El buen verano de la lucha colectiva contra los incendios

«Cósimo lo puso a hacer cálculos y dibujos y mientras tanto despertó el interés de los propietarios de los bosques privados, los arrendatarios de los bosques comunales, los leñadores, los carboneros. Todos juntos, bajo la dirección del caballero abogado  (o sea, el caballero abogado bajo todos ellos, obligado a dirigirlos y a no distraerse) y con Cósimo que inspeccionaba los trabajos desde lo alto, construyeron reservas de agua de manera que en cualquier lugar donde hubiera estallado un incendio se supiese adónde dirigirse con las bombas.

Pero no bastaba, era menester organizar una guardia de apagadores, unas cuadrillas que en caso de alarma en seguida supiesen disponerse en cadena para pasarse de mano en mano cubos de agua y frenar el incendio antes de que se propagase. Se organizó, pues, una especie de milicia que hacía turnos de guardia e inspecciones nocturnas. Los hombres eran reclutados por Cósimo entre los campesinos y los artesanos de Ombrosa. En seguida, como sucede en toda asociación, nació un espíritu de cuerpo, una competencia entre cuadrillas, y se sentían dispuestos a hacer grandes cosas. También Cósimo sintió una nueva fuerza y contentamiento: había descubierto una aptitud suya para asociar a la gente y ponerse a su cabeza; aptitud de la que, por suerte para él, nunca tuvo tentación de abusar, y que puso en práctica muy pocas veces en su vida, siempre con vistas a conseguir importantes resultados, y siempre reportando éxitos.

Comprendió esto: que las asociaciones hacen al hombre más fuerte y ponen de relieve las mejores dotes de cada persona, y dan una satisfacción que raramente se consigue permaneciendo por cuenta propia: ver cuánta gente honesta y esforzada y capaz hay, por la que vale la pena querer cosas buenas (mientras que viviendo por cuenta propia sucede más bien lo contrario: se ve la otra cara de la gente, aquella por la que es necesario tener siempre la mano en la espalda).

O sea que este de los incendios fue un buen verano: había un problema común que a todos les interesaba resolver, y cada cual lo anteponía a sus otros intereses personales, y le compensaba de todo la satisfacción de hallarse en avenencia y estimación con muchas otras óptimas personas.

Más adelante, Cósimo entendería que cuando ese problema común ya no existe, las asociaciones ya no son tan buenas como antes, y que es mejor ser un hombre solo que no un jefe. Pero entretanto, como era un jefe, se pasaba las noches solo en el bosque, de centinela, sobre un árbol como siempre había vivido.«

De «El barón rampante«, «Il barone rampante«, novela de Italo Calvino, publicada en 1957, del ciclo novelístico «Nuestros antepasados». Edición española por Bruguera, 1982.

Por la selección y transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

¿Jeremy Bentham y los españoles?

El filósofo Jeremy Bentham (1748-1832) dirigió varias cartas a los españoles, entendiendo por tales no siempre solo al español destinatario directo de cada carta concreta, sino el pueblo español. Adjunto dos documentos complementarios.

En primer lugar, una de esas cartas, traducida al castellano en 1820, con el prólogo de su entusiasta traductor.  El título con el que se tradujo no tiene desperdicio: nada menos que «Consejos que dirige a las Cortes y al pueblo español Jeremías Bentham«.

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La obrita -no llega a 20 páginas- presenta redacción y enfoques un poco deslavazados,  y por otra parte no resulta nada claro que Bentham conociera exactamente la situación fáctica y jurídica en España sobre la cual opina -sobre la posibilidad de una segunda cámara legislativa que no fuera de elección-, y en realidad sobre lo que más opina, pese al título, es sobre su propio país, que presenta con los tintes más negros. Pero con todo y con eso creo que merece la pena leerlo, porque algunas cosas que dice son muy agudas y perfectamente aplicables a cualquier lugar y situación donde élites no electivas ostenten un poder y se reservan puestos clave:

«¡Españoles! reflexionad en la oposicón decidida e inextinguible que debe reinar entre la reunión de los pocos que mandan y en bien estar de los mucho que obedecen. ¿Qué reforma, qué mejora, puede haber a que no se opongan con buen éxito, y por su propio interés, un cuerpo de hombres elevados en dignidad, y en cuyo nombramiento no tienen parte alguna los que les son inferiors?

Si tiene poderes, se servirán de ellos en aquel sentido; porque ¿para qué se tienen sino para ponerlos en ejercicio? ¿para qué se pide un veto sino para usarlo? Y ved aquí como lo usarán. Irán contra vosotros hasta el punto en que a su modo de entender se unas sus intereses con los vuestros pero, atendida la inmudable naturaleza del hombre, ¿podéis fundar la menor esperanza podéis tener el menor motivo de creer que darán un paso más allá?»

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Enlace al texto aquí, texto en pdf bentham-consejos-al-pueblo-espanol-1820

A mí me ha impresionado. Pero ¿impresionó también a los coetáneos?

La respuesta, quizá, en el segundo documento, de 1894. El jurista Luis Silvela suelta sapos y culebras y tira con bala al analizar la figura y la obra de Bentham y, en concreto, también, sus cartas a los españoles, en el discurso titulado «Bentham: sus trabajos sobre asuntos españoles; expositor de su sistema en España«. Aparte de decir que no influyeron o influyeron poco, describe a Bentham como un metomentodo universal que reparte consejos indeseados, de atrevida ignorancia y ególatra, de mucho estudio y poco fruto, con muchas obras incabadas y otras que son de sus discípulos más que suyas, y todo ello expresado en el educado lenguaje que es de esperar en un discurso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es tanta animosidad contra el pobre Bentham, fallecido por cierto mucho antes, y tal contraste con el entusiasta traductor de 1820, que hasta surge la duda de si en efecto Bentham, como dice Silvela, influyó tan poco. Ni se le ocurra, por cierto, leer ese anticuado tocho jurídico; basta con que quede aquí por si alguien tiene la curiosidad de echar un vistazo, con sentido crítico. Enlace aquí , pdf discurso-luis-silvela-1894

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Bentham me suscita simpatía. Es especialmente conocido, y criticado, por su «panóptico» pero, ¿no es en realidad Bentham un visionario y un precursor? ¿Internet no viene a ser una mezcla del panóptico de Bentham y el aleph y las bibliotecas infinitas de Jorge Luis Borges?

¿Y cómo no tener simpatía por quien escribió «Una protesta contra las tasas judiciales» y contra quien detectó que el maremágnum legislativo, como el que por cierto tenemos ahora, beneficia al poderoso, y luchó intensamente para evitarlo?

Verónica del Carpio Fiestas

Jonathan Swift: una mirada muy distinta sobre la Guerra de Sucesión española

La dinastía de Austria fue sustituida en España por la dinastía de Borbón, a la muerte de Carlos II, en una guerra que duró años y que aún tiene consecuencias, y no solo la pérdida de Gibraltar. Esa guerra la ganó Felipe V, si es que una guerra civil la gana alguien. Y la mirada retrospectiva que sobre esa guerra hemos echado muchos es la que nos han enseñado: la mirada desde dentro.

Pero hay otra mirada: la mirada desde fuera.

Y es que en esa guerra no solo pelearon españoles entre sí. Como en tantas otras guerras civiles en España, de las bastantes que hemos tenido, incluyendo la de 1936-39 más de 200 años después, fuimos también teatro y marioneta de intereses de otros. Fue una guerra con intervención de potencias extranjeras, porque se jugaba no solo quién iba a mandar en España sino el equilibro de poderes en Europa, aparte de los intereses económicos de otros países, incluyendo, por ejemplo, el mercado de esclavos.

Y desde esa perspectiva es interesante lo que al respecto escribió nada menos que Jonathan Swift, el autor satírico británico conocido principalmente por «Los viajes de Gulliver» -que está muy lejos de ser ese cuento para niños que algunos quieren hacer creer que es- y también por la «Historia de una barrica» y por «Una modesta proposición» -esta, si no la ha leído, no se la pierda- .

Y lo que escribio Swift sobre la guerra de Sucesión española fue un panfleto contra el Gobierno inglés de su tiempo, acusándolo de haber prolongado esa guerra por intereses económicos espurios de poderosos.

Aparte de presentar curiosamente a Inglaterra como una víctima que ha puesto mucho esfuerzo para recibir poco y de ostentar el carácter de literatura panfletaria quizá de encargo, y no exactamente pacifista, es interesante comprobar cómo se ven las cosas desde fuera por quienes, precisamente, se injerían en las cosas nuestras de dentro. Este panfleto por lo visto fue muy difundido en Inglaterra y al parecer en efecto tuvo consecuencias para provocar un cambio de rumbo en el gobierno en Inglaterra, e influyó en que se firmara el Tratado de Utrecht; ese tratado en el que España perdió Gibraltar.

Y aun siendo conscientes de la posibilidad de ese carácter panfletario y exagerado, y hasta manipulador o poco fiable, e incluso teniendo en cuenta la enorme cantidad de referencias históricas que resultan imposibles de entender salvo para especialistas, es difícil para una persona interesada en la Historia de España y en la Historia actual de España ver esa guerra con los mismos ojos tras leer o siquiera hojear ese panfleto.

Y es que no es una guerra española lo que vemos con la mirada de Swift, sino algo totalmente distinto: una guerra en España.

Aquí el texto en inglés «The conduct of the Allies», de Jonathan Swift, obra de 1711,

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y la traducción al español que puede encontrarse en las Obras Selectas de Jonathan Swit, editadas por Swan, volumen que contiene una introducción sobre este panfleto muy ilustrativa.

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 Verónica del Carpio Fiestas

La juventud de hoy en día se comunica de forma muy extraña, viste muy raro y no tiene valores

La que escribe el párrafo que voy a transcribir es un personaje de la novela «No se lo digas a Alfred», una mujer de cuarenta y cinco años, británica, casada con un catedrático y diplomático, y con hijos adolescentes y veinteañeros. Basil es uno de sus hijos.

«Había quedado con Basil unos días antes, por teléfono; como todos los chicos, Basil era incapaz de leer o escribir una carta. Estaba más preocupada por él que de costumbre. La última vez que había venido a Oxford, su atuendo era del estilo de los teddies, los roqueros de los años cincuenta, y el pelo, que llevaba peinado (o más bien estirado) por encima d ela frente y con una melena corta en la parte de atrás, le daba un aspecto especialmente horrible. Sin duda seguía la moda y eso no era en sí mismo un motivo de alarma. Pero, cuando se quedó a solas conmigo, me habló de su futuro, me dijo que la perspectiva del Ministerio de Asuntos Exteriores le aburría y que pensaba que podía sacar más provecho de su talento para las lenguas dedicándose a alguna otra carrera. La siniestra frase «hacer dinero rápido» fue pronunciada«.

Y «No se lo digas a Alfred» es una novela de la aristocrática y brillantísima escritora británica Nancy Mitfod. La novela se publicó en 1960, está ambientada en los años anteriores y pertenece a su ciclo novelístico compuesto en cuatro novelas chispeantes, inteligentes, divertidas, de aparente, y quizá real, superficialidad, «Amor en clima frío», «A la caza de amor», «La bendición» y «No se lo digas a Alfred», que abarcan la descripción de una época y una sociedad desde aproximadamente 1930 a 1960. No dude en leerlas. Es difícil encontrar lectura más grata que refleje la alta sociedad inglesa más excéntrica, conocida desde dentro, y en tiempos que abarcan varias décadas de paz y guerra en el siglo XX; podemos, claro, pensar también en el grandísimo Wodehouse, que consigue lo mismo que Nancy Mitford, hacer humanos y divertidos, y hasta simpáticos y tiernos, con su punto de ridiculez, a los estirados miembros de la ociosa clase alta británica, aunque es otro estilo Wodehouse, mucho más «humorístico» y divertido hasta la carcajada, incomparablemente más superficial, muchísimo menos realista y desde luego menos «literatura» y, además, temporalmente sería la generación anterior. Y no hay tristeza ni dolor ni muerte ni Historia ni emociones profundas en Wodehouse; sí los hay en Nancy Mitford. Desde mi modesto punto de vista, Wodehouse es mucho mejor, incomparable en su estilo, pero si se anima a leer a Mitford, empiece por «Amor en clima frío».

A todo esto, y releyendo el párrafo transcrito, imposible no acordarse de Mafalda.

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E imposible no acordarse de quienes casi sesenta años después de que Nancy Mitford publicara esto se escandalizan porque los jóvenes de ahora se comunican de forma muy rara, no tienen valores y se visten de forma muy rara.

Por cierto, la juventud de hoy en día ha vuelto de nuevo a la comunicación escrita, que era lo que usaba la madre de Basil, y lo prefiere a la voz por el teléfono, que era lo moderno en 1960…

Modernos, los antiguos, que decía también Mafalda.

Y como los antiguos son también modernos, voy a transcribir un párrafo de «A la caza del amor», novela de 1945:

«A principios de 1939, la población de Cataluña atravesó los Pirineos e inundó el Rosellón, una provincia de Francia pobre y poco conocida que se encontró de improviso, en cuestión de días, habitada por más españoles que franceses. Igual que los lemmings se arrojan de repente por las costas de Noruega en un suicidio en masa, sin saber de dónde vienen y adónde van, tan grande es el impulso que los empuja hacia el Atlántico, medio millón de hombres, mujeres y niños huyeron de repente, adentrándose en las montañas y arrojándose a las inclemencias del tiempo, sin pararse siquiera a pensar. Fue el mayor desplazamiento de población en un tiempo tan corto que se había visto hasta la fecha. Sin embargo, al atravesar las montañas no encontraron la tierra prometida: el gobierno francés, con sus directrices vacilantes, no los obligó a volver sobre sus pasos apuntándolos  con metralletas en la frontera, pero tampoco los recibió como compañeros de armas contra el fascismo. Los llevó como una camada de animales hasta las inhóspitas marismas de la costa, los encerró tras una cerca de alambre de espino y se olvidó de ellos«.

Verónica del Carpio Fiestas

La enfermedad más poética

¿Es la tuberculosis, o tisis, la enfermedad más poética?

Deliberadamente no uso el adjetivo «romántica», cuando quizá también podría usarlo. Y es que es muy cansino tener que explicar que sería en el sentido estricto del término, como perteneciente al Romanticismo con mayúscula como época cultural, no en el extraño sentido que lleva teniendo estas últimas décadas de película blanda de Hollywood sobre amoríos o de cena para dos con velitas. Un sentido, por cierto, que sorprendería a Lord Byron, a Espronceda o a los románticos de la tempestad, la libertad personal y política, la muerte, la Edad Media, el veneno, el pesimismo, la cultura popular, la rebelión,el intimismo, la tristeza o el retorcimiento formal como motivos  artísticos y hasta como perspectiva más lo menos vital, si vieran todo eso como equivalente o antecedente del agua con azúcar.

Así que repito. ¿Es la tuberculosis la enfermedad más poética? Y es que es frecuente asociarla a la pérdida paulatina de fuerzas y a la muerte en la buhardilla del poeta pobre y bohemio.

Qué mejor que leer la opinión al respecto una mujer que se dedicó a la Poesía. Una mujer que temió contraer la enfermedad cuando era, como lo ha sido siglos, frecuente y mortal, y cuya obra suele incardinarse dentro del Romanticismo o Post Romanticismo.

«Te confieso que lo mismo me da, y que si en realidad llegase a ponerme tísica, lo único que querría es acabar pronto, porque moriría medio desesperada al verme envuelta en gargajos, y cuanto más durase el negocio, peor. ¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética? La enfermedad más sublime de cuantas han existido (después de hallarse uno a bien con Dios) es una apoplejía fulminante, o un rayo, que hasta impide, si ha herido como buen rayo, que los gusanos se ceben en el cuerpo convertido en verdadera ceniza.»

Rosalía de Castro, cartas a su marido el también escritor Manuel Murguía, enlace aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

El 25 de abril de 1666 de Samuel Pepys, funcionario inglés

«Up, and to White Hall to the Duke as usual, and did our business there. So I away to Westminster (Balty with me, whom I had presented to Sir W. Coventry) and there told Mrs. Michell of her kinswoman’s running away, which troubled her. So home, and there find another little girle come from my wife’s mother, likely to do well. After dinner I to the office, where Mr. Prin come to meet about the Chest business; and till company come, did discourse with me a good while alone in the garden about the laws of England, telling me the many faults in them; and among others, their obscurity through multitude of long statutes, which he is about to abstract out of all of a sort; and as he lives, and Parliaments come, get them put into laws, and the other statutes repealed, and then it will be a short work to know the law, which appears a very noble good thing. By and by Sir W. Batten and Sir W. Rider met with us, and we did something to purpose about the Chest, and hope we shall go on to do so. They up, I to present Balty to Sir W. Pen, who at my entreaty did write a most obliging letter to Harman to use him civilly, but the dissembling of the rogue is such, that it do not oblige me at all. So abroad to my ruler’s of my books, having, God forgive me! a mind to see Nan there, which I did, and so back again, and then out again to see Mrs. Bettons, who were looking out of the window as I come through Fenchurch Streete. So that indeed I am not, as I ought to be, able to command myself in the pleasures of my eye. So home, and with my wife and Mercer spent our evening upon our new leads by our bedchamber singing, while Mrs. Mary Batelier looked out of the window to us, and we talked together, and at last bid good night. However, my wife and I staid there talking of several things with great pleasure till eleven o’clock at night, and it is a convenience I would not want for any thing in the world, it being, methinks, better than almost any roome in my house. So having, supped upon the leads, to bed. The plague, blessed be God! is decreased sixteen this week.«

O sea, que en plena peste, un funcionario de Marina enormemente mujeriego y constantemente infiel a su esposa, pero celoso, aficionado a la música, que hablaba varios idiomas, que vivió años políticos muy turbulentos y que, por si fuera poco, estaba  en Londres en plena época de peste y atemorizado, encontraba momento para hablar sobre cómo mejorar las leyes, de los defectos de estas y de lo que ahora llamaríamos codificación, siglos antes de que en efecto esa codificación se intentara, porque ya entonces, oh sorpresa, la legislación era oscura y difícilmente inteligible.

Para hablar de ello y para recogerlo en su diario.

Porque, claro, esto va de los famosos, e inagotables como fuente de información, diarios de Samuel Pepys, enlace en inglés aquí. ¿Sabía usted que por aquella época España estaba en guerra? ¿Que murió un rey español y la Corte inglesa se puso de luto? ¿Que un funcionario dedicado a temas económicos y que hablaba varias lenguas vivas y muertas, incluyendo español, podía en cambio no saber multiplicar? ¿Que era tan normal que de los once hijos de una pareja casada en 1626 en 1664 solo sobrevivieran dos que no merece ni comentario? ¿Que el día de San Valentín los hombres tenían que hacer regalos a la primera mujer que vieran? ¿Que Shakespeare aburría? ¿Que a los ajusticiados se los troceaba y sus miembros troceados se exponían al público? ¿Que se bebía «vino de. Alicante » y «vino de España»? ¿Que entonces se probó  el té en esos círculos ingleses? ¿Que también entonces se vieron por primera vez naranjos y se probó el zumo de naranja, y parecía rico de sabor pero quién sabe si indigesto? ¿Que había quien escribía pintadas reivindicativas? ¿Que una mujer de 27 años era ya vieja y difícil de casar? ¿Que de verdad se marcaban con cruces rojas las casas de los apestados? ¿Que había temerarios que deliberadamente estaban en contacto con apestados, solo por el placer del riesgo? ¿Que la belleza de una mujer podía desaparecer de un día para otro por la viruela? ¿Que Holanda estaba en guerra con Inglaterra? ¿Que intentar ligar en una iglesia era normal? ¿Que de verdad se enterraban monedas en el jardín en caso de peligro? ¿Que eran miles los papeles quemados lanzados al viento cuando el terrible incendio de Londres, y había quien intentaba leer y buscar significado al pedazo impreso que por casualidad le llegaba? ¿Que la Corte era viciosa e inútil? ¿Que los médicos decían que la muerte por ahorcamiento no duele? ¿Que por romper propósitos de Año Nuevo, como voto, había que pagar multa? ¿Que se dio el caso de una mujer que dio a a luz en mitad de un baile y se dieron cuenta porque había un recién nacido en el suelo? ¿Que alguien puede decir que nunca ha vivido tan dichosamente como en esos tiempos de epidemia con muertes masivas?

Todo eso y mucho más en los extensos diarios del muy humano Samuel Pepys.

Y podríamos estar hablando ahora de los diarios de la Sra. Pepys y no solo de los del Sr. Pepys. Pero es que, claro, resulta que lo que tenía escrito se lo destruyó el marido; era por lo visto indigno que anduvieran en papeles que quién sabe qué circulación pudieran tener las cosas que sentía, vivía y pensaba su mujer.

Vaya.

Verónica del Carpio Fiestas

Mentir o no mentir por filantropía, según Kant y según Feijoo

Según Kant no existe derecho a mentir por filantropía, y bien a las claras se infiere del mismo título de su famoso opúsculo «Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía», en su polémica con un tal Constant. Ya sé que esta obra y la opinión de Kant han hecho correr ríos de tinta, porque ahí es nada defender que la necesidad de ser siempre verídico alcanza incluso a responder la verdad sobre dónde está escondido un amigo al asesino que lo busca para matarlo, es decir, que ni siquieran ese caso de riesgo para la vida de otro por causa injusta, sostiene Kant, se debe mentir porque decir la verdad es un deber incondicional; con lo que todo ello significa en cuanto a injusticia, totalitarismo y tal. Aunque diría que cuesta un poco tomarse en serio una obra en la que Kant refuta al tal Constant que a su vez refutaba algo análogo previo de Kant, cuando el propio Kant, si es fiable la versión del opúsculo que manejo -y lo pongo en duda porque he manejado otras y no he visto ese inciso-, empieza diciendo en su segunda obra que lo que Constant dice que dijo en una previa obra en efecto lo dijo, pero que no recuerda dónde; de lo que es difícil no inferir, también, que antes de ser refutado y tener que responder a la refutación mucha reflexión quizá no le habría dedicado, o bien que tan poco le importaba el tema que no se molestó ni en comprobar su propio dato…

En fin, esta obra es de 1797.

¿Y es que antes de esa fecha, o de la fecha que el propio Kant quizá tampoco conoce de su previa publicación, nadie se había ocupado del tema? Pues sí, que tengo delante una obra del gallego Fray Benito Jerónimo de Feijoo que dice lo que transcribo más abajo, al analizar el caso de la mentira para salvar el secreto de confesión e incluso para evitar un daño grave e injusto. En su «Teatro crítico universal» aparece este texto, publicado en 1734, y que corresponde al Tomo Sexto, enlace aquí.

Salta a la vista que el tema distaba en la época de Kant de ser una novedad intelectual. Y el planteamiento de Feijoo, por cierto, no es precisamente el de alguien laxo en moral en general y en concreto sobre la mentira, pues dedica largos párrafos en este «discurso 11» del Tomo Sexto sobre la «impunidad de la mentira», y en otros, como en el dedicado, en el Tomo Tercero, discurso 9, a «Balanza de Astrea o  recta administración de la justicia«, enlace aquí, de 1729, a resaltar la importancia esencial de decir la verdad y a los terribles castigos de toda índole que, en su opinión, merecen los mendaces, incluyendo entre ellos a los abogados que tergiversan los hechos.

«Añado, que San Raimundo de Peñafort parece se puede agregar al [329] mismo sentir; porque (lib. 1, tit. de Mendacio) propone el caso fuera de la Confesión de este modo: Sabe un hombre, que otro está escondido en tal lugar, y un enemigo suyo, que le busca para matarle, le pregunta a aquel, si está escondido allí el que busca. ¿Qué resuelve el Santo? Que si no puede salvarle, ni usando de equívoco, ni divirtiendo la conversación, debe decir, y asegurar abiertamente, que no está allí: Debet negare, & assevere eum non esse sibi. Que esto se salve por medio de alguna restricción mental, que por las circunstancias se haga sensible, o profiriendo las palabras materialmente como no significativas, para lo substancial del intento todo es uno.

Verdaderamente a mí se me hace durísimo, que siendo muchos los casos en que injustamente se procuran indagar secretos importantísimos, no solo a un individuo, mas aun a toda la República, los cuales no se pueden salvar ni con el equívoco, ni con el silencio, no ha de haber algún recurso lícito para no violarlos. Por otra parte es para mí cierto, no solo que el consentimiento tácito de los hombres puede quitar a las palabras, o expresiones, en tales, o tales circunstancias, aquella significación, que en general tienen por su institución, sino que efectivamente lo ha hecho con algunas. Véase en estas expresiones cortesanas: Beso a V. md. la mano: V. md. me tiene a su obediencia para cuanto quiera ordenarme: Su más rendido servidor, y otras semejantes, las cuales, proferidas en una carta, o en una despedida, o en un encuentro en la calle, no significan aquello que suenan, y lo que de su primera institución están destinadas a significar. Y así, a nadie tendrán por mentiroso, porque diga: Beso a V. md. la mano a una persona, a quien ni se la besa, ni aun se la quiere besar.

24. Pero no quiero tomar partido en esta cuestión, la cual pide más espacio, que el que yo tengo, para tratarse dignamente. Así, abstrayendo de ella, y volviendo al propósito de este Discurso, digo, que permitido que en los casos de solicitarse por una injusta pregunta la averiguación de algún secreto, no pueda reservarse éste sino [330] mintiendo, tales mentiras deben ser toleradas por las leyes humanas, dejando únicamente a Dios el castigo de ellas, porque a la República, o sociedad humana no son incómodas; antes se siguieran a cada paso gravísimos daños, si a la malicia, o viciosa curiosidad de los hombres no se impidiese de algún modo la averiguación de los secretos ajenos. Y el que en estas indagaciones sale engañado, no al otro que le miente, sino a sí propio debe echar la culpa, que es el invasor.«

Por si alguien no lo sabe, ese Raimundo de Peñafort citado que está a favor de mentir en estos casos es el santo patrono de los juristas, oh sorpresa…

Verónica del Carpio Fiestas