Sobre la venta de títulos nobiliarios en España (en la época de Carlos II y después)

Quien lea esto tendrá cumplida noticia del rey Carlos II de Gran Bretaña, pues los medios de comunicación han difundido información de forma exhaustiva. Este rey Carlos II no es el único rey Carlos II que ha habido en Europa, ni el que nos pilla más cerca a los españoles. Del rey Carlos II (1661-1700), el nuestro, mucho y muy jugoso se ha dicho, incluyendo sobre su apodo, «El Hechizado» y su vida sexual; que de los reyes, no solo los británicos tiene vidas sexuales de las que pueden alimentar morbos y titulares. De Carlos II, el nuestro, desgraciado fruto de repetidos enlaces consanguíneos y con —por decirlo de forma suave— salud y mente frágiles, suele decirse que personifica en su triste persona la triste decadencia de la España de la época, la misma España y la misma decadencia que reflejan dos cuadros: cualquier retrato de Carlos II

Carlos II, 1693, Óleo sobre lienzo. Luca Giordano. Museo del Prado

y el horripilante del Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid de 1680

Auto de Fe en la plaza Mayor de Madrid, 1683. Óleo sobre lienzo. Francisco Rizi. Museo del Prado

En esa España de Monarquía arruinada económica y moralmente, y en la que las ejecuciones de quienes pensaban distinto eran un espectáculo teatral perfectamente organizado, hasta los títulos nobiliarios, y lo que significaban en la época, se vendían a cambio de dinero; y hasta tal punto que los títulos nobiliarios se depreciaron y devaluaron y se dio el caso de que ya nadie los compraba. En otras épocas también han llovido, y hasta nevado, títulos nobiliarios a cambio de lo que fuera —favores, apoyo—, pero con Carlos II, según parece, llegaron a aprobarse hasta normas sobre la venta de títulos. Los títulos se sirvieron a la Monarquía hasta para cancelar deudas; e incluso se expidieron títulos en blanco para ceder a terceros y hubo un mercado secundario de títulos.

Veamos lo que al respecto dice el abstract/resumen del interesante trabajo de investigación «Recompensar servicios con honores: el crecimiento de la nobleza titulada en los reinados de Felipe IV y Carlos II», de María del Mar Felices de la Fuente, Universidad de Almería (Studia historica. Historia moderna, ISSN 0213-2079, Nº 35, 2013 [Ejemplar dedicado a: El negocio de la guerra: la movilización de recursos militares y la construcción de la monarquía española, XVII y XVIII), págs. 409-435]):

«En el transcurso del siglo XVII, la nobleza titulada dejó de ser un grupo selecto y restringido para ir abriéndose paulatinamente a nuevos miembros que, incluso sin contar con un origen noble, lograron alcanzar un título nobiliario a través de las múltiples vías que fueron estableciéndose para ello. A pesar de la escasez de trabajos monográficos relativos a la concesión de estos honores durante este siglo, todo apunta a que hasta el reinado de Felipe Iv recayeron fundamentalmente en primogénitos y segundones de las principales Casas nobiliarias. Sin embargo, desde entonces y sobre todo en tiempos de Carlos II, la política de creación de títulos nobiliarios varió de forma significativa no ya solo por el espectacular incremento que experimentaron, sino también porque en buena parte fueron otorgados a quienes acreditaban como principal mérito un desembolso económico. […]»

Lo que expone el texto del trabajo notiene desperdicio. Transcribo parcialmente y prescindiendo de las notas (texto completo aquí)

«[…] a partir de 1679, con motivo del casamiento real entre Carlos II y Mariana Luisa de Orleans, se produjo un notable giro en la política de concesión de títulos, iniciándose una verdadera inflación de honores –producto de la enajenación masiva de estas mercedes– que perduraría hasta finales del siglo
XVII. Ante la imposibilidad de la Real Hacienda de hacer frente a los fastos del enlace, afectada por un gran déficit fruto de los continuos gastos generados por la guerra, se acometió una enorme operación venal que incluyó la venta de al menos 35 títulos nobiliarios, algunos de los cuales fueron a parar a individuos de dudoso origen, cuyo único mérito esgrimido había sido el dinero. A tal efecto, la enajenaciónde estos honores se hizo a través de una Junta Particular de Medios creada
ex novo con el fin de recaudar dinero con que asistir al rey y pagar los gastos de la Corte. Esta operación tuvo su principal foco de clientes en Sevilla, donde fueron numerosos los individuos que, enriquecidos fundamentalmente con el comercio y otras actividades lucrativas, vieron en esta oportunidad una coyuntura idónea para acceder a la nobleza titulada a través de un simple desembolso pecuniario. […] el número de títulos nobiliarios enajenados en esta ciudad con motivo del casamiento real ascendió al menos a veintiuno, siendo los compradores tanto miembros de algunas de las principales familias sevillanas –es el caso de los Saavedra, nuevos marqueses de Moscoso, o de los Céspedes, marqueses de Carrión–, como individuos procedentes del mundo del comercio que se habían enriquecido con los negocios de la Carrera de Indias.
El enlace real no fue el único acontecimiento del reinado que requirió de medios de financiación extraordinarios, pues la monarquía también tuvo que hacer frente a otros muchos gastos. En los momentos de mayor necesidad económica la venta de este tipo de mercedes debió intensificarse, dando lugar así a períodos de venalidad más acusados.[…]
Más allá de que las ventas de títulos nobiliarios se incrementaran o disminuyeran en una coyuntura u otra, lo que está claro es que durante el reinado de Carlos II […], la enajenación de estos honores en los territorios de la Monarquía Hispánica fue descarada, llegando a adquirir proporciones sin precedentes que provocaron no solo la desvalorización social de estas mercedes, sino también su depreciación. El importe por el que llegaron a venderse los títulos nobiliarios fue tan bajo que incluso la propia Corona –máxima beneficiaria de aquella almoneda– se vio obligada a tomar medidas para frenar la fuerte caída que había experimentado la cotización de los títulos nobiliarios. Así, por Real Cédula de 30 de agosto de 1692 dispuso que todos aquellos títulos que desde el 1 de enero de 1680 se hubieran concedido por menos de 30.000 ducados se declarasen vitalicios, debiendo pagar sus poseedores la diferencia hasta la referida cantidad para que se considerasen perpetuos. Debido al gran malestar generado por aquella medida, la cantidad a entregar disminuyó hasta 22.000 ducados por un nuevo decreto dado en 16 de marzo de 1693. Estas disposiciones no debieron surtir mucho efecto, pues años más tarde, el 18 de abril de 1695, fue necesario emitir otra nueva orden recordando que quienes no aprontasen aquella cantidad en un mes se verían privados de la perpetuidad de sus títulos. Para llevar a cabo la medida impuesta por el rey fue preciso que la Cámara formara una serie de relaciones en las que debía indicar si había intervenido o no beneficio en la concesión de un título y si los titulares habían expedido los despachos de los mismos. Según Domínguez Ortiz, de aquellas relaciones resultó que al menos títulos nobiliarios –de todos los concedidos hasta 1692– habían sido adquiridos por dinero, cifra que con toda seguridad debió de ser bastante mayor. Del total de compradores hubo quien hizo perpetuo su título tras entregar los 22.000 ducados en que quedaron tasados estos honores, si bien, también existieron titulados que incapaces de aprontar la suma requerida, se resignaron a que sus títulos de condes o marqueses quedasen vitalicios y desaparecieran tras su muerte. […]
A lo largo del siglo XVII, junto a los méritos expuestos con anterioridad, los servicios pecuniarios o económicos también posibilitaron la obtención de un título nobiliario. Durante el reinado de Felipe IV, la venta de estos honores fue reducida, incluso es posible que fuera el primer monarca en vender títulos nobiliarios, pues no hay constancia de este tipo de enajenaciones en los reinados precedentes. Sin embargo, con Carlos II la venta de títulos nobiliarios aumentó de forma considerable, sobre todo en aquellas coyunturas en que las demandas económicas de la monarquía fueron mayores. La continua necesidad de liquidez por parte de la Corona y la gran demanda social de títulos nobiliarios, estimuló por tanto la diversificación de los sistemas de enajenación de estas mercedes, los cuales pervivieron, sin apenas cambios, a lo largo del siglo XVIII. De este modo, se adquirieron títulos mediante el desembolso directo de una cantidad monetaria determinada, o bien, a través de procedimientos de compra indirectos que implicaron igualmente la inversión o cesión de un monto de dinero a la Corona.
Buena parte de los títulos nobiliarios enajenados a lo largo del siglo XVII fueron vendidos a través de conventos, monasterios u otras instituciones religiosas a las que el monarca concedió títulos en blanco para que con el producto de su venta pudieran financiar la reparación o construcción de sus edificios o iglesias. Este sistema tuvo sus inicios, por lo que sabemos hasta ahora, hacia 1623, fecha en la que Felipe IV, por medio de un decreto, dio cuenta al conde de Monterrey de que había concedido al convento de Guadalupe un título de marqués en Italia para beneficiar y costear con su producto varias obras. No obstante, el mayor desarrollo de este sistema de enajenación tuvo lugar con Carlos II, período en el que se concedieron tantos títulos nobiliarios para beneficiar que las instituciones religiosas fueron incapaces de venderlos todos ante la gran oferta existente.[…]
Durante el siglo XVII, la adquisición de títulos nobiliarios mediante la cancelación de deudas mantenidas con la Real Hacienda también proporcionó a algunos individuos títulos nobiliarios, pues la Corona, incapaz de satisfacer sus pagos, vio en esta fórmula de compensación una manera eficaz de cancelar sus atrasos sin necesidad de tener que desembolsar cuantía alguna. Los particulares, por su parte, también se beneficiaban de este sistema de retribución, pues conscientes de la insolvencia económica de las arcas reales para hacer frente a sus pagos, vieron en este medio una forma eficaz de rentabilizar la pérdida de unos créditos que nunca cobrarían. El procedimiento consistía en conceder un título nobiliario a los acreedores, a cambio de que estos renunciaran a las cantidades que se les estaban debiendo. Era, por tanto, un sistema de resarcimiento que, a todas luces, suponía la compra directa del honor.[…]
A lo largo del siglo XVII, también se documentan ventas privadas de títulos nobiliarios entre particulares que, o bien acumularon más de un título y lograron la autorización regia para enajenar uno de ellos, o bien recibieron del rey un título en blanco para vender.[…]
Otro modo de hacerse con un título nobiliario fue a través de los virreyes de Indias, que fueron comisionados en algunas ocasiones para enajenar estos honores en América, territorios donde convergía una mayor disponibilidad de capital y una gran ambición social.[…]
Las numerosas ventas producidas a finales del siglo XVII beneficiaron a algunos pero también perjudicaron a otros, en este caso, a las Casas nobiliarias más antiguas y prestigiosas, quienes no tardaron en manifestar su descontento ante la llegada masiva de individuos que, carentes de más calidad o mérito que el dinero, lograban acceder sin ningún tipo de traba a lo que había sido un grupo distinguido e inaccesible. No obstante, los intereses de la Corona iban por otros derroteros, pues su objetivo, lejos de ser el de preservar la «pureza» sanguínea de este conjunto o el hermetismo en que había vivido hasta entonces, no fue otro que recaudar medios económicos con que financiar guerras y gastos cortesanos, así como integrar a estas nuevas «elites del dinero» en el sistema de la monarquía a través de su entrada en la nobleza titulada. De este modo, el monarca se atraía para sí el apoyo de grupos que no solo reforzarían a este estrato nobiliario, sino que también le serían muy útiles merced a su poder económico.

La dinámica implantada durante el reinado de Carlos II en cuanto a la creación de títulos nobiliarios, así como las distintas sendas de acceso –venales y no venales– a los mismos, si bien supusieron una evidente ruptura con los reinados precedentes, se mantendrían prácticamente inmutables a lo largo de la siguiente centuria.»

Me quedo con las ganas de saber qué pasó en la siguiente centuria.

Ah, y leyendo eso de que «el monarca se atraía para sí el apoyo de grupos que le serían muy útiles merced a su poder económico», también me quedo pensando en cómo, varios siglos después en ESpaña un pariente colateral de Carlos II, D. Juan Carlos I de Borbón, en el año 2007 concedió el Toisón de Oro al Rey Abdulá de Arabia Saudí, «la mayor distinción que Don Juan Carlos puede conceder a título personal y la de mayor prestigio en todo el mundo» [ABC, 16-6-2007], Real Decreto 786/2007, de 15 de junio, por el que se concede el Collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro a Su Majestad Abdullah Bin Abdulaziz Al-Saud, Custodio de las Dos Sagradas Mezquitas y Rey de Arabia Saudí (sic) [BOE 16-junio-2007]

Esta distinción no es un título nobiliario, claro, pero sí algo de tanta relevancia en los sectores en los que se da relevancia a estas cosas que no por casualidad el propio diario monárquico ABC califica como «la mayor distinción que Don Juan Carlos puede conceder a título personal y la de mayor prestigio en todo el mundo». Y fue otorgada por D. Juan Carlos al rey de un país con una monarquía absoluta y teocrática en el que los derechos humanos brillan por su ausencia, en curiosa coincidencia con los famosos pagos de cuantosísimas cantidades, por comisiones o por «regalo o lo que sea que al final se consiga averiguar a qué responden exactamente esos nebulosos pagos, si es que alguna vez se consigue averiguar, claro [El Confidencial, 5-3-2020, RTVE 12-5-2022].

Y nada que ver con la venalidad de venta de favores y pagos en dinero del siglo XVII, seguramente.

Verónica del Carpio Fiestas

¿Son arte las figuras de cera? El límite del Arte según Baroja et altri.

Marcel Duchamp, artista frances (1867-1968) cambió para siempre el concepto de Arte y fundó el Arte Moderno con su famoso readymade, un urinario expuesto en un exposición como objeto artístico con el título de «Fuente» . Fue en año 1917. Hace ya más de 100 años.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Duchamp_Fountaine.jpg

Más o menos en esa misma época, el escritor español Pío Baroja (1872-1956) planteó, en una de sus novelas históricas de la serie «Memorias de un hombre de acción», un curioso análisis sobre los límites del Arte con ocasión de unas figuras de cera vestidas con ropajes pseudohistóricos que se exhibían en una barraca de feria, en la época y lugar en que está ambientada la novela (Pamplona, 1838, guerra carlista). ¿Son arte las figuras de cera? ¿Influye el tamaño de la estatua de cera para que sea o no Arte? ¿Por qué es Arte una pintura que refleja una escena histórica o un retrato al óleo muy realista pero no lo son ni un grupo de estatuas de cera de figura humana con ropas de época ni un tampoco lo es una imagen en cera de tamaño natural de un rey muerto, pese al rostro perfectamente imitado porque es una máscara mortuoria y con la misma ropa que usaba el rey muerto?

«Una tarde, poco después de la inauguración de la barraca de Chipiteguy, instalada cerca de la puerta de España, charlaban dos jóvenes elegantes con don Eugenio de Aviraneta, mientras contemplaban las figuras de cera.

Uno de los jóvenes era un pintor, que vestía como un dandy, frac azul, pantalón con trabillas y grandes melenas; el otro era Ochoa, el escritor.

—Oiga usted, don Eugenio —le dijo Ochoa a Aviraneta—, ¿qué cantidad de verdad hay en estos retratos?

Aviraneta se sonrió; era amigo de Chipiteguy.

—No están mal—dijo.

—Es curioso —exclamó el pintor—; las figuras de cera son más pintorescas y más típicas cuanto más estropeadas y viejas están.

—¡Ah, claro! No es obra artística —indicó Aviraneta.

—Indudablemente —dijo el pintor con petulancia—, las figuras de cera son algo atrayente, sobre todo para los chicos y la gente del pueblo. Es un espectáculo de gran curiosidad, emocionante…

—Pero al mismo tiempo de extraña repulsión —indicó Aviraneta.

—Es cierto —añadió Ochoa—. Esta curiosidad y este atractivo son malsanos. Tiene todo esto la sugestión de la cosa prohibida y pornográfica; algo de la inquietud que produce la máscara, y al mismo tiempo, ese fondo malo, encanallado, histérico, que se revela en la curiosidad por los muertos, por las salas de disección, los gabinetes anatómicos y las operaciones.

Alvarito se puso a escuchar la conversación de los tres señores, porque le interesaba.

—¿A ustedes les produce repugnancia? —preguntó el pintor—. A mí me inspira más bien risa.

—A mí, una barraca de figuras de cera, me parece un depósito de cadáveres de broma —murmuró Aviraneta.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo Ochoa—; a mí me parece lo mismo, y creo que la causa principal de esto es que todo en esas figuras sabe a muerto.

—Pues a mí, principalmente, todo ello me produce risa —insistió el pintor—; aquel general con su tricornio y su sable es de lo más grotesco que se puede imaginar.

—Los generales de verdad son más grotescos —afirmó Aviraneta.

—Yo creo que en una exhibición así el recuerdo de la muerte es lo que se impone —siguió diciendo Ochoa—. El color de la cera es color de muerto, y, unido a la repugnancia que producen los ojos de cristal, los pelos postizos y los trajes acusan más esta impresión.

—Mire usted qué monja —señaló el artista—. Es siniestra. ¿Eh?

—Parece un fantasma —dijo Aviraneta.

—Sí, es horrible. ¿Cómo puede encontrar eso nadie bello? —preguntó el pintor.

—Hay gente para quien lo horrible es lo bello—replicó Ochoa.

—¡Bah!—exclamó el pintor.

—¿No lo era también para Shakespeare?

—Yo no he leído a Shakespeare —replicó el artista—; como si esto fuese una superioridad.

—Un francés, ¿para qué va a leer nada extranjero? —exclamó Aviraneta—. Ellos lo tienen todo en casa.

—Es verdad —contestó el artista, sin notar la ironía de don Eugenio.

Alvarito escuchó con atención. Él, no sólo no había leído, sino que no había oído hablar nunca de Shakespeare.

—En todo se acentúa la idea de muerte y de sepulcro —insistió Ochoa—; la cera tiene algo de carne, pero de carne muerta; los ojos vidriosos de cristal son ojos de cadáver; el pelo, separado de la persona, es de las cosas que más recuerdan al muerto. Las ropas, sobre todo usadas, hablan de un difunto: son como testigos de todo el bien y el mal que ha hecho un hombre de verdad en la vida, porque no es muy probable que el sastre las hiciera para muñecos. Todo lo que se reúne en las figuras de cera es funerario y sepulcral.

—Como tú, querido Ochoa —saltó el pintor—, que también estás funerario y sepulcral.

—El tamaño quizá influye también —añadió Aviraneta—. Si las figuras fueran mayores o menores que el natural, probablemente no darían tanto la impresión de cosas muertas; pero esos gabanes usados, esas gorras, esos sombreros, que los han llevado, seguramente, gentes vivas, nos sugiere un poco la idea del difunto.

—¡Qué macabros están ustedes!—exclamó el pintor.

—No, macabros, no. Insistimos un poco para aclarar —replicó Ochoa—. Indudablemente tiene usted razón, don Eugenio. El tamaño influye mucho. Es el del natural; por lo tanto, el del muerto. Aumentándolo o achicándolo bastaría probablemente para quitar esa impresión. Un muñeco no da nunca esa sensación desagradable, porque no hay la posibilidad de confundirle con una persona. ¿Por qué la posibilidad de la confusión es tan desagradable?

—Es la posibilidad del fantasma, del espectro —dijo Aviraneta—. Un fantasma como una mosca o como un monte no podría ser fantasma asustador.

—Luego hay el otro punto —insistió Ochoa—. ¿Por qué una figura tan realista como una figura de cera no produce efecto artístico? Indudablemente, todas estas impresiones reunidas de curiosidad y de repulsión de que hemos hablado estorban para producir una sensación de suavidad y de dulzura. ¿Por qué el asesino con un puñal en la mano y la víctima con una herida de la que brota sangre nos son odiosas en figuras de cera y no en un cuadro?

Resolver esa cuestión sería encontrar el tope del arte —dijo Aviraneta—, sería saber dónde están sus límites.

—Es cierto —añadió Ochoa—. No sabemos cuál es el límite del arte. ¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro de «Santa Isabel», son hasta bonitos y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?

—Sin duda la realidad, y el hombre dentro de ella, es como un monstruo lleno de tentáculos —observó Aviraneta—, y unos de éstos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.

—Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano —añadió Ochoa.

—Es indudable —dijo Aviraneta.

—A mí lo que me asombra —añadió Ochoa— por qué este arte de las figuras de cera, cuando llega a la suma perfección, no llega a la belleza. Ustedes habrán visto en el castillo de Potsdam la figura del gran Federico en cera.

—Yo, no —dijo Aviraneta.

—Yo, tampoco —repuso el pintor.

—Todos afirman que es de un parecido absoluto. Las facciones del rey de Prusia están vaciadas en la cara del muerto; el que pintó la cara conocía al gran Federico, y sus mejillas apergaminadas y sus ojos rodeados de un círculo morado son de una verdad completa. El traje y los accesorios son los mismos que usaba el rey; la peluca de estopa, el uniforme azul, desteñido y raído; las botas, el sombrero, la espada, la flauta, son los que él empleaba. Es casi la realidad… sin el espíritu.

—¿Y qué efecto hace? —preguntó Aviraneta.

—Igual que estas figuras de cera. Da repugnancia y miedo —contestó Ochoa.»

Vale, me han convencido las figuras de cera no son arte y además tienen un tufillo a muerte de lo más antiartístico.

Por cierto, ¿es Arte la «Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp» de Rembrandt? ¿Y son Arte los dibujos anatómicos de Leonardo Da Vinci, que se dice que son tan extraordinariamente precisos? ¿Es Arte el Arte funenario? ¿Son Arte los cadáveres de animales que expone el famosísimo artista Damien Hirst? Y, ya puestos, ¿son Arte los macabros cadáveres humanos o de animales que exponen diversos artistas actuales desde hace ya muchos años, esas imágenes que da mal rollo hasta mirar de reojo y que no tengo la menor intención de mostrar ni de siquiera incluir aquí vía enlace?

A lo que sí voy a poner enlace es al texto completo del ciclo MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN que escribió Baroja , en concreto a la novela «LAS FIGURAS DE CERA», disponible gratuitamente en The Project Gutenberg.

Verónica del Carpio Fiestas

Huyamos de la crítica: las Meninas de Velázquez según Foucault

«LAS MENINAS. I

El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen. Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja. Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo.  Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas; sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá, va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos visibilidades incompatibles.

El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza inclinada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada, restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros, los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro. En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función: obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima —único punto visible— los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la tela vuelta. En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve   el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie dela tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre la superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nos-otros— donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos, para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta. La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique. Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores —de nosotros mismos— sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado una serie de cuadros; y he aquí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar; pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas, un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Éste, por el contrario, se abre a un espacio en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos estos elementos, destinados a ofrecer representaciones, pero que las impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste funciona con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se trata de un cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del doble que rehúsan tanto las pinturas alejadas cuanto esa luz del primer plano con la tela irónica. De todas las representaciones que representa el cuadro, es la única visible; pero nadie la ve. De pie al lado de su tela, con la atención fija en su modelo, el pintor no puede ver este espejo que brilla tan dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en su mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante —hacia la clara invisibilidad que bordea la tela, hacia ese balcón de luz donde sus miradas ven a quienes les ven, y no hacia esa cavidad sombría en la que se cierra la habitación donde están representados. Es ver-dad que algunas cabezas se ofrecen de perfil: pero ninguna de ellas está lo suficientemente vuelta para ver, al fondo de la pieza, este espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo es visibilidad, pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella, hacerla actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo. Hay que reconocer que esta indiferencia encuentra su igual en la suya. No refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en el mismo espacio que él: ni al pintor que le vuelve la espalda, ni a los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad, no ve lo visible. En la pintura holandesa, era tradicional que los espejos representaran un papel de reduplicación: repetían lo que se daba una primera vez en el cuadro, pero en el interior de un espacio irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que, en primera instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recompuesto según una ley diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo que ya se ha dicho. Sin embargo, su posición es poco más o menos central: su borde superior está exactamente sobre la línea que parteen dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del fondo una posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos);así, pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas que el cuadro mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un mismo estudio, un mismo pintor, una misma tela según un espacio idéntico; podría ser el doble perfecto. Ahora bien, no hace ver nada de lo que el cuadro mismo representa. Su mirada inmóvil va a apresar lo que está delante del cuadro, en esta región necesariamente invisible que forma la cara exterior, los personajes que ahí están dispuestos. En vez de volverse hacia los objetos visibles, este espejo atraviesa todo el campo de la representación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin embargo, esta invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no muestra el contorno de un obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se dirige a lo que es invisible tanto por la estructura del cuadro como por su existencia como pintura. Lo que se refleja en él es lo que todos los personajes de la tela están por ver, si dirigen la mirada de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se prolongara hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los personajes que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho de que la tela se detenga ahí, mostrando al pintor y a su estudio, lo que es exterior al cuadro, en la medida en que es un cuadro, es decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores encargado de representar algo a los ojos de todo posible espectador. Al fondo de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las figuras que ven al pintor (en esta realidad material que las líneas y los colores han depositado sobre la tela). Estas dos figuras son igualmente inaccesibles la una que la otra, aunque de manera diferente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro en general. Aquí el juego de la representación consiste en ponerla una en lugar de la otra, en una superposición inestable, a estas dos formas de invisibilidad —y en restituirlas también al otro extremo del cuadro— a ese polo que es el representado más alto: el de una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cuadro. El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio representado en el cuadro y a su naturaleza de representación; permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente invisible. Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuelta, el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando éste trabajaba en el estudio de Sevilla: «La imagen debe salir del cuadro».»

Las palabra y las cosas, capítulo I, obra del filósofo francés Michael Foucoult (1926-1984) publicada en 1966. Edición: Siglo XIX editores, Argentina, 1968. Traducción: Elsa Cecilia Frost

«Huyendo de la crítica», 1874, cuadro del pintor catalán Pere Borrell del Caso (1804-1910)- Colección Banco de España, Madrid, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12968243

Verónica del Carpio Fiestas

Ríos de tinta y manzanas

Ríos de tinta, y de dinero, se han vertido en relación con las manzanas que pintó el pintor impresionista francés Paul Cézanne (1839-1906). Pinto unas cuantas manzanas. Y es que «Avec une pomme, je veux étonner Paris!«, dijo Cézanne, según esta cita del Musée de l´Órangerie…

Por ejemplo estas carísimas «Las manzanas«, 1889-1890:

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O estas otras.

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Cuestión de gustos.

Porque hubo otros que tambien pintaron unas cuantas manzanas, y bastante antes. Por ejemplo, el pintor español Juan Sánchez Cotán (1560-1627), del para los españoles nada exótico pueblo de Orgaz. Y entre las manzanas que pintó estaban, por ejemplo, estas:

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Que son un fragmento de aquí:

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Para un análisis de «Bodegón de caza, hortalizas y frutas», obra de 1602 que está en el Museo del Prado, enlace a la web del museo aquí.

¿Con cuáles manzanas se quedaría usted? ¿Le asombran las manzanas de Cézanne, como quería Cézanne que sucediera con París, o las de Sánchez Cotán? ¿O las dos? Porque por bastante menos dinero que preciso para comprar un Cézanne se habría podido comprar hace unos años un bodegón de Sánchez Cotán, con cardo aunque sin manzanas…

Verónica del Carpio Fiestas

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Figuras siniestras en el balcón

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Según parece, esta obra del pintor español Francisco de Goya (1746-1828), «Majas en el balcón», 1810-12, representa a dos prostitutas con sus chulos. Si quienes saben dan eso como opinión mayoritaria, habrá que darlo por bueno.

Y según parece, el impresionista frances Eduard Manet (1832-1883) se inspiró en esta obra de Goya, a raíz de un viaje a Madrid, para su obra «El balcón» (1868-69), y las personas representadas pertenecen al propio entorno familiar del pintor,  parientes o amigos.

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Y, según parece también, el pintor surrealista sui generis, o lo que sea, René Magritte, belga, 1894-1967, se inspiró en esta obra de Manet para la suya «El balcón», de 1950.

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De un balcón de prostitutas y proxenetas en 1810-12 a un balcón de ataúdes de pie y sentados en 1950, y pasando por tres países.

El balcón es siniestro, sí. ¿Pero cuál? ¿El de Magritte, solo? ¿Seguro?

¿No es siniestro un balcón con mujeres expuestas a la venta y con los hombres que las «protegen»? ¿Sabía Magritte que Manet se inspiró en la obra de Goya y que la obra de Goya representaba a prostitutas y proxenetas? ¿Sabía Manet que la obra de Goya tenía ese tema? Y si Manet lo sabía, ¿por qué representó así a parientes y amigos? ¿Y los amigos y parientes de Manet sabían que estaban posando para un cuadro que se inspiraba en otro sobre prostitutas y chulos? ¿O Manet, caso de que lo supiera, se lo ocultó?

¿Qué es más siniestro, un balcón con ataúdes, no sabemos si llenos o vacíos, o un balcón de exposición de mujeres en situación de exclusión social y con sus explotadores o un balcón con grupo de personas más o menos burguesas que, inconscientemente o no, están en la pose que, en una obra anterior y que ha servido de inspiración, tenían prostitutas y proxenetas, y que además en este segundo cuadro se relacionan tan poco entre sí como entre sí se relacionan los ataúdes en la obra de Magritte?

Un ataúd sentado o de pie es siniestro, estamos de acuerdo. Pero ¿no es también siniestro que Manet pintara a una joven amiga violinista con una sombrilla en vez de con un violín y además en la pose de una joven prostituta de cincuenta años antes y además bastante más hermosa?

Y, yendo a más en plan siniestro, ¿cuál podría la siguiente obra siniestra de cuatro figuras en un balcón?

Así, puestos a pensar, se me ocurre otro balcón con otras cuatro figuras, y  ya con eso pasamos por cuatro países: las  cuatro figuras que aparecen mirando desde un balcón interior del Grant Museum of Zoology, en Londres. Eso sí que sería un paso más hacia lo siniestro… Tanto, que estoy por solo poner enlaces, y no incluir aquí la imagen, de las muchas de ese balcón que se ven  por internet y que usted, si quiere, puede buscar, para verlo más de cerca…

Al fin y al cabo, no hay tanta diferencia. Tanto los pintores como los pintados de los cuadros que he incluido en este post están todos muertos…

Verónica del Carpio Fiestas

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Manuscritos medievales y Klee

Klee

Este cuadro es «Temple Gardens», del pintor Paul Klee (1879–1940), pintado en 1920 e inspirado en lo visto en un viaje a Túnez.

Y lo que a continuación incluyo son imágenes de manuscritos medievales y otro tipo de documentos, hasta el siglo XV.

imago 1

imago 2

imago 3

notitia

Tábara

rainbow

 

Por la selección de imágenes y tuits, y la intención al seleccionarlos,

Verónica del Carpio Fiestas

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Cuerpos de muelle y nudo

¿Usted sabe por qué Keith Haring dibujó esto?

 

Fuente, Keith Haring Foundation, aquí.

Quizá los expertos sean capaces de explicar por qué el artista pop (¿?) estadounidense Keith Haring (1958-1990) consideró idóneo pintar unas estilizadas figuras humanas enrolladas y en espiral, que casi, casi, se convierten en un nudo, en unos carteles para un festival de jazz en 1983. El jazz difícilmente puede decirse que obligue a oyentes o ejecutantes a moverse de forma elástica o que lo sugiera a quien lo vea, como el breakdance. ¿Por qué pintó Keith Haring las figuras así? ¿Hemos perdido las referencias culturales? ¿O es que sencillamente Keith Haring pintó lo que le sugería a él o lo que le gustó  o lo que le apeteció, sin más?

Quizá los expertos lo sepan, pero quienes no lo somos solo vemos lo que se ve: unas curiosas, inexplicables y decorativas figuras humanas enrolladas en sí mismas y en espiral, a punto de convertirse en un nudo.

Y otro tanto sucede con unas figuras animales o semihumanas de un Libro de Horas inglés de hacia el año 1300, en concreto de un Libro de Horas que se conserva en Baltimore, EEUU, en el Walters Art Museum; enlace a la web del museo con el libro íntegramente digitalizado y accesible completo y gratis, aquí. libro datos

Quienes no somos expertos podemos saber qué es un libro de horas, e incluso también es posible que sepamos que en libros de muchas épocas, medievales incluidos, hay ilustraciones, adornos y hasta anotaciones marginales, marginalia, que a veces son deliberadas y previstas y otras muy variadas, incluso, por lo que explican los expertos, hasta fruto del puro aburrimiento. Pero por qué en un mismo libro de horas, y entre profusa y asombrosa decoración con adornos y figuras extrañas, hay nada menos que cuatro extrañas y decorativas figuras con el cuerpo enrollado sobre sí mismo hasta el punto de hacerse un nudo el cuello, llevando al extremo la técnica de siete siglos después de Keith Haring, eso no lo podemos saber los no expertos, y quizá lo sepan los expertos.

O quizá no lo sepan tampoco los expertos, como quizá tampoco sepan por qué Keith Haring, de quien resultaría bastante sorprendente que hubiera tenido ocasión de acceder a un Libro de Horas del siglo XIII para inspirarse, hizo casi lo mismo siete siglos después.

Y es que a lo mejor no es que los no expertos hayamos perdido las referencias culturales de hace siete siglos; es que a lo mejor la referencia cultural es sencillamente que a veces se pinta lo que apetece, y punto. Y eso es muy humano.

A continuación incluyo las cuatro figuras de cuello enrollado en un nudo que he encontrado en ese Libro de Horas inglés de finales del siglo XIII. Solo voy a poner el enlace concreto a una de las imágenes, la que figura en la primera página del manuscrito propiamente dicho, aquí. Y no voy a incluir enlace concreto a las otras páginas de las otras tres figuras porque quiero ofrecer a quien esto lea la posibilidad de que busque por sí mismo las otras tres figuras y que al buscarlas se quede con la boca abierta cuando hojee el libro digitalizado, eche mano de la lupa de ampliación cuando sea necesario y vea una y otra vez muchas otras figuras asombrosas. Muchas y mucho más asombrosas que estos cuatro extraños animales con el cuello enrollado y hecho un nudo.

cuello enrollado 3 páginacuello enrollado 4cuello enrollado otro 2cuello enrollado

Verónica del Carpio Fiestas

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Un post sobre representación gráfica de amor en un matrimonio de muchos años

Pululan en la Historia del Arte las representaciones del amor adolescente, del amor joven, del amor adúltero, del amor que se enfrenta a dificultades, del amor puramente sexual, del amor fracasado, del amor en bodas, del triunfo del amor, del amor que no es tal porque mata o conduce a la violencia. De todos esos amores, y de muchos otros, hay muchas representaciones explícitas, tanto heterosexuales como homosexuales en la Historia del Arte occidental; incluyendo muy, muy, explícitas. Pero del amor entre parejas heterosexuales casadas que llevan muchos años juntas y que están juntas porque se quieren, y que se demuestran ese amor en gestos gráficos en lo que transparente una vida apacible de amor conyugal, y no en términos satíricos, ni como representacion de Poder de una pareja casada poderosa de un tipo u otro, de eso hay bastante menos. Los cabellos grises y las arrugas y el amor profundo entre parejas casadas que ya no son jóvenes y que se demuestran amor venden hoy y han vendido siempre mucho menos que la esplendorosa juventud o que la adolescencia casi infantil de los romeos y las julietas y los píramos y las tisbes y las afroditas y los adonis de todas las épocas y todas las mitologías, o que el morbo de lo que se consideraba pecado o asocial y que permitía, so pretexto de Historia, Historia Sagrada o Mitología, o hasta de buena fe para de verdad reprobar vicios y ensalzar virtudes, enseñar carnes atractivas y cuerpos gloriosos incluso ligeros de ropa, conforme al gusto de cada época, y especialmente carnes femeninas, que no se veían por la calle todos los días.

Pero el amor matrimonial de muchos años y con gestos también lo recoge la Historia del Arte. Con pudor, porque el amor de quienes no son jóvenes no se considera hermoso. Usted verá besos de jóvenes por la calle todos los días, pero no todos los días verá besos de cincuentones, y si ve alguno, quizá piense que es un amor de segundo intento, o uno adúltero, o hasta le moleste y lo crea inapropiado o ridículo.

Si hablamos de representaciones artísticas del matrimonio, a usted quizá inmediatamente le viene a la cabeza el cuadro «El matrimonio Arnolfini».

Matrimonio Arnolfini

Se trata de una de esas obras de la primera fila de la Historia del Arte. Su simbología complejísima está más que estudiada, y ha sido hasta objeto de parodias, versiones y homenajes; hasta del pintor colombiano Fernando Botero. El espejo del fondo, el hecho de que vayan descalzos y estén las zapatillas en el suelo, la mano en el vientre,  los ropajes, el cristal, cada gesto, el hieratismo, todo tiene su aquél. Lo explican incluso en libros de Historia de Arte para niños y sería absurdo que una profana pretendiera explicar lo que explican perfectamente quienes sí saben. Pero el cuadro de Jan Van Eyck, no solo no oculta que no hay amor, sino que representa y refleja que no lo hay, porque eso no era lo relevante; ni es un matrimonio por amor ni era lo habitual en una época de matrimonios concertados. Pero supongamos, que ya es suponer, que había amor. Si lo había, era el de un matrimonio joven que en ese momento se estaba celebrando, unos contrayentes; y si bien la simultaneidad simbólica de escenas de diversas épocas que presenta un cuadro de tan compleja composición permite avanzar quizá unos años más allá, solo permite avanzar unos años. No tenemos aquí un matrimonio antiguo.

¿Son jóvenes el marido y la mujer del famoso sarcófago etrusco del siglo VI a.C., Sarcofago degli Sposi, enlace tambièn aquí, que está en el Villa Giulia, Museo Nazionale Etrusco y cuyo afecto y respeto recíprocos son tan evidentes? No son adolescentes ni quizá muy jóvenes quienes están representados en esta obra maestra, pero sus caras y manos son tersas y el pelo abundante.

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Así que despues de mucho buscar, y de prescindir por supuesto de las representaciones de la Sagrada Familia que representan muchas cosas, pero no ciertamente una familia de pareja casada con vida de verdad común en el doble sentido del término, he encontrado una obra que sí representa el amor tierno gráficamente expresado de personas largamente casadas. No se trata de una obra maestra que pueda compararse ni de lejos al cuadro del matrimonio Arnolfini ni al grupo escultórico funerario del matrimonio etrusco, pero creo que es absolutamente maravillosa en su modestia.  Y además, están vivos, no comiendo sobre su propia urna funeraria -qué mal rollo- o hieráticos en un cuadro, y en la calle, no bajo techo en la intimidad de un interior.

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Voy a poner el detalle:

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Son San Joaquín y Santa Ana. Lo que yo veo ahí es un abrazo tierno entre un marido canoso y una mujer postmenopáusica, quienes se miran a los ojos con cariño y comprension recíproca, a la puerta de su casa. Figura en un «libro de las horas» holandés de 1410-1420, de la Biblioteca Británica; todos los datos en este enlace. Y debo haber encontrado esta joya a Twitter, donde no todo son insultos y comentarios sobre insignificantes programas de televisión.

Verónica del Carpio Fiestas

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¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo (un poema de Rilke)

Rainer Maria Rilke (1876-1926) dialoga en este poema con un amigo muerto, poeta, que se ha suicidado. Enlace al original en alemán y otra traducción al castellano aquí.

Para Wolf, Conde de Kalckreuth

¿No te he visto en verdad nunca? Mi pecho
está apesadumbrado por ti como por un comienzo
muy grave que se aplaza. ¿Cómo empezaría
a invocarte a ti, que estás muerto, tú, con gusto,
apasionadamente muerto? ¿Te alivió eso tanto
como creías, o acaso estaba el dejar de vivir
todavía lejos del estar muerto?
¿Te imaginabas poseer mejor allí donde
no se da valor a la posesión? ¿Te pareció
que allí estarías dentro, en el paisaje,
que acá como una imagen se te esfumaba siempre,
y que desde ese estar dentro llegarías a la amada
y pasarías vibrando con fuerza a través de todas las cosas?
Ojalá que ahora el desengaño no vaya unido
mucho tiempo a tu juvenil error.
Que tú, disuelto, en una vasta corriente de tristeza
y arrebatado, solo a medias consciente,
en el movimiento alrededor de lejanos astros,
encuentres la alegría que, fuera de aquí,
trasladaste a tu soñado estar muerto.
Qué cerca, oh amigo, estuviste aquí de ella.
Cuán segura se hallaba aquí la que tú anhelabas,
la seria alegría de tu precisa nostalgia.
Si tú, desilusionado de dicha y de desdicha,
horadabas en ti y fatigado subías
a la superficie con una visión, bajo
el peso casi frágil de tu oscuro hallazgo:
entonces la llevabas, a la que tú no has reconocido,
llevabas la alegría, ibas por tu sangre con la carga
de tu pequeño salvador, y la pasaste a la otra orilla.
¿Por qué no esperaste a que la pesadumbre
se hiciese del todo insoportable? Entonces se invierte
y pesa porque es auténtica. Ves tú,
eso era quizá tu instante más próximo,
se acercaba ya tal vez a la puerta
con la corona en el pelo cuando la cerrate de golpe.
¡Oh, y qué golpe, cómo resuena a través de los espacios
cuando en algún sitio, por la constante y dura corriente de aire
de la impaciencia, cae algo abierto bajo el cerrojo!
¿Quién podría jurar de que en la tiera
simiente sana no se resquebraja;
quién indagó si en mansos animales
no palpita lascivamente un deseo de matar
cuando ese tirón enciende un relámpago en el cerebro?
¿Quién conoce la influencia que salta
de nuestro obrar a la cumbre cercana,
y quién la acompaña allí, a donde todo se encamina?
¡Que se diga de ti que has destruido,
que eternamente tenga que decirse!
Y aun cuando irrumpa un héroe, que el sentido,
que tomamos por el rostro de las cosas,
arranque como un disfraz, y con furia
nos muestre rostros, cuyos ojos mudos
nos siguen mirando por simulados agujeros:
eso que tú has destruido, eso es como un rostro
que no se alterará. Bloques se veían por el suelo,
y en el aire, a su alrededor, había ya el ritmo
de un edificio que apenas podía sostenerse;
deambulabas en torno y no veías su armonía,
un bloque te ocultaba el otro, todos
te parecían enraizarse cuando, al pasar por delante,
con menguada confianza intentabas
alzarlos. Y en la desesperación
los alzaste todos. Pero tan solo
para arrojarlos de nuevo en la abierta cantera
en la que, dilatados por tu corazón,
ya no cabían. Si una mujer hubiese
puesto su mano leve sobre el comienzo
todavía tierno de esa ira; si alguien
que estuviese atareado, atareado en lo más íntimo,
se acercara a ti en silencio, cuando, mudo, salías
a consumar la acción; si hubiese guiado tan solo
tus pasos hacia una activa herrería,
donde hombres hacen sonar los yunques, donde el día
llanamente se cumple; si en tu mirada llena
hubiera habido el espacio necesario para albergar
la figura de un escarabajo y sus fatigas,
entonces hubieras tenido la clarividencia
para leer la escritura, cuyos signos
desde la infancia habías grabadoen ti,
intentando de tiempo en tiempo formar con ellos
una frase: y te parecía siempre sin sentido.
Lo sé, lo sé: Tú te tendías ahí palpando
las ranuras igual que si palparas
la inscripción de una tumba. Cualquier cosa
que te parecía arder, la tomabas por antorcha
iluminando ese renglón, más la llama se extinguía
antes de que lo abarcaras, quizá por tu aliento,
quizá por el temblor de tu mano, quizá
porsí sola, tal como a meudo se extinguen las llamas.
Nunca lo has leído. Mas nosotros no osamos leer,
a causa del dolor y la distancia.

Y solo vemos los poemas que todavía
sobre la inclinación de tu sentir soportan
las palabras que tú elegiste. No,
no todas las elegiste tu; a veces había un comienzo
que se te imponía como un todo, y lo repetías
como si fuera un mensaje. Y te pareció triste.
Ay, si nunca los hubieses oído por ti mismo.
Tu ángel lo recita aún ahora, acentuando
el mismo texto de otra manera, y en mí el júbilo
se desborda por tal modo de decirlo,
mi júbilo sobre ti, pues era tuyo:
el que de ti cayese todo lo placentero,
y que en ver hayas reconocido
la renuncia, y en la muerte tu progreso.
Eso era tuyo, oh tú, artista, estas tres
formas abiertas. Mira, aquí está el molde
de la primera: espacio en torno a tu sentimiento,
y de aquella segunda te esculpo el contemplar
que nada apetece, el contemplar del gran artista;
y en la tercera, la que tú mismo muy temprano
quebraste cuando apenas entraba el primer chorro
de ardiente y temblorosa lava del corazón al rojo,
allí se había producido, con una labor bien
ahondada, una muerte, aquella muerte propia
que tanto nos necesita, porque la vivimos,
y a la que en ningún sitio estaremos tan cerca de aquí.
Todo esto fue tu bien y tu amistad;
a menudo lo habías presentido; mas luego
te espantó la oquedad de aquellas formas,
quisiste hacer presa en ella y sacaste el vacío,
y te quejaste. Oh, antigua maldición de los poetas,
que se lamentan cuando debieran dejar oír su voz,
que siempre opinan sobre el sentimiento
en vez de configurarlo; que siempre creen
que lo que en ellos es triste o alegre
lo sabían y les era dado declararlo
o celebrarlo en el poema. Como los enfermos,
usan quejumbrosos del idioma
para señalar donde les duele,
en vez de transformarse implacables en palabras,
como el cantero de una catedral, que tenaz
se identifica con la impasibilidad de la piedra.
Aquí estaba la salvación. Si de pronto hubieras visto
como el destino penetra en los versos
y allí se queda, cómo se hace figura en su interior,
y nada más que figura, a manera de un antepasado
que en el marco, cuando levantas hacia él la vista,
si así fuera, hubieras perseverado.
Pero es intranscendente
pensar lo que no fue. También la comparación
tiene un dejo de reproche que a ti no te alcanza.
Todo lo que sucede lleva tal adelanto
a nuestra intenciónque jamás le damos alcance
ni experimentamos cómo surgió realmente.
No tengas vergüenza si a ti los muertos te rozan,
los otros muertos, aquellos que perseveraron
hasta el fin. ¿Pero qué es el fin, lo sabemos acaso?
Cambia tranquilo la mirada con ellos, como
es costumbre, y no temas que a ti nuestra tristeza
te abrume en exceso y llanes la atención entre ellos.
Las grandes palabras, pronunciadas en los tiempos
cuando el suceder era aún visible, no solo son nuestras.
¿Quián habla de victorias? Sobreponerse es todo.

«Requiem», 1908.
Traducción por Jaime Ferreriro Alemparte, en Antología Poética, Colección Austral.

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«Cruz negra», Malévich, 1915

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«Blanco sobre blanco», Malévich, 1918

Por la transcripción y la selección de las ilustraciones,
Verónica del Carpio Fiestas

Album Primo‒Avrilesque de Alphonse Allais, del año 1897

¿Ha oído usted hablar del «Album Primo‒Avrilesque«, publicado en París en 1897 por el artista multidisciplinar francés Alphonse Allais? Más aún, ¿ha oído siquiera hablar del artista multidisciplinar francés Alphonse Allais?

Yo tampoco. Me acabo de enterar de que existen ese «Album Primo‒Avrilesque» y su autor Alphonse Allais. Y acabo de saber ahora también que

  • mucho antes que «Cuadrado Negro» y «Blanco sobre blanco» de Kasimir Malévich, de 1915 y 1918, ese tal Alphonse Allais pintó obras monocromáticas, con enorme sentido del humor, y que además, por si ello fuera poco, resulta que Alphonse Allais no fue el primero que lo hizo
  • y que mucho, mucho, muchísimo antes, de la famosa obra musical sin notas 4’33» de John Cage, de 1962, ese mismo Alphonse Allais escribió una obra musical sin notas, «Marcha fúnebre para el funeral de un gran hombre sordo«, y justificándolo con que «los grandes dolores son mudos«.

Y que todo ello figura en un breve folleto de pocas páginas, de 1897, titulado «Album Primo‒Avrilesque«.

Muy curiosa la diferencia de enfoque: con exactamente el mismo contenido, Allais se ríe y se toma todo a broma mientras que Malévitch y John Cage se toman a sí mismos muy en serio y se ponen filosóficos o trascendentes.

Quienes se escandalizan, aún ahora, de  obras musicales sin notas ya de hace más de cinco décadas y de pinturas que solo son lienzos monocromáticos que, como los de Malévitch, ya tienen cien años,  es bueno que sepan que ya se hacía todo eso incluso mucho antes de John Cage y de Malévitch. Pero mucho quiere decir nada menos que sesenta y cinco años antes en el caso de obras musicales sin notas.

Pdf al texto completo del folleto obtenido de la web de la Biblioteca Nacional de Francia:  Album_primo-avrilesque_Allais_Alphonse_btv1b86263801. Enlace a esa misma biblioteca, donde se puede ver y descargar el folleto, aquí.

Consiste el folleto «Album Primo‒Avrilesque» de Alphonse Allais en siete imágenes monocromas enmarcadas, con un título puesto por el autor, más la obra musical sin notas «Marcha fúnebre para el funeral de un gran hombre sordo» y unos breves prefacios del autor; «espirituales» esos prefacios, según adjetivo del propio Alphonse Allais, y el segundo prefacio «casi tan espiritual como el primero». Tres de los títulos de los cuadros: «Combate de negros en una cueva de noche» (cuadro negro, que dice el «Album» que es reproducción de la obra de otro autor que no se menciona), «Primera comunión de chicas anémicas en tiempo de nieve» (cuadro blanco) y «Cosecha del tomate por cardenales apopléticos al borde del Mar Rojo» (cuadro rojo). Me queda la duda de si alguno de esos cuadros de verdad se expuso en una exposición, como dice el autor y veo por la web, o si es otra broma más del autor; casi prefiero prescindir de la realidad y pensar que es otra broma.

Por mi parte tampoco conocía esa obra previa de color negro que Alphonse Allais dice reproducir, ni a ese otro autor que la pintó; navegando por la web, veo que debe de ser  una obra del también para mí desconocido Paul Bilhaud, o sea, que nos vamos ya nada menos que a 1882 para una obra de color únicamente negro.

A continuación reproduzco el folleto completo. Ya que afirma Alphonse Allais en el propio folleto «Album Primo‒Avrilesque» que su obra hablaría por él, no voy a añadir nada; que hable su obra.

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El folleto acaba con una referencia a otras obras del mismo Alphonse Allais más un arabesco.

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Verónica del Carpio Fiestas

Cuadro con figura a la vez pintada de frente, de espaldas y de perfil, y no es cubismo

«Se cuenta que, en cierta ocasión, Giorgione tuvo una discusión con algunos escultores, en la época en que Andrea Verrocchio estaba haciendo su caballo de bronce. Estos aseguraban que la escultura era superior a la pintura pues ofrecía tan diversos aspectos de la figura, visibles si se daba vuelta alrededor de ella, mientras que la pintura sólo mostraba un aspecto de la misma. Giorgione aseveraba que en una pintura pueden verse de un solo vistazo todos los aspectos que un hombre puede presentar en varias actitudes, sin necesidad de andar en torno de ella, mientras que esto no se logra en escultura si el espectador no cambia de lugar y de punto de vista, y se ofreció a pintar una sola figura de la cual se viera el frente, el dorso y los dos perfiles. Esto dejó perplejos a sus contrincantes. Pero Giorgione resolvió el problema de este modo: pintó una figura desnuda vuelta de espaldas; a sus pies había una fuente de agua cristalina en la cual se reflejaba de frente. En un costado había un corselete bruñido, que el personaje se había quitado y en el cual se reproducía un perfil, pues el metal brillante lo reflejaba todo. Y del otro lado había un espejo que mostraba el otro perfil de la figura. Esta obra bella y caprichosa quiere demostrar que la pintura, con más habilidad y trabajo, ofrece, en una sola visión del natural, más que la escultura. Fue muy admirada y alabada por su ingenio y belleza.«

De «Vida de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos«, libro de Giorgio Vasari, 1550.

Por la selección y la transcripción, y con mi agradecimiento a Georges Perec, que me dio la pista en «El gabinete de un aficionado. Historia de un cuadro«, libro de 1979,

Verónica del Carpio Fiestas

Saenredam y Zurbarán: blanco y blanco

Pieter Jansz Saenredam, holandés, 1597-1665; Francisco de Zurbarán, español, 15981664. Ambos nacieron y murieron en fechas casi idénticas, fueron pintores y se dedicaron a temática religiosa; uno desde el protestantismo de su país, el otro desde el catolicismo de la Contrarreforma en España. Saenredam pintó en sus cuadros iglesias, esas iglesias de muros desnudos cuya decoración, o, mejor dicho, cuya ausencia casi total de decoración, era fruto de la Reforma, y que por tanto carecían de imágenes sacras; Zurbarán pintó imágenes sacras. Sí, ya sé que tanto uno como otro pintaron más cosas, pero no me negará que los cuadros más conocidos de uno y otro son, respectivamente, iglesias y monjes.

Y ambos coinciden en unos cuanto puntos, aparte de en su evidente espiritualidad: ambos emplean en abundancia el color blanco en sus más diversos matices, y ambos transmiten una curiosa sensación de serenidad. Y si en Saenredam las iglesias son blancas y góticas, ojivales, y, según se dice, de medidas y proporciones exactas, en Zurbarán algunos monjes son blancos y además lo más parecido a ojivales que puede parecer una persona.

Vea la iglesia de San Bavo, en Haarlem, de Saenredam:

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La misma iglesia de San Bavo, en este otro cuadro de Saenredam:

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Y en este otro cuadro de Saenredam, la catedral de San Juan en Hertogenbosch:

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¿No aprecia una similitud con las formas y colores de «San Hugo en el refectorio de los Cartujos» de Zurbarán?

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Guiñe los ojos. ¿No le sugiere este cuadro de Zurbarán una catedral gótica de Saenredam?

Y si no se lo sugiere, qué le vamos a hacer. Quizá al menos le he suscitado curiosidad por Saenredam o por Zurbarán. Por cierto, me pregunto si Zurbarán es tan conocido en Holanda como Saenredam en España, o sea, poco o nada; personalmente, me gusta más Saenredam, y eso que no me hablaron de él en el colegio.

Verónica del Carpio Fiestas

Avercamp

Son tan plácidos los paisajes invernales de Hendrick Avercamp, en Holanda, en el siglo XVII. Las ramas desnudas en los árboles curvos.

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Y pueden serlo quizá también los paisajes de Madrid, en el siglo XXI.

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Verónica del Carpio Fiestas,

que ha hecho estas fotos

 

El hambre de Madrid en 1811-1812

Este post consta de la transcripción de un impresionante capítulo de las «Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid», de Ramón de Mesonero Romanos, de unas fotos (malas, me temo) del cuadro de gran formato «El hambre de Madrid» del pintor José Aparicio Inglada y, al final del post, de una brevísima reflexión personal,

Si no conoce usted a Mesonero Romanos, escritor que se define a sí mismo como «del género humorístico», mi recomendación es que no deje de leer sus «Escenas matritenses», escritas bajo el seudónimo de «El curioso parlante», amenas, encantadoras, levemente críticas pero sin dureza y muy descriptivas de su época. Pequeños esbozos, independientes entre sí, de unas pocas páginas cada uno, de muy diversos temas del Madrid del siglo XIX, se leen sin sentir; algunas de esas «escenas» provocan la carcajada y muchas la sonrisa, y todas proporcionan una mayor comprensión de nuestra Historia. He ahí una obra que tendría que leerse mucho más. Ya está bien de que se mire a los llamados «escritores costumbristas» por encima del hombro.

En cuanto a sus «Memorias» pueden no resultar indispensables en el universo literarario, y por supuesto no son del «género humorístico» pero sin duda son extraordinariamente ilustrativas de la Historia y de la intrahistoria de un siglo tan convulso como el XIX en España. El autor, afamado escritor ya anciano -75 años para la época era ser muy viejo-, cuenta retrospectivamente su vida y la historia de España -más bien la de Madrid- como testigo presencial. Describe hasta el levantamiento del 2 de mayo de 1808, nada menos, y copia incluso textos legales interesantísimos para el conocimiento de la época, entre 1808 y 1850. Tanto las «Escenas matritenses» como las «Memorias de un setentón» pueden encontrarse gratuitamente en la red, aparte de estar publicadas en diversas ediciones.

A continuación la transcripción del epígrafe II del capítulo II de las «Memorias de un setentón», titulado «El hambre de Madrid». Larga transcripción, sí, pero sinceramente merece la pena, aunque solo sea para que quien esto lea se entere, si no lo sabía ya, de cuándo y por qué se empezó a comer patata en Madrid; como quien dice anteayer en términos históricos. Estamos en 1811-1812, plena invasión francesa, reina en España el rey José I, hermano de Napoleón, y el autor, nacido en 1803, ve las cosas con sus ojos de niño y las rememora y escribe décadas después con los ojos de anciano, desde la impronta indeleble que sucesos tan terribles dejaron en su recuerdo.

«Pero una calamidad, superior aún a la dominación extranjera, a sus ruinosas exacciones y a los rigores de su abominable policía, principió a dibujarse desde el verano del año 11 en el horizonte matritense; esta calamidad suprema y jamás sospechada en la villa del Oso y el Madroño era ¡el hambre!, el hambre cruel, no sufrida acaso en tan largo período por pueblo alguno, y con tan espantosa intensidad. Las causas ocasionales de esta plaga asoladora, que llegó a amenazar la existencia de toda la población, no podían ser ni más lógicas ni más naturales. Cuatro años de guerra encarnizada, en que, abandonados los campos por la juventud, que había corrido a las armas, dificultaba cuando no suprimía del todo su cultivo; las escasas cosechas, arrebatadas por unos y otros ejércitos y partidas de guerrilleros; interrumpidas además casi del todo las comunicaciones por los azares de la guerra y lo intransitable de los caminos, y aislada de las demás provincias la capital del Reino, cuya producción es insuficiente para su abastecimiento, no era necesaria gran perspicacia para pronosticar que en un término dado, y sin recurrir a otras presunciones más o menos vulgares y temerarias, había de resultar la escasez más absoluta, y comparable sólo a la de una plaza rigurosamente sitiada.

Este momento angustioso llegó al fin hacia Setiembre de 1811, y a pesar de los medios empíricos adoptados por el Gobierno para luchar con la calamidad, tales como arrebatar de los graneros de los pueblos circunvecinos todas las mieses y los frutos para traerlos a Madrid, obligar a los tahoneros a cocer un grano que no tenían y a fijar para su venta un precio imposible de sostener, la escasez iba creciendo día a día, y los precios en el mercado subiendo proporcionalmente, en términos tales, que para la mayor parte del vecindario equivalía a una absoluta prohibición. En vano la industria y la necesidad hacían redoblar el ingenio para sustituir con otros más o menos adecuados los más indispensables artículos del alimento usual; en vano el pan de trigo candeal, que, tan justo renombre valió siempre a la fabricación de Madrid, fue sustituido por otro mezclado con centeno, maíz, cebada y almortas; en vano se adoptó, para compensar la falta de aquel, a la nueva y providencial planta de la patata, desconocida hasta entonces en nuestro pueblo; en vano se llegó al extremo de dar patente de comestibles a las materias y animales más repugnantes; la escasez iba subiendo, subiendo, y la carestía en proporción, colocando el necesario alimento fuera del alcance, no sólo del pueblo infeliz, sino de las personas o familias más acomodadas. Baste decir que en los primeros meses del año 12 llegó a venderse en la plaza de la Cebada la fanega de trigo candeal a 540 rs., lo que daba una proporción de 18 y 20 rs. el pan de dos libras (que sólo se vendía de esta calidad en las tahonas de la calle del Lobo y plazuela de Antón Martín), y los garbanzos, judías, arroz, hasta la misma patata, todo seguía en sus precios la misma espantosa proporción.

En situación tan angustiosa y desesperada, las familias más pudientes, a costa de inmensos sacrificios, podían apenas probar, nada más que probar, un pan mezclado, agrio y amarillento, y que, sin embargo, les costaba a ocho y diez reales, o sustituirle con una galleta durísima e insípida, o una patata cocida; pero el pueblo infeliz, los artesanos y jornaleros, faltos absolutamente de trabajo y de ahorro alguno, no podían siquiera proporcionarse un pedazo del pan inverosímil que el tahonero les ofrecía al ínfimo precio de veinte cuartos.

Quisiera en esta ocasión tener a mi servicio la pluma del insigne Manzoni (incomparable pintor de la peste de Milán) para hacer sentir a mis lectores el aspecto horrible y nauseabundo que tan funesta calamidad prestaba a la población entera de Madrid; pero a falta de la del ilustre autor de I Promessi Spossi, sólo puedo ofrecerle la de un niño, también relativamente hambriento, y que ha conservado la profunda memoria, a par que la prueba material de aquella inmensa desdicha.

El espectáculo, en verdad, que presentaba entonces la  población de Madrid, es de aquellos que no se olvidan jamás. Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes su extenuación y su muerte; una limosna de dos cuartos para comprar uno de los famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando (sic) en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. Bastarame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a mi casa a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela.

Los esfuerzos, que supongo, de las autoridades municipales, de las juntas de caridad, de las diputaciones de los barrios (creadas por el inmortal Carlos III) y de los hombres benéficos, en fin, que aún podían disponer de una peseta para atender a las necesidades ajenas, todo era insuficiente para hacer frente a aquella tremenda y prolongada calamidad. Mi padre, que como todos los vecinos de alguna significación, pertenecía a la diputación de su barrio (el Carmen Calzado), recorría diariamente, casa por casa, las más infelices moradas, y en vista del número y condiciones de la familia, aplicaba económicamente las limosnas que la caridad pública había depositado en sus manos, y raro era el día en que no regresaba derramando lágrimas y angustiado el corazón con los espectáculos horribles que había presenciado. Día hubo, por ejemplo, que habiendo tomado nota en una buhardilla de los individuos que componían la familia hasta el número de ocho, cuando volvió al siguiente día para aplicarles las limosnas correspondientes, halló que uno solo había sobrevivido a los efectos del hambre en la noche anterior.

Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados (sic), y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.

El mismo rey José, que a su vuelta de París, adonde había ido a felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo el Rey de Roma, o más bien, para impetrar algún auxilio pecuniario, que le fue concedido, y se halló con esta angustiosa situación del pueblo de Madrid, desde el primer momento acudió con subvenciones o limosnas, dispensadas a la Municipalidad, a los curas párrocos y a las diputaciones de los barrios. Quiso además reunir en su presencia a estas tres clases, y las convocó con este objeto en el Palacio Real. Allí acudió mi padre, como todos los demás, y a su regreso a casa no podía menos de manifestar la sorpresa que le había causado la presencia del Rey, que, según él mismo decía con sincera extrañeza, ni era tuerto, ni parecía borracho, ni dominado tampoco por el orgullo de su posición; antes bien, en la sentida arenga que les dirigió en su lenguaje chapurrado (y que mi padre remedaba con suma gracia) se manifestó profundamente afligido por la miseria del pueblo, haciéndoles saber su decisión de contribuir a aliviarla hasta donde fuera posible, rogándoles encarecidamente se sirvieran ayudarle a realizar sus propósitos y sus disposiciones benéficas, para lo cual había destinado una crecida suma, que se repartió a prorrata entre las clases congregadas. Seguramente (decía mi padre) este hombre es bueno: ¡lástima que se llame Bonaparte!

Pero ni todos estos socorros ni todas aquellas benéficas disposiciones eran más que ligeros sorbos de agua dirigidos al incendio voraz, y este siguió su curso siempre ascendente hasta bien entrada la segunda mitad de 1812 (año fatal, que en la historia matritense es sinónimo de aquella horrible calamidad), y arrastró al sepulcro, según los cálculos más aproximados, más de 20.000 de sus habitantes.

Hasta que por fin llegó un día feliz (el 12 de Agosto), en que cambió por completo la situación de Madrid con la evacuación por los franceses y la entrada en la capital del ejército aliado anglo-hispano-portugués, a consecuencia de la famosa batalla de los Arapiles. Pero este acontecimiento y sus resultados inmediatos no caben ya en los límites del presente capítulo, y ofrecerán materia sobrada para el siguiente.

Baste sólo, para concluir este, decir que en tan solemne día, galvanizado el cadáver del pueblo de Madrid con presencia de sus libertadores, facilitadas algún tanto las comunicaciones y abastecimientos, y tomadas por la nueva Municipalidad las disposiciones instantáneas convenientes, empezó a bajar el precio del pan; y que en medio de las aclamaciones con que el pueblo saludaba a los ejércitos españoles, a los ingleses, a lord Wellingthon (sic), a los Empecinados y al rey Fernando VII, se escapaba de alguna garganta angustiada, de algún labio mortecino, el más regocijado e instintivo grito de: ¡Viva el pan a peseta!».

Hasta aquí Mesonero Romanos.

20.000 muertos por hambre en una ciudad que no estaba sufriendo asedio y cuya población era, aproximadamente, pongamos por decir algo, ¿200.000 habitantes?

Del angustioso capítulo, que no tiene desperdicio -la comparación con la calamidad pública que sufre una ciudad atacada por la peste es suficientemente explícita- hay un párrafo que me impresiona especialmente, tanto que lo vuelvo a copiar:

«Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y terrorizados, y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este   cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.»

Y a continuación unas fotos de ese mismo cuadro citado por Mesonero Romanos, con fotos de detalle, tomadas en el Museo de Historia de Madrid, donde está expuesto.

Primero, el cartel explicativo junto al cuadro en el Museo:

WP_20150404_004El cuadro, perspectiva general, y como la fotografía, como todas las de este post, es mía, me excuso por la mala calidad:

WP_20150404_005Y detalles:

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A la izquierda unos soldados, uno de los cuales ofrece un pan a un hombre que lo rechaza. En el centro y a la derecha del cuadro, diversas figuras dolientes, desfallecidas, moribundas o muertas, con la excepción de un hombre que, de pie y en segundo plano, parece que va a enfrentarse con los soldados, no se sabe si animado o retenido por una mujer que lleva un niño en brazos. El hombre del centro que, con aspecto desesperado, rechaza el pan, está junto a una mujer joven con un niño pequeño a su lado, tumbado en el suelo. La joven, quizá muerta ya, recuesta la cabeza en las rodillas de un anciano sentado que tiene a su lado otro niño. A la derecha, más figuras de pie o sentadas, incluyendo más niños. Varios de los personajes presentan aspecto cadavérico.

WP_20150404_014Sin duda los historiadores tendrán muy estudiado si esta negativa «heroica o temeraria», como dice Mesonero Romanos, a aceptar socorros para sobrevivir en un época incuestionablemente espantosa, horrible, porque esos socorros venían de los invasores, fue general o excepcional, o bien mítica y reelaboración posterior. Y si el cuadro, aparte de contener a unos personajes vestidos de forma anacrónica, pero con detalles verdaderamente impresionantes, por ejemplo, el niño muerto o moribundo en el suelo, reflejó alguna verdad histórica o si fue pintado como propaganda. El cuadro es de 1818; malos tiempos también, aquellos, en los que mandaba el rey Fernando VII, el rey Bribón, el rey Felón, el Narizotas, del que mejor no decir nada porque ya lo han insultado suficientemente los historiadores, la Literatura y la memoria popular. Muy significativa de la finalidad propagandística -con independencia de que sea verdad el episodio que se describe- es la frase que  aparece, en una de las columnas, en el lado derecho del cuadro:

WP_20150404_006«Constancia española, años del hambre de 1811 y 12. Nada sin Fernando«.

Lo que se podía esperar de quien era, según parece, pintor de cámara del rey.

Detalle sin importancia, aunque me llama la atención. El Museo de Historia de Madrid se indica que el cuadro es de 1818 -así figura en el cartel explicativo cuya foto he insertado en el post-, y por internet veo en otros sitios, incluyendo la web oficial del Museo del Prado -si lo entiendo bien, al parecer el cuadro es suyo, y está en depósito en el Museo de Historia de Madrid-, que también se fecha se 1818. Sin embargo Mesonero Romanos, en el fragmento transcrito, explica que se presentó en la Academia de San Fernando en 1815. Me gustaría saber si le fallaba la memoria a Mesonero Romanos, o les falla la documentación a quienes indican otra fecha. Ciertamente en el cuadro, en la esquina de abajo a la derecha, figura el nombre del autor y la fecha de 1818.

Pero yendo a lo importante, Con ojos de profana no historiadora y no especialista en Historia del Arte, lo que veo en el cuadro y en la descripción de Mesonero Romanos es a adultos que rechazan alimento para ellos y también para unos niños, sus niños, que se están muriendo de hambre.

Y a esto voy.

La niñez como tal no ha sido protegida jurídicamente hasta lo que en términos históricos es muy reciente y los padres -en masculino excluyente, porque las madres no- han gozado siempre amplias facultades sobre la prole englobables en la patria potestad. Bien está que se renuncie a la propia vida por honor, si así se desea, libremente, pero ¿a la de otros, y además niños?

Pido a la vida que nunca me ponga en situación de tener que decidir lo primero y pido a la legislación que nunca permita que nadie pueda decidir por otros, y mucho menos por niños, lo segundo.

Y que jamás, jamás, vuelvan tiempos así de oscuros y terribles.

Verónica del Carpio Fiestas