida» significa unas 550-800 páginas) de 1922, en su traducción al castellano, voy a transcribir un interesantísimo fragmento del capítulo LX «Entre el cielo y la tierra«, en concreto los puntos 3 y 4, sobre la menstruación. Se trata de una extensa, y abrumadora, enumeración de datos con supersticiones en todo el mundo, con breve posible explicación antropológica desde el punto de vista de magia. Un pequeño comentario del libro y al texto completo en castellano, en este enlace.

Yo misma he oído, en la España de finales del siglo XX, y en entorno de clase media, que las mujeres menstruantes no deben hacer mayonesa porque se corta -no es broma-,  ni regar plantas porque se secan -tampoco es broma-, ni lavarse porque es malísimo, y emplear todo tipo de eufemismos para denominar la menstruación, y para ocultar sus efectos, incluyendo el dolor, del que no se podía hablar con hombres o en el trabajo; y todo eso lo he oído, no como creencia y planteamiento antiguos, sino contemporáneos, de ese momento, o hasta hacía poco. Resulta pues muy ilustrativo ver los orígenes y la generalidad del tabú, tan terriblemente discriminatorio contra las mujeres. El texto es largo; lo transcribo íntegro porque no lo he visto escogido en ningún sitio de la web, y creo que es importante que se sepa dónde estamos y de dónde venimos, y que quede la información al alcance de cualquiera para consulta, teniendo en cuenta, además, que este tabú de la impureza ritual femenina, incluso en grado grave, sigue vigente en muchos sitios del mundo; solo tiene que buscar «menstruación» y «tabú»en Google. Así que si a usted, que lee esto, le chirría o molesta ver la palabra «menstruación» en un post, este post le puede venir bien para saber que probablemente su incomodidad es heredada y proviene del pensamiento mágico transmitido durante generaciones.

«3. RECLUSIÓN DE LAS JÓVENES PUBESCENTES

Es muy interesante que las dos reglas anteriores, no tocar el suelo y no ver el sol, sean observadas, separada o conjuntamente, por las muchachas púberes en muchas partes del mundo.

Así, entre los negros de Lonngo las muchachas en su pubescer son confinadas en chozas apartadas y no pueden tocar el suelo con ninguna parte de su cuerpo que esté desnuda. Entre los zulúes y tribus afines del África del Sur, cuando se muestran los primeros signos de pubertad, «la muchacha que camina, recoge leña o trabaja en el campo, correrá al río para ocultarse entre las cañas durante el día a fin de no ser vista por los hombres. Cubrirá su cabeza cuidadosamente con su manta para que no la dé el sol y se convierta en un marchito esqueleto, como resultaría de exponerse a sus rayos. Después de obscurecer, retornará a casa y se recluirá en una choza por algún tiempo». En la tribu Awa-nkonde, del término septentrional del lago Nyassa, es regla que después de la primera menstruación una muchacha debe quedar apartada con algunas de sus compañeras en una casa cerrada y obscura. El suelo se cubre de hojas de plátano secas y ningún fuego podrá alumbrar la casa, a la que llaman «la casa de las Awasungu» o sea «de las doncellas que no tienen corazón». En Nueva Irlanda, las muchachas son confinadas durante cuatro o cinco años en pequeñas jaulas que tienen en la obscuridad y no las permiten poner los pies en el suelo. La costumbre ha sidondescrita así por un testigo presencial: «Oí de un maestro acerca de la costumbre extraña relacionada con algunas de las jóvenes de aquí, así que he pedido al jefe que me llevase a la casa donde están. La casa era de unos ocho metros de larga y situada dentro de un cercado de cañas y bambúes, teniendo atravesado en la entrada y colgando un haz de yerba para indicar que era absolutamente tabú. Dentro de la casa había tres estructuras cónicas de dos metros y medio de altas y de unos cuatro de diámetro en el suelo, y a poco más de un metro de altura iban disminuyendo progresivamente. Estas jaulas estaban hechas de las anchas hojas del árbol pándanos, cosidas tan juntas que nada de luz y poco o ningún aire podía entrar. En uno de los lados de estas jaulas había una abertura ocluida por una doble puerta de hojas trenzadas de cocotero y de pándanos. A cerca de un metro de tierra tenían una plataforma de bambúes que formaba el suelo de la jaula. En cada una de estas estructuras me dijeron que estaba confinada una jovencita, y que había de permanecer allí por lo menos cuatro o cinco años sin permitírsela salir fuera de la casa. Difícilmente podía creer el cuento cuando lo oí; la cosa en conjunto me pareció demasiado horrible para ser verdad. Hablé al jefe diciéndole que deseaba ver el interior de las jaulas y ver también a las muchachas para poder regalarlas algunos abalorios. Me contestó que era tabú, prohibido para cualquier hombre, salvo para sus propias familias, el verlas. Yo supuse que la promesa de los abalorios actuó como un aliciente y él se marchó a buscar a una anciana, que era la encargada y la única que tenía permiso para abrir las puertas. Mientras esperábamos, pudimos oír a las muchachas hablando al jefe en tono quejumbroso,como si objetasen algo o expresasen su temor. Llegó al fin la vieja y desde luego que no me pareció un guardián o carcelero demasiado amable ni pareció gustarle la petición del jefe para permitirnos ver a las jóvenes, pues nos miró con cierto recelo. Sin embargo, abrió las puertas cuando el jefe la ordenó que lo hiciera; entonces las muchachas nos atisbaron y cuando les dije que lo hicieran, sacaron sus manos para tomar los abalorios. A propósito me senté un poco distante y sólo tendí las cuentecillas porque deseaba atraerlas fuera para poder inspeccionar el interior de las gayolas. Este deseo mío dio origen a otra dificultad, pues a aquellas jóvenes no las era permitido poner los pies en el suelo mientras estuvieran encerradas en aquel lugar. Sin embargo como ellas deseaban coger las cuentecillas, la anciana salió a reunir algunas piezas de madera y bambú, las colocó en el suelo, y después fue hacia una de las muchachas y la ayudó a bajar, llevándole de la mano cuando ella andaba de un trozo de madera al otro, hasta llegar lo bastante cerca para coger los abalorios que tenía para ella. Entonces fui a mirar el interior de la gayola de donde había salido, pero apenas si pude meter dentro la cabeza, pues la atmósfera era muy cálida y sofocante. Estaba limpia y no contenía más que unos pocos entrenudos de bambú cortados, para contener agua. Sólo había espacio para que la muchacha estuviera sentada o echada en posición encogida sobre la plataforma de bambúes, y cuando las puertas estuvieran cerradas debía estar muy cerca de la completa obscuridad. A las muchachas no se les permite salir más que una vez al día para bañarse en un barreño o tazón grande colocado cerca de cada jaula. Dicen que sudan profusamente. Están metidas en aquellas gayolas asfixiantes desde muy jóvenes y allí tienen que permanecer hasta que sean púberes, sacándolas entonces y dando una gran fiesta matrimonial para ellas. Una de las jovencitas tenía catorce o quince años y el jefe me dijo que llevaba allí cinco años, pero que pronto sería sacada. Las otras dos eran de ocho o diez años de edad y tenían que quedar allí varios años más».

En Kabadi, distrito de Nueva Guinea, «las hijas de los jefes, cuando están próximas a cumplir los doce o trece años de edad, son guardadas puertas adentro durante dos o tres años, no permitiéndolas bajo ningún pretexto descender de la casa y ésta está tan cerrada que el sol no puede penetrar». Entre los yabin y bukaua, dos tribus vecinas y emparentadas de la costa norte de Nueva Guinea, una muchacha en su pubertad es recluida por cinco o seis semanas en un sitio interior de la casa; como no puede sentarse en el suelo por temor de que su impureza lo maculase, coloca un tronco de madera sobre el que se acuclilla. Tampoco puede tocar el suelo con los pies y, por eso, se los envuelve en esterillas si tiene que dejar la casa por unos momentos, y anda sobre dos medias cáscaras de coco que sujeta a los pies por medio de bejucos, como si fueran zuecos. Entre los danom de Borneo, las niñas de ocho a diez años son subidas a un cuartito o celda de la casa, quedando aisladas de toda relación con el mundo por un largo tiempo. La celda, como el resto de la casa, está elevada sobre el suelo por unos pilotes e iluminada por un solo ventanuco abierto hacia un sitio solitario, y de tal modo que la niña esté casi totalmente a obscuras. No puede dejar el cuartito con ningún pretexto ni aún para las necesidades más apremiantes. Nadie de su familia puede verla mientras permanece en su cubículo y sólo una esclava está destinada a su servicio. Durante su confinamiento solitario, que con frecuencia dura siete años, la muchacha se ocupa en tejer esterillas o en cualquier otro trabajo manual. Su cuerpo, por la prolongada falta de ejercicio, se desarrolla poco y cuando llega a la pubertad y sale del confinamiento su tez es pálida como la cera. Ahora la muestran el sol, la tierra, el río, las flores y los árboles como si acabara de nacer. Entonces se hace una gran fiesta, matan un esclavo y la muchacha se embadurna con la sangre. En Ceram, las muchachas púberes se aislaban en una choza oscura. En Yap, una de las islas Carolinas, si una muchacha se ve sorprendida por su primera menstruación en un camino público, no puede sentarse en el suelo, sino que debe pedir una cáscara de coco para ponérsela debajo. Durante varios días la habilitan, para vivir aislada de la casa de sus padres, una pequeña choza y después está obligada durante cien días a dormir en una de las casas especiales que se destinan al uso de las mujeres menstruantes.

En la isla de Mabuiag, en el Estrecho de Torres, cuando en una niña aparecen los signos de la pubertad, hacen en un rincón de la casa un círculo de ramaje. Allí, adornada con tahalíes, brazaletes y aros bajo las rodillas y tobilleras, llevando una corona en la cabeza y ornamentos de conchas en las orejas, en el pecho y en la espalda, se acuclilla en el centro del círculo de ramaje, que está apilado tan alto que sólo se la ve la cabeza. En este estado de reclusión debe quedar durante tres meses. En todo ese tiempo no le debe dar el sol y sólo por la noche la permiten deslizarse fuera de la choza, mientras renuevan el seto. No puede comer por sí misma ni tocar alimento alguno, dándole de comer una o dos ancianas, sus tías maternas, que están especialmente encargadas de su vigilancia. Una de estas mujeres cocina los alimentos para ella en un fuego especial en la selva. La muchacha tiene prohibido comer tortuga o huevos de tortuga durante la estación en que las tortugas están criando, pero no así alimentos vegetales. Ningún hombre, ni aun su propio padre, puede entrar en la choza mientras dura su reclusión, pues si la llega a ver en esta temporada, es seguro que tendrá mala suerte en la pesca y probablemente se le romperá la canoa la primera vez que salga con ella. Cumplidos los tres meses, sus acompañantes la bajan a un arroyo cercano, sosteniéndose sobre los hombros de ellos de modo que no toque con los pies el suelo, mientras las demás mujeres de la tribu, formando un círculo a su alrededor, la escoltan hasta la orilla del agua. Llegadas a la orilla, la despojan de todos sus ornamentos y los porteadores se meten con ella dentro del agua, donde la inmergen, y todas las demás mujeres se reúnen palmeteando el agua para salpicar a la muchacha y a sus porteadores. Cuando salen del agua, una de las asistentes hace un haz con yerba para que la muchacha se acuclille encima. La otra se va corriendo al arrecife, coge un cangrejo pequeño, le arranca las dos pinzas o bocas y vuelve presurosa con ellas al arroyo. Aquí han encendido mientras una fogata, en la que asan las patas del cangrejo, que las asistentes dan de comer a la joven; después la adornan nuevamente y todas las mujeres juntas vuelven a la aldea en fila india llevando a la joven en el centro de la fila agarradas las muñecas por sus dos asistentas. Los maridos de las tías las reciben y conducen a la casa de uno de ellos, donde todos comen, y permiten ya comer a la muchacha del modo usual. Sigue a la comida un baile en que ella tiene la parte principal, bailando entre los dos maridos de sus tías, que estuvieron encargadas de ella durante su encierro.

Entre los yaraikama, tribu de la península de Cabo York, en Queensland del Norte, se dice que una joven púber tiene que vivir sola un mes o seis semanas; ningún hombre puede verla, pero sí una mujer. Se guarece en una choza o refugio especialmente hecho para ella y sobre cuyo suelo permanece tendida de espaldas. No debe ver el sol y a su puesta cerrará los ojos hasta que se haya ocultado; en otro caso se piensa que su nariz enfermaría. Durante su confinamiento no podrá comer nada que viva en agua salada, o una serpiente la matará. Una anciana la sirve y la provee de raíces, ñames y agua. En algunas tribus australianas suelen enterrar a las jóvenes en esos períodos más o menos profundamente en el suelo, quizá con objeto de ocultarlas a la luz solar.

Entre los indios de California, de una muchacha en su primera menstruación «se pensaba que estaba poseída de un grado particular de poder sobrenatural y éste no se consideraba siempre como enteramente corruptor o malévolo. Con frecuencia, sin embargo, había un fuerte sentimiento de poderío maligno inherente a su condición. Uno de los preceptos más rigurosos que debía observar era el de que no podía mirar a su alrededor; tenía que llevar la cabeza agachada y le estaba prohibido ver el mundo y el sol. En algunas tribus las cubrían con una manta. Muchas de las costumbres relacionadas con esto recuerdan muy vigorosamente las de la costa norte del Pacífico, tales como la prohibición a la muchacha de rascarse y tocarse la cabeza con las manos, proveyéndola de un instrumento especial para ello. Algunas veces, comían si otra persona las alimentaba y si no, tenían que ayunar».

Entre los indios chinuk, que habitaban en la costa del Estado de Washington, cuando la hija de un jefe alcanzaba su pubertad, la ocultaban de la vista de las gentes por cinco días; no podía mirar a nadie, ni al ciclo, ni coger bayas. Se creía que si llegaba a mirar al cielo, el tiempo sería malo, que si cogía bayas llovería y que cuando colgase su paño de corteza de cedro sobre un abeto, el árbol se secaría en seguida. Tenía que salir de casa por una puerta especial y bañarse en un arrovo lejos de la aldea. Ayunaba muchos días y en otros muchos no podía comer alimentos frescos. Entre los indios aht o nutka de la isla de Vancouver, cuando las muchachas llegan a la pubertad son colocadas en una especie de galería de la casa «y rodeadas completamente con esterillas de modo que no puedan ver el sol ni fuego alguno. Allí permanecen varios días, y les dan agua, pero no alimento. Cuanto más tiempo permanece una joven en este retiro, más grande es el honor para sus padres; pero es desgraciada toda su vida si llega a saberse que ha visto fuego o el sol durante su ordalía de iniciación». Sobre las pantallas tras de las que se oculta, pintan representaciones del mítico Pájaro del Trueno. Durante su reclusión no puede moverse ni tumbarse; tiene que permanecer en cuclillas. No se tocará el pelo con las manos, pero se le permite rascarse la cabeza con un peine o pieza de hueso a propósito para ello. También le está prohibido rascarse el cuerpo y se cree que cada rascadura la dejaría una cicatriz. Hasta ocho meses después de alcanzar su madurez no podría comer ningún alimento fresco, particularmente salmón; además tiene que comer a solas y usar taza y plato especiales.

En la tribu Tsetsaut de la Columbia Británica, la joven que llega a la pubertad lleva un sombrero grande de piel que le cubre la cara y la oculta del sol. Se cree que si expusiera la cara al sol o hacia el cielo, llovería. El sombrero la protege también del fuego, que ao debe reflejarse en su piel; se protegerá las manos con mitones. En la boca llevará el diente de algún animal para evitar las caries de sus propios dientes. Durante todo un año, no puede ver sangre sin tener la cara ennegrecida, pues en otro caso quedará ciega. Por un período de dos años llevará el sombrero y vivirá en una choza a solas aunque se le permite ver a la gente. Al cabo de los dos años, un hombre la despojará del sombrero y lo tirará lejos. En la tribu Bilqula o Bella Cola de la Columbia Británica, cuando alcanza su pubertad una muchacha, debe permanecer en el sotechado que la sirve de dormitorio y donde tendrá un fogón individual. No se la permitirá descender a la parte principal de la casa ni sentarse ante el hogar con la familia. Por cuatro días está obligada a permanecer inmóvil en posición sedente. Ayunará durante el día pero la permiten un poco de alimento y bebida a la madrugada. Después de este retiro de cuatro días, puede salir de su cuarto, pero sólo pasando por una abertura hecha en el suelo, pues la casa está sobre estacas, y todavía no puede entrar en el cuarto principal. Cuando sale de la casa lleva un sombrero grande que protege su cara de los rayosdel sol. Se cree que si el sol tocase su cara, enfermaría de los ojos. Puede recolectar bayas campestres en las lomas, pero no acercarse al río o al mar durante un año. Si comiera salmón fresco perdería el sentido o su boca se convertiría en un pico largo.

Entre los indios tlingit (thlinkeet) o indios kolosh de Alaska, cuando una joven mostraba signos de mujer se la confinaba en una choza pequeña o jaula completamente cerrada, salvo un pequeño agujero para el aire. En esta obscura e inmunda morada tenía que permanecer un año, sin fuego, ejercicio ni compañía. Sólo su madre y una pequeña esclava la proveían su manutención. La comida se la ponían en el ventanillo y tenía que beber sorbiendo por medio del hueso de un ala de águila de cabeza blanca. El tiempo de reclusión fue después reducido en algunos sitios a seis meses, tres y aun menos. Tenía que llevar una especie de capota con alas muy grandes para que su mirada no pudiera contaminar el cielo; se la creía indigna de tomar el sol e imaginaban que su mirada destruiría la suerte de un cazador, pescador o jugador, convirtiendo las cosas en piedras y otras maldades. Al final de su confinamiento, quemaban sus ropas usadas, le ponían otras nuevas y daban una fiesta, en la que por debajo de su labio inferior y paralelamente a la boca, le hacían un corte e insertaban un trozo de madera o concha para mantener la herida abierta. Entre los koniags, pueblo esquimal de Alaska, una muchacha en pubertad era colocada en una cabaña pequeña en la que tenía que permanecer en posición cuadrúpeda seis meses; después alargaban un poco la choza para permitirle desencorvar la espalda pero en esta postura tenía que permanecer seis meses más. Durante todo ese tiempo era considerada como un ser impuro con el que nadie podía tener relación.

Cuando los síntomas del primer catamenio aparecían en una muchacha de la tribu, los indios guaraníes del sur del Brasil, en las fronteras paraguayas, cosían su hamaca con ella dentro, de modo que sólo quedase una pequeña abertura para respirar. En esta condición, envuelta y amortajada como un cadáver, la tenían por dos o tres días, tanto tiempo como durasen los síntomas, durante el cual tenía que observar el ayuno más completo. Terminado esto, la entregaban a una matrona, que le cortaba el pelo y le ordenaba abstenerse de comer carne de ninguna clase hasta que su cabello hubiera crecido lo bastante para ocultar sus orejas. En circunstancias similares, los chiriguanos del sudeste de Bolivia alzaban hasta el techo a la jovencita dentro de su hamaca y allí la tenían un mes; en el segundo mes era bajada a medio camino del techo y en el tercero, unas viejas armadas de palos entraban en la choza y corrían pegando estacazos sobre todo lo que encontraban, diciendo que estaban cazando a la serpiente que había mordido a la jovencita.

Para los matacos o mataguayos, tribu india del Gran Chaco, la niña pubescente tiene que permanecer en reclusión por algún tiempo. Se tiende en un rincón de la cabaña, cubierta de ramaje u otras cosas, sin mirar ni hablar con nadie, y durante ese tiempo no puede comer carne ni pescado.

Mientras tanto, un hombre toca un tambor frente a la casa. Entre los yuracares, tribu india de Bolivia oriental, cuando una joven percibe los signos de la pubertad su padre construye una choza pequeña de hojas de palma cerca de la casa. En esta choza encierra a su hija de modo que no pueda ver la luz y allí permanece cuatro días en ayuno riguroso.

Entre los macusis de la Guayana Británica, cuando una joven muestra los primeros signos de pubertad es colgada dentro de una hamaca en el sitio más alto de la cabaña. Los primeros días no abandonará la hamaca de día; pero puede bajar de noche, encender una lumbre y pasar la noche junto al fuego, pues de no hacerlo podría llenársele de granos la garganta, el cuello y otras partes delcuerpo. Mientras los síntomas se hallen en su punto álgido, ayunará rigurosamente. Cuando han disminuido, bajará de su hamaca y tomará como habitación un pequeño compartimento hecho para ello en el ángulo más obscuro de la cabaña. Por la mañana cocinará su comida pero deberá hacerlo en una lumbre separada y en una vajilla personal. Después de unos diez días llega el hechicero y desvirtúa el hechizo farfullando conjuros y balitando sobre ella y sobre todos los objetos valiosos que con ella han estado en contacto; los cacharros y vasijas que usó para beber y comer los rompe y entierra los fragmentos. Después de su primer baño, la muchacha debe dejarse apalear por su madre con varas sin emitir un grito. Al final del segundo período menstrual la apalea su madre por segunda y última vez. Ahora está «pura» y puede mezclarse con la gente. Otros pueblos de Guayana, después de tener a la joven en su hamaca en lo alto de la choza durante un mes, la someten a las mordeduras, muy dolorosas, de unas hormigas grandes. En ocasiones, además de ser mordida por las hormigas, la sufriente tiene que ayunar día y noche mientras permanezca izada dentro de la hamaca, así que cuando por fin la bajan está hecha un esqueleto.

Cuando una doncella hindú alcanza la madurez sexual, queda encerrada cuatro días en una habitación obscura y tiene prohibido ver el sol. Se la considera impura y nadie puede tocarla. Su dieta está restringida a arroz cocido, leche, azúcar, requesón y tamarindo sin sal. En la mañana del quinto día va a un estanque vecino acompañada por cinco mujeres casadas «cuyos maridos vivan». Untada de agua de cúrcuma, se bañan todas después y vuelven a casa, tirando la esterilla del lecho y otras cosas que hubiere en el cuarto. Los brahmanes rarhi de Bengala obligan a la muchacha en pubertad a vivir sola y no la permiten ver la cara de ningún hombre. Permanece tres días encerrada en un cuarto obscuro y sujeta a ciertas penitencias. Se le prohibe comer carne, pescado y golosinas; debe sustentarse de arroz y mantequilla fundida. Entre los tiyanos de Malabar hay la creencia de que una joven es impura durante cuatro días desde el comienzo de su primer menstruo; este tiempo tendrá que pasarlo en la parte norte de la casa, donde duerme sobre una esterilla de yerbas de una clase especial, en un cuarto adornado con guirnaldas de hojas tiernas de cocotero. Otra joven estará en su compañía y dormirá con ella, pero no puede tocar a ninguna otra persona, árbol o planta. Además, no debe ver el cielo y ¡ay de ella si llega a ver un cuervo o un gato! Su dieta debe ser estrictamente vegetariana, sin sal, tamarindos o chiles. Estará armada contra los malos espíritus con un cuchillo que colocan sobre el petate o sobre su persona.

En Camboya, una joven al llegar su pubertad debe quedar en la cama y bajo un mosquitero donde estará por cien días. Usualmente, sin embargo, se consideran bastantes cuatro, cinco, diez o veinte días y aun así, en un clima caluroso y bajo las mallas tupidas de las cortinas, es bastante penoso. Según otro relato, de una doncella camboyana en pubertad se dice que «entra en la sombra». Durante su retiro, el que según el rango y posición de la familia puede durar desde unos pocos días a varios años, tiene que cumplir con un gran número de preceptos tales como no ser vista por un hombre extraño, no comer carne o pescado y otros parecidos. No debe salir ni a la pagoda. Pero este estado de reclusión es suspendido durante los eclipses; en esos momentos sale fuera y hace sus oraciones al monstruo que se supone causa los eclipses cogiendo los cuerpos celestes entre sus dientes. Este permiso para romper su regla de confinamiento y salir durante un eclipse muestra cuán literalmente se interpreta el entredicho que prohíbe a las doncellas mirar al sol cuando llegan a la madurez sexual.

Hay que suponer que una superstición tan extensamente difundida como ésta, ha dejado huellas en las leyendas y cuentos populares. Y así ha sucedido. La antigua leyenda griega de Danae, que fue encerrada por su padre en una cámara subterránea o en una torre de bronce, pero que fue embarazada por Zeus, que llegó a ella en forma de lluvia de oro, quizá pertenece a esta clase de cuentos. Tiene su contrafigura en la leyenda que los kirguicios de Siberia cuentan de sus antepasados. Un kan tenía una hermosa hija encerrada en una casa obscura de hierro para que ningún hombre pudiera verla. Una anciana la cuidaba y cuando la niña llegó a ser mujer preguntó a la anciana: «¿Dónde vas con tanta frecuencia?» «Niña mía, dijo la vieja dama, allá fuera hay un mundo brillante y en ese mundo brillante viven tu padre y tu madre y también toda clase de gentes. Allí es donde voy». La doncella la dijo: «Madre buena, yo no lo diré a nadie, pero enséñame ese mundo brillante». De este modo, la mujer anciana sacó a la muchacha de la casa de hierro y cuando ella vio el mundo brillante se tambaleó y perdió el conocimiento; el ojo de Dios cayó sobre ella, dejándola embarazada. Su padre, encolerizado, la puso en un arcón de oro y la envió flotando sobre la anchura del mar (el oro encantado puede flotar en el país de las hadas). La lluvia de oro de la fábula griega y el ojo de Dios de la leyenda kirguicia probablemente representan los rayos del sol y el sol mismo. La idea de que las mujeres pueden ser fecundadas por el sol no es infrecuente en las leyendas y hay huellas de esta idea en las costumbres nupciales.

4. CAUSAS DE LA RECLUSIÓN DE LAS JÓVENES PUBESCENTES

El motivo de las restricciones con tanta frecuencia impuestas a las jóvenes al llegar a la pubertad es el temor profundamente inculcado que por la sangre menstrual abrigan casi todos los pueblos primitivos. La temen en todo tiempo, pero especialmente en su primera aparición; por eso las restricciones que oprimen a las mujeres en su primera menstruación suelen ser más rígidas que las que han de cumplir en cualquier subsecuente recurrencia de ese manar misterioso. Se han citado algunos ejemplos del miedo y de las costumbres en él basadas en la primera parte de esta obra, pero como el terror, pues no es nada menos, que el fenómeno periódicamente produce en la mente del salvaje ha influido tan profundamente en su vida y en sus instituciones, conviene ilustrar esta cuestión con algunos ejemplos más.

Así, en la tribu australiana de la Bahía de la Reunión hay o había una «superstición que obliga a la mujer a separarse del campamento durante el tiempo de su indisposición mensual, y siempre que una joven o un muchacho se aproxime deberá advertírsele y éste hará inmediatamente un rodeo para evitarla. Si es negligente en esto, se expone a ser regañada y a veces apaleada fuertemente por su marido o pariente más cercano, pues a los muchachos se les ha dicho desde su infancia que si ven la sangre pronto se quedarán canosos y su vigor decaerá prematuramente». Los dieri de la Australia central creen que si una mujer en esas épocas comiera pescado o se bañara en el río, todos los peces morirían y el río quedaría seco. Los arunta de la misma región prohíben a las mujeres menstruantes recolectar los bulbos del irriakura, que constituye un artículo importante para la dieta de los hombres y aun de las mujeres. Creen que si alguna mujer desobedece este precepto, la provisión de bulbos decaerá.

En algunas tribus australianas la reclusión de las mujeres menstruantes era aún más rígida y estaba sancionada con penalidades más severas que una regañina o una paliza. Así «hay una regulación respecto a los acampados en la tribu Wakelbura que prohíbe a las mujeres entrar en los campamentos por el mismo sendero que los hombres. Cualquier violación de esta ley en un campamento grande se castigaría con la muerte. La razón de esta prohibición es el miedo que tienen al período menstrual de las mujeres. Durante ese periodo la mujer es alejada del campamento medio kilómetro o más. Una mujer en ese estado se ata alrededor de la cintura ramaje del árbol de su tótem y está constantemente vigilada y guardada, pues se piensa que si algún nombre fuera tan desgraciado que viera a una mujer así moriría. Si la mujer se dejase ver de un hombre, es probable que fuera condenada a muerte. Cuando la mujer ya se ha repuesto, se pinta de rojo y blanco, cubre su cabeza con plumas y vuelve al campamento».

En Muralug, una de las islas del Estrecho de Torres, la mujer menstruante no comerá nada de lo que vive en el mar, pues los nativos creen que fracasarían sus pescas. En Cálela, al oeste de Nueva Guinea, las mujeres en sus períodos menstruantes no pueden entrar en una vega de tabaco, pues las plantas del tabaco serían atacadas de enfermedades. Los minangkabauer de Sumatra están convencidos de que una mujer en estado impuro que pase cerca de un arrozal echará a perder la cosecha.

Los bosquimanos de África del Sur piensan que si los mira una joven cuando debiera estar en estricto aislamiento, los hombres quedarían paralizados en la posición en que estaban, con lo que tuvieran en las manos, y serían transformados en árboles que hablan. Las tribus ganaderas del África del Sur sostienen que sus rebaños morirían si bebieran la leche de una mujer menstruante ytemen el mismo desastre si cayera al suelo una gota de sangre y los bueyes pasaran por encima. Para prevenir tamaña calamidad, las mujeres en general, no sólo las menstruantes, tienen prohibido entrar en los cercados del ganado y más aún, no pueden usar los senderos ordinarios de entrada al pueblo o los que van de una choza a otra. Están obligadas a practicar senderos a espaldas de las chozas para evitar el terreno del centro de la aldea, donde está el ganado estacionado o descansando.
Estos senderos de mujeres pueden verse en todos los pueblos de cafres. Entre los baganda, de modo semejante, no podía beber leche ninguna mujer menstruante ni estar en contacto con ninguna vasija que la contuviera; no debía tocar nada de lo perteneciente a su marido, ni sentarse en su esterilla, ni arreglarle la comida. Tocar alguna cosa de éstas durante el período, se consideraba equivalente a desearle la muerte o a realizar maniobras de brujería para su destrucción. Si manejase alguna cosa suya, seguramente caería enfermo; si tocase sus armas, seguramente moriría en el primer combate que tuviera. Además, los bagandas no consentían que una mujer menstruante se acercara a un pozo;temían que si alguna lo hiciera el pozo se secaría e incluso que ella misma enfermaría y moriría a menos de confesar su falta y de que el curandero hiciera una expiación por ella. Entre los akikuyosdel África Oriental Británica, si se construye una cabaña y la esposa tiene el período el mismo día que se enciende por primera vez el hogar, hay que destruir la cabaña al día siguiente; de ningún modo dormirá la segunda noche en la cabaña, pues la maldición caería sobre la mujer y la cabaña.
Según el Talmud, si alguna mujer al principio de su período pasa entre dos hombres, uno de ellos morirá. Los campesinos del Líbano creen que las mujeres menstruantes son la causa de muchas desgracias, que su sombra marchita las flores, seca los árboles y hasta paraliza el movimiento de las serpientes; si alguna de ellas montase a caballo, el animal podría morir o almenos quedaría inservible por largo tiempo.
Los guaykiríes del Orinoco creen que cuando una mujer está con sus reglas, morirá todo lo que pise y si un hombre pisa sus huellas se le hincharán las piernas instantáneamente. Entre los indios bribi de Costa Rica, una mujer casada sólo usa hojas de plátanos como platos durante la regla y los tira en un sitio apartado al terminar de usarlos, pues si una vaca las encontrara y comiera, el animal se extenuaría y moriría. También bebe exclusivamente de una vasija especial, porque cualquier persona que beba después en la misma vasija infaliblemente se debilitará hasta perecer.

En la mayoría de las tribus de indios norteamericanos había la costumbre de que las mujeres menstruantes se retiraran del campamento o pueblo para pasar el periodo de su impureza en chozas o abrigos para su uso. Allí vivían apartadas, comiendo y durmiendo solas, calentándose en hogueras propias y absteniéndose estrictamente de toda comunicación con los nombres, que a su vez las eludían como si estuvieran apestadas.

Así, por ejemplo, los indios créele y las tribus afines de Estados Unidos obligaban a las mujeres menstruantes a vivir en chozas especiales bastante alejadas del poblado, donde tenían que quedar aisladas a riesgo de una sorpresa del enemigo. Se consideraba «impureza horrenda y peligrosa» acercarse a las mujeres en ese estado y ese peligro alcanzaba hasta a sus enemigos, que si mataban a estas mujeres tenían que purificarse con ciertas yerbas y raíces sagradas. Los indios stseelis de la Columbia Británica creían que si una mujer menstruante pasaba por encima de un haz de flechas, las inutilizaría y aun podrían ocasionar la muerte de su dueño y, también, que si pasaba por delante de un cazador armado de fusil, la bala se desviaría siempre. Entre los chipewas y otros indios del territorio de la Bahía de Hudson, las mujeres menstruantes son excluidas del campamento y tienen que vivir en chozas de ramaje; llevan caperuzas grandes que les ocultan por completo cabeza y pecho, No pueden tocar los enseres ni ningún objeto de uso masculino, pues «suponen que su contacto los macula y su posterior uso acarrearía desgracia o calamidad», como enfermedades o muerte. Han de beber con un hueso de cisne. Tampoco pueden andar por los senderos ni cruzar rastros de animales. «No se las permite caminar sobre el hielo de los ríos y lagos ni acercarse adonde los hombres estén cazando castores ni donde haya tendida una red para pescar, por miedo de alejar la pesca. En este período no pueden comer la cabeza de ningún animal ni pisar o cruzar huellas recientes de pisadas o de un trinco que transporte una cabeza de ciervo, alce, castor y otros muchos animales. Se considera muy grave el incumplimiento de esta costumbre, pues creen firmemente que ocasionarían fracasos posteriores al cazador». También los lapones prohíben a las mujeres menstruantes pisar la parte de la playa donde los pescadores suelen depositar su pesca, y los esquimales del Estrecho de Bering creen que los cazadores que se acerquen a una mujer menstruante no cazarán nada. Por igual razón, los indios carrier no permiten que ninguna mujer menstruante pise cruzando huellas de animales; si es necesario, se la pasan en brazos. Creen que si vadea un arroyo o un lago, morirán los peces.

En las naciones civilizadas de Europa, las supersticiones que se acumulan alrededor de este aspecto misterioso de la naturaleza femenina no son menos extravagantes que las existentes entre los salvajes. En la enciclopedia más antigua que poseemos ―la Historia natural, de Plinio―, la lista de los peligros que pueden provenir de la menstruación es más larga que la de los propios bárbaros. Según Plinio, el tacto de una mujer menstruante convertía el vino en vinagre, atizonaba los granos, mataba los semilleros, plagaba las huertas de parásitos, hacía caer prematuramente los frutos de los árboles, nublaba los espejos, embotaba las navajas, oxidaba el hierro y el latón (especialmente en luna menguante), mataba las abejas o al menos las alejaba de sus colmenares, hacía abortar las yeguas, y así sucesivamente. De modo análogo, en varios sitios de Europa todavía se cree que si una mujer con su regla entra en una bodega, la cerveza se acedará; si toca cerveza, vino, vinagre o leche, se estropearán; si hace conservas, se pudrirán; si monta en yegua, ésta abortará; si toca capullos de flores, se secarán; si trepa por un cerezo, se secará. En Brunswick la gente cree que si una mujer menstruante asiste a la matanza de un cerdo, la carne se pudrirá. En la isla griega de Calymnos, una mujer durante el período no puede ir al pozo a sacar agua, ni cruzar una corriente de agua, ni entrar en el mar. Su presencia en una lancha dicen que levanta una tormenta.

Así, vemos que el objeto de recluir a las mujeres durante la menstruación es neutralizar las influencias peligrosas que se supone emanan de ellas en esos momentos. Que el peligro que se cree sea especialmente grande en la primera menstruación se deduce de las precauciones extraordinarias tomadas en el aislamiento de las jóvenes en esta crisis. Dos de estas precauciones han sido ya relatadas, las prohibiciones de tocar el suelo y de ver el sol. El efecto general de estas leyes es mantenerlas en suspensión, por decirlo así, entre el ciclo y la tierra. Ya sea envueltas en su hamaca y suspendidas lo más cerca posible del techo, como en Sudamérica, o elevadas sobre el suelo en una jaula obscura y estrecha como en Nueva Irlanda, puede considerárselas como apartadas del mediode hacer daño, puesto que, hallándose apartadas de la tierra y del sol, no pueden emponzoñar ninguna de esas grandes fuentes de vida con su mortífero contagio. En dos palabras: quedan convertidas en inocuas por estar «aisladas», hablando en términos de electricidad. Mas todas estas precauciones para aislar a las muchachas se toman tanto en consideración a su propia seguridad como por la seguridad de los demás, pues se piensa que ellas mismas sufrirían si fuesen negligentes con el régimen prescrito. Así, hemos visto cómo las jovencitas zulúes creen que se consumirían hasta convertirse en esqueletos si el sol brillase sobre ellas en su pubescencia, y los macusis imaginan que si alguna jovencita transgrediera las órdenes sufriría de erupciones en varias partes del cuerpo. Resumiendo, a la joven se la considera como si estuviese cargada de una poderosa energía que, de no sujetarse, puede destruirla a ella y destruir todo lo que se ponga en contacto con ella. Represar esta energía dentro de los limites necesarios a la seguridad de todos aquellos a quienes atañe es el fin que se proponen estos tabús.

La misma explicación es aplicable a la observancia de las mismas leyes por parte de reyes divinos y sacerdotes. La impureza, como la llaman, de las púberes y la santidad de los hombres sagrados no difieren materialmente una de otra en la mente primitiva. No son sino diferentes manifestaciones de la misma energía misteriosa que, como la energía general, no es en sí buena ni mala, sino que se hace benéfica o maléfica según su aplicación. En conformidad con esto, si tanto las púberes como los personajes divinos no pueden tocar el suelo ni ver el sol, la razón es, por un lado, el temor de perder su divinidad al contacto con tierra o ciclo, descargándose con violencia mortal en uno u otro, y por todo lado, la aprensión de que el ser divino así vaciado de su virtud etérea, pudiera por esto quedar incapacitado para la futura ejecución de sus funciones mágicas, de cuya apropiada descarga se cree que depende la seguridad de las gentes y aun del mundo. Así, las leyes en cuestión entran en la denominación de los tabús que ya examinamos al principio de este libro; su objeto es conservar la vida de la persona divina y, con ella, la de sus súbditos y adoradores. En ninguna parte se piensa que pueda estar su preciosa y aun más peligrosa vida tan segura y ser tan inocua como cuando no se halla ni en el ciclo ni en la tierra, sino suspendida entre los dos.»

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Verónica del Carpio Fiestas

Cualquier parecido con la realidad era ya pura coincidencia en el siglo XVIII

«Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia» y esas otras larguísimas frases explicativas al principio o al final de libros y películas para evitar pleitos por difamación y esas cosillas no con cosas de hoy.  En una novela picaresca escrita en frances (sí, en francés) en el siglo XVIII por, según parece, un francés (si, por un francés) y ambientada en España (sí, en España), en una novela picaresca tan extraña como todo eso, figura una declaración del autor que sería el equivalente en el siglo XVIII a la frase ritual.

La extraña novela picaresca «Historia de Gil Blas de Santillana«, o «Gil Blas», a secas, enlace aquí, gil-blas-1escrita, al parecer, por  Alain-René Lesage entre 1715 y 1735, contiene una curiosa «declaración» al principio, en la que, si entiendo bien, poco menos que llama tontos a quienes se quejen:

«DECLARACIÓN DE LESAGE
Como hay personas que no saben leer un libro sin aplicar los caracteres viciosos o ridículos que en él se censuran a personas determinadas, declaro a estos maliciosos lectores que harán mal y se engañarán mucho en hacer la aplicación a ningún individuo en particular de los retratos que encontrarán en esta obra. Protesto al público que solamente me he propuesto representar la vida del común de los hombres tal cual es; y no permita Dios que jamás sea mi ánimo señalar a ninguno con el dedo. Si hubiere alguno que crea se ha dicho por él lo que puede convenir a tantos otros, le aconsejo que calle y no se queje, porque de otra manera él mismo se dará a conocer fuera de tiempo.«gil-blas-2

Claro que no solo por eso merece la pena leer esta obra.

Verónica del Carpio Fiestas