«Diffugere nives, redeunt iam campis arboribusque comae;
mutat terra vices, et decrescencia ripas flumina praetereunt;
Gratia cum Nymphis geminisque sororibus audet ducere nuda choros.
immortalia ne speres, monet annus et almum quae rapit hora diem;
frigora mitescunt Zephyris, ver proterit aestas interitura simul
pomifer Autumnus fruges effuderit, et mox bruma recurrit iners.
damna tamen celeres reparant caelestia lunae;
nos ubi decidimus
quo pater Aeneas, quo Tullus dives et Ancus,
pulvis et umbea sumus.
quis scit an adiciant hodiernae crastina summae tempora di superi?»
Oda de Horacio (Venosia, Italia, 65 a.C.-Roma, Italia, 8 a.C.).
«Odas y Épodos», Horacio. Edición bilingüe de Manuel Fernández-Galiano y Vicente Cristóbal. Cátedra, Letras Universales, 1997,
«Se fueron las nieves, ya vuelve la yerba a los campos y al árbol su cabellera; cambia
de modos la tierra y los ríos decrecen corriendo de nuevo
por los cauces de siempre;
la Gracia y las Ninfas, hermanas gemelas, desnudas se atreven
a dirigir sus coros.
«No esperes nada inmortal» aconsejan el año y las horas que al nuevo día raptan.
Expulsan el frío los Zéfiros; la primavera al verano cede, que, por su parte,
morirá al traer su fruto el pomífero otoño; y al punto la inerte bruma vendrá. Pero ágil
repara la luna en el cielo sus menguas; nosotros, en cambio,
allí una vez caídos
donde Eneas el padre se encuentra con Tulo el dichoso, y con Anco,
polvo y sombra ya somos.
¿Quién sabe si van a agregar un mañana a la edad transcurrida
los dioses de allá arriba?»
«La Nochebuena del poeta», fragmento.
Del libro «Cosas que fueron: cuadros de costumbres», del escritor español Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid 1891)
Texto completo aquí. Facsisimil aquí.
«»En un rincón hermoso
De Andalucía
hay un valle risueño…
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
Tengo amigos, amores,
Hermanos, padres.»
(De El Látigo.)»
I
Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:
— Pedro: esta noche no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. — Esta noche es Nochebuena.
Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.
¡Yo me acostaría tarde!
Dirigí una mirada de desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.
II
Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo.
¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada!
¡Aún me parece veros, padres y hermanos! — Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados…
Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.
Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.
Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.
Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes!
¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!
Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto.
¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem?
Pues a esa música se redujo nuestro concierto.
Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:
Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
saca la bota, María,
que me voy a emborrachar.
Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre…
De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.
Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.
Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!…
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va…
Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra…
¡Y nosotros nos iremos
y no volveremos más!
¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!
Entonces desfilaron ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años…
Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, — mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . .
Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretóse que tenía sueño y se me mandó acostar…
Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.
Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado.»
Verónica del Carpio Fiestas. Navidad 2020,
en la esperanza de que nuestra melancolía lógica como seres humanos sea solo por el inevitable tempus fugit y de que si la melancolía consistiera también en recordar con melancolía un tiempo pasado en el que «criados y criadas» no podían sentarse por «respetuosa humildad», esa no sería una melancolía que encajara muy razonablemente en el tempus fugit, porque una melancolía razonable nunca debería hacernos olvidar algo importante: que no todo tiempo pasado fue mejor.
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