Kafka y otros

De las tres obras de que trata este post, casi estoy por decir que no lea usted ninguna, en primer lugar porque no son agradables, y en segundo lugar porque si las dos primeras son breves y se leen sin dificultad, la tercera requiere cierto esfuerzo de lectura. De las tres obras, la primera es prácticamente desconocida, la segunda bastante conocida y la última, conocidísima.

«El albarán» es el título de un cuento del escritor español José Jiménez Lozano, publicado en 1988 dentro del libro de cuentos «El grano de maíz rojo». Está ambientado en 1323, en Carcasona, Francia, y en un par de páginas desarrolla el siguiente argumento: un proveedor de la Inquisición presenta al inquisidor secretario su cuenta detallada por maderos, sarmientos y otros materiales para quemar a herejes en hogueras de la Inquisición, y como cualquier contratista de cualquier época, encarece sus propios méritos por prestar el mejor servicio y se queja de que no le resulta rentable, y pide más dinero. Por ejemplo, explica el contratista, son grandes sus esfuerzos para aportar los materiales óptimos que permitan que la hoguera suelte el humo exacto que permita ver las contorsiones del reo sin que se ahogue éste demasiado pronto por el humo y el castigo no sea suficientemente ejemplar. Hace incluso pruebas previas con embutidos para conseguir la carbonización óptima.

La segunda obra es el cuento largo de Franz Kafka «En la colonia penitenciaria», escrito en 1914 y ambientado no se sabe dónde. No es una de sus obras más populares; mucha gente conoce, siquiera de oídas, «El proceso», «El castillo»o «La metamorfosis», o incluso «América», y sin embargo de este cuento se oye hablar poco, curiosamente, pese a que es difícil encontrar una obra de Kakfa más kafkiana en el sentido actual del término. En el caso de esta obra sucede algo parecido en esencia a lo del cuento de Jiménez Lozano, y como lectora me ha resultado imposible no poner en relación ambas obras, algo que desconozco si ya ha efectuado alguien. En resumen: una persona que pertenece a estamentos oficiales considera un instrumento de tortura y ejecución, una máquina de matar legalmente, y de matar con dolor, como algo puramente burocrático, neutro. «El oficial» explica a un tercero ajeno a su entorno el funcionamiento de la máquina, cómo se perfeccionó, su añoranza por los tiempos en los que se utilizaba más, mejor y ante más público, y, como encargado del mantenimiento, se queja, por ejemplo, de problemas para conseguir piezas de repuesto y teme que se pierda la tradición de utilizarla. La máquina es fundamental en el sistema judicial y el condenado del caso concreto que se usa por el ¿protagonista? para explicar al visitante cómo funciona la máquina ni tuvo oportunidad de defenderse por el ¿delito? del que se le acusa de haberse dormido -es un criado-, y hasta da incluso vergüenza que se pueda pensar que hubiera tenido esa oportunidad que habría sido simple oportunidad de mentir; más kafkiano, imposible. No se preocupe; no le voy a describir en qué consiste el sistema de ejecución, más que nada porque incluso al releerlo para comentarlo aún me da espanto.

Y me resulta imposible no relacionar también ambas obras con una tercera, esta vez de no ficción, y quizá una de las obras cumbres de la Filosofía Política del siglo XX: la compleja «Eichmann en Jerusalén», de Hanna Arendt, publicada en 1963, y subtitulada «Un informe sobre la banalidad del mal». Analizar con la profundidad que se merece el famoso concepto, tan malentendido, de la «banalidad del mal», excede en mucho de la capacidad de una simple jurista de a pie. No obstante, hay algo que sí quizá es posible percibir, incluso desde la lectura no especializada: cómo se veía Eichmann a sí mismo. Eichmann, el repugnante nazi colaborador directo en asesinatos masivos de judíos, era, a su propio entender, un simple probo funcionario, que se limitaba a cumplir con un trabajo. Él se veía a sí mismo así, y por tanto no se consideraba responsable.

Igual que el contratista de la Inquisición que se esfuerza por cumplir bien con su contrata. Igual que el oficial que necesita repuestos para su máquina de matar y los pide por el conducto reglamentario. Personas normales, que hacen un trabajo. Cosas administrativas, puramente.

Si ha llegado hasta aquí, recuerde que las dos primeras son obras de ficción, relativamente, y la tercera, no. Relativamente, la primera y la segunda, porque cada vez que alguien tortura y mata, alguien ha fabricado esas armas de tortura y muerte, y lo hace desentendiéndose del resultado, cumpliendo incluso un contrato. Y, quién sabe, quizá en efecto hubo contratistas oficiales de materiales para hogueras durante siglos; eso lo sabrán los historiadores. Pero ciertamente hubo hogueras y cámaras de gas, y necesitaron colaboradores y fabricantes, y siguen fabricándose armas para matar al diferente, al que piensa distinto o sencillamente porque sí, por gente que no se considera responsable.  Uf.

Verónica del Carpio Fiestas

Tintín y El cetro de Ottokar

portada Ottokar

Es difícil señalar cuál es el mejor álbum de Tintín, pero, puestos a escoger, escojo este. Hasta qué punto es una obra maestra El cetro de Ottokar lo demuestra que no aparecen aún los personajes del capitán Haddock y Silvestre Tornasol, y no se les echa de menos.

En Syldavia  pequeño país imaginario ubicado en una zona balcánica, se desarrolla una trepidante aventura, en la que hay desde la caída de avión, resultando incólume Tintín (y también Milú), hasta lanzarse cuesta abajo en un monte, resultando, oh sorpresa, incólume Tintin (y también Milú). Lo de las Syldavias y Ruritanias y análogos países más o menos balcánicos de opereta inventados es consabido recurso técnico literario y cinematográfico muy habitual en esa época y anteriores, incluyendo a Agatha Christie -Herzoslovakia, en la poco conocida novela de misterio, y deliciosa, El secreto de Chimneys– y los Hermanos Marx -Freedonia, en la maravillosa, inolvidable, Sopa de Ganso-, y aquí se emplea en el ámbito del cómic.

En un trasfondo de intrigas palaciegas, luchas de poder y ascenso de los totalitarismos de los años 30 del siglo XX, con un guion en el que ni sobra ni falta nada y lleno de sentido del humor y con unas ilustraciones de antología de las llamadas «de línea clara» -verdaderamente imprescindible y fascinante el folleto turístico de Syldavia, que lee Tintín, y en el que Hervé se inventa un país completo, incluyendo Geografía, Historia e iconografía-, Tintín ha de localizar y a toda prisa el cetro robado, con los inefables Hernández y Fernández por allí haciendo el tonto, y la Castafiore en su primera y gloriosa aparición.

Y de todo lo que allí sucede, y de lo que sucede en el prólogo situado, probablemente en Bruselas cuando Tintín conoce al sabio experto en sigilografía profesor Halambique, del que se hace secretario, hay unos cuanto detalles que llaman la atención.

Primer detalle. Los hermanos gemelos.

Hay dos hermanos gemelos, los dos hermanos Halambique, uno bueno y otro malo; el bueno es raptado y lo sustituye el malo, que forma parte de la conspiración para robar el cetro, símbolo del poder del rey.Halambique

He aquí uno foto del final del álbum, cuando se descubre que hay dos gemelos, uno bueno y uno malo.

Dos gemelos físicamente idénticos, salvo en el ceño y las gafas. Uno fuma, y mucho. El otro nunca fuma.

Y el que fuma es el bueno.

En películas actuales de cualquier tema, el que fuma es EL MALO, como es bien sabido.

El cambio de mentalidad desde 1939 cuando se publicó el álbum es notable.

Por cierto que lo de los hermanos gemelos es un clásico que los tintinólogos sabrán si es creación original de Hervé, o se inspiró en otros. Que se ha usado profusamente después, es obvio. A la cabeza viene la película El premio, protagonizada por Paul Newman décadas más tarde, en 1963, y con Edward G. Robinson interpretando a los dos hermanos, uno bueno, científico premio Nóbel, y otro malo.

Segundo detalle. Los policías asesinos.

La conjura para robar el cetro y provocar la abdicación del rey, y dar un pretexto para una invasión por el dictatorial país vecino, Borduria, se extiende a todos los sectores, incluyendo la policía. Hay un episodio muy significativo, pero no de que un alto cargo policial syldavo esté conjurado, y dispuesto a matar, sino de que policías syldavos no conjurados, policías honrados, policías normales y corrientes que CREEN que lo que le propone el jefe es en beneficio del rey y del Estado, estén TAMBIÉN dispuestos a matar, como la cosa más natural del mundo y  sin discutirlo.

Veamos el diálogo.

-«Vais a conducir al muchacho a Klow. ¡Pero mucho cuidado! Es un tipo peligroso que ha logrado enterarse de secretos de Estado. Los superiores me han insinuado que sería mejor que no llegara a la capital… Vais a hacer lo siguiente. Tú, conductor, simularás un accidente. Los otros se apearán para ayudarle, mientras finges examinar el motor… En ese instante, el chico tratará de escapar y… ¿Habéis comprendido?

-¡Bien, mi comandante! Pero, ¿y si el muchacho no quiere huir?

-Pierde cuidado. Estoy seguro de que lo intentará.»

El comandante dice a los policías que asesinen disimuladamente, porque así viene las órdenes «de arriba», y ellos no pone objeción ni se extrañan. La única pega es la práctica: cómo conseguir que Tintín intente huir y matarlo en aplicación de la clásica ley de fugas. Aquí la obediencia debida abarca al asesinato, y es pura anécdota que resultara que el jefe engañara a sus subordinados y en realidad NO defendiera al rey y al Estado syldavo, sino que pretendiera derrocarlo y ayudar a la invasión por el país vecino.

Estos policías asesinos son los policías BUENOS del país BUENO. Porque si el comandante está corrupto y vendido, los policías son buenos servidores públicos, personajes sin mayor importancia que se limitan a cumplir órdenes de asesinar, en defensa del Estado y de su rey.

Eso puede parecer de cómic, pero la experiencia jurídica demuestra que estas cosas suceden, y no hace falta señalar casos concretos.

Y, claro, esto nos lleva al punto tercero. Detalle tercero. Syldavia no es un Estado de Derecho, ni de lejos.

Syldavia es el país BUENO, no el MALO de esta historia y las demás en las que aparece. El malo es Burduria, que en posteriores albumes se amplía en su descripción como un país totalitario, con un jefe con bigotes curiosos -obvia referencia al nazismo- y aspecto general de país de la órbita de la Unión Soviética, estilo de la llamada Alemania Democrática, que de democrática tenía el nombre como burla sangrante.

Así que Syldavia es el país BUENO. Pero un país bueno donde los policías ven normal que la obediencia debida incluya asesinar a quien creen enemigo del Estado, porque así se lo diga el jefe, y donde, en posteriores álbumes, por ejemplo, se secuestra a un pacífico ciudadano, en pugna con el país MALO que pretende lo mismo, para obligarle a entregar la fórmula de destructoras armas militares. En la idílica y pintoresca Syldavia del primer álbum ya se insinúa esto que es desarrollado posteriormente, con la mentalidad de los años 30 en vez de con la de  la Guerra Fría de álbumes posteriores.

Y es que Syldavia TAMPOCO es una democracia. Es una monarquía no constitucional, en la que el rey Muskar XII ostenta el poder efectivo, y manda, además de reinar, y no la auctoritas de un monarca constitucional moderno. En los años 30 cuando se escribió el álbum, y en la que está ambientado, ya había países con monarquías constitucionales y democracias donde los policías no asesinaban sin más a sospechosos de ir en contra del Poder. En esas circunstancias, es curiosa la buena prensa que parece tener Syldavia.

Y una vez hechas las observaciones jurídicas que son de temer en el blog de una jurista, un par de observaciones.

Una, en general. ¿Por qué Silvestre Tornasol se llama a veces Silvestre Mariposa en los álbumes de Tintín? Misterio insondable de la traducción al castellano. Reconcome la curiosidad.

Otra, en concreto, respecto de El cetro de Ottokar: el evidente parecido entre el rey Muskar XII y el rey español Alfonso XIII, detalle que, al igual que el punto anterior quién sabe si han detectado y aclarado los tintinólogos, pero que no figura en los libros de tintinología que he manejado. Es notorio de Hervé se documentaba exhaustivamente y reproducía, en dibujos, fotos originales en sus álbumes, a veces con fidelidad total, otras inspirándose. Obsérvese el parecido con el cuadro de Alfonso XIII pintado por Philip de László.Muskar_XIIAlfonso XIIIClaro que difícil sería que dos reyes de la misma época, ambos vestidos con uniforme más o menos de húsar, no se parecieran, ¿no?

Pero olvídese de estas observaciones insignificantes y corra a leer el álbum.

Verónica del Carpio Fiestas

La Cartuja de Parma y el Estado de Derecho

cartuja

Los clásicos tienen tantas interpretaciones y utilidades como épocas y lectores. Hay quien de esta novela alude a una escena de los primeros capítulos, la batalla de Waterloo, vivida y luchada por el protagonista sin ser consciente de ello en su momento  y sin estar nunca del todo seguro de haberla vivido y haber participado en ella después; lo de vivir y participar en un Waterloo sin enterarse da para mucha broma cultural aplicada a cualquier materia, por  quienes dan la impresión a veces de no haber pasado de esos primeros capítulos, si es que no han extraído el dato de uno de tantos anecdotarios de anécdotas para toda ocasión.

Explicar el argumento de esta obra es ocioso. Pasan muchas cosas en las 500 páginas, más o menos. ambientadas en el norte de Italia, en las primeras décadas del siglo XIX. Se puede leer y disfrutar como una novela de aventuras, de más o menos verosimilitud, en la que figuran una gran batalla, un bandido generoso, una lucha a espada, la espectacular fuga de una cárcel, envenenamientos, un motín y episodios por el estilo, entremezclados con líneas argumentales de amor que incluyen hasta un hijo de los que entonces se llamaban sacrílegos, y conato de relaciones tía-sobrino y relaciones que no quedan en conato entre un eclesiástico y una casada. Se puede tambien leer como un reflejo de la política en las cortes de la época, con intrigas mezquinas y traiciones, y hay quien considera que el personaje del conde Mosca es un hallazgo paralelo al Príncipe de Maquiavelo, o que todo está inspirado en políticos reales de la época. Se puede también disfrutar de la extensísima lista de personajes principales y secundarios, desde criadas hasta arzobispos, desde carceleros hasta marqueses, definidos con maravillosa profundidad psicológica muchos de ellos. Se puede también mencionar la corrupción institucionalizada y consentida salvo cuando por intereses espurios interesa que no lo esté, que va desde los empleados de más baja categoría hasta la favorita del príncipe. Se puede también mencionar la curiosa situación de la Italia que refleja, con sus tiranuelos omnipotentes sobre ciudades de 40.000 habitantes, con su corte y sus cortesanos, y que se creen importantisimos y que en efecto lo son para sus súbditos porque hacen su real gana, y con pasaportes -fácilmente falsificables- para trasladarse al pueblo de al lado. Se puede también analizar el papel de la Iglesia, como controladora de conciencias, soporte del poder constituido y que se apoya en él, y hasta como espectáculo, puesto que la gente asiste a predicaciones públicas como entretenimiento. Se puede constatar cómo la vida de un hombre no vale nada ni merece sanción que la pierda si es la de un actor y quien lo mata es un aristocrata, salvo que por motivos políticos -o sea, la voluntad del príncipe- interese lo contrario. Se puede descubrir cómo es posible que el mero dato de pertenecer a una familia aristocrática permita suponer con fundamento al que a ella pertenece que tiene derecho a todo, y que, en efecto, lo tenga, incluyendo no solo a los más altos cargos sino a la sumisión perfecta, voluntaria y hasta el heroísmo de sus dependientes y criados. Se puede intentar comparar la semiimaginaria Parma que se describe con la situación real del norte de Italia de la época y averiguar hasta qué punto se corresponde con experiencias personales del autor. Se puede comprobar el papel de la mujer, mercancía cuando interesa y objeto de violencia y considerada posesión salvo que se sea de la aristocracia, y ni aun así, puesto que la mujer casada aristócrata pierde su patrimonio y pasa a gestionarlo el marido; además de matrimonios forzados, en dos contextos distintos dos hombres se plantean matar a sus parejas, por celos.

Personalmente, y puesto que es imposible perder la perspectiva de jurista, este libro, obra maestra en los primeros números de todas las listas de las más grandes novelas, me parece uno de los más fuertes alegatos en favor del Estado de Derecho, de la separación de poderes y de la independencia judicial con un sistema procesal justo. Involuntario alegato, porque plantear todo esto parece ser ajeno a la intención del autor, quien al fin y al cabo escribió el libro hacia 1838. Vayamos a la esencia del asunto.

Un gran número de páginas, y las mejores, transcurren en la corte de Parma. El príncipe reinante absoluto -mejor dicho, los dos, sucesivos, padre e hijo- hace y deshace a su antojo. Los cortesanos escrutan cada matiz de sus palabras, de su conducta, para, cual arúspices, adivinar sus deseos y anticiparse a ellos para mejor cumplirlos, o para manipularlos; la inseguridad jurídica es completa. El príncipe, por sí o por sus dependientes directos, legisla, nombra jueces y los cambia, dicta sentencias, las ejecuta, investiga delitos, ejecuta las penas y aplica su gracia, todo a la vez. Las sentencias se dictan en función de sus deseos, o, más aun, de sus pasiones; y las condenas incluyen muertes atroces o privación de libertad indefinida y en condiciones espantosas. Las sentencias se dictan, pero no se notifican, para poder cambiarlas si interesa, o se modifican sentencias con subterfugios. Los testigos de los juicios se manipulan, amenazan, sobornan o hacen desaparecer. Los legajos con las investigaciones policiales o judiciales pueden quemarse en la chimenea del príncipe, si no interesan. Los jueces es poco decir que son sumisos. Al fiscal  se le llama indistintamente juez; y sería interesante comprobar la versión original, por si fuera un problema de traducción, pero si non è vero è ben trovato porque recoge exactamente la realidad de la mezcla de funciones. El control del Poder es inexistente, y el Poder es único. Por tanto, sucede lo del famoso Dictum de Lord Acton: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. La corte es terrible y corrupta, y curiosamente muchos no se dan cuenta de ello, empezando por los propios príncipes.

Y empieza el libro así y acaba en la misma situación. Lo más que sucede es que, suavizado el carácter del príncipe, del que sea, las condiciones prácticas de lo que teóricamente sigue igual también se suavizan, con un príncipe absoluto bueno en vez de perverso o dejado llevar de sus pasiones. Y punto.

Como para desear vivir en esa época, en ese paradigma de despotismo. No es la corte con sus intrigas lo repugnante, pese a que sea eso lo que es habitual resaltar y de hecho resalta el propio Stendhal. Es la propia ausencia de control, esencial a una situacion sin separación de poderes y sin un sistema judicial mínimamente aceptable, la que propicia esas intrigas.

Se suele hablar del síndrome de Stendhal, enfermedad psicosomática consistente en desvanecimientos y otros síntomas que se desencadena ante la presencia de la abrumadora belleza artística, y que este autor describió en otra  obra, porque le había sucedido a él, cuando visito Florencia. De lo que no creo que sea tan frecuente hablar, o al menos no conozco quien hable de ello, es de otro síndrome que también menciona Stendhal, y en esta obra, en La Cartuja de Parma, y que resulta dificil no identificar con lo conocemos ahora como síndrome de Estocolmo:

cartuja2El Estado absoluto recluye en zulos. Y resulta que según Stendhal pasa esto.

Como para no considerar esta obra como un alegato fortísimo en favor del Estado de Derecho, ¿no?

Verónica del Carpio Fiestas

Una ciudad de la España cristiana hace mil años

ciudad

El insigne historiador Claudio Sánchez-Albornoz publicó esta obra extraordinaria, también titulada Estampas de la vida en León hace mil años, en 1926. La ciudad cuya vida diaria describe es León, claro, mil años antes. Dado el tiempo transcurrido desde que se escribió, quizá podríamos considerar como título más descriptivo «Una ciudad de la España cristiana hace ahora unos 1100 años, más o menos».

Si usted cree que no es posible describir con absoluta exactitud y vívidamente la vida de esa época, con ropas, comidas, actitudes, enseres, detalles del mercado, viviendas, datos normativos, lenguaje, vida familiar, social y política, en unas 200 páginas, y que si se hace, será un rollo insufrible, tiene usted que leer esta obra, para desengañarse. No se va a negar que requiere cierto esfuerzo leerlo, pero tampoco es para tanto.

Podemos ver todo un mundo para nuestros ojos pintoresco, detalladamente reflejado, con  guerra semipermanente, obligación de concurrir a ella como soldado, siervos sin libertad, tortura física como castigo y muchos detalles, aparte de la escasa expectativa de vida, el sistema político general y la esencial desigualdad de la mujer, mediante el sistema de describir escenas cotidianas, con personajes más o menos reales o verosímiles.

De entre los detalles que la memoria recuerda está el caso de Ilderedo, el clérigo redicho. El prologuista del libro, el no menos insigne historiador y filólogo Menéndez Pidal, es capaz hasta de detectar incluso cuándo un hablante de esa época utiliza una lenguaje de falso cultismo, y afirma con gracia que no resulta tan distinto en ciertos detalles de algunos falsos cultismos actuales (de la actualidad de cuando se escribió el prólogo):

1

Y de la actualidad actual, se puede añadir, porque personalmente he conocido personas que alargan así sílabas y palabras, y bien mirado/oído no es tan distinto el habla de algunos locutores deportivos.

Tampoco es posible olvidar a Leticia, la panadera en graves dificultades económicas, azotada como castigo legal por el sayón -alguien con funciones públicas por el estilo de verdugo público y agente judicial- por haber estafado en el peso del pan como medio para intentar sacar adelante a su familia en época de crisis, y luego multada por reiterar esa conducta. Inolvidable también la observación histórica de Sánchez-Albornoz de que eso de que se impusiera una tortura física por los primeros fraudes y luego se multara al ser reincidente, tan llamativo para ojos de nuestra época, porque consideramos más grave lo primero que lo segundo, se debía a sentimientos humanitarios, paradójicamente. Según el razonamiento del siglo X que explica el historiador, el azote resultaba pena mucho más leve porque solo tenía como consecuencias el dolor físico y la vergüenza, mientras que la multa era gigantesca para un patrimonio tan mísero, ruinosa, de forma que solo le quedaría a la mujer entregar todos sus pobres bienes -o sea, el hambre para ella y su familia- o entrar en servidumbre como deudora insolvente -más o menos venderse a sí misma-. Queda en la memoria la escena en la que el sayón para cobrar la deuda de la reincidente embarga el curioso bien consistente en la puerta exterior de la casa porque los bienes situados dentro de la casa no podía cogerlos ya que «la paz de la casa» era inviolable.

Verónica del Carpio Fiestas

El súcubo canoro de Eduardo Mendoza

aceitunasSi no ha oído hablar de la pentalogía sobre un detective sin nombre, formada, en orden cronológico, por «El misterio de la cripta embrujada», «El laberinto de las aceitunas», «La aventura del tocador de señoras»´, «El enredo de la bolsa y la vida» y «El secreto de la modelo extraviada», se ha perdido algo bueno. De estos seis libros de Eduardo Mendoza, en la galería general de los libros de humor indispensables están, en mi opinión, los dos primeros, extraordinarios.

Para describir estos libros, y me refiero al ciclo, no basta con decir que son novelas de misterio humorísticas, ambientadas a lo largo de décadas y que reflejan la evolución personal de los personajes y la social y política en general, incluyendo corrupción y especulación urbanística, con un evidente trasfondo crítico. Que tienen como protagonista a un pobre detective no profesional, físicamente insignificante, antiguo delincuente de poca monta y soplón de la Policía, redicho hasta más no poder pese a carecer de la minima formación e inteligentísimo, que no obtiene rendimientos de ningún tipo por su investigación en la que se ve metido forzadamente, tan desgraciado que por ejemplo no puede lavarse en toda una novela pese a que llueven sobre él inmundicias, maltratado por la vida desde siempre y que cuenta unas historias terribles de su infancia mísera y que se refiere a la pepsicola como «exquisito néctar» del que por su pobreza poco puede disfrutar, acostumbrado a recibir palizas y al que le parece normal recibirlas, y que se dirige a todos en un lenguaje ceremonioso del que el tuteo está casi excluido, pero que es tuteado como muestra de maltrato y subordinación. Que además hay otros personajes antológicos, más o menos como fijos secundarios -un policía torturador reconvertido, el médico director del sanatorio psiquiátrico donde internaron y mantuvieron al detective no se sabe si con motivos fundados o arbitrariamente, y, por supuesto, Cándida, la hermana -prostituta en las primeras novelas, retirada luego-, y que como personajes fíjos, al igual que en otras novelas de Mendoza, aparecen siempre el paisaje y el paisanaje en general de Barcelona, y a veces de otras ciudades.

Hay mucho más, y los mecanismos de la risa son inescrutables. Porque si se lee el resumen del párrafo anterior, no parece que pueda dar risa. Pero resulta que da, y mucha.

Y si son inescrutables, no hay por qué escrutarlos, pero ahí están esos impagables larguísimos soliloquios de varios personajes que describen sus vidas o las justifican, ante el aburrimiento y hasta sopor de los oyentes o las curiosas relaciones del detective con diversas mujeres atractivas -partiendo de que al final casi nunca consigue comerse una rosca-, y la carcajada surge solo con recordar, por ejemplo, esa inolvidable escena de «El laberinto de las aceitunas» cuando el detective sin nombre se encuentra en un monasterio con un monje ingenuo, muy preocupado por un súcubo canoro -así se titula el capítulo- que lo atormenta con una canción en cuanto se tumba a dormir:

«Volvió a flagelarse y hube de retirarme para que no me alcazara un latigazo.

-Y esa voz, ¿qué decía?-le pregunté.

-Algo horrible -dijo el monje, interrumpiendo la azotaina-. No lo puedo repetir.

-En tal caso, no insisto.

-Insista -me rogó el monje.

Insistí y volvió a pegar los labios a mi oreja.

-Échale guindas al pavo -cuchicheó.

-¡Qué notable! -dije.

-Si quiere, le presto el cinturón.

-¿Era una voz de mujer? -pregunté.

-¡Y de tronío!

-¿Me permite que me acueste en su catre? Es solo para hacer una prueba.

-Sírvase usted mismo -dijo el monje-.  A mí, pecado más, pecado menos…

-Me tendí en el catre, formado por tablas de madera de pino, cubiertas por un jergón, y recosté la cebeza en una almohada de arpillera rellena de garbanzos crudos.

-No oigo nada -dije.

-Espere un poco -dijo el endemoniado.

Esperé unos minutos hasta que, de pronto, percibí claramente la voz inconfundible de Lola Flores

Ya solo esto de:

«En tal caso, no insisto.

-Insista -me rogó»

sea o no original, y estamos hablando de una obra de 1982, merece estar cualquier antología.

Sí, he dicho pentalogía, obra que compone un ciclo con cinco partes u obras, y he mencionado que tiene seis libros. Es error deliberado. Además está «Sin noticias de Gurb«, y de alguna manera, aunque técnicamente incorrecta, quería dejar constancia de que, si bien no comparten personajes, estilo ni tema, sí el humor y el nivel, este en especial con los dos primeros libros citados, que son los mejores del ciclo narrativo del detective sin nombre con mucha diferencia, y resulta difícil no relacionarlos todos mentalmente, y que forman para mí parte indisociable del mismo planteamiento de la lectura como placer y motivo de alegría, y que conjuntamente se lo agradezco a Eduardo Mendoza. Leer una vez estas obras, y me refiero en concreto a esas dos primeras mencionadas en este post, brillantísimas, no agota el placer de la lectura, ni evita reírse la segunda vez que se lean, ni la tercera; hará usted bien en gastarse un dinero en comprarlas.

Verónica del Carpio Fieste

Aguas primaverales de Turgueniev

aguas

Un joven ruso de buena familia, de viaje por Frankfurt en 1840, se enamora de una joven italiana de una clase social inferior y muy honrada, y se comprometen para casarse tras unos días de conocerse y cancelar ella su previo compromiso con otro; el joven, fascinado no menos repentinamente por otra mujer, casada, abandona a la primera apenas iniciado el noviazgo, y es luego abandonado por la segunda. Esta es la escasamente discriptiva sinopsis de «Aguas primaverales», novela corta del insigne escritor ruso Iván Turgueniev publicada en 1872 y enfocada como las reminiscencias agridulces del protagonista de lo acaecido 30 años atrás, en tono serio y nostálgico. Pero vayamos a los hechos, más allá de la sinopsis.

  • La joven, de 19 años, iba a casarse sin amor con un joven comerciante alemán en buena situación económica. Ese matrimonio se planteó por su madre como lógica obligación moral de toda joven de contribuir a sostener a su familia.
  • El hermano de la joven, delicado de salud, tiene 15 años y ya trabaja.
  • La madre es una pobre viuda, y viuda pobre, carente de la protección de un marido. Se deduce que tiene unos, digamos, ¿40 años?, y se queja de la inminente vejez.
  • Un joven militar alemán borracho ofende gravemente a la joven, cuando está con el novio, el ruso y otros allegados en un restaurante. La insolencia, intolerable, más al novio que a la chica, consiste en brindar por la chica diciendo que es guapa y coger una flor que había junto a su plato.
  • El novio alemán es un cobarde, al no cumplir con su obligación de batirse en duelo, y se le ridiculiza; el joven ruso, pese a que no le corresponde, es quien se bate. La grave ofensa da lugar a un duelo a pistola, con testigos, médico y demás detalles clásicos para jugarse la vida de forma ritualizada en defensa del honor, incluyendo el «uno, dos y tres» antes de los disparos, el mismo «uno, dos y tres» que hay ahora en carreras deportivas.
  • Se insinúa la irregularidad de que sea testigo en el duelo un viejo criado de la familia de la chica, antiguo cantante de ópera. Por su posición subordinada habría sido rechazado, se insinúa; se presenta pues como artista, figura social dudosa, pero más admisible.
  • Al duelo sobreviven ambos duelistas, sin heridas, y el médico, que ni se plantea impedir que se maten dos personas a sangre fría ni pregunta por qué, cobra sus honorarios por este trabajo, una de sus fuentes de ingresos. Ha ido provisto de los medios para curar heridas de bala: agua en un jarro de barro -de gran utilidad para prevenir infecciones, seguramente- y un maletín con instrumentos quirúrgicos.
  • La joven, para que no se la reconozca, aparece en una escena con un velo negro que tapa su cara. La otra, la mala,  también lleva velo en otra escena, echado para atrás. Porque se usaba velo.
  • La joven, como su novio no arriesgó la vida como debía ante tan gran ofensa, decide no casarse con él, ante la desesperación de la avergonzada madre, que teme la miseria y la insta a cumplir con su obligación familiar.
  • Cuando acto seguido la chica y el ruso se comprometen para casarse tras cancelarse el compromiso anterior, han transcurrido unos días desde que se conocen. Son decentes y honrados; gustarse tras conocerse es amar y amar es casarse y casarse es para siempre. En su noviazgo no se dan ni un beso.
  • Se hace mención a la dificultad de que ella sea católica y él ortodoxo; se alude a normas o criterios contra matrimonios mixtos. Por amor, ella está dispuesta a renunciar a su religión.
  • La madre se horroriza de pensar que si se casan, la pareja se irá a Rusia, lo que podría significar no ver a su hija nunca más. Fotos, tampoco había.
  • Hay conversaciones prácticas sobre ingresos de él para poder casarse; se menciona que el ruso es dueño de una finca en Rusia, con tal número de almas. Las almas son los siervos, o sea, aproximadamente, esclavos. La propiedad de la tierra incluía en Rusia la de los campesinos sometidos a servidumbre. Habrá que vender la finca. «¿Venderá usted también los colonos?». ¿»Cuánto pide usted por alma?».
  • Que el joven acceda a casarse con mujer sin dote lo considera un personaje un síntoma de amor violentísimo.
  • Con el sistema clásico de o virgen o p…, «la otra» es una mujer rica, casada, y que por suerte no esa cosa insufrible que es una sabihonda, pese a que tuvo una educacion tan extraña que sabe leer latín, y de la misma edad que él, 22 años. Esta perversa, que insiste en que quiere ser libre, seduce al joven con constantes provocaciones -el cabello de la mujer, fuera del sombrero en vez de decentemente recogido, es mencionado repetidas veces- y él abandona a la otra. La malvada casada, tras un adulterio descrito con elegantes elipsis, y que a él lo degrada, lo abandona. Ni una, ni otra. Después de eso él es infeliz toda la vida.
  • 30 años después, el ya no joven averigua cuántos que vivieron esa situación aún sobreviven, y como es lógico son pocos. Han muerto la mala mujer, el exnovio, el criado, el hermano y la madre, por motivos de edad, enfermedad, guerra o ignorados; hubo mucha suerte y la madre conoció a sus nietos antes de morir (la chica al final se casó con otro). Solo sobreviven el protagonista, la chica y el joven militar con el que se batió. De ocho, casi todos menores de 25 años en 1840, sobreviven tres en 1870; esa expectativa de vida era tan normal que no merecía comentario al novelista.

Como cualquiera puede comprobar en la literatura del siglo XIX, la situación descrita es bastante parecida, sociológica y legalmente, a otros casos de la época, también en otros países.

Cualquier tiempo pasado fue mejor. ¿O no?

O, si no, que parece que no, lo dejamos en que cualquier tiempo pasado fue anterior.

Verónica del Carpio Fiestas

Ejercicios de estilo de Raymond Queneau

ejercicios_estilo

Raymond Queneau, escritor francés del llamado «grupo OULIPO», escribió en 1947 sus «Ejercicios de estilo», magistral juego literario. Partiendo de una anécdota carente de interés -uno relata que, yendo en autobús, vio a un joven desconocido que protestaba por las molestias de las apreturas, y añade que casualmente volvió a verlo ese día en otro sitio-, Queneau hace una larga lista de versiones, 99: telegráfica, filosófica, soneto, onomatopeyas, helenismos, la olfativa, comedia, oda con música, latín macarrónico… La divertidísima exploración de posibilidades del lenguaje y enfoques psicológicos es fascinante, además de muy ilustrativa, y literariamente revolucionaria.

Aquí van unas cuantas. Versión «Interrogatorio», en la que la fraseología legal consigue transmitir sutilmente un matiz , no ya de peligrosidad, sino hasta de delincuencia, en relación con el joven, pese a que este no había hecho nada:

q1

Y en esta, «Carta oficial», consigue convertir la anécdota en un problema oficial grave, solo con usar fraseología oficial e intercalar adjetivos «descriptivos»:

q2Contrástese con la versión «Comedia», en la que se describe lo que hay, o sea, nada de nada:

q3

Una mente de jurista podría quizá sacar conclusiones de esto. La otra posibilidad, no incompatible, es disfrutar de la buena literatura.

Verónica del Carpio Fiestas

 

 

Libro de recomendaciones de Galdós

En «Mendizábal», uno de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, figura este texto:libro de recomendacionesEn un contexto de designación a dedo de lo que hoy serían funcionarios, al albur de vaivenes políticos e influencias, hacia 1835-1836, Calpena, empleado público, se entera de quién lo ha recomendado para su plaza. Le explican que en el «libro de recomendaciones» donde se apuntan los «padrinos» de cada contratado, consta como «hechura y ahijado del propio Mendizábal», presidente de Gobierno a la sazón.

«Libro de recomendaciones». Hmmm. Los historiadores del Derecho estarán en condiciones de aclarar si en efecto existía en la Administración española de esa época de forma oficial y generalizada un «libro de recomendaciones»,  o bien si se trata de una licencia de Pérez Galdós y de un dato tan ficticio como el personaje Calpena. Quizá exista bibliografía al respecto; una somera búsqueda por  jurista curiosa no especializada resulta infructuosa y no se localiza ni siquiera mención alguna al dato.

Hoy no hay libro de recomendaciones. ¿Quizá debería haberlo?

 Verónica del Carpio Fiestas

Persona por referencia

WP_20150102_098En la catedral de Burgos hay un sepulcro con la estatua yacente de un hombre joven, cuya cabeza reposa en una almohada de piedra. Su rostro dulce emociona. Y sorprende lo que figura en la inscripción explicativa, si es que se ha entendido bien: no se trata solo fulano de tal, canónigo, sino fulano de tal, canónigo y «sobrino del reverendísimo señor don Alonso de Burgos obispo de Palencia».

WP_20150102_094

Una mirada de profano no detecta en sepulcros próximos referencia al parentesco del respectivo difunto con ningún personaje; ni tampoco resulta quizá muy habitual en general mencionar parentescos en los sepulcros excepto en casos de hijos o hermanos de reyes.  Y surge la pregunta: ¿ser sobrino, y de obispo, es dato relevante que describe a una persona hasta en la muerte?

Verónica del Carpio Fiestas

La balanza desequilibrada

balanza

En la capilla de Santa Ana de la catedral de Burgos, en el hermoso sepulcro del obispo Luis de Acuña, figura este relieve, de Diego de Siloé. Se trata, según parece, de una de las Virtudes, la Justicia. La Justicia sostiene en la mano una balanza desequilibrada, y el desequilibrio no parece mera cuestión de perspectiva. Puede que eso para el escultor tuviera un profundo significado simbólico, propio de la época, el siglo XVI, más allá del ornamental;  cuál sería exactamente, no lo sé. Cuál puede ser a día de hoy, sí.

Verónica del Carpio Fiestas