El buen verano de la lucha colectiva contra los incendios

«Cósimo lo puso a hacer cálculos y dibujos y mientras tanto despertó el interés de los propietarios de los bosques privados, los arrendatarios de los bosques comunales, los leñadores, los carboneros. Todos juntos, bajo la dirección del caballero abogado  (o sea, el caballero abogado bajo todos ellos, obligado a dirigirlos y a no distraerse) y con Cósimo que inspeccionaba los trabajos desde lo alto, construyeron reservas de agua de manera que en cualquier lugar donde hubiera estallado un incendio se supiese adónde dirigirse con las bombas.

Pero no bastaba, era menester organizar una guardia de apagadores, unas cuadrillas que en caso de alarma en seguida supiesen disponerse en cadena para pasarse de mano en mano cubos de agua y frenar el incendio antes de que se propagase. Se organizó, pues, una especie de milicia que hacía turnos de guardia e inspecciones nocturnas. Los hombres eran reclutados por Cósimo entre los campesinos y los artesanos de Ombrosa. En seguida, como sucede en toda asociación, nació un espíritu de cuerpo, una competencia entre cuadrillas, y se sentían dispuestos a hacer grandes cosas. También Cósimo sintió una nueva fuerza y contentamiento: había descubierto una aptitud suya para asociar a la gente y ponerse a su cabeza; aptitud de la que, por suerte para él, nunca tuvo tentación de abusar, y que puso en práctica muy pocas veces en su vida, siempre con vistas a conseguir importantes resultados, y siempre reportando éxitos.

Comprendió esto: que las asociaciones hacen al hombre más fuerte y ponen de relieve las mejores dotes de cada persona, y dan una satisfacción que raramente se consigue permaneciendo por cuenta propia: ver cuánta gente honesta y esforzada y capaz hay, por la que vale la pena querer cosas buenas (mientras que viviendo por cuenta propia sucede más bien lo contrario: se ve la otra cara de la gente, aquella por la que es necesario tener siempre la mano en la espalda).

O sea que este de los incendios fue un buen verano: había un problema común que a todos les interesaba resolver, y cada cual lo anteponía a sus otros intereses personales, y le compensaba de todo la satisfacción de hallarse en avenencia y estimación con muchas otras óptimas personas.

Más adelante, Cósimo entendería que cuando ese problema común ya no existe, las asociaciones ya no son tan buenas como antes, y que es mejor ser un hombre solo que no un jefe. Pero entretanto, como era un jefe, se pasaba las noches solo en el bosque, de centinela, sobre un árbol como siempre había vivido.«

De «El barón rampante«, «Il barone rampante«, novela de Italo Calvino, publicada en 1957, del ciclo novelístico «Nuestros antepasados». Edición española por Bruguera, 1982.

Por la selección y transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

¿Es posible que funcione una sociedad sin jefes?

O, con otro posible título, «¿Existe y puede funcionar un organismo social sin jerarquías ni coacciones?«. Todo título condiciona el contenido, y lo predetermina y enfoca para quien lo lea, así que no haga caso del título del post ni del título alternativo y le diría que incluso dude de este otro, «Jefes, cabecillas, abusones«, que figura en la portada de un librito editado en Alianza Cien, obra del prestigioso antropólogo Marvin Harris, y que contiene una de las más interesantes reflexiones sobre el Poder y situaciones análogas que he leído nunca. Decir que se trata de un «librito» porque es de 60 páginas y fácil de leer para legos en Antropología (mi caso) parece que desmerece el alcance del texto. Y aunque la edición del librito no lo menciona -omite también el título original del librito en inglés-, el texto puede encontrarse tal cual como capítulos sucesivos en el libro de 600 páginas «Nuestra especie» (capítulos ¿»Había vida antes de los jefes?» y siguientes), clásico del mismo autor, de 1990; de ahí que no tenga claro que el título se le haya ocurrido a Harris, ni sea el más idóneo… jefes-cabecillas-abusoes-marvin-harris

Pero que el título guste o no, o corresponda o no con el texto, no significa que no sea magistral el librito. Abarca mucho más que lo que he querido limitar en el título del post y en los título alternativos, incluyendo en el que figura en la propia portada del propio librito. Abarca también, por ejemplo, una reflexión sobre los tipos de liderazgo y hasta sobre el origen del Estado, nada menos. Le recomiendo las 60 páginas del librito completo si le interesan las reflexiones sobre la sociedad, el Poder y el origen de las distinciones de clases y del Estado; el libro más extenso del que parece proceder, «Nuestra especie«, por supuesto también recomendable, se encuentra en cualquier biblioteca. En este enlace,  varios capítulos completos del librito en castellano, incluyendo el capítulo 2, al que voy a hacer referencia.

De todos los capítulos del librito, todos merecen ser leídos y releídos en su integridad, y no sobra una coma. El que quizá me parece más interesante, por escoger alguno, es el segundo, que responde a la siguiente pregunta, formulada en el contexto del análisis de diversos tipos de liderazgo -otros tipos los analiza en sucesivos capítulos- que vendría a ser la de los títulos de este post:

«Si en las simples sociedades del nivel de las bandas y aldeas existe algún tipo de liderazgo político, éste es ejercido por individuos llamados cabecillas, que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes. Pero ¿puede un líder carecer de poder y aun así dirigir?«

La respuesta de Marvin Harris a su propia pregunta la resumo: sí, pero solo si

1) ese «cabecilla» no busca ningún liderazgo, ni en realidad lo desea, sino el bien común

2) ese liderazgo incoercible es personalísimo, no formal ni exclusivo, no se hereda ni es susceptible de cesión ni se ostenta por motivo alguno personal, religioso o social que no sea el propio esfuerzo individual en el bien común, y además se circunscribe a puntos concretos, no es general

3) deriva de, y es a costa exclusivamente de, su propio esfuerzo personal, trabajando y exigiéndose a sí mismo más que nadie y siempre que sea absolutamente cierto que ese esfuerzo es en beneficio del común y jamás en el suyo propio, e incluso yendo en su propio perjuicio

y 4) siempre que todo eso sea no solo cierto,  sino además evidente para cualquiera.

Así que algo parecido a lo que en Derecho clásico se llamaba y se llama auctoritas -autoridad moral- como opuesto a potestas  -poder coercitivo- y como un primum inter pares –términos en latín, por cierto, que no usa Marvin Harris-, pero con diferencias muy sustanciales, pues a diferencia de cualquier otro concepto de poder coercitivo o por prestigio, es personalísimo, no formal, no heredado ni heredable ni derivado de ningún otro motivo social, religioso, cultural económico o de ningún tipo, más allá de la propia autoxigencia y generosidad.

Al titular de esa curiosa auctoritas que se caracteriza por altruismo esencial, carácter personal e intransferible, limitación a punto concretos, temporalidad sometida a continuidad de las concretas circunstancias y doble inexigibilidad -nadie puede imponer a alguien que sea cabecilla ni tampoco el cabecilla puede imponer su autoridad a otros-, además de posibilidad y realidad de coexistencia con otras auctoritas simultáneas y que se basa en el trabajo voluntario infatigable, la persuasión y no el conflicto y el valor moral del ejemplo personal, lo llama Marvin Harris, o, mejor dicho, quien haya traducido, con el poco grato término «cabecilla».

Transcribo el interesante capítulo 2 en el que se analiza la cuestión desde el punto de vista antropológico, comparando y extrayendo conclusiones de casos de pueblos «primitivos»:

«Cómo ser cabecilla.

Cuando un cabecilla da una orden, no dispone de medios físicos certeros para castigar a aquellos que le desobedecen. Por consiguiente, si quiere mantener su puesto, dará pocas órdenes. El poder político genuino depende de su capacidad para expulsar o exterminar cualquier alianza previsible de individuos o grupos insumisos. Entre los esquimales, un grupo seguirá a un cazador destacado y acatará su opinión con respecto a la selección de cazaderos; pero en todos los demás asuntos, la opinión del «líder» no pesará más que la de cualquier otro hombre. De manera similar, entre los !kung cada banda tiene sus «líderes» reconocidos, en su mayoría varones. Estos hombres toman la palabra con mayor frecuencia que los demás y se les escucha con algo más de deferencia, pero no poseen ninguna autoridad explícita y sólo pueden usar su fuerza de persuasión, nunca dar órdenes. Cuando Lee preguntó a los !kung si tenían «cabecillas» en el sentido de jefes poderosos, le respondieron: «Naturalmente que tenemos cabecillas. De hecho, somos todos cabecillas… cada uno es su propio cabecilla».

Ser cabecilla puede resultar una responsabilidad frustrante y tediosa. Los cabecillas de los grupos indios brasileños como los mehicanus del Parque Nacional de Xingu nos traen a la memoria la fervorosa actuación de los jefes de tropa de los boy-scouts durante una acampada de fin de semana. El primero en levantarse por la mañana, el cabecilla intenta despabilar a sus compañeros gritándoles desde la plaza de la aldea. Si hay que hacer algo, es él quien acomete la tarea y trabaja en ella con más ahínco que nadie. Da ejemplo no sólo de trabajador infatigable, sino también de generosidad. A la vuelta de una expedición de pesca o de caza, cede una mayor porción de la captura que cualquier otro, y cuando comercia con otros grupos, pone gran cuidado en no quedarse con lo mejor.

Al anochecer reúne a la gente en el centro de la aldea y les exhorta a ser buenos. Hace llamamiento para que controlen sus apetitos sexuales, se esfuercen en el cultivo de sus huertos y tomen frecuentes baños en el río. Les dice que no duerman durante el día y que no sean rencorosos. Y siempre evitará formular acusaciones contra individuos en concreto.

Robert Dentan describe un modelo de liderazgo parecido entre los semais de Malasia. Pese a los intentos de forasteros re reforzar el poder del líder semai, su cabecilla no dejaba de ser otra cosa que la figura más prestigiosa entre un grupo de iguales. En palabras de Dentan, el cabecilla.
«mantiene la paz mediante la conciliación antes que recurrir a la coerción. Tiene que ser persona respetada (…). De lo contrario, la gente se aparta de él o va dejando de prestarle atención (…) Además, la mayoría de las veces un buen cabecilla evalúa el sentimiento generalizado sobre un asunto y basa en ello sus decisiones, de manera que es más portavoz que formador de la opinión pública».

Así pues, no se hable más de la necesidad innata que siente nuestra especie de formar grupos jerárquicos. El observador que hubiera contemplado la vida humana al poco de arrancar el despegue cultural habría concluido fácilmente que nuestra especie estaba irremediablemente destinada al igualitarismo salvo en las distinciones de sexo y edad. Que un día el mundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos y esclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmente contrario a la naturaleza humana a juzgar por el estado de cosas imperantes en las sociedades humanas que por aquel entonces poblaban la Tierra.»

Ahí queda eso.

Verónica del Carpio Fiestas