El curioso cambio semántico de la palabra «revolución», según Hannah Arendt

Quizá sea algo tan de común conocimiento que ni merezca la pena comentarlo, pero yo me entero ahora, leyendo a Hannah Arendt, de que «revolución» significaba originalmente restauración desde el punto de vista político. En un ensayo inédito del año 1961, inicialmente conferencia y publicado por primera vez en 2018, en un libro recopilatorio (Conferencia «Revolución y libertad», en Pensar sin asideros. Ensayos de comprensión. 1953-1975, Volumen II, Ed. Página Indómita), la filósofa alemana nacionalizada estadounidense Hanna Arendt (1906-1975) expone lo siguiente:

«En contraste con las guerras, que se remontan tan atrás como lo hace la memoria documentada de la humanidad, las revoluciones son un fenómeno relativamente nuevo. Antes de las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, el término revolución no asomaba en el vocabulario de la teoría política. Es más, y esto quizá tiene mayor relevancia, la palabra no recibió su moderno significado hasta que se produjeron las revoluciones americana y francesa; es decir, los hombres que llevaron a cabo esas primeras revoluciones carecían de una noción previa del nombre o la naturaleza de la empresa. En palabras de John Adams, se trató de empresas que fueron «invocadas sin expectativas e impuestas sin una disposición previa»; y lo mismo vale para Francia, donde, en palabras de Tocqueville, «uno podría pensar que el objetivo de la Revolución en camino no era el derrocamiento del Antiguo Régimen sino su restauración».

De hecho, la Restauración se ajustaría más el significado original del término revolución, si bien solemos considerar que aquella es la antítesis de esta. La revolución, un término astronómico, fue introducido en el lenguaje científico por Copérnico en De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes), y cuando la palabra descendió por primera vez de los cielos para describir metafóricamente lo acontecido en la tierra entre los mortales, trajo con ella la idea de que había un mecanismo eterno, irresistible y siempre recurrente en los movimientos azarosos, en las peripecias del destino humano, que desde tiempos inmemoriales habían sido comparadas con la salida y la puesta del sol, la luna y las estrellas. Cierto es que en el siglo XVII encontramos la palabra revolución como término político; pero por aquel entonces se usaba en su estricto sentido metafórico para describir un giro de vuelta a un punto preestablecido y, por tanto, para indicar un movimiento de regreso a algún orden predestinado. Así pues, la palabra no se usó por primera vez cuando lo que llamamos revolución estalló en Inglaterra y Cromwell estableció una especie de dictadura revolucionaria, sino, por el contrario, en 1660 […] cuando se restauró la monarquía. […]

El hecho de que la palabra revolución significara originalmente restauración es más que una rareza semántica. No podemos entender el significado de la revolución a menos que tengamos en cuenta que las primeras revoluciones estallaron cuando lo que se buscaba era la restauración. Tendemos a obviar este hecho paradójico porque nada en el curso de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII es más llamativo y sorprendente que el énfasis depositado en la novedad, aspecto que recalcaron tanto los actores como los espectadores -quienes insistieron en que nunca antes había sucedido nada con tanto significado y tanta grandeza, y en que estaba a punto de desarrollarse un relato completamente nuevo-. Pero esta historia completamente nueva fue iniciada a ambos lados del Atlántico por hombres que estaban firmemente convencidos de que tan solo se disponían a restaurar un viejo orden de cosas que se había visto perturbado y violado por los poderes establecidos; tales hombres argumentaron con toda sinceridad que deseaban volver a los viejos tiempos, cuando las cosas eran como debían ser. Nada les habría parecido más extraño que el afán de novedades o que la convicción actual de que la novedad es en sí deseable. […]

Antes de que intentemos evaluar el significado de este extraño cambio semántico, y de que profundicemos en las causas que lo provocaron, debemos fijarnos brevemente en otro aspecto de la revolución que todavía se corresponde con su viejo significado astronómico y que aún no ha sido desechado por el uso moderno -presumiblemente porque las experiencias durante el curso real de las revoluciones no lo contradijeron-. Como ya he dicho, tanto el término astronómico como su significado metafórico original implicaban de modo contundente la noción de lo irresistible, a saber, que el movimiento giratorio de los cuerpos celestes sigue una trayectoria predeterminada, independiente de toda influencia del poder humano. Sabemos, o creemos saber, la fecha exacta en que, por primera vez, el término revolución fue empleado con un énfasis exclusivo en lo irresistible y sin connotar en modo alguno un movimiento giratorio de retorno; y este cambio de énfasis les ha parecido tan importante a los historiadores que se ha convertido en práctica común fechar el nuevo significado político del término astronómico a partir de este movimiento.

La fecha es el 14 de julio de 1789. Esa noche, en París, Luis XVI se enteró por el duque de Liancourt de la caída de la Bastilla, de la liberación de algunos prisioneros y de la deserción de las tropas reales ante la masa del pueblo. El famoso diálogo que tuvo lugar entre el rey y su mensajero es muy breve y muy revelador. Según se dice, al rey exclamó: «C’est una revolté»; y Liancourt le corrigió: «Non, sire, c’esto une révolution!«. Desde el punto de vista político aquí escuchamos por última vez el término en el sentido de la vieja metáfora que porta sus significado de los cielos a la Tierra; pero también aquí, por primera vez, el énfasis pasa de la legalidad de un movimiento cíclico, rotativo, a lo irresistible de dicho movimiento. Este todavía es contemplado a imagen del movimiento de los astros, pero lo que ahora se enfatiza es que su detención escapa al poder humano, puesto que dicho movimiento sigue sus propias leyes. Cuando el rey afirma que el asalto de la Bastilla es una rebelión, invoca su propio poder y los diversos medios de que dispone para lidiar con la conspiración y con el desafío a la autoridad; pero Liancourt responde que lo sucedido es irrevocable y escapaba al poder de los reyes. Se trata de algo irresistible.

La toma de la Bastilla, como sabemos, no fue más que le comienzo. La noción de un movimiento irresistible, que el siglo XIX pronto conceptualizaría como la idea de la necesidad histórica, resuena de principio a fin en las páginas de la Revolución francesa. De repente, una imagen completamente nueva comienza a adherirse a la vieja metáfora; y hoy, cuando pensamos en la revolución, lo hacemos casi de forma automática en las imágenes surgidas durante la Revolución francesa -en los días en que Desmoulins contempló el inmenso «torrente revolucionario» que arrastró a los actores hasta que los hizo perecer junto con sus enemigos, los agentes de la contrarrevolución; cuando Robespierre habló de la tempestad y de la poderosa corriente que, alimentada por un lado por los crímenes de la tiranía y de otro por el progreso de la libertad, crecía continuamente, se volvía cada vez más rápida y más violenta; cuando incluso los espectadores creían presenciar una «majestuosa corriente de lava que arrasa con todo y que nadie puede detener», un espectáculo desarrollado bajo el signo de Saturno, la revolución que «devora a sus propios hijos»

Es también curioso, aunque no tengo ni idea de qué conclusión sacar de ello, que en castellano la palabra «revolución» se usaba como equivalente a «rebelión» o «tumulto» mucho antes de la Revolución francesa, y no metafóricamente. Veamos algunas de las varias acepciones de la palabra «revolución» en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia, del año 1737, una de ellas metafórica, y no la de rebelión o tumulto):

Diccionario de Autoridades – Tomo V (1737)

«REVOLUCIÓN. Vale assimismo inquietúd, alboroto, sedición, alteración. Latín. Turbatio. Tumultus. CAST. Hist. de S. Dom. tom. 1. lib. 1. cap. 43. Por algunas revoluciones, que sucedieron entre los Franceses y Ricos hombres de Castilla, no gobernó pacificamente el Santo Rey D. Fernando.»

«REVOLUCIÓN. Metaphoricamente vale mudanza, o nueva forma en el estado o gobierno de las cosas. Latín. Mutatio. Vicissitudo. PINEL, Retrat. Introd. Hallándose en la História tanta variedad de exemplos de vicios y virtudes, tantas revoluciones y variedades de fortúna … siempre habrá muchos que aprovechar para nosotros mismos.»

Verónica del Carpio Fiestas

Kafka y otros

De las tres obras de que trata este post, casi estoy por decir que no lea usted ninguna, en primer lugar porque no son agradables, y en segundo lugar porque si las dos primeras son breves y se leen sin dificultad, la tercera requiere cierto esfuerzo de lectura. De las tres obras, la primera es prácticamente desconocida, la segunda bastante conocida y la última, conocidísima.

«El albarán» es el título de un cuento del escritor español José Jiménez Lozano, publicado en 1988 dentro del libro de cuentos «El grano de maíz rojo». Está ambientado en 1323, en Carcasona, Francia, y en un par de páginas desarrolla el siguiente argumento: un proveedor de la Inquisición presenta al inquisidor secretario su cuenta detallada por maderos, sarmientos y otros materiales para quemar a herejes en hogueras de la Inquisición, y como cualquier contratista de cualquier época, encarece sus propios méritos por prestar el mejor servicio y se queja de que no le resulta rentable, y pide más dinero. Por ejemplo, explica el contratista, son grandes sus esfuerzos para aportar los materiales óptimos que permitan que la hoguera suelte el humo exacto que permita ver las contorsiones del reo sin que se ahogue éste demasiado pronto por el humo y el castigo no sea suficientemente ejemplar. Hace incluso pruebas previas con embutidos para conseguir la carbonización óptima.

La segunda obra es el cuento largo de Franz Kafka «En la colonia penitenciaria», escrito en 1914 y ambientado no se sabe dónde. No es una de sus obras más populares; mucha gente conoce, siquiera de oídas, «El proceso», «El castillo»o «La metamorfosis», o incluso «América», y sin embargo de este cuento se oye hablar poco, curiosamente, pese a que es difícil encontrar una obra de Kakfa más kafkiana en el sentido actual del término. En el caso de esta obra sucede algo parecido en esencia a lo del cuento de Jiménez Lozano, y como lectora me ha resultado imposible no poner en relación ambas obras, algo que desconozco si ya ha efectuado alguien. En resumen: una persona que pertenece a estamentos oficiales considera un instrumento de tortura y ejecución, una máquina de matar legalmente, y de matar con dolor, como algo puramente burocrático, neutro. «El oficial» explica a un tercero ajeno a su entorno el funcionamiento de la máquina, cómo se perfeccionó, su añoranza por los tiempos en los que se utilizaba más, mejor y ante más público, y, como encargado del mantenimiento, se queja, por ejemplo, de problemas para conseguir piezas de repuesto y teme que se pierda la tradición de utilizarla. La máquina es fundamental en el sistema judicial y el condenado del caso concreto que se usa por el ¿protagonista? para explicar al visitante cómo funciona la máquina ni tuvo oportunidad de defenderse por el ¿delito? del que se le acusa de haberse dormido -es un criado-, y hasta da incluso vergüenza que se pueda pensar que hubiera tenido esa oportunidad que habría sido simple oportunidad de mentir; más kafkiano, imposible. No se preocupe; no le voy a describir en qué consiste el sistema de ejecución, más que nada porque incluso al releerlo para comentarlo aún me da espanto.

Y me resulta imposible no relacionar también ambas obras con una tercera, esta vez de no ficción, y quizá una de las obras cumbres de la Filosofía Política del siglo XX: la compleja «Eichmann en Jerusalén», de Hanna Arendt, publicada en 1963, y subtitulada «Un informe sobre la banalidad del mal». Analizar con la profundidad que se merece el famoso concepto, tan malentendido, de la «banalidad del mal», excede en mucho de la capacidad de una simple jurista de a pie. No obstante, hay algo que sí quizá es posible percibir, incluso desde la lectura no especializada: cómo se veía Eichmann a sí mismo. Eichmann, el repugnante nazi colaborador directo en asesinatos masivos de judíos, era, a su propio entender, un simple probo funcionario, que se limitaba a cumplir con un trabajo. Él se veía a sí mismo así, y por tanto no se consideraba responsable.

Igual que el contratista de la Inquisición que se esfuerza por cumplir bien con su contrata. Igual que el oficial que necesita repuestos para su máquina de matar y los pide por el conducto reglamentario. Personas normales, que hacen un trabajo. Cosas administrativas, puramente.

Si ha llegado hasta aquí, recuerde que las dos primeras son obras de ficción, relativamente, y la tercera, no. Relativamente, la primera y la segunda, porque cada vez que alguien tortura y mata, alguien ha fabricado esas armas de tortura y muerte, y lo hace desentendiéndose del resultado, cumpliendo incluso un contrato. Y, quién sabe, quizá en efecto hubo contratistas oficiales de materiales para hogueras durante siglos; eso lo sabrán los historiadores. Pero ciertamente hubo hogueras y cámaras de gas, y necesitaron colaboradores y fabricantes, y siguen fabricándose armas para matar al diferente, al que piensa distinto o sencillamente porque sí, por gente que no se considera responsable.  Uf.

Verónica del Carpio Fiestas