«Miré los muros de la patria mía», de Francisco de Quevedo

«Miré los muros de la patria mía», de Francisco de Quevedo

[Audio en Clipchamp https://clipchamp.com/watch/B6pN0PDe57p . Duración: 00:45]

«Miré los muros de la patria mía», de Francisco de Quevedo

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

[Lectura por Verónica del Carpio. 2023]

Coreografía de la lucha a muerte con armas blancas: puro cine en la escena final de la Odisea

Ulises no limitó a volver a su isla y la Odisea no acaba con Ulises volviendo a su isla Ítaca. Volvió a su isla, se acostó con su mujer Penélope y mató al grupo de hombres que había estado una larga temporada viviendo a costa del patrimonio de Ulises a mesa y mantel, violando a sus esclavas y presionando a su mujer Penélope para que diera por muerto a Ulises y escogiera a uno de ellos para ser su nuevo marido (por la pasta, claro). Y los mató en una escena que, leída hoy, parece la coreografía actual de cualquier película, de las muchas en la que se coreografía una lucha a muerte, con sus mismos detalles macabros y sus golpes gore: las flechas salen del arco y entran en la la carne, los cráneos se rompen y lo sesos vuelan, los huesos quedan machacados, el bueno gira aquí y allá, y, al final gana el bueno, y queda rodeado de cadáveres y de sangre (y se exhiben las cabezas cortadas y tal, por no mencionar otras partes del cuerpo). Y, claro, no estamos en una pelea cinematográfica del siglo XX o del XXI, sino en en una escena que fue escrita allá por el siglo VIII a.C., o sea, hace unos 2.800 años, año más, año menos, y lo escribió Homero, el ciego, o, como decía Borges, el Tiempo. O sea, un ciego, o el Tiempo, pensó y describió una coreografía de una pelea a muerte, con sus detalles, las salpicaduras de sangre, la lanza que queda clavada en una puerta, las peticiones de piedad, las dudas de quien no sabe si es mejor intentar huir o luchar, la cámara que gira para enfocar a quien se oculta debajo de un asiento, las rápidas decisiones para matar mejor, las lanzadas a lo bestia (¿o serían los disparos repetidos de los malos?) contra el bueno y que, sorprendentemente, fallan todas, y todo muy, muy gore. En fin, que al leer la escena final de la Odisea resulta dificilillo pensar que no hay nada nuevo bajo el sol (y/o que algunos cineastas actuales son punto menos que plagiadores).

El Canto XXII de la Odisea, en traducción de C. García Gual (texto completo aquí):

Verónica del Carpio Fiestas

Esto no es García Márquez ni Tolkien ni la Biblia: es Popol Vuh

«Aquí comenzamos la antigua historia llamada Quiché. Aquí escribiremos, comenzaremos el antiguo relato del principio del origen, de todo lo que hicieron en la ciudad Quiché los hombres de las tribus Quiché. Aquí recogeremos la declaración, la manifestación, la aclaración de lo que estaba escondido, de lo que fue iluminado por los Constructores, los Formadores, los Procreadores, los Engendradores; sus nombres: Maestro Mago del Alba, Maestro Mago del Día (Gran Cerdo del Alba), Gran Tapir del Alba, Dominadores, Poderosos del Cielo, Espíritus de lso Lagos, Espíritus del Mar, Los de la Verde Jadeita, Los d ela Verde Copa; así decíase. Rogábase con ellos, invocábase con ellos, a los llamados Abuela, Abuelo, Antiguo Secreto, Ocultadora, Abuela que forma parte de la Pareja Mágica de Abuelos, Abuelo de la misma Pareja. Así está dicho en la historia Quiché todo lo que ellos dijeron, lo que ellos dijeron, lo que ellos hicieron, en el alba de la vida, en el alba de la historia. Pintaremos lo que pasó antes de la Palabra de Dios, antes del Cristianismo: lo reproducieremos porque no se tiene ya más la visión del Libro del Consejo, la visión del alba de la llegada de ultramar, de nuestra vida en la sombra, la visión del alba de la vida, como se dice.

Este libro es el primer libro, pintado antaño, pero su faz está oculta hoy al que ve, al pensador. Grande era la exposición, la historia de cuando se acabaron de medir todos los ángulos del cielo, de la tierra, la cuadrangulación, su medida, la medida de las líneas, en el cielo, en la tierra, en lso cuatro ángulos, de los cuatro rincones, tal como había sido dicho por los Constructores, los Formadores, las Madres, los Padres de la vida, de la existencia, los de la Respiración, los de las Palpitaciones, los que engendran, los que piensan. Luz de las tribus, Luz de los hijos, Luz de la prole, Pensadores y Sabios, acerca de todo lo que está en el cielo, en la tierra, en los lagos, en el mar. He aquí el relato de cómo todo estaba en suspenso, todo tranquilo, todo inmóvil, todo apacible, todo silencioso, todo vacío, en el cielo, en la tierra.

He aquí la primera historia, la primera descripción. No había un solo hombre, un solo animal, pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna, barranca, hierba, selva. Sólo el cielo existía. La faz de la tierra no aparecía; sólo existían la mar limitada, todo el espacio del cielo. No había nada reunido, junto. Todo era invisible, todo estaba inmóvil en el cielo. No existía nada edificado. Solamente el agua limitada. Nada existía. Solamente la inmovilidad, el silencio, en las tinieblas en la noche. Sólo los Constructores, los Formadores, los Dominadores, los Engendradores, estaban sobre el agua, luz esparcida.[…]»

Este es el principio de la obra Popol Vuh, recopilación de historias míticas de Guatemala, según Wikipedia. Sean cuales sean las vicisitudes de la obra, quién sea su autor, o autores, o transcriptores, o manipuladores, si es o no un libro prehispánico y hasta qué punto, todo eso y las demás cuestiones las sabrán quienes sepan, que yo no. Personalmente me he quedado boquiabierta al leer esos párrafos en castellano transcritos de esta Popol Vuh, obra que lamento decir que ha caído en mis manos de pura casualidad, porque ni me sonaba; y ahí hay una belleza pura de lenguaje que da ciento y raya a la masa de ínfima literatura que venden como si fuera de la buena. Y gratis: está completa en la web. Pero no hace falta leerlo entero; cualquier fragmento al azar, como este, el pura magia de lenguaje; bastante más que el realismo mágico.

Ah, y quien quiera hacer un análisis de Mitología Comparada, lo tiene fácil; que coja la Biblia y la abra por el Génesis.

Verónica del Carpio Fiestas

¿Es lo mismo llorar que llover? «Llueve sobre mi corazón», de Verlaine (¿O es más bien «Llora sobre mi corazón», de Verlaine?)

Il pleure dans mon cœur… Paul Verlaine

«Il pleure dans mon cœur
Comme il pleut sur la ville;
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon cœur?

Ô bruit doux de la pluie
Par terre et sur les toits!
Pour un cœur qui s’ennuie,
Ô le chant de la pluie!

Il pleure sans raison
Dans ce cœur qui s’écœure.
Quoi ! nulle trahison?…
Ce deuil est sans raison.

C’est bien la pire peine
De ne savoir pourquoi
Sans amour et sans haine
Mon cœur a tant de peine!»

Solicito a la inteligencia artificial Perplexity IA que traduzca al castellano de este poema de Verlaine. La respuesta de Perplexity es esta:

«Il pleure dans mon cœur es un poema de Paul Verlaine. A continuación se presenta su traducción al español:

Llora en mi corazón
Como llueve en la ciudad;
¿Qué es esta languidez
Que penetra mi corazón? Oh dulce ruido de la lluvia
En la tierra y en los tejados!
Para un corazón que se aburre,
¡Oh el canto de la lluvia! Llora sin razón
En este corazón que se empalaga.
¿Qué! ¿Ninguna traición?…
Este duelo es sin razón. Es bien la peor pena
No saber por qué
Sin amor y sin odio
Mi corazón tiene tanto dolor.»

Pregunto a Perplexity si el primer verso puede traducirse también como «llueve sobre mi corazón» y me contesta lo siguiente:

«Sí, es posible traducir «Il pleure dans mon cœur» como «llueve sobre mi corazón». Ambas traducciones son válidas y transmiten la misma idea poética de tristeza y melancolía. Esta traducción se encuentra en algunos sitios web de poesía y literatura, como se puede ver en los resultados de búsqueda [que amablemente me enlaza] 1 2 3 4 5 . Sin embargo, es importante tener en cuenta que la traducción literal del verso es «Llora en mi corazón», por lo que la elección de la traducción dependerá del contexto y la interpretación del traductor.»

Hago lo mismo con otra inteligencia artificial, ChatGPT. Respuesta:

«Llora en mi corazón… Paul Verlaine

Llora en mi corazón
Como llueve sobre la ciudad;
¿Qué es esta languidez
Que penetra en mi corazón?
Oh, dulce sonido de la lluvia
En el suelo y en los tejados!
Para un corazón que se aburre,
¡Oh, el canto de la lluvia!
Llora sin razón
En este corazón que se angustia.
¿Qué? ¿Ninguna traición?…
Este duelo es sin razón.
Es realmente el peor dolor
No saber por qué
Sin amor y sin odio
Mi corazón tiene tanto dolor!»»

Y a mi pregunta de si el primer verso puede traducirse también como «llueve sobre mi corazón», la respuesta, que no incluye enlaces ni fuentes, es la siguiente:

«La frase «Il pleure dans mon cœur» de Paul Verlaine es una metáfora poética que no se traduce de manera literal como «llueve sobre mi corazón». Una traducción más precisa y fiel al significado original sería «Llora en mi corazón» o «Llora dentro de mi corazón», ya que la poesía a menudo se basa en la interpretación de las palabras y las emociones evocadas, más que en una traducción literal. La imagen de lágrimas en el corazón se utiliza para transmitir una sensación de tristeza o melancolía profunda en el poema.»

Y ahora pruebo a pedir la traducción a la inteligencia artificial Bard. Y la respuesta, que incluye un único enlace a una extraña página en la que se traduce el poema a una lista de idiomas, japonés y checo incluido, es esta:

«Llora en mi corazón Paul Verlaine

Llora en mi corazón
Como llueve sobre la ciudad;
¿Qué languidez es esta
Que penetra mi corazón?
Oh, suave sonido de la lluvia
Por tierra y sobre los tejados!
Para un corazón que se aburre,
¡Oh, el canto de la lluvia!
Llora sin razón
En este corazón que se descorazona.
¿Nada de traición?…
Este luto es sin razón.
La peor pena es
No saber por qué
Sin amor y sin odio
¡Mi corazón tiene tanta pena!

La traducción es literal, manteniendo la estructura del poema original. El poema es una expresión de tristeza y nostalgia, y la traducción transmite bien estos sentimientos.

Aquí hay una explicación de algunos de los términos y expresiones usados en el poema:

"Il pleure dans mon cœur": "Llora en mi corazón".
"Comme il pleut sur la ville": "Como llueve sobre la ciudad". Esta comparación establece un paralelismo entre la tristeza del poeta y la lluvia que cae sobre la ciudad.
"Quelle est cette langueur": "¿Qué languidez es esta?". La languidez es una sensación de tristeza y melancolía.
"Qui pénètre mon cœur": "Que penetra mi corazón". La tristeza del poeta penetra profundamente en su corazón.
"Ô bruit doux de la pluie": "Oh, suave sonido de la lluvia". El sonido de la lluvia es un consuelo para el poeta en su tristeza.
"Pour un cœur qui s’ennuie": "Para un corazón que se aburre". El poeta se siente desanimado y aburrido.
"Il pleure sans raison": "Llora sin razón". La tristeza del poeta no tiene una causa específica.
"Ce deuil est sans raison": "Este luto es sin razón". La tristeza del poeta es como un luto, pero no tiene una razón para existir.
"C’est bien la pire peine": "La peor pena es". La mayor pena para el poeta es no saber por qué está tan triste.
"Sans amour et sans haine": "Sin amor y sin odio". La tristeza del poeta no es causada por amor o odio.

Espero que esta traducción te sea útil.»

Y a mi pregunta sobre la posible traducción alternativa del primer verso, esta es la respuesta de Bard:

«Sí, el primer verso puede traducirse también como «llueve sobre mi corazón». La traducción literal es «Il pleure dans mon cœur», que significa «Llora en mi corazón». Sin embargo, la traducción «llueve sobre mi corazón» es más poética y expresiva. Crea una imagen vívida de la tristeza del poeta, que es como una lluvia que cae sobre su corazón.

La traducción literal es más precisa, pero la traducción poética es más efectiva para transmitir los sentimientos del poema. En última instancia, la mejor traducción es la que mejor transmite el significado y la belleza del poema al lector.»

Comparativa (en el entendido de que las tres versiones de IA que se han manejado son de fecha septiembre 2023 y las tres gratuitas)

-Tanto Perplexity como Chatgpt como Bard pueden traducir razonablemente, lo cual nunca ha ofrecido duda

-Ninguna de las IA ha aplicado de oficio la posible traducción poética «llueve sobre mi corazón» ni ha presentado de oficio posibles traducciones alternativas

-Perplexity ha aportado fuentes; las demás IA no, salvo que el enlace a una página que traduce el poema a una larga lista de idiomas sea una fuente.

-Bard ha especificado que la traducción es literal y, sin solicitarle información complementaria sobre la interpretación del poema, la ha aportado por iniciativa propia

-Respecto de la traducción alternativa, la explicación más completa y mejor redactada ha sido la de Bard

-El tono de las respuestas es neutro en el caso de Perplexity y ChatGPT y más, digamos, amable, en el caso de Bard.

Conclusiones: dos

  • Traduttore, tradittore.
  • A Chat GPT le falta un hervor en estos momentos en comparación con Perplexity y Bard; cuanto menos, en el caso concreto de la traducción de un poema de Verlaine del francés al castellano y en cuanto a su propia vocación docente; hace lo que le dicen y punto. O, según se mire, no le falta ningún herver si lo que busca el usuario es ir a tiro hecho.

O sea.

Verónica del Carpio Fiestas

Ya, pero, ¿de qué tamaño era exactamente el escarabajo, o quizá cucaracha, Gregor Samsa?

Gregor Samsa, viajante de comercio de una fábrica cercana a su casa, se despierta una buena mañana en el dormitorio de su casa convertido en un monstruoso insecto que bien pudiera ser un escarabajo o quizá una cucaracha, ya que no se especifica. Su tamaño es tal que no puede confundirse con ningún escarabajo o con ninguna cucaracha; y su mera vista horroriza a la familia y a la criada y hasta hace huir horrorizado al encargado de la fábrica, hombre duro, que había ido a la casa para reprocharle su retraso de ese día en ir al trabajo; retraso comprensible en cuanto sabemos que Gregor Samsa se ha convertido en una cucaracha, o quizá en un escarabajo, y no sabe por qué (ni nosotros, los lectores, tampoco; y al terminar el cuento seguimos sin saberlo). Pero ¿de qué tamaño exactamente era el escarabajo, o la cucaracha, en que se convirtió? ¿Del tamaño de un hombre? ¿Y siempre tenía el mismo tamaño? Sabemos que el padre de Gregor Samsa le lanzó una manzana, a modo de proyectil; y que a Gregor Samsa se le quedó incrustada en el lomo; eso permite inferir que, en efecto, la cucaracha, o el escarabajo, era más bien grande. Sabemos también que Gregor Samsa, ya siendo escarabajo, o cucaracha, se escondía debajo del diván de su cuarto para que no lo vieran, pero aún así asomaba un poco de su cuerpo, y que se tapaba con una sábana que, con esfuerzo, consiguió transportar sobre su lomo, para colocarlo sobre el canapé y que tapara lo que sobresalía cuando se colocaba bajo el diván; o sea, que cabía debajo de un diván, podía llevar una sábana sobre el lomo, aunque con mucho esfuerzo, y el tamaño del escarabajo, o de la cucaracha, era tal que podía era posible que tapar con una sábana lo que sobresalía cuando se ocultaba bajo un diván. Y sabemos también, y esto es más complicado, que se pegó a un cuadro de una pared para evitar que lo retiraran del cuarto y que el cuadro era un recorte de periódico de la imagen de una mujer elegantemente vestida y el marco lo había fabricado él, aficionado a la marquetería, Ningún recorte de periódico, por muy grande que sea, puede ser más grande que, digamos, un tamaño folio; y para un aficionado a la marquetería meticuloso en su afición el marco no podía tener, tirando por alto, más de medio metro de alto y de ancho. Gregor Samsa se pone encima del cuadro tapándolo totalmente, y el cristal le alivió el ardor que sufría en su vientre. Tapando el cuadro es Gregor una gigantesca mancha sobre la pared, ya, pero ¿de qué tamaño? El cristal lo alivia y lo sujeta. Quizá el cuerpo, patas aparte, es solo del tamaño del cuadro. Quizá en total no es más que un escarabajo, o una cucaracha, de menos de un metro. Pues si es así, tampoco es para tanto,¿no? ¿O sí?

Ustedes sabrán, que yo no. A lo mejor Kafka sí lo sabía; y a lo mejor otro de los misterios de la transformación, o metamorfosis o como se quiera traducir, es que Gregor Samsa no solo se convirtió de repente en un escarabajo, o quizá en una cucaracha, sino que tampoco tenía siempre el mismo tamaño a lo largo del cuento, el cual, por cierto, se llama «La metamorfosis» o «La transformación», según se quiera traducir. Desde luego, al final de su vida estaba ya el pobre Gregor Samsa tan consumido de no querer ni comer que la señora de la limpieza se pudo deshacer del cadáver; quizá simplemente barriéndolo y tirándolo a la basura. O no.

Enlace al cuento, en castellano, aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

«Ozymandias», de Shelley.

Made with Clipchamp

Sobre la inevitable transitoriedad y decadencia del poderoso, hasta del más arrogante.

«Percy Bysshe Shelley (1792-1822) is often thought of as a rebel and revolutionary. It is appropriate, then, that ‘Ozymandias’ – one of his most famous poems – is a warning about the arrogance of great leaders. The poem is thought to have been inspired by a gigantic statue of Rameses II that was bought for the British Museum by the Italian explorer Giovanni Belzoni. It was written in late 1817 as part of a competition between Shelley and his friend Horace Smith, and was published in The Examiner in January 1818.

‘Ozymandias’ is a sonnet, written in iambic pentameter, and gains much of its power from the taut compression of its language. Its vivid evocation of the ruined statue underlines the hubris of Ozymandias’ proud boast ‘Look on my works, ye Mighty, and despair!’ The irony is, of course, that the Mighty will despair – not at the power of Ozymandias, but at the recognition that their power is ultimately transitory.» [British Library https://www.bl.uk/learning/timeline/item126940.html. En ese mismo enlace figura grabación en audio en inglés]

Verónica del Carpio Fiestas

Aristófanes y sus pretendidamente feministas comedias «Lisístrata» y «La asamblea de las mujeres»

De vez en cuando leo que las comedias «Lisístrata» o «La asamblea de las mujeres» del comediógrafo griego Aristófanes (446 a.C.-386 a.C.) son «feministas», o feministas avant la lettre, o protofeministas, y/o que tratan sobre el empoderamiento de las mujeres. El tema de «Lisístrata» es que las mujeres de Grecia, a iniciativa de Lisístrata, se declaran en huelga de indefinida de sexo (heterosexual y con sus maridos, claro) hasta que los hombres acaben de una vez la guerra entre Atenas y Esparta; en «La asamblea de las mujeres» la cosa va más allá, porque el tema es que las mujeres atenienses, disfrazadas de hombres, se adueñan del poder. Bueno.

Sobre la inexistencia de feminismo y/o empoderamiento en estas comedias de Aristófanes:

1) Las mujeres, salvo excepciones (tales como las hetairas o cortesanas, palabras light para mujer que cobra por sexo ) no podían ser, no ya actrices, que no podían -en la Grecia clásica papeles masculinos y femeninos eran interpretados por varones, si bien hay quien dice que podía haber excepciones- sino ni siquiera espectadoras; conforme al criterio de que su papel social era el de Penélope: quedarse en casa e hilar. O sea, el «feminista» Aristófanes escribía comedias para que fueran interpretadas y vistas solo por señores, no por mujeres a las que se vedaba la actuación y la posibilidad de participar qué se decía de ellas; y, en cualquier caso, los autores teatrales de la época actuaban como si el público estuviera exclusivamente formado por varones libres y adultos, asistiese o no una minoría de mujeres a las funciones (Vd. «Las mujeres, ¿espectadoras del teatro clásico griego?», de M. Brioso Sánchez, de la Universodad de Sevilla.

2) En palabras de la ilustre historiadora francesa Claude Mossé (1924-2022), en su ensayo «La mujer en la Grecia Clásica», capítulo «El teatro, espejo de la ciudad», análisis sobre «Lisístrata», «La asamblea de las mujeres» y «Las tesmoforias» (págs. 134-139):

«La obra aparentemente más revolucionaria de Aristófanes no puede incluirse en absoluto, como se ve, en el dossier de ningún movimiento feminista. Antes al contrario, el poeta cómico recupera todas la imágenes tradicionales de la mujer y la utiliza como vehículo de su crítica de la democracia contemporánea. Partidario de un sólido conservadurismo, busca en la función doméstica de las mujeres argumentos favorables para un retorno al pasado con el que sueña una parte de la intelectualidad ateniense al finalizar la guerra del Poloponeso, Y como lo que importa antes todo es hacer reír, encontrará en las mujeres -astutas, charlatanas, aficionadas al vino y al amor- la mejor excusa.»

[La transcripción es de las páginas 138-139; a continuación incluyo las páginas 134-139, del capítulo «El teatro, espejo de la ciudad»:]

Hacer reír al público; o sea, a quien estaba en el público, que resulta que eran los varones, solamente, o poco menos. Y a costa de las mujeres y poniendo de manifiesto sus «defectos» clásicos.

Comedias feministas y /o de empoderamiento, dicen. Ya.

Y lo dirán en serio.

Pues bueno.

Verónica del Carpio Fiestas

Sobre la venta de títulos nobiliarios en España (en la época de Carlos II y después)

Quien lea esto tendrá cumplida noticia del rey Carlos II de Gran Bretaña, pues los medios de comunicación han difundido información de forma exhaustiva. Este rey Carlos II no es el único rey Carlos II que ha habido en Europa, ni el que nos pilla más cerca a los españoles. Del rey Carlos II (1661-1700), el nuestro, mucho y muy jugoso se ha dicho, incluyendo sobre su apodo, «El Hechizado» y su vida sexual; que de los reyes, no solo los británicos tiene vidas sexuales de las que pueden alimentar morbos y titulares. De Carlos II, el nuestro, desgraciado fruto de repetidos enlaces consanguíneos y con —por decirlo de forma suave— salud y mente frágiles, suele decirse que personifica en su triste persona la triste decadencia de la España de la época, la misma España y la misma decadencia que reflejan dos cuadros: cualquier retrato de Carlos II

Carlos II, 1693, Óleo sobre lienzo. Luca Giordano. Museo del Prado

y el horripilante del Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid de 1680

Auto de Fe en la plaza Mayor de Madrid, 1683. Óleo sobre lienzo. Francisco Rizi. Museo del Prado

En esa España de Monarquía arruinada económica y moralmente, y en la que las ejecuciones de quienes pensaban distinto eran un espectáculo teatral perfectamente organizado, hasta los títulos nobiliarios, y lo que significaban en la época, se vendían a cambio de dinero; y hasta tal punto que los títulos nobiliarios se depreciaron y devaluaron y se dio el caso de que ya nadie los compraba. En otras épocas también han llovido, y hasta nevado, títulos nobiliarios a cambio de lo que fuera —favores, apoyo—, pero con Carlos II, según parece, llegaron a aprobarse hasta normas sobre la venta de títulos. Los títulos se sirvieron a la Monarquía hasta para cancelar deudas; e incluso se expidieron títulos en blanco para ceder a terceros y hubo un mercado secundario de títulos.

Veamos lo que al respecto dice el abstract/resumen del interesante trabajo de investigación «Recompensar servicios con honores: el crecimiento de la nobleza titulada en los reinados de Felipe IV y Carlos II», de María del Mar Felices de la Fuente, Universidad de Almería (Studia historica. Historia moderna, ISSN 0213-2079, Nº 35, 2013 [Ejemplar dedicado a: El negocio de la guerra: la movilización de recursos militares y la construcción de la monarquía española, XVII y XVIII), págs. 409-435]):

«En el transcurso del siglo XVII, la nobleza titulada dejó de ser un grupo selecto y restringido para ir abriéndose paulatinamente a nuevos miembros que, incluso sin contar con un origen noble, lograron alcanzar un título nobiliario a través de las múltiples vías que fueron estableciéndose para ello. A pesar de la escasez de trabajos monográficos relativos a la concesión de estos honores durante este siglo, todo apunta a que hasta el reinado de Felipe Iv recayeron fundamentalmente en primogénitos y segundones de las principales Casas nobiliarias. Sin embargo, desde entonces y sobre todo en tiempos de Carlos II, la política de creación de títulos nobiliarios varió de forma significativa no ya solo por el espectacular incremento que experimentaron, sino también porque en buena parte fueron otorgados a quienes acreditaban como principal mérito un desembolso económico. […]»

Lo que expone el texto del trabajo notiene desperdicio. Transcribo parcialmente y prescindiendo de las notas (texto completo aquí)

«[…] a partir de 1679, con motivo del casamiento real entre Carlos II y Mariana Luisa de Orleans, se produjo un notable giro en la política de concesión de títulos, iniciándose una verdadera inflación de honores –producto de la enajenación masiva de estas mercedes– que perduraría hasta finales del siglo
XVII. Ante la imposibilidad de la Real Hacienda de hacer frente a los fastos del enlace, afectada por un gran déficit fruto de los continuos gastos generados por la guerra, se acometió una enorme operación venal que incluyó la venta de al menos 35 títulos nobiliarios, algunos de los cuales fueron a parar a individuos de dudoso origen, cuyo único mérito esgrimido había sido el dinero. A tal efecto, la enajenaciónde estos honores se hizo a través de una Junta Particular de Medios creada
ex novo con el fin de recaudar dinero con que asistir al rey y pagar los gastos de la Corte. Esta operación tuvo su principal foco de clientes en Sevilla, donde fueron numerosos los individuos que, enriquecidos fundamentalmente con el comercio y otras actividades lucrativas, vieron en esta oportunidad una coyuntura idónea para acceder a la nobleza titulada a través de un simple desembolso pecuniario. […] el número de títulos nobiliarios enajenados en esta ciudad con motivo del casamiento real ascendió al menos a veintiuno, siendo los compradores tanto miembros de algunas de las principales familias sevillanas –es el caso de los Saavedra, nuevos marqueses de Moscoso, o de los Céspedes, marqueses de Carrión–, como individuos procedentes del mundo del comercio que se habían enriquecido con los negocios de la Carrera de Indias.
El enlace real no fue el único acontecimiento del reinado que requirió de medios de financiación extraordinarios, pues la monarquía también tuvo que hacer frente a otros muchos gastos. En los momentos de mayor necesidad económica la venta de este tipo de mercedes debió intensificarse, dando lugar así a períodos de venalidad más acusados.[…]
Más allá de que las ventas de títulos nobiliarios se incrementaran o disminuyeran en una coyuntura u otra, lo que está claro es que durante el reinado de Carlos II […], la enajenación de estos honores en los territorios de la Monarquía Hispánica fue descarada, llegando a adquirir proporciones sin precedentes que provocaron no solo la desvalorización social de estas mercedes, sino también su depreciación. El importe por el que llegaron a venderse los títulos nobiliarios fue tan bajo que incluso la propia Corona –máxima beneficiaria de aquella almoneda– se vio obligada a tomar medidas para frenar la fuerte caída que había experimentado la cotización de los títulos nobiliarios. Así, por Real Cédula de 30 de agosto de 1692 dispuso que todos aquellos títulos que desde el 1 de enero de 1680 se hubieran concedido por menos de 30.000 ducados se declarasen vitalicios, debiendo pagar sus poseedores la diferencia hasta la referida cantidad para que se considerasen perpetuos. Debido al gran malestar generado por aquella medida, la cantidad a entregar disminuyó hasta 22.000 ducados por un nuevo decreto dado en 16 de marzo de 1693. Estas disposiciones no debieron surtir mucho efecto, pues años más tarde, el 18 de abril de 1695, fue necesario emitir otra nueva orden recordando que quienes no aprontasen aquella cantidad en un mes se verían privados de la perpetuidad de sus títulos. Para llevar a cabo la medida impuesta por el rey fue preciso que la Cámara formara una serie de relaciones en las que debía indicar si había intervenido o no beneficio en la concesión de un título y si los titulares habían expedido los despachos de los mismos. Según Domínguez Ortiz, de aquellas relaciones resultó que al menos títulos nobiliarios –de todos los concedidos hasta 1692– habían sido adquiridos por dinero, cifra que con toda seguridad debió de ser bastante mayor. Del total de compradores hubo quien hizo perpetuo su título tras entregar los 22.000 ducados en que quedaron tasados estos honores, si bien, también existieron titulados que incapaces de aprontar la suma requerida, se resignaron a que sus títulos de condes o marqueses quedasen vitalicios y desaparecieran tras su muerte. […]
A lo largo del siglo XVII, junto a los méritos expuestos con anterioridad, los servicios pecuniarios o económicos también posibilitaron la obtención de un título nobiliario. Durante el reinado de Felipe IV, la venta de estos honores fue reducida, incluso es posible que fuera el primer monarca en vender títulos nobiliarios, pues no hay constancia de este tipo de enajenaciones en los reinados precedentes. Sin embargo, con Carlos II la venta de títulos nobiliarios aumentó de forma considerable, sobre todo en aquellas coyunturas en que las demandas económicas de la monarquía fueron mayores. La continua necesidad de liquidez por parte de la Corona y la gran demanda social de títulos nobiliarios, estimuló por tanto la diversificación de los sistemas de enajenación de estas mercedes, los cuales pervivieron, sin apenas cambios, a lo largo del siglo XVIII. De este modo, se adquirieron títulos mediante el desembolso directo de una cantidad monetaria determinada, o bien, a través de procedimientos de compra indirectos que implicaron igualmente la inversión o cesión de un monto de dinero a la Corona.
Buena parte de los títulos nobiliarios enajenados a lo largo del siglo XVII fueron vendidos a través de conventos, monasterios u otras instituciones religiosas a las que el monarca concedió títulos en blanco para que con el producto de su venta pudieran financiar la reparación o construcción de sus edificios o iglesias. Este sistema tuvo sus inicios, por lo que sabemos hasta ahora, hacia 1623, fecha en la que Felipe IV, por medio de un decreto, dio cuenta al conde de Monterrey de que había concedido al convento de Guadalupe un título de marqués en Italia para beneficiar y costear con su producto varias obras. No obstante, el mayor desarrollo de este sistema de enajenación tuvo lugar con Carlos II, período en el que se concedieron tantos títulos nobiliarios para beneficiar que las instituciones religiosas fueron incapaces de venderlos todos ante la gran oferta existente.[…]
Durante el siglo XVII, la adquisición de títulos nobiliarios mediante la cancelación de deudas mantenidas con la Real Hacienda también proporcionó a algunos individuos títulos nobiliarios, pues la Corona, incapaz de satisfacer sus pagos, vio en esta fórmula de compensación una manera eficaz de cancelar sus atrasos sin necesidad de tener que desembolsar cuantía alguna. Los particulares, por su parte, también se beneficiaban de este sistema de retribución, pues conscientes de la insolvencia económica de las arcas reales para hacer frente a sus pagos, vieron en este medio una forma eficaz de rentabilizar la pérdida de unos créditos que nunca cobrarían. El procedimiento consistía en conceder un título nobiliario a los acreedores, a cambio de que estos renunciaran a las cantidades que se les estaban debiendo. Era, por tanto, un sistema de resarcimiento que, a todas luces, suponía la compra directa del honor.[…]
A lo largo del siglo XVII, también se documentan ventas privadas de títulos nobiliarios entre particulares que, o bien acumularon más de un título y lograron la autorización regia para enajenar uno de ellos, o bien recibieron del rey un título en blanco para vender.[…]
Otro modo de hacerse con un título nobiliario fue a través de los virreyes de Indias, que fueron comisionados en algunas ocasiones para enajenar estos honores en América, territorios donde convergía una mayor disponibilidad de capital y una gran ambición social.[…]
Las numerosas ventas producidas a finales del siglo XVII beneficiaron a algunos pero también perjudicaron a otros, en este caso, a las Casas nobiliarias más antiguas y prestigiosas, quienes no tardaron en manifestar su descontento ante la llegada masiva de individuos que, carentes de más calidad o mérito que el dinero, lograban acceder sin ningún tipo de traba a lo que había sido un grupo distinguido e inaccesible. No obstante, los intereses de la Corona iban por otros derroteros, pues su objetivo, lejos de ser el de preservar la «pureza» sanguínea de este conjunto o el hermetismo en que había vivido hasta entonces, no fue otro que recaudar medios económicos con que financiar guerras y gastos cortesanos, así como integrar a estas nuevas «elites del dinero» en el sistema de la monarquía a través de su entrada en la nobleza titulada. De este modo, el monarca se atraía para sí el apoyo de grupos que no solo reforzarían a este estrato nobiliario, sino que también le serían muy útiles merced a su poder económico.

La dinámica implantada durante el reinado de Carlos II en cuanto a la creación de títulos nobiliarios, así como las distintas sendas de acceso –venales y no venales– a los mismos, si bien supusieron una evidente ruptura con los reinados precedentes, se mantendrían prácticamente inmutables a lo largo de la siguiente centuria.»

Me quedo con las ganas de saber qué pasó en la siguiente centuria.

Ah, y leyendo eso de que «el monarca se atraía para sí el apoyo de grupos que le serían muy útiles merced a su poder económico», también me quedo pensando en cómo, varios siglos después en ESpaña un pariente colateral de Carlos II, D. Juan Carlos I de Borbón, en el año 2007 concedió el Toisón de Oro al Rey Abdulá de Arabia Saudí, «la mayor distinción que Don Juan Carlos puede conceder a título personal y la de mayor prestigio en todo el mundo» [ABC, 16-6-2007], Real Decreto 786/2007, de 15 de junio, por el que se concede el Collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro a Su Majestad Abdullah Bin Abdulaziz Al-Saud, Custodio de las Dos Sagradas Mezquitas y Rey de Arabia Saudí (sic) [BOE 16-junio-2007]

Esta distinción no es un título nobiliario, claro, pero sí algo de tanta relevancia en los sectores en los que se da relevancia a estas cosas que no por casualidad el propio diario monárquico ABC califica como «la mayor distinción que Don Juan Carlos puede conceder a título personal y la de mayor prestigio en todo el mundo». Y fue otorgada por D. Juan Carlos al rey de un país con una monarquía absoluta y teocrática en el que los derechos humanos brillan por su ausencia, en curiosa coincidencia con los famosos pagos de cuantosísimas cantidades, por comisiones o por «regalo o lo que sea que al final se consiga averiguar a qué responden exactamente esos nebulosos pagos, si es que alguna vez se consigue averiguar, claro [El Confidencial, 5-3-2020, RTVE 12-5-2022].

Y nada que ver con la venalidad de venta de favores y pagos en dinero del siglo XVII, seguramente.

Verónica del Carpio Fiestas

Una muchacha muere desangrada por un aborto provocado con una aguja en unos tiempos de silencios

«En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma hexagonal o hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus dimensiones. No gozaba la paciente casiparturienta de niquelada mesa o de acero inoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de mueIle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La lámpara escialitica sin sombra se sustituta ventajosamente con, dos candiles de acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente. Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia, que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y es en este punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy, por obra y gracia de la reflexología, la educación previa, los ejercicios gimnásticos relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Éstos podían ser clasificados, según diversos criterios, en «familiares y no familiares», «peritos en abortos provocados e imperitos en el mismo arte», «vecinos provenientes de la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida»,«gentes aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida», «mujeres que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de llegar a ver los pechos de la paciente» y, finalmente, para concluir esta ordenación dicotómica, «sabedores de que el padre de Florita estaba en trance de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente verdad».

La muchacha, en lugar de en la posición arriba indicada más favorable para provocar la expulsión del contenido uterino, yacía de lado en el jergón y con el cuerpo engatillado. Sus gritos dotados de sentido habían ido haciéndose más débiles conforme aumentaba la pérdida de líquidos vitales a lo largo de las horas transcurridas desde que la operación iniciada por el mago de la aguja tuvo su insatisfactorio comienzo. Este mago debía de haber equivocado la trayectoria del instrumento punzante, o tal vez la punta del mismo, a causa de su excesivo uso, había perdido la eficacia tantas veces demostrada. Era también posible que su excesiva juventud diera, tanto a los tejidos propios como a sus productos, una consistencia o una elasticidad diferentes de las acostumbradas. O bien que la contracción de la matriz, otras veces suficiente para el desembarace de las atribuladas hembras, esta vez sólo sirviera para dilatar las venas perdedoras de sangre y para hacerla sentir los rítmicos dolores que sus espaciados gritos indicaban. El hecho es que el mago cariacontecido y hasta quizá algo avergonzado, había renunciado a toda actividad terapéutica y afirmaba simplemente que la naturaleza debía seguir su curso, como cualquier médico famoso del siglo XVII. Los, espíritus vitales a los que esta apelación se dirigía habían sin duda hecho un caso excesivo de la misma y habían tomado un curso tan violento como inundatorio. Previamente a este refugio en la fórmula oral y el exorcismo, el mago había querido completar la acción destructora de la aguja con los medios al uso más recomendados. Hizo sentar encima del vientre de su hija a la redonda consorte, considerando que así se satisfacían al mismo tiempo las exigencias de una intensa gravitación y las del pudor debido; comprimió con una cuerda el fino talle de la muchacha a partir de la altura del ombligo rodeándola más fuertemente conforme las vueltas del cordel iban descendiendo hacia las más opulentas caderas; masajeó con ambas manos, una vez retirada la cuerda que había levantado la piel en la punta de los huesos coxales, la zona interesada haciendo rápidos movimientos de descenso enérgicamente mantenidos hasta conseguir la expulsión de toda materia fecal y de toda orina retenida; administró bebidas sumamente cálidas de composición secreta que escaldaron (ligeramente, es cierto) la bóveda del paladar de la no-madre-no-doncella; colocó agua fría sobre el vientre y agua hirviendo con un poco de mostaza en la parte baja de los muslos; y sudoroso, aunque no vencido, anunció que iba a sacarlo con la mano lo que se demostró completamente imposible y a lo que se produjo tanto la partida de Muecas hacia el salvador lejano, cuanto la irritación de la consorte -hasta entonces nunca vista- que lo redujo a la inacción no-dañina y al conjuro de los espíritus vitales.

La consorte, por el contrario, tuvo a bien autorizar la colocación entre las piernas de una ramita verde de hinojo que atrae al nene por el olor. Pero pronto la verde ramita perdió su color o bien fue arrastrada, o tal vez el olor no es percibido en tan temprana edad. También fue tolerado el rezo del rosario y cierta oración a santa Apolonia que conocía íntegra una anciana que -según decía, pero nada de ello era cierto- había sido de joven sacristana y que ella -a causa de su mucha edad- ya no recordaba que, en lo que estaba acreditada, era en el alivio del dolor de muelas. Fuera de estos restos de medicina primitiva característica de los estadios animistas, el resto de la actividad terapéutica indicaba más bienuna weltanschauung activista-empírica, propia de los pueblos cazadores y ganaderos y, en cuanto tal, muy adecuada al ambiente pedigrístico de la chabola. Sólo a una fatalidad poco frecuente puede atribuírsele el fracaso pero ¿no hay acaso muertes también y a veces muy dolorosas y muy insospechadas en los más modernos hospitales que ostentan con orgullo las industriosas ciudades norteamericanas? Sí, allí también, bajo el duraluminio y el cobalto, siguen muriendo jovencitas a las que se ha asegurado previamente (y a sus amorosas madres) que es cuestión de un momento.»

Esta es la descripción de un aborto provocado en una muchacha por un abortero en una chabola del extrarradio de Madrid en año 1949; el sistema es uno clásico en abortos ilegales, el de la aguja. El abortero es el propio padre de la joven embarazada, a quien violaba habitualmente, como a la otra hija adolescente, en el brutal ambiente de un poblado chabolista de una posguerra de miseria física y moral. La chica muere desangrada, pese a que el abortero está acostumbrado a ejercer de tal.

Se trata de un fragmento de «Tiempo de silencio», novela de Luis Martín-Santos (España, 1924-1964), publicada en 1962; una novela que figura en el canon y que se estudiaba de forma obligatoria en el bachillerato de hace unas décadas. El dato de que una obra figure en el canon y que se estudie, o se estudiara, en el bachillerato no significa que haya que rechazar su lectura por llevar la contraria; puede significar, y en este caso significa, que es una obra de primerísimo nivel y que quien no la lea de verdad se está perdiendo algo que no debería perderse. No hay ninguna duda de que la técnica es extraordinaria, así como el dominio del idioma y de que se trata de una obra absolutamente deslumbrante.

La técnica narrativa es este texto concreto es el sarcástico y distanciador uso de la jerga médica y antropológica; en otros fragmentos se emplea lenguaje de burdel, monólogo interior, descripción realista… Suele hacerse hincapié en la renovación estilística como lo más valioso de una novela que es en sí misma realista.

Pero personalmente tengo pocas dudas de que hay algo absolutamente novedoso en esta novela, que, sin embargo, no parece que se resalte tanto como lo que es, algo absolutamente novedoso: que contiene la primera descripción detallada de un aborto provocado en la literatura española. Porque en la literatura española ha habido menciones y referencias explícitas o veladas a abortos provocados, antes y después de «Tiempo de silencio», por supuesto; pero una descripción detallada anterior no conozco ninguna.

Y por qué se silencia esto, la relevancia de esta descripción del horror de un aborto provocado ante la inexistencia de posibilidad de aborto legal, del horror de la muerte en esas circunstancias, me lo pregunto. Tiempo de silencio, tiempos de silencios.

Verónica del Carpio Fiestas

De tiempo y personajes en series literarias

¿Qué edad tienen y mantienen los personajes de esas series literarias que se publican a lo largo de décadas o que abarcan largo tiempo? Hay varias posibilidoades.

Una posibilidad es que el personaje envejezca a la vez que transcurre el tiempo. Es el caso de los personajes de los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós. Si un personaje es descrito como de 20 años en una novela ambientada en 1820, será descrito como de 40 años en una novela ambientada en 1840. Es decir, lo mismo que nos sucede a los humanos.

Pero la literatura permite licencias que no nos permite la vida. Veamos.

Una posibilidad es que el personaje nunca envejezca. Dos casos muy claros:

  • «Tintín», de Hergé. El personaje Tintin es siempre un chico joven y siempre tiene la misma edad, sea en el primer álbum ambientado en la Rusia del final de los años 20 («Tintín y los soviets»), sea con el trasfondo prebélico de la Segunda Guerra Mundial («El cetro de Ottokar»), sea en la Guerra Fría («El asunto Tornasol»), sea en los inicios de la televisión y del acoso de los paparazzi («Las joyas de la Castafiore») y hasta el último álbum publicado, «Tintín y los pícaros», años 60-70. Otro tanto sucede con los demás personajes, tanto los principales (el capitán Haddock, el profesor Tornasol, el perro Milú) como los secundarios habituales (Bianca Castafiore, Hernández y Fernández). Y con secundarios recurrentes: el malo Jorgen Boris tiene el mismo aspecto en los años 30 («El cetro de Ottokar») que 20 años después («Aterrizaje en la luna») y el bueno Tchang es un joven en los años 30, invasión japonesa de China («El loto azul») y lo sigue siendo a finales de los años 50, con ecos de la primera ascensión del Himalaya («Tintín en el Tíbet»); y, naturalmente, el malísimo Rastapopoulos es idéntico a sí mismo en el cambiante mundo que va de «Los cigarros del Faraón» y «El loto azul» de los años 30, a «Stock de coque» en los años 50 y «Vuelo 714 para Sídney», en los últimos 60.
  • «Guillermo Brown», de Richmal Crompton (Inglaterra, 1890-1969). Quien no haya leído a «Guillermo», ya sabe que estoy hablando de una serie maravillosa de libros; encomiar «Tintín» es superfluo, porque está en el canon de lo que no solo es de la llamada «Literatura infantil» o de la «Literatura juvenil», pero en cuanto «Guillermo» el encomio es indispensable, al menos en España; no porque nadie que lo haya leído pueda razonablemente tener una opinión distinta sino porque los editores no han tenido a bien darle la difusión de merece en las últimas décadas y habrá quien ni siquiera sepa que existe y habrá, peor aún, quien crea que son solo libros infantiles en el peor sentido de la palabra. Y dicho esto, volvamos a la cuestión del tiempo. Guillermo tiene once años desde las novelas ambientadas en los años 30 hasta en las que aparecen personajes inspirados en los Beatles; y tiene también once años en la Segunda Guerra Mundial de los espías y en la época de los viajes a la luna. Y los secundarios tampoco envejecen: sus muy convencionales padre y madre siempre son adultos de edad imprecisa y su hermano Roberto y su hermana Ethel siempre tienen esa edad de los amoríos y las estupideces juveniles, aunque en ambos, curiosamente, la edad sí varía un poco, porque el primero unas veces tiene 17 años y otras 21 y la segunda otro tanto. Hay muchas Navidades y muchos veranos y muchas vacaciones de Pascua y muchas fiestas señaladas en los 38 libros de «Just William», y Guillermo y sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas siempre tienen 11 años; y su enemigo Hubertito Lane y el matrimonio Bott y la niña Violeta Bott tienen siempre la misma edad.

Y la última posibilidad es la de los personajes de García Pavón: que haya dos tiempo que transcurren a distinta velocidad, el de los personajes y de las obras.

El ya casi olvidado escritor español Francisco García Pavón (Tomelloso 1919-Madrid 1989) suele recordarse, en el mejor de los casos, como el autor de la seria de novelas «Plinio» y esas novelas y el personaje suelen recordarse como blandos y carentes de interés literario, como no sea, en todo caso, como descriptivo de un Tomelloso pueblerino y ya extinto, lo cual es un pena, porque hay muchísimo más y ciertamente a veces los temas son durísimos. García Pavón es un escritor extraordinario mucho más que puramente costumbrista, porque es un retrato sociológico fiel de una época no tan lejana y que deberíamos recordar que no es tan lejana, y su manejo del lenguaje es deslumbrante; y no solo porque su prosa en efecto recoja con amor filial las palabras de su tierra, La Mancha, y describa esta de forma inigualable y también sea excepcional su descripción del Madrid tardofranquista, cuando la acción transcurre en todo o en parte en Madrid, como en «Las hermanas coloradas» y «El reinado de Witiza», un Madrid también ya extinto, afortunadamente. Pero, además, su obra contiene una galería de situaciones y personajes excepcionales, incluyendo el planteamiento de inequívoco aroma cervantino y, a la vez, de deliberado estilo de obra policial clásica, de dos protagonistas, el principal y el de apoyo que sirve como eco, Manuel González, conocido como «Plinio» como apodo familiar en una zona en la que todos tiene un apodo familar, como Sherlock Holmes y D. Quijote, y el veterinario D. Lotario, como Watson y Sancho Panza; y, naturalmente, además, el argumento tiene el encanto de la investigación clásica.

Y su sistema es que los personajes no envejezcan en función de la fecha en que están ambientadas las novelas, aunque las tramas, las descripciones, las acciones, vayan variando con los años. Plinio, el jefe de la Policía Municipal de Tomelloso fue antes guardia urbano, allá por el año 1919 (según se dice en el cuento «El carnaval»), y seguía en activo, ya como jefe, a finales de los años 60 y prrmeros de los 70, sintiéndose cada vez más viejo, pero ciertamente no tan viejo como tendría que ser. Otro tanto sucede con D. Lotario, con la mujer de Plinio y con la hija y con el guardia municipal Maleza. La hija, por ejemplo, sigue estando soltera a finales de los años 60 y a primeros de los 70, cuando por fin se casa, pero no como la cincuentona que tendría que ser, sino como, quizá treintañera, es decir, lo que se consideraba una solterona en la época.

El tiempo tiene dos velocidades y en García Pavón los personajes envejecen, pero a menor velocidad que el tiempo.

Podría aquí quizá hacer una interesante comparativa con lo de Einstein y la Teoría de la Relatividad y con aquello de la dilatación del tiempo en viajes espaciales, si supiera de qué estoy hablando, pero, la verdad, pero no he conseguido comprenderlo nunca, y eso de hablar de oídas no es mi estilo. Cedo la idea a quien sepa de Física. De nada.

Verónica del Carpio Fiestas

Por qué España, según Albert Camus

Pocos escritores hay tan indiscutibles en su independencia personal y su lucha contra todo tipo de totalitarismos, de derechas, de izquierdas o mediopensionistas, como Albert Camus. Por tanto, lo que escribe sobre la guerra civil española y sobre la España de Franco tiene más interés y más valor que lo que puedan decir quienes solo dan importancia a aquello que les interesa. A continuación se transcribe un artículo de Albert Camus publicado en el periódico francés «Combat», «organo del movimiento de liberación francés» (originalmente periódico de la Resistencia francesa en la II Guerra Mundial), con fecha 25 de noviembre de 1948. Se trata de la respuesta a una crítica a su obra de teatro «Estado de sitio», sobre la tiranía totalitaria, que ambientó en España (españoles, Cádiz, Guadalquivir, guardias civiles, personaje llamados Diego y Victoria, etc.). El texto original de la obra de teatro «L´État de siège» puede leerse en este enlace; el artículo en «Combal», en francés, está accesible en este enlace a la Biblioteca Nacional Francesa. El texto, no muy largo, consta de una primera parte de justificación de por qué contesta a una crítica del filósofo Gabriel Marcel a su obra de teatro —deja claro que no es a la crítica en sí misma a lo que contesta, porque la crítica es legítima, sino que a lo que responde es a la crítica de que una obra sobre la tiranía totalitaria se situase en España— y de un durísimo análisis del papel de Francia en relación con el totalitarismo franquista, descrito este totalitarismo con toda su crudeza, y la complicidad ante la represión de la posguerra, y no solo de la Francia de Vichy colaboracionista con Hitler; la Francia de la vergonzosa entrega a Franco de republicanos españoles, como Companys, y de los campos de concentración para los refugiados, como Antonio Machado.

La versión en español que transcribo figura en el libro «Ensayos» de Albert Camus, en la colección Biblioteca Premios Nobel de Aguilar, 4ª ed., 1981, páginas 340-345. traducción de Julio Lago Alonso; por error se menciona que el artículo original se publicó en diciembre de 1948. En internet figuran diversas traducciones (enlaces aquí y aquí).

«¿Por qué España? Contestación a Gabriel Marcel.

No contestaré aquí más que a dos pasajes del artículo que usted ha dedicado a El estado de sitio en las Nouvelles Littéraires. Pero en ningún caso quiero responder a las críticas que usted u otros han podido hacer a esta obra como pieza de teatro. Cuando uno se decide a presentar una obra de teatro, a publicar un libro, se pone en el caso de ser criticado y se acepta la censura de su tiempo, Por más que haya algo que decir, necesita callarse.

Sin embargo, usted ha rebasado sus privilegios de crítico al asombrarse de que una obra sobre la tiranía totalitaria fuese situada en España, mientras que a usted le hubiese parecido mejor situada en los países del este de Europa. Y me da usted definitivamente la palabra al decir que constituye una falta de valor y de honradez. Verdad es que es usted lo suficientemente buena persona para pensar que yo no soy el responsable de esta elección […]. Lo malo es que la obra transcurre en España porque he sido yo quien ha elegido y he elegido solo después de reflexionar, y allí he decidido que se desarrolle, Así, pues, soy yo quien tiene que encajar sus acusaciones de oportunismo y de falta de honradez. En estas condiciones, no le asombrará que me sienta forzado a contestarle.

Por otra parte, es probable que ni siquiera me defendiera contra estas acusaciones (¿y ante quién puede hoy justificarse uno?) si no hubiese tocado usted un tema tan grave como el de España. Pues verdaderamente no tengo necesidad alguna de decir que no he buscado el halago de nadie al escribir El estado de sitio. Yo he querido atacar de frente un tipo de sociedad política que se ha organizado, o que se organiza, a derecha y a izquierda, según el modo totalitario. Ningún espectador de buen fe puede dudar que esta obra toma partido por el individuo, por la carne en lo que de noble tiene, por el amor terrestre en fin, contra las abstracciones y los terrores del Estado totalitario, sea ruso, alemán o español. Graves doctores reflexionan todos los días sobre la decadencia de nuestra sociedad, buscando sus profundas razones. Sin duda que estas razones existen. Pero para los más sencillos de entre nosotros, el mal de la época se define por sus efectos, no por sus causas. Se llama el Estado policíaco o burocrático. Su proliferación en todos los países bajo los más diversos pretextos ideológicos, la insultante seguridad que le dan los medios mecánicos y psicológicos de la represión, forman un peligro mortal para lo que hay de mejor en cada uno de nosotros. Desde este punto de vista, la sociedad política contemporánea, cualquiera que sea su contenido, es despreciable. Nada distinto a esto he dicho, y por eso es por lo que El estado de sitio es un acto de ruptura que no quiere callar nada.

Dicho claramente lo anterior, ¿por qué España? Yo le confieso que, si fuese usted, me daría vergüenza hacer la pregunta. ¿Por qué Guernica, Gabriel Marcel? ¿Por qué esta cita en que, por primera vez ante la faz de un mundo todavía dormido en su confort y en su miserable moral, Hitler, Mussolini y Franco han demostrado a los niños lo que era la técnica totalitaria? Sí, ¿por qué esta cita que también nos concierne? Por primera vez los hombres de mi edad se encontraban con la injusticia triunfante en la historia. La sangre inocente corría entonces en medio de un charlataneo farisaico, el que precisamente dura todavía. ¿Por qué España? Pues porque todavía quedamos algunos que no nos lavaremos las manos ante la sangre. Cualesquiera que sean las razones de un anticomunismo, y yo las conozco buenas, no se hará aceptar por nosotros si se abandona a sí mismo hasta llegar a olvidar esta inusticia, que se perpetúa con la complicidad de nuestros gobernantes. Yo he dicho tan alto como me ha sido posible todo lo que pensaba de los campos rusos de concentración. Pero eso no me hará olvidar Dachau, Buchenwald y la agonía sin nombre de millones de seres, ni la horrible represión que ha diezmado la República española. Sí; a pesar de la conmiseración se nuestros políticos, es todo eso lo que hay que denunciar conjuntamente. Y no excusaré esta asquerosa peste al oeste de Europa porque esté ejercitando sus devastaciones también en el Este, en extensiones mayores. Escribe usted que para los que están bien informados no es de España de donde les vienen en este momento las noticias propias para desesperar a los que tienen el gusto de la dignidad humana. Está usted mal informado, Gabriel Marcel. Ayer mismo cinco políticos de la oposición han sido condenados allá a muerte. Pero usted, cultivando el olvido, se prepara para estar mal informado. Usted ha olvidado que las primeras armas de la guerra totalitaria han sido empapadas con sangre española. Ha olvidado usted que en 1936 un general rebelde ha levantado en nombre de Cristo un ejército de moros, para lanzarlo contra el Gobierno legal de la República española; que ha hecho triunfar una causa injusta después de matanzas que no tienen explicación posible, y que entonces ha empezado una represión atroz que ya dura diez años y que no ha terminado todavía. Si, verdaderamente, ¿por qué España? Porque usted, con otros muchos, ha perdido la memoria.

Y también porque con un pequeño número de franceses me sucede que no estoy contento todavía ni orgulloso de mi país. Que yo sepa, Francia no ha entregado a los oposicionistas soviéticos al Gobierno ruso. Aquí viven en libertad. Claro que sin duda también llegará eso; nuestras minorías están dispuestas a todo. Pero, por el contrario, para con España hemos hecho bien las cosas. En virtud de la cláusula más deshonrosa del armisticio, hemos entregado a Franco, por orden de Hitler, a republicanos españoles, y, entre ellos, al gran Luis Companys. Y Companys ha sido fusilado , en mediod e este horroroso tráfico. Era Vichy, por supuesto, no éramos nosotros. Nosotros únicamente habíamos metido en un campo de concentración al poeta Antonio Machado en 1938, de donde no salió más que para morir. Pero ese día en que el Estado francés se hacía el reclutador de los verdugos totalitarios, ¿quién levantó la voz? Nadie. Es, sin duda, Gabriel Marcel, que los que hubieran podido protestar encontraban, como usted, que todo eso era poca cosa junto a lo que se detestaba más el el régimen ruso. Aquí no ha pasado nada: ¡total un fusilado de más o de menos…! Pero un rostro de fusilado es una llaga muy fea, y acaba por introducirse allí la gangrena. Ha ganado la gangrena.

¿Dónde están, pues, los asesinos de Companys? ¿En Moscú o en nuestro país? Hay que contestar: en nuestro país. Es preciso decir que nosotros hemos fusilado a Companys, que nosotros somos responsables de lo que ha venido después. Hay que declarar que nos hemos denigrado por haberlo hecho y que nuestra única manera de reparar consiste en mantener el recuerdo de una España que ha sido libre y que nosotros hemos traicionado, como hemos podido, en nuestro pueblo y a nuestra manera, que eran pequeños.

Y es cierto que no hay una potencia que no la haya traicionado, salvo Alemania e Italia, que fusilaban a los españoles de cara. Pero esto no puede ser un consuelo, y la España libre continúa, con su silencio, pidiéndonos reparación. Yo he hecho lo que he podido, en cuanto respecta a mi débil parte, y es eso lo que le escandaliza a usted. La cobardía y el juego sucio hubiesen sido aquí el pactar. Pero me callaré con esto y no diré todos mis sentimientos, por consideración a usted. Todo lo más podría añadir que ningún hombre sensible se debería haber asombrado de que, teniendo que hacer hablar al pueblo de la carne y la nobleza para oponerlo a la vergüenza y a las sombras de la dictadura, haya escogido al pueblo español. A pesar de todo, yo no podía escoger el público internacional del Reader´s Digest o los lectores de Samedi-Soir y France Dimanche.

Pero quizá tiene usted prisa para que yo me explique sobre el papel que he dado a la Iglesia. En este punto seré breve. Usted encuentra odioso este papel, mientras que en mi novela no lo era. Pero en mi novela tenía que rendir justicia a aquellos de entre mis amigos cristianos que he encontrado durante la ocupación en un combate que era justo. Por el contrario, en mi obra de teatro yo tenía que decidir cuál ha sido el papel de la Iglesia de España. Y si lo he hecho odioso, es que, ante la faz del mundo, el papel de la Iglesia de España ha sido odioso. Por muy dura que sea esta verdad para usted, se consolará usted pensando que la escena que le molesta no dura más que un minuto, mientras que la que sigue ofendiendo a la conciencia europea dura desde hace diez años. Y la Iglesia entera se hubiese mezclado en este increíble escándalo de obispos españoles que bendecían los fusiles de la ejecución sumarísima si desde los primeros días dos grandes católicos, uno de ellos Bernanos, hoy ya muerto, y el otro José Bergamín, desterrado voluntario de su país, no hubiesen levantado la voz. Bernanos no hubiese escrito lo que usted ha leído sobre esto. Él sabía que la frase que concluye mi escena: “Cristianos españoles, estáis abandonados”, no insulta a vuestra fe. Sabía que si hubiese dicho otra cosa, o si me hubiese callado, a quien hubiera insultado yo habría sido a la verdad.

Si tuviese que rehacer El estado de sitio, lo volvería a situar en España: he ahí mi conclusión. Y a través de España, mañana como hoy, quedaría claro para todo el mundo que la condenación que se hace en la obra apunta a todas las sociedades totalitarias. Pero, por lo menos, eso no hubiese ocurrido sino al precio de una vergonzosa complicidad. Es así y no de otra forma, nunca de otra forma, como podremos conservar el derecho a protestar contra el terror. He ahí por qué yo no puedo estar de acuerdo con usted cuando dice que nuestro acuerdo es absoluto en cuanto al orden político. Porque usted acepta callarse sobre un terror para combatir otro mejor. Todavía quedamos algunos que no nos queremos callar sobre nada. Es nuestra sociedad política entera la que nos hace levantar el corazón. Y así no habrá salvación más que cuando todos los que valen todavía algo la hayan repudiado por completo, para buscar, en otro sitio que no sean las contradicciones insolubles, el camino de la renovación. De aquí a que eso llegue, hay que luchar. Pero sabiendo que la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios. Se edifica sobre las culpas de los liberales. Las palabras de Talleyrand son despreciables: una culpa no es peor que un crimen. Pero la culpa acaba por justificar el crimen y darle su coartada. Entonces desespera a las víctimas, y así es como es culpable. Eso es precisamente lo que yo no puedo perdonar a la sociedad contemporánea: que sea una máquina de desesperar hombres.

Encontrará usted sin duda que empleo demasiada pasión para un pretexto tan pequeño. Entonces déjeme que por una vez hable en mi nombre. El mundo en que vivo me repugna, pero me siento solidario de los hombres que sufren en él. Hay ambiciones que no son las mías, y yo no me sentiría a gusto si tuviese que caminar apoyándome en los pobres privilegios que se reservan para los que se las arreglan con este mundo. Pero me parece que hay otra ambición que debería ser la de todos los escritores: dar testimonio y gritar, cada vez que sea posible y en la medida de nuestro talento, por los que están sujetos a servidumbres como nosotros. Es esa ambición la que usted ha puesto en entredicho en su artículo, y yo no dejaré de negarle el derecho para ello en tanto que el asesinato de un hombre no parezca indignarle a usted más que en la medida en que este hombre comparta sus ideas.»

Por la selección,

Verónica del Carpio Fiestas

¿Qué sucede si en vez de envejecer rejuvenecemos? Lo que va de Hawthorne a Howard Hawks

No se me ocurren dos formas más opuestas de responder a la pregunta de qué sucede si en vez de envejecer rejuvenecemos que la del escritor Nathaniel Hawthorne y la del cineasta Howard Hawks, y eso que ambos eran estadounidenses. Nathaniel Hawthorne (Estados Unidos, 1804-1864), nació y vivió en Salem, ciudad que era una anomalía en un país tan nuevo como Estados Unidos; como describe magistralmente Borges en su análisis de la obra de Hawthorne , Salem era una ciudad ya vieja y en decadencia, una aldea puritana -en el sentido histórico del término «puritano»-, la ciudad de la quema de brujas, y esa ciudad de un dios terrible, el del Antiguo Testamento, impregna la obra de este escritor estadounidense, y no solo su conocida novela «La letra escarlata». Howard Hawks (1896-1977), director, guionista y productor de cine tuvo, además de muchísimo más dinero que Hawthorne, algo de lo que Hawthorne careció: capacidad de transmitir alegría de vivir. Veamos lo que va del siniestro Salem al mejor Hollywood.

En el cuento «Dr. Heidegger′s Experiment» (El experimento del doctor Heidegger) Hawthorne plantea una situación: que, tomando un líqudo especial, personas viejas puedan convertirse temporalmente en personas jóvenes; y, claro, como es de esperar en Hawthorne lo que se describe es malsano, grotesco, ridículo, de poso amargo, incluso cuando los personajes bailan. En la «Monkey Business», película dirigida en 1952 por Hawks y que en España se suele conocer como «Me siento rejuvenecer», el tema es exactamente el mismo y también es todo ridículo, pero no malsano ni de poso amargo y da gusto ver bailar a los protagonistas; es de la mejores comedias clásicas americanas y divertidísima. Claro que ahí es nada contar en una comedia tipo «screwball comedy» con los ma-ra-vi-llo-sí-si-mos Cary Grant y Ginger Rogers de protagonistas y con secundarios de superlujo (Charles Coburn y nada menos que Marilyn Monroe, interpretendo en uno de sus primeros unipapeles de rubia tonta y sexy de tacones altos, falda estrecha y cerebro pequeño).

Por si alguien quiere comprobarlo, aquí va un enlace a Dr. Heidegger′s Experiment, en versión bilingüe inglés-español. Me temo que no he encontrado un enlace a la película «Monkey Business» completa, pero aquí está el trailer:

Una pena, por cierto, que se dé más importancia en el trailer a Marilyn Monroe que a Ginger Rogers. Ginger Rogers era una maravillosa bailarina y una actriz magnífica y una gran estrella entonces, y le da cien vueltas aquí a Marilyn Monroe. Eso sí, ambas se ríen de sí mismas.

Ah, en «Monkey Business» efectivamente sale un mono; en el cuento de Hawthorne no.

En lo que sí coinciden «El experimento del doctor Heidegger» y «Monkey Business» es que quienes se vuelven jóvenes se vuelven también idiotas; tan idiotas como cuando eran jóvenes…

Ojo: no hay que confundir la película de «Monkey Business» de Howard Hawks con la del mismo título de los Hermanos Marx; la de los Hermanos Marx se conoce en España como «Pistoleros de agua dulce» y también merece la pena verla y también es una comedia y un caos.

Verónica del Carpio Fiestas

¿Son arte las figuras de cera? El límite del Arte según Baroja et altri.

Marcel Duchamp, artista frances (1867-1968) cambió para siempre el concepto de Arte y fundó el Arte Moderno con su famoso readymade, un urinario expuesto en un exposición como objeto artístico con el título de «Fuente» . Fue en año 1917. Hace ya más de 100 años.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Duchamp_Fountaine.jpg

Más o menos en esa misma época, el escritor español Pío Baroja (1872-1956) planteó, en una de sus novelas históricas de la serie «Memorias de un hombre de acción», un curioso análisis sobre los límites del Arte con ocasión de unas figuras de cera vestidas con ropajes pseudohistóricos que se exhibían en una barraca de feria, en la época y lugar en que está ambientada la novela (Pamplona, 1838, guerra carlista). ¿Son arte las figuras de cera? ¿Influye el tamaño de la estatua de cera para que sea o no Arte? ¿Por qué es Arte una pintura que refleja una escena histórica o un retrato al óleo muy realista pero no lo son ni un grupo de estatuas de cera de figura humana con ropas de época ni un tampoco lo es una imagen en cera de tamaño natural de un rey muerto, pese al rostro perfectamente imitado porque es una máscara mortuoria y con la misma ropa que usaba el rey muerto?

«Una tarde, poco después de la inauguración de la barraca de Chipiteguy, instalada cerca de la puerta de España, charlaban dos jóvenes elegantes con don Eugenio de Aviraneta, mientras contemplaban las figuras de cera.

Uno de los jóvenes era un pintor, que vestía como un dandy, frac azul, pantalón con trabillas y grandes melenas; el otro era Ochoa, el escritor.

—Oiga usted, don Eugenio —le dijo Ochoa a Aviraneta—, ¿qué cantidad de verdad hay en estos retratos?

Aviraneta se sonrió; era amigo de Chipiteguy.

—No están mal—dijo.

—Es curioso —exclamó el pintor—; las figuras de cera son más pintorescas y más típicas cuanto más estropeadas y viejas están.

—¡Ah, claro! No es obra artística —indicó Aviraneta.

—Indudablemente —dijo el pintor con petulancia—, las figuras de cera son algo atrayente, sobre todo para los chicos y la gente del pueblo. Es un espectáculo de gran curiosidad, emocionante…

—Pero al mismo tiempo de extraña repulsión —indicó Aviraneta.

—Es cierto —añadió Ochoa—. Esta curiosidad y este atractivo son malsanos. Tiene todo esto la sugestión de la cosa prohibida y pornográfica; algo de la inquietud que produce la máscara, y al mismo tiempo, ese fondo malo, encanallado, histérico, que se revela en la curiosidad por los muertos, por las salas de disección, los gabinetes anatómicos y las operaciones.

Alvarito se puso a escuchar la conversación de los tres señores, porque le interesaba.

—¿A ustedes les produce repugnancia? —preguntó el pintor—. A mí me inspira más bien risa.

—A mí, una barraca de figuras de cera, me parece un depósito de cadáveres de broma —murmuró Aviraneta.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo Ochoa—; a mí me parece lo mismo, y creo que la causa principal de esto es que todo en esas figuras sabe a muerto.

—Pues a mí, principalmente, todo ello me produce risa —insistió el pintor—; aquel general con su tricornio y su sable es de lo más grotesco que se puede imaginar.

—Los generales de verdad son más grotescos —afirmó Aviraneta.

—Yo creo que en una exhibición así el recuerdo de la muerte es lo que se impone —siguió diciendo Ochoa—. El color de la cera es color de muerto, y, unido a la repugnancia que producen los ojos de cristal, los pelos postizos y los trajes acusan más esta impresión.

—Mire usted qué monja —señaló el artista—. Es siniestra. ¿Eh?

—Parece un fantasma —dijo Aviraneta.

—Sí, es horrible. ¿Cómo puede encontrar eso nadie bello? —preguntó el pintor.

—Hay gente para quien lo horrible es lo bello—replicó Ochoa.

—¡Bah!—exclamó el pintor.

—¿No lo era también para Shakespeare?

—Yo no he leído a Shakespeare —replicó el artista—; como si esto fuese una superioridad.

—Un francés, ¿para qué va a leer nada extranjero? —exclamó Aviraneta—. Ellos lo tienen todo en casa.

—Es verdad —contestó el artista, sin notar la ironía de don Eugenio.

Alvarito escuchó con atención. Él, no sólo no había leído, sino que no había oído hablar nunca de Shakespeare.

—En todo se acentúa la idea de muerte y de sepulcro —insistió Ochoa—; la cera tiene algo de carne, pero de carne muerta; los ojos vidriosos de cristal son ojos de cadáver; el pelo, separado de la persona, es de las cosas que más recuerdan al muerto. Las ropas, sobre todo usadas, hablan de un difunto: son como testigos de todo el bien y el mal que ha hecho un hombre de verdad en la vida, porque no es muy probable que el sastre las hiciera para muñecos. Todo lo que se reúne en las figuras de cera es funerario y sepulcral.

—Como tú, querido Ochoa —saltó el pintor—, que también estás funerario y sepulcral.

—El tamaño quizá influye también —añadió Aviraneta—. Si las figuras fueran mayores o menores que el natural, probablemente no darían tanto la impresión de cosas muertas; pero esos gabanes usados, esas gorras, esos sombreros, que los han llevado, seguramente, gentes vivas, nos sugiere un poco la idea del difunto.

—¡Qué macabros están ustedes!—exclamó el pintor.

—No, macabros, no. Insistimos un poco para aclarar —replicó Ochoa—. Indudablemente tiene usted razón, don Eugenio. El tamaño influye mucho. Es el del natural; por lo tanto, el del muerto. Aumentándolo o achicándolo bastaría probablemente para quitar esa impresión. Un muñeco no da nunca esa sensación desagradable, porque no hay la posibilidad de confundirle con una persona. ¿Por qué la posibilidad de la confusión es tan desagradable?

—Es la posibilidad del fantasma, del espectro —dijo Aviraneta—. Un fantasma como una mosca o como un monte no podría ser fantasma asustador.

—Luego hay el otro punto —insistió Ochoa—. ¿Por qué una figura tan realista como una figura de cera no produce efecto artístico? Indudablemente, todas estas impresiones reunidas de curiosidad y de repulsión de que hemos hablado estorban para producir una sensación de suavidad y de dulzura. ¿Por qué el asesino con un puñal en la mano y la víctima con una herida de la que brota sangre nos son odiosas en figuras de cera y no en un cuadro?

Resolver esa cuestión sería encontrar el tope del arte —dijo Aviraneta—, sería saber dónde están sus límites.

—Es cierto —añadió Ochoa—. No sabemos cuál es el límite del arte. ¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro de «Santa Isabel», son hasta bonitos y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?

—Sin duda la realidad, y el hombre dentro de ella, es como un monstruo lleno de tentáculos —observó Aviraneta—, y unos de éstos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.

—Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano —añadió Ochoa.

—Es indudable —dijo Aviraneta.

—A mí lo que me asombra —añadió Ochoa— por qué este arte de las figuras de cera, cuando llega a la suma perfección, no llega a la belleza. Ustedes habrán visto en el castillo de Potsdam la figura del gran Federico en cera.

—Yo, no —dijo Aviraneta.

—Yo, tampoco —repuso el pintor.

—Todos afirman que es de un parecido absoluto. Las facciones del rey de Prusia están vaciadas en la cara del muerto; el que pintó la cara conocía al gran Federico, y sus mejillas apergaminadas y sus ojos rodeados de un círculo morado son de una verdad completa. El traje y los accesorios son los mismos que usaba el rey; la peluca de estopa, el uniforme azul, desteñido y raído; las botas, el sombrero, la espada, la flauta, son los que él empleaba. Es casi la realidad… sin el espíritu.

—¿Y qué efecto hace? —preguntó Aviraneta.

—Igual que estas figuras de cera. Da repugnancia y miedo —contestó Ochoa.»

Vale, me han convencido las figuras de cera no son arte y además tienen un tufillo a muerte de lo más antiartístico.

Por cierto, ¿es Arte la «Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp» de Rembrandt? ¿Y son Arte los dibujos anatómicos de Leonardo Da Vinci, que se dice que son tan extraordinariamente precisos? ¿Es Arte el Arte funenario? ¿Son Arte los cadáveres de animales que expone el famosísimo artista Damien Hirst? Y, ya puestos, ¿son Arte los macabros cadáveres humanos o de animales que exponen diversos artistas actuales desde hace ya muchos años, esas imágenes que da mal rollo hasta mirar de reojo y que no tengo la menor intención de mostrar ni de siquiera incluir aquí vía enlace?

A lo que sí voy a poner enlace es al texto completo del ciclo MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN que escribió Baroja , en concreto a la novela «LAS FIGURAS DE CERA», disponible gratuitamente en The Project Gutenberg.

Verónica del Carpio Fiestas

¡Cuántos libros tienes! ¿Los has leído todos?

«El bibliófilo recopila libros para tener una biblioteca. Parece obvio, pero la biblioteca no es una suma de libros, es un organismo vivo con una vida autónoma. Una biblioteca de casa no es solo un lugar donde se recogen libros: es también el lugar que los lee por nuestra cuenta. Me explico. Creo que todos los que tienen en casa un número bastante elevado de libros han convivido por años con el remordimiento de no haber leído algunos, que nos han mirado durante años desde las estanterías para recordarnos nuestro pecado de omisión. Con mayor razón sucede con una biblioteca de libros raros, que a veces están escritos en lenguas desconocidas (recuerdo que hay bibliófilos que coleccionan encuadernaciones, y a fin de tener una bella encuadernación pueden adquirir un libro en copto). Además, un hermoso libro antiguo puede ser también aburridísimo. Creo que todo aficionado quisiera tener los cuatros volúmenes del Oedipus Aegyptiacus de Kircher, cuyas ilustraciones son fascinantes, pero no conseguiría leer el texto, desgarradoramente complejo.

Claro que, de vez en cuando, sucede que un día tomamos uno de esos libros descuidados, empezamos a hojearlo y nos damos cuenta de que sabíamos ya todo lo que decía. Ese fenómeno singular, que muchos pueden atestiguar, tiene solo tres explicaciones razonables. La primera es que, habiendo tocado varias veces ese libro en el curso de los años para cambiarlo de sitio, quitarle el polvo, incluso solo para apartarlo con la finalidad de tomar otro libro, algo de su sabiduría se le ha transmitido al cerebro a través de la yema de nuestros dedos y nosotros lo hemos leído táctilmente, como si estuviera escrito en alfabeto Braille. Yo soy un seguidor de CICAP, el Comité Italiano para la Investigación de Afirmaciones Pseudocientíficas, y no creo en los fenómenos paranormales, pero en este caso sí, entre otras cosas porque no considero que el fenómeno sea paranormal, está certificado por la experiencia cotidiana.

La segunda explicación es que no es cierto que no hayamos leído ese libro: cada vez que lo cambiábamos de sitio o le quitábamos el polvo, le echábamos una ojeada, se abría alguna página al azar, algo en el diseño gráfico, en la textura del papel, en los colores, hablaba de una época, de un ambiente. Y de este modo, poco a poco, ha ido absorbiéndose gran parte de ese libro.

La tercera explicación es que, mientras los años pasaban, leíamos otros libros en los que se hablaba también de ese, de modo que sin darnos cuenta hemos aprehendido lo que decía (ya se tratara de un libro célebre, del que todos hablaban; ya se tratara de un libro trivial, con ideas tan corrientes que las encontrábamos continuamente por doquier).

La verdad es que creo que son verdaderas las tres explicaciones. Todos esos elementos juntos «cuajan» de forma milagrosa y concurren todos ellos a hacernos familiares esas páginas que, desde un punto de vista puramente legal, nunca hemos leído.

Naturalmente, el bibliofilo, también y sobre todo el que colecciona libros contemporáneos, está expuesto a la insidia del imbécil que te entra en casa, ve todas esas estanterías y exclama: «¡Cuántos libros! ¿Los ha leído todos?». La experiencia cotidiana nos dice que esta pregunta la hacen también personas con un cociente intelectual más que satisfactorio. Ante este ultraje existen, según mi entendimiento, tres respuestas estándar. La primera corta al visitante e interrumpe toda relación, y es: «No he leído ninguno, si no ¿para qué los tendría aquí?». Esta respuesta gratifica, sin embargo, al importuno cosquilleando su sensación de superioridad y no veo por qué hemos de hacerle semejante favor.

La segunda respuesta sume al importuno en un estado de inferioridad, y suena así: «¡Muchos más, señor, muchísimos más!».

La tercera es una variación de la segunda y la uso cuando quiero que el visitante caiga presa de un doloroso estupor. «No —le digo—, los que ya leído los tengo en la universidad, estos son los que he de leer para la semana que viene.» Dado que mi biblioteca milanesa cuenta con treinta mil volúmenes, a partir de ese momento el infeliz intenta solo anticipar su despedida, alegando repentinos compromisos

Umberto Eco (semiólogo y escritor italiano, 1932-2016), libro recopilatorio de ensayos breves sobre bibliofilia La memoria vegetal, Penguin, 2021, en concreto La biblioteca.

Umberto Eco, en la biblioteca de su casa
Oedipus Aegyptiacus: Zodiac Man. Cornel University Library. https://digital.library.cornell.edu/catalog/ss:550240

Pongo un enlace al texto completo del Oedipus Aegyptiacus, de Kircher, por si alguien se anima a leer los tres volúmenes. Quién sabe, a lo mejor no hace falta ser un Umberto Eco para leer el libro entero, y 29.999 libros más, antes del fin de semana...

Ah, por cierto: la obra Oedipus Aegyptiacus, de Kircher, libro del siglo XVII escrito por el jesuita alemán Athanasius Kircher, en latín, y que, al parecer, va sobre egiptología, jeroglíficos y hermetismo, está ahora gratis en la web. No hace falta tener ahora el libro el papel para poder ver texto e imágenes; no hace falta tener una inmensa biblioteca como la de Umberto Eco para tener la posibilidad de leer el texto y disfritar de las imágenes, ni gastarse un solo euro. La biblioteca universal, a nuestro alcance. No todo es malo en Internet.

Una hojeada permite confirmar que en efecto tiene unas imágenes muy curiosas. Hay muchísimas gratis por la web.

Verónica del Carpio Fiestas

Dos planteamientos muy distintos sobre el pasado que ya pasó y el futuro que no ha llegado: Omar Jayyam y Quevedo

«Ni te acuerdes de este triste mundo

No seas nimio y no sufras en vano

El pasado ya ha sido y el futuro aún no es

No te aflijas por ello y disfruta tu vida»

Omar Jayyam (Persia, 1048-1131), Rubaiyyat, Poema 106, Colección Visor de Poesía, 2015.

«“¡Ah de la vida!”… ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde
.

¡Que sin poder saber cómo ni a dónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
»

Francisco de Quevedo (España, 1580-1645). Poema “¡Ah de la vida!”… ¿Nadie me responde?

Verónica del Carpio Fiestas

De cuando por España solo viajaban solas las p* y las excéntricas misses viajeras anglosajonas. «Un viaje de novios», de Emilia Pardo-Bazán

La recién casada se ha quedado sola y dormida, en el compartimento de tren en el que viaja desde León a Francia en viaje de novios; el marido —un cuarentón, o sea, poco menos que un viejo para la época, que se ha casado por dinero con ella, hija de tendero enriquecido—, olvidó la cartera en la parada de Venta de Baños y al volver corriendo de buscar la cartera sufre un percance y perdió el tren, que partió dejándolo en tierra mientras sigue el viaje su esposa dormida, la cual, por tanto, no sabe que viaja sola. La joven, educada al estilo clásico, es decir, en la ignorancia, no sabe nada de la vida —por cierto, cuanda sucede esta escena sigue siendo virgen y evidentementemente no tiene ni idea de qué significa el sexo— ya estaba asustada con esto viajar por primera vez y alejarse de su padre y su ciudad; no quiero ni pensar en qué pensará la pobre cuando se despierte y vea que viaja sola, en un tren, sin dinero, sin billete, sin marido y con un señor desconocido que ha aparecido por allí. Claro que, en su inocencia equivalente a puerilidad, quizá ni sea consciente de que viajar sola en España, y más si no se iba en el «reservado de señoras», solo podía significar entonces que era o una p* o una excéntrica miss viajera inglesa o estadounidense, y esto último, además, solo si llevaba «rodrigón y revólver»; y eso que se ahorra la pobre. La respuesta a esta pregunta va en el libro a continuación del texto que voy a transcribir y quien quiera que lea elibro completo y se quite de encima la curiosidad.

Aquí enlace al texto completo de «Un viaje de novios», obra de 1881 de Dª Emilia Pardo-Bazán (1851-1921). Dª Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de su tiempo en España; fue de los mejores de entre los escritores de su tiempo, junto con Pérez-Galdós. Lo digo así porque no se me ocurre otra fórmula para explicar que Emilia Pardo-Bazán no solo fue la mejor escritora de entre las escritoras de su tiempo en España, sino que Dª Emilia Pardo-Bazán está entre los mejores de entre los escritores y las escritoras de su tiempo en España.

«Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida, penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el recién llegado.

Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa -así que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento- el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir, radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía, en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe, tipo muy común entre las señoritas yankees, mostraba tan patente en ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba: «no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página.»

Para muestra un botón sobre lo que refleja en este párrafo Dª Emilia Pardo-Bazán sobre la situación de la mujer en su época, en cuanto a ignorancia. hasta de lo más elemental, y de sujeción; lo dice y se refleja en otros muchos párrafos («El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres»; «Pero esta señora es… una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola»—lo dice un hombre que, naturalmente, viaja solo—; -«¿El sol… es una estrella? -interrogó asombrada la niña. -Una estrella fija. Nosotros damos vueltas en torno de ella como locos. -¡Ay, qué gusto es saber todo esto! En el colegio no nos enseñan ni jota de esas cosas,»; «Sepa usted que me hallo en cinta, según dice el señor Duhamel, que es un sabio, y no puede equivocarse en esto.lo que yo tomé por enfermedades, eran las molestias del estado… Sí; ahora lo comprendo muy bien; ¡pero qué tonta soy! ¿Cómo no lo conocí antes? Parece que una cosa tan grande, debía adivinarla sin que nadie me lo advirtiese. ¡Un hijo!»; «No está bien una señora así, sola en una fonda…»; «un harén de moras civilizadas, un gineceo»; «Si tienes vocación de Hermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija… tu obligación es atender a tu marido y a tu casa, nada más..»; «En su mente germinaba un concepto singular de la autoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto, incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, pero que en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar y el consagrarse a la enferma, era duro despotismo»; «De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha»; «Has hecho mal, remal, en escribir esa cartita a hurtadillas de tu cónyuge, y no me sorprende que él se haya puesto hecho un dragón»; «Yo la abofeteo, porque puedo y me da la gana… Soy su marido..»). Dª Emilia Pardo-Bazán fue feminista incluso avant la lettre.

Y, por cierto también, por suerte ya se ha olvidado qué significa «rodrigón» en la segunda acepción del diccionario de la Real Academia, por la sencilla razón de que ha desaparecido el concepto que describe. Aunque no ha cambiado por si solo, y eso no hay que olvidarlo.

Igual que tampoco hay que olvidar que esta novela tiene bastante más que eso. Por ejemplo, brilllantísimo manejo del lenguaje, como en esta descripción de la tienda de un anticuario:

«Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco.»

Tiene más cosas el libro;, por ejemplo, la frase lapidaria de uno de los personajes cuando le preguntan por sus creencias . El personaje no cree en un dios, ni en el católico ni en otros; «Creo en el mal», dice.

Verónica del Carpio Fiestas

Los tres medios para comprender objetivamente la propia civilización, según Bertrand Russell

«No es en modo alguno fácil ver la propia civilización desde una perspectiva justa. Hay tres medios evidentes para alcanzar este fin: el viaje, la historia y la antropología […]; pero ninguno de los tres es ayuda tan grande para la objetividad como parecen ser. El viajero ve sólo lo que le interesa; por ejemplo, Marco Polo jamás reparó en los pequeños pies de las mujeres chinas. El historiador ordena los sucesos como arreglo a esquemas derivados de sus propias preocupaciones-. la decadencia de Roma ha sido atribuida, en ocasiones diversas, al imperialismo, al cristianismo, a la malaria, al divorcio y a la inmigración, siendo estas dos últimas causas las favoritas en Estados Unidos entre los clérigos y los políticos, respectivamente. El antropólogo selecciona e interpreta hechos de acuerdo con los prejuicios que prevalecen en su tiempo. ¿Qué sabemos de los salvajes, nosotros, que nos quedamos en casa? Los rousseaunianos dicen que son nobles, los imperialistas dicen que son crueles; los antropólogos de mentalidad eclesiástica dicen que son unos virtuosos padres de familia, mientras que los defensores de la ley del divorcio dicen que practican el amor libre; sir James Frazer dice que siempre están matando a su dios, mientras otros dicen que están ocupados en ritos de iniciación. En una palabra: el salvaje es el chico servicial que hace todo lo necesario para las teorías de los antropólogos. Pero, a pesar de estas desventajas, el viaje, la historia y la antropología son los mejores medios y debemos sacarles todo el partido posible.»

Se trata de un fragmento del libro «Elogio de la ociosidad y otros ensayos» (Colección «Los libros de Sísifo», Ed. Edhasa, 2004), en concreto del capítulo «Civilización occidental», del insigne filósofo y escritor británico Bertrand Russell (1872-1970), Premio Nobel de Literatura 1950. El libro contiene ensayos escritos entre los años 1928 y 1935.

Por cierto, en ese mismo libro hay otros ensayos interesantes, como el análisis de los orígenes del fascismo (los motivos suenan horriblemente actuales), en un capítulo que el libro se titula «La ascendencia del fascismo» y que puede encontrarse completo en inglés en este enlace, con el título en inglés «The Ancestry of Fascism».

Verónica del Carpio Fiestas

Tomando la luna

Tomando la luna a media noche, según Valle-Inclán

«-¿A quién aguarda?

-A nadie… Salíme un momento hace, por tomar la luna.»

Jardín umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones

Ramón del Valle-Inclán. «A media noche». OPERA OMNIA. VOL XII. 1920

[escritor español, 1866-1936]

Tomando la luna para ponerse pálida, según Mina


Ser distinta y tomar la luna como los gatos y ponerse blanca como la leche bajo la luna llena, en vez de hacer como todas, que toman el sol para ponerse morena

Tintarella di luna, por Mina [cantante, Italia, 1940-]. Canción de 1959

«Abbronzate, tutte chiazze, pelli rosse un pò paonazze, son le ragazze che prendono il sol, ma ce n’é una che prende la luna.
Tintarella di luna, tintarella color latte tutta notte sopra il tetto sopra al tetto come i gatti e se c’é la luna piena tu diventi candida.
Tintarella di luna, tintarella color latte che fa bianca la tua pelle ti fa bella tra le belle e se c’é la luna piena tu diventi candida.
Tin tin tin raggi di luna tin tin tin baciano te al mondo nessuna é candida come te.
Tintarella di luna, tintarella color latte tutta notte sopra il tetto sopra al tetto come i gatti e se c’é la luna piena tu diventi candida.
Tin tin tin raggi di luna tin tin tin baciano te al mondo nessuna é candida come te.
Tintarella di luna, tintarella color latte tutta notte sopra il tetto sopra al tetto come i gatti e se c’é la luna piena tu diventi candida.
E se c’é la luna piena tu diventi candida.
E se c’é la luna piena tu diventi candida, candida, candida!»

Moreno de verde luna, según Lorca


Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla (Romancero Gitano, 1928).

Muerte de Antoñito el Camborio (Romancero Gitano, 1928)

Federico García-Lorca (España, 1898-1936). Romancero Gitano.

«Antonio Torres Heredia,

hijo y nieto de Camborios,

con una vara de mimbre

va a Sevilla a ver los toros.

Moreno de verde luna

anda despacio y garboso.»

Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla (Romancero Gitano)

«Antonio Torres Heredia.

Camborio de dura crin,

moreno de verde luna,

voz de clavel varonil:

¿Quién te ha quitado la vida

cerca del Guadalquivir?»

Muerte de Antoñito el Camborio (Romancero Gitano)

Verónica del Carpio Fiestas

El curioso cambio semántico de la palabra «revolución», según Hannah Arendt

Quizá sea algo tan de común conocimiento que ni merezca la pena comentarlo, pero yo me entero ahora, leyendo a Hannah Arendt, de que «revolución» significaba originalmente restauración desde el punto de vista político. En un ensayo inédito del año 1961, inicialmente conferencia y publicado por primera vez en 2018, en un libro recopilatorio (Conferencia «Revolución y libertad», en Pensar sin asideros. Ensayos de comprensión. 1953-1975, Volumen II, Ed. Página Indómita), la filósofa alemana nacionalizada estadounidense Hanna Arendt (1906-1975) expone lo siguiente:

«En contraste con las guerras, que se remontan tan atrás como lo hace la memoria documentada de la humanidad, las revoluciones son un fenómeno relativamente nuevo. Antes de las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, el término revolución no asomaba en el vocabulario de la teoría política. Es más, y esto quizá tiene mayor relevancia, la palabra no recibió su moderno significado hasta que se produjeron las revoluciones americana y francesa; es decir, los hombres que llevaron a cabo esas primeras revoluciones carecían de una noción previa del nombre o la naturaleza de la empresa. En palabras de John Adams, se trató de empresas que fueron «invocadas sin expectativas e impuestas sin una disposición previa»; y lo mismo vale para Francia, donde, en palabras de Tocqueville, «uno podría pensar que el objetivo de la Revolución en camino no era el derrocamiento del Antiguo Régimen sino su restauración».

De hecho, la Restauración se ajustaría más el significado original del término revolución, si bien solemos considerar que aquella es la antítesis de esta. La revolución, un término astronómico, fue introducido en el lenguaje científico por Copérnico en De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes), y cuando la palabra descendió por primera vez de los cielos para describir metafóricamente lo acontecido en la tierra entre los mortales, trajo con ella la idea de que había un mecanismo eterno, irresistible y siempre recurrente en los movimientos azarosos, en las peripecias del destino humano, que desde tiempos inmemoriales habían sido comparadas con la salida y la puesta del sol, la luna y las estrellas. Cierto es que en el siglo XVII encontramos la palabra revolución como término político; pero por aquel entonces se usaba en su estricto sentido metafórico para describir un giro de vuelta a un punto preestablecido y, por tanto, para indicar un movimiento de regreso a algún orden predestinado. Así pues, la palabra no se usó por primera vez cuando lo que llamamos revolución estalló en Inglaterra y Cromwell estableció una especie de dictadura revolucionaria, sino, por el contrario, en 1660 […] cuando se restauró la monarquía. […]

El hecho de que la palabra revolución significara originalmente restauración es más que una rareza semántica. No podemos entender el significado de la revolución a menos que tengamos en cuenta que las primeras revoluciones estallaron cuando lo que se buscaba era la restauración. Tendemos a obviar este hecho paradójico porque nada en el curso de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII es más llamativo y sorprendente que el énfasis depositado en la novedad, aspecto que recalcaron tanto los actores como los espectadores -quienes insistieron en que nunca antes había sucedido nada con tanto significado y tanta grandeza, y en que estaba a punto de desarrollarse un relato completamente nuevo-. Pero esta historia completamente nueva fue iniciada a ambos lados del Atlántico por hombres que estaban firmemente convencidos de que tan solo se disponían a restaurar un viejo orden de cosas que se había visto perturbado y violado por los poderes establecidos; tales hombres argumentaron con toda sinceridad que deseaban volver a los viejos tiempos, cuando las cosas eran como debían ser. Nada les habría parecido más extraño que el afán de novedades o que la convicción actual de que la novedad es en sí deseable. […]

Antes de que intentemos evaluar el significado de este extraño cambio semántico, y de que profundicemos en las causas que lo provocaron, debemos fijarnos brevemente en otro aspecto de la revolución que todavía se corresponde con su viejo significado astronómico y que aún no ha sido desechado por el uso moderno -presumiblemente porque las experiencias durante el curso real de las revoluciones no lo contradijeron-. Como ya he dicho, tanto el término astronómico como su significado metafórico original implicaban de modo contundente la noción de lo irresistible, a saber, que el movimiento giratorio de los cuerpos celestes sigue una trayectoria predeterminada, independiente de toda influencia del poder humano. Sabemos, o creemos saber, la fecha exacta en que, por primera vez, el término revolución fue empleado con un énfasis exclusivo en lo irresistible y sin connotar en modo alguno un movimiento giratorio de retorno; y este cambio de énfasis les ha parecido tan importante a los historiadores que se ha convertido en práctica común fechar el nuevo significado político del término astronómico a partir de este movimiento.

La fecha es el 14 de julio de 1789. Esa noche, en París, Luis XVI se enteró por el duque de Liancourt de la caída de la Bastilla, de la liberación de algunos prisioneros y de la deserción de las tropas reales ante la masa del pueblo. El famoso diálogo que tuvo lugar entre el rey y su mensajero es muy breve y muy revelador. Según se dice, al rey exclamó: «C’est una revolté»; y Liancourt le corrigió: «Non, sire, c’esto une révolution!«. Desde el punto de vista político aquí escuchamos por última vez el término en el sentido de la vieja metáfora que porta sus significado de los cielos a la Tierra; pero también aquí, por primera vez, el énfasis pasa de la legalidad de un movimiento cíclico, rotativo, a lo irresistible de dicho movimiento. Este todavía es contemplado a imagen del movimiento de los astros, pero lo que ahora se enfatiza es que su detención escapa al poder humano, puesto que dicho movimiento sigue sus propias leyes. Cuando el rey afirma que el asalto de la Bastilla es una rebelión, invoca su propio poder y los diversos medios de que dispone para lidiar con la conspiración y con el desafío a la autoridad; pero Liancourt responde que lo sucedido es irrevocable y escapaba al poder de los reyes. Se trata de algo irresistible.

La toma de la Bastilla, como sabemos, no fue más que le comienzo. La noción de un movimiento irresistible, que el siglo XIX pronto conceptualizaría como la idea de la necesidad histórica, resuena de principio a fin en las páginas de la Revolución francesa. De repente, una imagen completamente nueva comienza a adherirse a la vieja metáfora; y hoy, cuando pensamos en la revolución, lo hacemos casi de forma automática en las imágenes surgidas durante la Revolución francesa -en los días en que Desmoulins contempló el inmenso «torrente revolucionario» que arrastró a los actores hasta que los hizo perecer junto con sus enemigos, los agentes de la contrarrevolución; cuando Robespierre habló de la tempestad y de la poderosa corriente que, alimentada por un lado por los crímenes de la tiranía y de otro por el progreso de la libertad, crecía continuamente, se volvía cada vez más rápida y más violenta; cuando incluso los espectadores creían presenciar una «majestuosa corriente de lava que arrasa con todo y que nadie puede detener», un espectáculo desarrollado bajo el signo de Saturno, la revolución que «devora a sus propios hijos»

Es también curioso, aunque no tengo ni idea de qué conclusión sacar de ello, que en castellano la palabra «revolución» se usaba como equivalente a «rebelión» o «tumulto» mucho antes de la Revolución francesa, y no metafóricamente. Veamos algunas de las varias acepciones de la palabra «revolución» en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia, del año 1737, una de ellas metafórica, y no la de rebelión o tumulto):

Diccionario de Autoridades – Tomo V (1737)

«REVOLUCIÓN. Vale assimismo inquietúd, alboroto, sedición, alteración. Latín. Turbatio. Tumultus. CAST. Hist. de S. Dom. tom. 1. lib. 1. cap. 43. Por algunas revoluciones, que sucedieron entre los Franceses y Ricos hombres de Castilla, no gobernó pacificamente el Santo Rey D. Fernando.»

«REVOLUCIÓN. Metaphoricamente vale mudanza, o nueva forma en el estado o gobierno de las cosas. Latín. Mutatio. Vicissitudo. PINEL, Retrat. Introd. Hallándose en la História tanta variedad de exemplos de vicios y virtudes, tantas revoluciones y variedades de fortúna … siempre habrá muchos que aprovechar para nosotros mismos.»

Verónica del Carpio Fiestas

Sobre un libro no leído de Umberto Eco

O, mejor dicho, Sobre un libro no leído, de Umberto Eco, capítulo dentro de su libro póstumo De la estupidez humana a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera», Lumen, 2016. Por cierto, el título en castellano del libro no traduce fielmente el original italiano; se trata de una recopilación de artículos cuyo título original es Pape Satàn aleppe. Cronache di una società liquida. «Pape Satàn aleppe», expresión de la que no tenía hasta ahora ni idea, me explica San Internet que es un verso especialmente poco comprensible de la Divina Comedia de Dante.

«Recuerdo (pero, como veremos, también podría ser que no recuerde bien), un artículo buenísimo de Giorgio Manganelli en el que explicaba cómo el lector agudo puede saber que un libro no se debe leer incluso antes de abrirlo. No hablaba de esas virtud que se requiere del lector de profesión (o del aficionado con buen gusto) de poder decidir si un libro merece ser leído o no a partir de un incipit, de dos páginas abiertas al azar, del índice, a menudo de la bibliografía. Esto, diría, es solo oficio. No, Manganelli hablaba de una especie de iluminación, cuyo don se arrogaba evidente y paradójicamente.

Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard (psicoanalista y profesor universitario de literatura), no trata de cómo se puede saber si leer o no un libro, sino de cómo se puede hablar con toda tranquilidad de un libro que no se ha leído, también de profesor a estudiante, e incluso si se trata de un libro de extraordinaria importancia. Su cálculo es científico: las buenas bibliotecas recogen algunos millares de volúmenes, aun leyendo uno al día leeríamos tan solo 365 al año, 3.600 en diez años, y entre los diez y los ochenta años habríamos leído tan solo 25.200 libros. Una nimiedad. […].

El encuadramiento crítico es el punto crucial para Bayard. Este afirma sin avergonzarse que nunca ha leído el Ulises de Joyce, pero que puede hablar de él aludiendo al hecho de que retoma la Odisea (que, por lo demás, admite no haber leído nunca entera), que se basa en el monólogo interior, que se desarrolla en Dublín en una sola jornada, etcétera. De modo que escribe: «Durante mis clases me refiero con frecuencia a Joyce sin pestañear». Conocer la relación de un libro con los demás libros a menudo significa saber más del mismo que habiéndolo leído.

Bayard muestra cómo, cuando nos ponemos a leer determinados libros abandonados desde hace tiempo, nos damos cuenta perfectamente de su contenido, porque mientars tanto hemos leído otros libros que hablaban de ellos, los citaban o se movían en el mismo orden de ideas. Y (así como lleva a cabo unos análisis muy divertidos de algunos textos literarios de libros jamás leídos, de Musil a Graham Greene, de Valéry a Anatole France y a David Lodge) me hace el honor de dedicarle todo un capítulo a El nombre de la rosa, en el que Guillermo de Baskerville demuestra que conoce perfectamente el contenido del segundo libro de la Poética de Aristóteles, aun tomándolo entre sus manos pro primera vez justo en ese momento, sencillamente porque lo deduce de otras páginas aristotélicas. Veamos al final de esta columna que no cito este fragmento por mera vanidad.

La parte más intrigante de este libro, menos paradójico de lo que parece, es qu etambién olvidamos un porcentaje altísimo de los libros que hemos leído de verdad; es más, nos componemos de ellos una especie de imagen virtual hecha no tanto de lo que decían, sino de lo que nos hacían imaginar. Por lo tanto, si alguien que no ha leído cierto libro nos cita algunso fragmentos o situaciones inexistentes, estamos muy dispuestos a creer que aparecían en el libro.

Lo que pasa (y aquí se pone de manifiesto más el psicoanalista que el profesor) a Bayard no le interesa tanto que la lectura (o no lectura, o lectura imperfecta) debe tener una dimensión creativa, y que (con palabras más sencillas) en un libro el lector debe poner ante todo algo de su parte. Puesto que hablar de libros no leídos es una forma de conocerse a sí mismos, Bayard llega a desear una escuela donde lso estudiantes «inventen» los libros que no deberán leer.

Pues bien, para demostrar que cuando se habla de un libro no leído tampoco quienes lo han leído se dan cuenta de las citas equivocadas, hacia el final de su discurso Bayard confiesa haber introducido tres noticias falsas en el resumen de El nombre de la rosa, El tercer hombre de Greene e Intercambios de Lodge. Lo divertido es que yo, al leer, me di cuenta del error sobre Greene, tuve mis dudas con respecto a Lodge, pero no me di cuenta del error relativo a mi libro. Lo cual significa que probablemente leí mal el libro de Bayard ( y tanto él como mis lectores estarían autorizados a sospecharlo), que apenas lo hojeé. Claro que denunciando sus tres (deliberados) errores, asume de manera implícita que hay una lectura de los libros más correcta que otras para sostener su tesis de la no lectura. La contradicción es tan evidente que da pie a la duda de que Bayard no haya leído nunca el libro que ha escrito.»

Wikipedia me dice que el tal Pierre Bayard efectivamente existe y que efectivamente escribió un libro titulado «Cómo hablar de los libros que no se han leído» y no se trata de una broma de Umberto Eco. Casi diría que es una pena, porque entre quedarme con la idea de que Eco había escrito otro de sus brillantísimos ensayos falsos o quedarme con el comecome de si me merece la pena buscar el libro de Bayard, leerlo e intentar detectar las noticias falsas de El nombre de la rosa de Umberto Eco, El tercer hombre de Greene e Intercambios de Lodge, libros que sí he leído, casi prefiero la primera posibilidad, porque con la segunda seguro que Bayard me las da con queso. Bueno, quizá no con Intercambios, que releí hace poco o con El tercer hombre, que al fin y al cabo es difícil que no persista en la memoria de cualquiera que haya visto la maravillosa película dirigida por Carol Reed, con nada menos que con Orson Welles haciendo de malo.

Por cierto, y esto lo digo el voz baja, este libro póstumo de Eco no lo he leído entero; y, que quede entre nosotros, tampoco he leído la Poética de Aristóteles (ni ganas; entra en mi lista de libros que, como Manganelli, intuyo que no me compensa leer) ni nada de Valéry. No sé si me haré perdonar que tampoco he conseguido leer La Divina Comedia, aunque podría habalr de ella en el sentido que dice Bayard, si digo que he leído de Robert Musil el supertocho que no releería El hombre sin atributos y el mucho menos tocho Las tribulaciones del estudiante Törless (que sí he releído y que recuerdo cada vez que se habla del acoso en la escuela como reciente y propio de nuestra época), bastante de David Lodge (que me ha hecho reír mucho), varios de Graham Greene (autor no suele hacer reír precisamente, pero con Nuestro hombre en La Habana sí), y varios de Eco (maravillosos y divertidísimos sus Diarios mínimos) y hasta uno de Anatole France, que no me ha dejado poso alguno, y uno de Manganelli, del que algo recuerdo vagamente. Bien mirado, no está tan mal.

Verónica del Carpio Fiestas

La realidad y la aventura del hombre que reptaba: de Sherlock Holmes a las cebras sin úlcera

«¿Por qué las cebras no tienen úlcera? La guía del estrés», ensayo del prestigioso científico estadounidense Robert Sapolsky, nacido en 1957 (Alianza Editorial, 1995 (publicado en EEUU en 1994), págs, 47-49.

«¿Qué relación guarda el cerebro con todas esas glándulas que segregan hormonas? Se solía creer que ninguna, pues se suponía que todas las glándulas periféricas del organismo -el páncreas, las glándulas suprarrenales, los ovarios, los testículos, etc.,- «sabían» de forma misteriosa lo que debína hacer, tenían «mentes propias». «Decidían» cuándo segregar sus mensajetros sin recibir instrucciones de ningún otro órgano. Este concepto erróneo dio origen a una moda bastante estúpida en las primeras décadas de este siglo [siglo XX]. Los científicos observaron que el impulso sexual masculino disminuía con la edad y asumieron que se debía a que los testículos segregaban menos testosterona -una hormona sexual- al envejecer. (En realidad los niveles de testosterona no se reducen con la edad, sólo hay un declive moderado y muy variable en la población de hombres ancianos; e incluso una disminución de testosterona de un 5% con respecto al nivel normal no influye mucho en la conducta sexual.) Dando un paso más, los científicos equipararon el envejecimiento con la disminución del impulso sexual, con menos testosterona. (Debían haberse preguntado cómo se las arreglaban las mujeres, que no tienen testículos, para envejecer, pero en aquellos tiempos la mitad femenina de la población no contaba.) ¿Cómo se podía invertir el proceso de envejecimiento? Dando a lso hombres mayor testosterona. De ese modo se instauró la moda de que los caballeros con medios suficientes fueran a impecables clínicas suizas donde , diariamente, les inyectaban en el trasero extractos testiculares de perros, gallos o monos. En los años 20 lo hicieron magnates industriales, jefes de estado y líderes religiososo famosos, y todos confirmaron sus maravillosos resusltados. No porque la ciencia fuera exacta, sino porque cuando se paga una fortuna por unas dolorosas inyecciones diarias de extracto de tescículos de perro, se está suficientemente motivado como para decidir que uno se siente como un toro; no es más que un enorme efecto placebo.

Cuando los científicos se dieron cuenta de que los extractos no servían para nada, se instuauró otra moda, a saber, el trasplante de trozos de testículos de animales, lo cual también era una estupidez, pues si, al envejecer, los testículos segregan menos testosterona, no es porque fallen, sino porque otro órgano (¡atención!) deja de decirles que lo hagan. Unos nuevos y flamentes testículos también fallarán por falta de señales de estimulación. No obstante, teniendo en cuenta lo que es el efecto placebo, la técnica del trasplante también fue increíblemente popular durante un cierto tiempo.»

«El hombre que reptaba», cuento del escritor británico Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), protagonizado por su célebre detective Sherlock Holmes. Recuérdese que, además de escritor, Conan Doyle fue médico; ah, y por si hubiera falta recordarlo, Sherlock Holmes es un personaje ficticio. Lo digo porque por lo visto hacía falta recordárselo a ese 25% de los británicos, que, según una encuesta creían en 2008 que Churchill es un personaje de ficción y que Sherlock Holmes sí existió. Aunque, claro, con datos como los que contiene «El hombre que reptaba» [texto completo en castellano aquí], poniéndolo en relación con el ensayo de las cebras sin úlcera, quizá cualquiera se confundiría, ¿no?

«La puerta del vestíbulo se abrió lentamente y contra el fondo luminoso vimos la alta figura del profesor Presbury. Estaba vestido con su bata de noche. Mientras permanecía delineado en la entrada estaba erecto pero inclinándose hacia delante con los brazos colgados, como cuando lo vimos la última vez. Ahora se adelantó en el camino, y con un extraordinario cambio vino sobre nosotros. Se hundió en una posición agazapada y se movió a lo largo con sus manos y pies, saltando de vez en cuando como si estuviera desbordado de energía y vitalidad. Se movió a lo largo de la cara de la casa y luego giró en la esquina. Cuando desapareció Bennett se deslizó a través de la puerta del vestíbulo y lentamente lo siguió. —¡Venga, Watson, venga! —exclamó Holmes, y nos deslizamos a hurtadillas tan suavemente como podíamos a través de los arbustos hasta que obtuvimos una ubicación desde donde podíamos ver el otro lado de la casa, la cual estaba bañada bajo la luz de la media luna. El profesor estaba claramente visible arrastrándose con el pie en la pared cubierta de hiedra. Mientras lo observábamos repentinamente comenzó con increíble agilidad a ascender. Desde rama en rama saltó, seguro de pie y firme de dominio, trepando aparentemente en un mero divertimento de sus propios poderes, con ningún objetivo definido en vista. Con su bata de noche agitándose de cada lado, observó algo como un gigante ladrillo terciado pegado contra un lado de su propia casa, un gran cuadrado oscuro ajustado sobre la pared iluminada por la luna. En breve se cansó de este pasatiempo, y, dejándose caer de rama en rama, se agazapó dentro de la vieja postura y se movió de frente hacia los establos, arrastrándose a lo largo en la misma extraña forma que antes. El perro lobo estaba afuera en ese instante, ladrando furiosamente, y más excitado que nunca cuando en realidad capta al vuelo a su dueño. Estaba haciendo un gran esfuerzo con sus cadenas y vibrando con ansias y rabia. El profesor se agazapó muy deliberadamente fuera del alcance del sabueso y empezó a provocarlo de todas las formas posibles. Tomó un puñado de guijarros del camino y se los arrojó en la cara del can, lo pico con una varilla que había levantado, golpeó con sus manos aproximadamente a sólo unas pulgadas de la boca abierta, y empeñándose de todas formas en incrementar la furia del animal, la cual ya estaba fuera de todo control. En todas nuestras aventuras no conozco que hubiera visto un espectáculo más extraño que esta apática y aún dignificada figura arrastrándose como un sapo sobre la tierra e incitando a una salvaje exhibición de pasión del sabueso enloquecido, el cual se alborotaba y se enfurecía en frente de él, por todas clases de ingeniosa y calculada crueldad. ¡Y entonces en un instante sucedió! No era la cadena que se rompió, sino todo el collar se deslizó, porque había sido realizado para un Terranova de cuello ancho. Oímos el ruido de metal cayéndose, y el siguiente instante el can y el hombre estaban revolcándose juntos en la tierra, uno rugiendo de furia, el otro gritando en un extraño chillido falsete de terror. Era un hecho limitante para la vida del profesor. La salvaje criatura lo sostenía medianamente por la garganta, sus colmillos estaban hincados profundamente, y él ya estaba sin sentido antes de que pudiéramos alcanzarlos y jalarlos aparte a los dos. Pudo haber sido una peligrosa tarea para nosotros, pero la voz de Benett y su presencia trajo al gran perro lobo instantáneamente a la razón. El alboroto había traído al adormecido y asombrado cochero de su habitación encima de los establos. —No estoy sorprendido —dijo, sacudiendo su cabeza—. Lo he visto antes. Sabía que el can lo atraparía tarde o temprano. El sabueso estaba asegurado, y juntos llevamos al profesor a su habitación, donde Bennett, quien tenía un título médico, me ayudo a arropar su desgarrada garganta. Los afilados dientes habían pasado peligrosamente cerca de la arteria carótida, y la hemorragia era seria. En media hora el peligro había pasado, le había dado al paciente una inyección de morfina, y se habíasumergido en un profundo sueño. Entonces, y solamente entonces, estuvimos calificados de mirarnos uno al otro y tomar noción de la situación. —Pienso que un cirujano de primera clase debería verlo —dije. —¡Por amor de Dios, no! —exclamó Benett—. Actualmente el escándalo está confinado a nuestro propio grupo familiar. Está seguro con nosotros. Si va más allá de estas paredes nunca se detendrá. Considere su posición en la universidad, su reputación europea, los sentimientos de su hija. —Exactamente —dijo Holmes—, pienso que sería posible mantener el asunto, y también prevenir su recurrencia ahora que tenemos una mano libre. La llave de la malla del reloj, Sr. Bennett. Macphail custodiará al paciente y nos avisará si hay algún cambio. Veamos que podemos encontrar en la misteriosa caja del profesor. No había mucho, pero había suficiente… un frasco vacío, otro cercanamente lleno, una jeringa hipodérmica, varias cartas de una mano extranjera y malhumorada. Las marcas en los sobres mostraron que eran aquellas que habían estorbado la rutina del secretario, y cada una estaba fechada desde la ruta comercial y firmada ‘A. Dorak’. Había meras cuentas que decían que nuevas botellas están siendo enviadas al profesor Presbury, o acuse de recibo de dinero. Había otro sobre, sin embargo, en una mano más educada y portando la estampilla austríaca con el sello postal de Praga. —¡Aquí está nuestro objetivo! —exclamó Holmes cuando sacó el documento adjunto.

HONORABLE COLEGA (decía): Dada su estimada visita he pensado mucho de su caso, y aunque sus circunstancias son muy especiales razón por el trato, no sería nada menos ordenar precaución, como mis resultados han mostrado que no son sin peligro de algún tipo. Es posible que el suero de antropoide haya sido mejor. He usado, como le expliqué, un langur negro porque el espécimen fue accesible. El langur es, por supuesto, un gateador y trepador, mientras que los antropoides caminan erectos y es allegado en todas formas. Le ruego que tome todas las precauciones posibles ya que no hay revelaciones prematuras del proceso. Tengo otro cliente en Inglaterra, y Dorak es mi agente para ambos. Pedidos semanales serán complacidos. Suyo con la más alta estima, H. LOWENSTEIN

¡Lowenstein! El nombre me trajo a la memoria algún recorte de periódico que hablaba de un oscuro científico que estaba esforzándose de una desconocida manera por el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida. ¡Lowenstein de Praga! Lowenstein con el admirable suero que da vitalidad, prohibido por la profesión porque rehusaba revelar su fuente. En pocas palabras dije lo que recordaba. Bennett tomó un manual de zoología de los estantes. —’Langur’ —leyó— el gran mono negro de las pendientes del Himalaya, el más grande y más humano de los monos trepadores. Muchos detalles son añadidos. Bien, gracias a usted, Sr. Holmes, es muy claro que hemos rastreado la maldad hasta su fuente. —La verdadera fuente —dijo Holmes— yace, por supuesto, en que la aventura amorosa a destiempo le dio al impetuoso profesor la idea de que solamente podría conseguir su deseo volviéndose un hombre joven. Cuando uno trata de elevarse sobre la naturaleza se predispone a caer bajo ella.»

Verónica del Carpio Fiestas

«Cincuenta caracteres», de Elias Canetti

El lamenombres, el caldealágrimas, la finorola, el calosaurio, la depurasílabas, la hiposcótina, la ovillapenas, la primaluna, el testigo oidor, la arqueócrata, el magalólogo, y así hasta cincuenta caracteres descritos por el escritor (¿cómo describirlo? ¿centroeuropeo, de origen sefardí, de nacionalidad británica?) en lengua alemana Elias Canetti (Bulgaria 1905-Suiza 1994, Premio Nobel de Literatura en 1981) en su libro «Cincuenta caracteres» (ed. Guadarrama, Punto Omega, 1981, traducción Juan José del Solar; título original «Der Ohrenzeuge: Fünfzig Charaktere», 1974). La traducción del alemán de esos extraños nombres «palabras compuestas y en gran parte inventadas», fue ardua, dice el traductor, y el resultado es desconcertante, agudo, poético, brillante y preciso, además de divertido y de inducir a la reflexión y al autoanálisis; y con hallazgos maravillosos, como eso de las ciudades «legibles o ilegibles». Y los caracteres son de muchos tipos; descritos de forma extremadamente sarcástica o puramente descriptiva, y todo a la vez, depende de cómo se mire. ¿Es «literatura», es un ensayo o qué es? No lo sé.

Veamos un par de caracteres:

«El Cazaperfidias escrudriña los rincones y no se deja engañar. Sabe qué hay oculto tras las máscaras inofensivas, adivina al instante lo que alguien quiere de él y, antes que la máscara caiga por sí sola, la arranca con gesto rápido y decidido. […]

Tiene un talento especial para los sistemas. Según él, todo en el mundo obedece a un sistema, nada es casual, cada infamia está ligada a los demás. En el fondo es siempre el mismo sinvergüenza que recurre a infinidad de disfraces para guardar las apriencias. Con su aguda perceptividad, el Cazaperfidias interviene, desenreda todo un lío y lo extrae del montón, lo mantiene en alto y compadece en secreto al creador, que, si bien tuvo mucha habilidad, careció d ela suficiente para engañarlo.»

Al cazaperfidias de 1974, ¿no se le llamaría hoy quizá «el conspiranoico»?

Y vayamos con «el Bibliófago»:

«El Bibliófago lee todos los libros sin distinción, siempre que sean difíciles. Los que se comentan no le dejan satisfecho, han de ser raros y olvidados, difíciles de encontrar. A vaces pasa un año buscando un libro porque nadie lo conoce. Cuando al final lo encuentra, lo lee, lo entiende, lo memoriza y puede citarlo siempre. A los 17 años tenía ya el mismo aspecto que ahora, a los 47. Cuando más lee, menos se transforma. Todo intento de sorprenderlo con un nombre fracasa, es igualmente versado en cualquier campo. Como siempre hay cosas que desconoce, no se aburre nunca. Procura, eso sí, no citar algo que desconozca, no vaya a ser que otro se le adelante en la lectura.

El Bibliófago es como un arcón que nuca se abre para que no se pierda nada. Teme hablar de sus siete doctorados y solo cita tres; muy fácil le resultaría sacar cada año uno nuevo. Es amable y le gusta hablar, y para poder hablar también cede a otros la palabra. Cuando dice «no lo sé», cabe esperar una conferencia detallada y erudita. Es rápido, porque siempre busca gente nueva que lo escuche. No olvida a nadie que lo haya escuchado, el mundo se compone, para él, de libros y de oyentes. Sabe apreciar debidamente el silencio ajeno, él mismo solo calla unos instantes antes de iniciar un discurso. En realidad, nadie quiere aprender nada de él, puesto que sabe mucho más. Propaga incertidumbres no tanto porque sea incapaz de repetirse, sino porque nunca se repite ante el mismo oyente. Sería entretenido si no cambiara de tema. Es justo con sus conocimientos, todo cuenta, cuánto no daríamos por descubrir algo que le importe más que el resto. Pide excusas por el tiempo que, como la gente normal, dedica al sueño.

Con gran expectación y deseando pillarle al fin una mentira, vuelve uno a verle después de varios años. Inútil esperanza; aunque aborde temas totalmente distintos, sigue siendo él mismo hasta la última sílaba […]. Nunca ha ido a una ciudad sin antes leer todo sobre ella. Las ciudades se adaptan a sus conocimientos, corroboran lo que ha leído, no parece haber ciudades ilegibles.[…]

¿Quizá hoy «el Bibliófago» tendría un blog pseudocultureta con un nombre raro y pretencioso, en el que, de vez en cuando, se reiría de sí mismo? Hmm.

Verónica del Carpio Fiestas

Freud, fundador de una religión en la cárcel del tiempo, según María Zambrano

«El freudismo, testimonio del hombre actual

Cada época tiene sus males y sus glorias. En algunas, especialmente complicadas, sucede que los males y las glorias, los esplendores y las miserias, vayan mezclados. Cada época es como un acto en el drama de la historia humana, que sólo alcanzará la plenitud de su sentido dentro del drama acabado. Sólo desde el final de los tiempos podríamos ver claramente el sentido de cada época y aun de cada vida individual. Pero como no hemos llegado a él, sucede que nos vemos forzados al ser al mismo tiempo juez y parte. Vivimos dentro de una época, prisioneros en ella.

Mas, todo lo que aprisiona, fuerza a la libertad. La vida humana está aprisionada en el tiempo. Y precisamente de este sentimiento del tiempo como cárcel, ha nacido en todas las épocas el afán de librarse de él. Lo más noble del hombre es, sin duda, la no resignación ante las cadenas de todas clases de que está rodeado.

En estas épocas de mezcla se hace más necesario y urgente el examinar sus tesoros llenos de confusión, sus abigarradas riquezas corroídas por la miseria.

Uno de estos bienes y males de nuestro momento es todavía la doctrina llamada «freudismo». La rapidez de su extensión, la profundidad de su alcance, la amplitud de sus consecuencias, la mezcla de sus caracteres positivos y negativos, hacen que tenga actualidad, que la siga teniendo después de la multitud de volúmenes que le han sido consagrado, en que se analiza la teoría, el cuerpo de doctrina de Freud, mas no la importancia del freudismo como signo de nuestros tiempos; no su carácter de se una de las religiones de nuestra época. [Nota al pie de la autora María Zambrano. «Este aspecto del freudismo como Religión está con insuperable claridad señalado pro mi compatriota José Ferrater Mora, en un excelente ensayo: Nota sobre Sigmund Freud, Habana, La Escuela Activa, Núm. 1, septiembre, 1939″].

Suele caracterizarse a nuestra época como irreligiosa. Más acertado sería descubrir las religiones qu ela pueblan clandestinamente. Clandestinamente, porque tiene por carácter estas solapadas religiones que sus fieles no las aceptan como tales; sus creyentes no quieren del todo creer en ellas y las sirven, a pesar suyo, sin voluntad, sin conciencia, sin responsabilidad. Pasamos por un momento de Dioses extraños, que en vez de mostrar su rostro como han hecho o permitido siempre los Dioses, lo ocultan y lo desfiguran. Obscuras religiones y dioses, que no osan mostrarse, que necesitan toda la debilidad de la conciencia actual para vivir. Dioses a los que el hombre despierdo se avergüenza de servir. De ahí que la mayor parte de las energías de los hombres se vayan en simular, en preparar los argumentos encubridores de la falsedad en que viven. Pues viven en mentira, no solamente por adorar falsos dioses, sino por no tener valor suficiente para confesarlo.

Uno de estos cultos o religiones es el freudismo, sin duda

Fragmento del ensayo «El freudismo, testimonio del hombre actual», incluido dentro del libro «»Hacia un saber sobre el alma», Alianza Tres, 1987; es reeedición de un recopilatorio de ensayos publicados entre 1933 y 1944, y no especifica la fecha de publicación de ese concreto ensayo. La filósofa española María Zambrano (1904-1991) escribió este, pues, en algún momento entre la Segunda República y la primera parte del largo y duro exilio que hubo de sufrir desde 1939, como tantos; en 1940, según un autor.

Por la selección y transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

¿Pero por qué estamos en este año? Nueva datación desde 1384

«Como el Rey Don Juan mandó tirar la Era de Cesar, é poner el año de Nascimiento de Nuestro Señor Jesu-Cristo. El Rey Don Juan, estando en estas Cortes, ordenó é mandó que en las escripturas de aqui adelante se ficiesen se pusiese el año del Nascimiento de Nuestro Señor Jesu-Christo, que comenzó este año dende la Navidad en adelante, é fué año del Señor de mil é trecientos é ochenta é tres; é no se pusiese la Era de Cesar, que fasta entonce se usara en Castilla é en Leon. E fué muy bien fecho, é plogo á todos dello.» Crónicas de los reyes de Castilla, desde Don Alfonso el Sabio hasta los católicos Don Fernando y Doña Isabel / colección ordenada por Cayetano Rosell. Tomo II, Biblioteca de Autores Españoles, Tomo LXVIII, Rivadeneyra, 1877, p. 83. digitalizado en Biblioteca Digital de Castilla y León.

«El rey de Castilla declara abolida la costumbre de datar los documentos reales siguiendo el cómputo de la Era Española. Desde la Navidad de 1384 se utilizarán sólo las fechas correspondientes a la Era Cristiana.

La misericordia del Padre eterno e inmortal, queriendo reparar el daño provocado por la desobediencia del primer hombre, por la cual el género humano había caído y estaba sujeto al poder del diablo, con piadosa y justa providencia envió del trono de su majestad a la tierra a su glorioso Hijo Nuestro Señor Jesucristo en forma humana dentro del muy santo y bendito cuerpo de Santa María la Virgen; y tal Encarnación y maravillosa Natividad fue el comienzo de nuestra redención y salvación, según la verdad revelada en la Sagrada Escritura y en la doctrina de la Santa Madre Iglesia que mantiene y sostiene la fe católica. Por lo tanto, me parece justo que tanto yo como todos los demás verdaderos y fieles Príncipes de la Fe Católica, de la Religión y la Unidad, tanto más recordemos y conmemoremos aquella santa Natividad por cuanto hemos recibido por ella la mayor gracia y beneficio, no siguiendo la antigua costumbre, pues en los escritos originales de los reyes de los que desciendo se toma como referencia a los hombres gentiles. Y es deseo de mi autoridad real abolir y cambiar esta costumbre, en cuanto no existe nada superior en la tierra, excepto en lo espiritual, a la Santa Madre Iglesia y al Vicario de Jesucristo, en cuyo loor y gracia establezco, apruebo y ordeno por esta ley mía que desde el próximo día de Navidad, que comenzará el veinticinco de diciembre del año del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de 1384 y de ahí en adelante para siempre, todas las cartas, documentos de recaudaciones, testamentos, declaraciones y cualquier otro escrito del tipo que sea que se redacten en mi reino, tanto por los naturales de aquí como por cualquier otro, lleven indicación del año y la fecha tomando como referencia el año del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo desde el año 1384, y que ello aparezca en los documentos de la siguiente manera: hecha o escrita en el año del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de 1384. Y después de acabado este año, se proceda a fechar los escritos desde ahí en adelanmte tomando como referencia al año de nacimiento del Señor, aumentando de año en año según establece la santa Iglesia. Y ordeno que los escritos que se hagan a partir de la próxima navidad y no indiquen la fecha con referencia al año del nacimiento del Señorno tengan valor ni sirvan para dar fe de la fecha, igual que si no figurara en ella ninguna referencia temporal. Sin embargo, tengo a bien que las cartas y escritos anteriores a esete año del nacimiento del Señor de 1384 en que se haga referencia a la era de césar o a la era de la creación del mundo o a otras eras o tiempos con que era costumbre datar los escritos hasta ese momento, todas las que se presentaron o se presenten dede ahí en adelante tanto en el terreno legal como no legal servían antes de establecer como nueva referencia el año 1384 del nacimiento del Señor. Yo Bartolomé Tallante, escribano del Rey y notario público de su Corte y en todos sus reinos, fui quien escribí, copié y di forma a este documento a partir del cuaderno donde está escrita esta ley, y la entregué a Martín Ibáñez Navarro del reino de León, que fue a quien se encomendó hacer llegar las copias de dicha ley a las ciudades, pueblos y lugares de nuestro Rey y Señor. Y como prueba de su autenticidad estampé en este lugar mi firma habitual.» (Documento incluido en el libro de Fernando Díaz-Plaja «Historia de España en sus documentos. Siglo XIV», Ed. Cátedra, 1992. p.218).

Estos deliciosos textos plantean a quien, como yo, sea absolutamente lega en datación histórica, todo tipo de dudas: ¿O sea que no siempre se dató en España conforme al mismo calendario? ¿Qué otros calendarios se usaban? ¿Y qué sucedía en el resto de los reinos cristianos de lo que hoy es territorio español? ¿Se cumplió esta ley o pasó como tantas, que quedó en papel mojado? Una somera búsqueda por internet ofrece respuestas, por ejemplo aquí, o hasta en Wikipedia.

Y ya, con planteamiento de jurista, otras dudas más: ¿De verdad se pasó a considerar como sin fechar aquel documento posterior en el que no se cumpliera la norma del nuevo calendario? ¿Y con qué consecuencias procesales? ¿Dio lugar a pleitos?

Y más con planteamiento de jurista: hay que ver qué bonita disposición transitoria contiene este texto.

Y , last but not least acabando con el planteamiento de jurista, me surge una inesperada y grave perplejidad jurídica de fondo, con múltiples preguntas a las que no tengo respuesta: ¿Pero en qué norma del ordenamiento jurídico español vigente se incluye cómo ha de ser el sistema de calendario que rige en España? ¿Es que eso tiene que venir en una norma? ¿Por qué el año 1877 en que se publicó el libro de al Biblioteca de Autores Españoles se consideraba oficialmente el año 1877? ¿Que el año 1992, en que se publicó el libro de Díaz-Plaja, era oficialmente el año 1992? ¿Por qué estamos oficialmente en el año 2021?

Verónica del Carpio Fiestas

«La plaza del Diamante» de Mercè Rodoreda y el arca de novia

«Y salimos al salón. En seguida vi un baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas. Un baúl de novia, dijo la señora, gótico«.

Se trata de un fragmento de «La plaza del Diamante«, novela de la escritora catalana Mercè Rodoreda (Barcelona 1908-Girona 1983), escrita en catalán («La plaça del Diamant«, 1962). La edición que manejo es de de la edición de Edhasa, 2007, traductor Enrique Sordo.

De «La plaza del Diamante» se suele resaltar que se trata del retrato de una vida cotidiana de mujer en preguerra, guerra y posguerra en Barcelona; de una mujer de clase muy modesta, Natalia, «Colometa» por sobrenombre puesto, o impuesto, por un marido egoísta y aparentemente cariñoso empeñado en tener un palomar que es ella la que ha de cuidar mientras él regala alegremente las palomas que tanto esfuerzo cuesta cuidar; una mujer que trabaja limpiando casa ajenas y vive una vida dura, hasta el punto de, en su desesperación, planear el asesinato de sus muy queridos hijos ya huerfanos de padre muerto en la guerra, y suicidarse, nada menos que por ingestión de aguafuerte con un embudo, para evitarles las penalidades y el horror del hambre en la posguerra; una mujer que, en realidad, nunca ha tenido la oportunidad de vivir una vida propia. Podría transcribir varias durísimas escenas, como esa, la más dura del libro, de cuando, en la más absoluta miseria de la posguerra de la Guerra Civil, sin poder dar a su hijo y su hija algo de comer y sin esperanza de mejorar, decide matar a sus hijos y sucidarse y no tiene ni siquiera dinero para comprar el aguafuerte. Podría también escoger frase como «la historia valía más leerla en los libros que escribirla a cañonazos«.

O podría ser optimista. Podría, por ejemplo, aprovechar para aprender sobre Arte.

¿Cómo sería ese baúl de novia, «un baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas«, el de la casa de gente pudiente (y moralmente miserable) donde trabaja como asistenta Natalia «Columeta»? Pues a lo mejor hay forma de saberlo.

Transcribo en parte una interesante entrada del blog del Museu Nacional d’Art de Catalunya, post de 15 de octubre de 2020 por Daniel Vilarrúbias, titulado «Un arca nupcial de lujo del siglo XVI en el Museu Nacional«:

«El arca -en Catalunya se usaba siempre el término caixa (caja)- fue quizás el mueble contenedor por excelencia en la Catalunya de la Edad Moderna, ya que la tipología aparece a mediados del siglo XV en coexistencia con los cofres con herrajes o de aspecto más pesado y desaparece a mediados siglo XVIII, cuando se generaliza el armario y hace irrupción un mueble de tocador como la cómoda, más apto para guardar el ropaje.

De las cajas se puede reseguir la evolución formal y decorativa a lo largo de todo el periodo que hemos comentado anteriormente, y, como ha apuntado la experta Eva Pascual, quizás es uno de los pocos ámbitos donde esto ocurre con tanta continuidad y dentro de un lapso temporal tan extenso. Tanto los inventarios post-mortem de los bienes existentes en un domicilio como algunos interiores plasmados en pinturas revelan que las casas tenían cofres y muebles contenedores en una proporción muy superior a mesas y otros tipos de mobiliario, desde al menos finales de siglo XV.

Cabe destacar que hubo dos tipos principales de cajas, las de dos paneles separados por montantes moldurados –medio cofre-, y las de tres paneles o cofre mayor; creemos que las dimensiones del interior para estas últimas rondaban la cana, medida que en Barcelona equivalía a 156 cm.

El arca nupcial con la Anunciación del Museu Nacional

En la exposición permanente del Museu Nacional encontramos un espléndido ejemplo de caja nupcial de nogal -quizás de álamo-. Como medio cofre presenta un frontal de dos paneles separados entre ellos por el montante o monje decorado con taladrados o tracería calada, y toda la caja se encuentra elevada por una alta socolada moldurada y calada de gran potencia y aparatosidad, que le hace alcanzar una longitud máxima de 140 cm. […] «.

Y aquí enlace a la foto que figura en este post, del arca de Museu Nacional d’Art de Catalunya. No es igual a ese «baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en la mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas«, pero nos hacemos una idea, ¿no?

Arca nupcial con la Anunciación del Museu Nacional d’ Art de Catalunya

Verónica del Carpio Fiestas

Dime qué lees y te diré quién eres: el medio pan y un libro de Federico García Lorca

Este texto que voy a transcribir íntegro es una curiosa mezcla. Una curiosa mezcla de detallada historia del libro; de Historia implícita de España; de loa anticipada al mundo de la difusión general y gratuita de cultura de Internet avant la lettre; de elogio clásico a la patria chica de quien cree o dice creer que su pueblo es el más bonito y que sus habitantes tienen personalidad distinta a la del los habitantes de los pueblos de al lado; de cita de obras y personas desconocidas para los destinatarios del discurso en zona de elevado analfabetismo y leído, a quienes quizá, quién sabe, de toda la larga parrafada sobre asirios, benedictinos del monte Athos y Dostoyevski, solo les sonaría ·»el gran» Lenin «muerto de tanto querer abarcar con su inteligencia»; quizá hasta de referencia a un futuro y aún no escrito por Ray Bradbury «Fahrenheit 451» en que los libros sobreviven en las personas. Es un discurso, y de Federico García Lorca: «Alocución al pueblo de Fuente Vaqueros. Discurso leído por la inauguración de la biblioteca pública de Fuente Vaqueros» (texto disponible en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes). El discurso es de septiembre de 1931, es decir, pocos meses después de la proclamación en España de la II República. García Lorca fue asesinado pocos años después; el alcalde de ese pueblo murió en el exilio; el proyecto de biblioteca quedó en el aire hasta 1988 y la biblioteca se llama Federico García Lorca. Y, claro, estamos en 1931, García Lorca menciona muchos escritores, de toda la historia del libro; pero no menciona ni una escritora, y hasta cuando se acuerda de los místicos españoles solo le viene a la cabeza San Juan de la Cruz pero no, vaya, qué se le va a hacer, Santa Teresa de Jesús. Aunque, y eso ya si no puede explicarse por la fecha (o quizá sí), tampoco cita entre los autores a Cervantes , pero sí dos veces a Marx. Ah, y nos enteramos de que entonces García Lorca ya tenía una calle a su nombre en su pueblo (la calle que antes era «calle de la iglesia», y veo en internet que sigue habiendo en Fuente Vaqueros una calle con ese nombre, sea o no la misma de nuevo), que en los discursos sustituía la oratoria en sentido estricto por la lectura del discurso.

«Queridos paisanos y amigos:

Antes que nada yo debo deciros que no hablo sino que leo. Y no hablo, porque lo mismo que le pasaba a Galdós y en general, a todos los poetas y escritores nos pasa, estamos acostumbrados a decir las cosas pronto y de una manera exacta, y parece que la oratoria es un género en el cual las ideas se diluyen tanto que sólo queda una música agradable, pero lo demás se lo lleva el viento.

Siempre todas mis conferencias son leídas, lo cual indica mucho más trabajo que hablar, pero al fin y al cabo, la expresión es mucho más duradera porque queda escrita y mucho más firme puesto que puede servir de enseñanza a las gentes que no oyen o no están presentes aquí.

Tengo un deber de gratitud con este hermoso pueblo donde nací y donde transcurrió mi dichosa niñez por el inmerecido homenaje de que he sido objeto al dar mi nombre a la antigua calle de la iglesia. Todos podéis creer que os lo agradezco de corazón, y que yo cuando en Madrid o en otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas periodísticas o en cualquier parte, yo digo que nací en Fuente Vaqueros para que la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga también sobre este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y liberal pueblo de la Fuente. Y sabed todos que yo inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda la vega de Granada, y no es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a ninguno de los bellos pueblos de la vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.

Está edificado sobre el agua. Por todas partes cantan las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas suaves en el verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por encima de sus tejados asoman las montañas azules de la vega, pero lejanas, apartadas, como si no quisieran que sus rocas llegaran aquí donde una tierra muelle y riquísima hace florecer toda clase de frutos.

El carácter de sus habitantes es característico entre los pueblos limítrofes. Un muchacho de Fuente Vaqueros se reconoce entre mil. Allí le veréis garboso, con el sombrero echado hacia atrás, dando manotazos y ágil en la conversación y en la elegancia. Pero será el primero, en un grupo de forasteros, en admitir una idea moderna o en secundar un movimiento noble.

Una muchacha de la Fuente la conoceréis entre mil por su sentido de la gracia, por su viveza, por su afán de elegancia y superación.

Y es que los habitantes de este pueblo tienen sentimientos artísticos nativos bien palpables en las personas que han nacido de él. Sentimiento artístico y sentido de la alegría que es tanto como decir sentido de la vida.

Muchas veces he observado, que al entrar en este pueblo hay como un clamor, un estremecimiento que mana de la parte más íntima de él. Un clamor, un ritmo, que es afán social y comprensión humana. Yo he recorrido cientos y cientos de pueblecitos como éste, y he podido estudiar en ellos una melancolía que nace no solamente de la pobreza, sino también de la desesperanza y de la incultura. Los pueblos que viven solamente apegados a la tierra tienen únicamente un sentimiento terrible de la muerte sin que haya nada que eleve hacia días claros de risa y auténtica paz social.

Fuente Vaqueros tiene ganado eso. Aquí hay un anhelo de alegría o sea de progreso o sea de vida. Y por lo tanto afán artístico, amor a la belleza y a la cultura.

Yo he visto a muchos hombres de otros campos volver del trabajo a sus hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como estatuas, a esperar otro día y otro y otro, con el mismo ritmo, sin que por su alma cruce un anhelo de saber. Hombres esclavos de la muerte sin haber vislumbrado siquiera las luces y la hermosura a que llega el espíritu humano. Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así. Es éste uno de los programas, queridos amigos míos, que más me preocupan en el presente momento.

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fiódor Dostoyevski, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

Y no olvidéis que lo primero de todo es la luz. Que es la luz obrando sobre unos cuantos individuos lo que hace los pueblos, y que los pueblos vivan y se engrandezcan a cambio de las ideas que nacen en unas cuantas cabezas privilegiadas, llenas de un amor superior hacia los demás.

Por eso ¡no sabéis qué alegría tan grande me produce el poder inaugurar la biblioteca pública de Fuente Vaqueros! Una biblioteca que es una reunión de libros agrupados y seleccionados, que es una voz contra la ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad.

Nadie se da cuenta al tener un libro en las manos, el esfuerzo, el dolor, la vigilia, la sangre que ha costado. El libro es sin disputa la obra mayor de la humanidad. Muchas veces, un pueblo está dormido como el agua de un estanque en día sin viento. Ni el más leve temblor turba la ternura blanda del agua. Las ranas duermen en el fondo y los pájaros están inmóviles en las ramas que lo circundan. Pero arrojad de pronto una piedra. Veréis una explosión de círculos concéntricos, de ondas redondas que se dilatan atropellándose unas a las otras y se estrellan contra los bordes. Veréis un estremecimiento total del agua, un bullir de ranas en todas direcciones, una inquietud por todas las orillas y hasta los pájaros que dormían en las ramas umbrosas saltan disparados en bandadas por todo el aire azul. Muchas veces un pueblo duerme como el agua de un estanque un día sin viento, y un libro o unos libros pueden estremecerle e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de superación y concordia.

¡Y cuánto esfuerzo ha costado al hombre producir un libro! ¡Y qué influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el mundo! Ya lo dijo el sagacísimo Voltaire: Todo el mundo civilizado se gobierna por unos cuantos libros: la Biblia, el Corán, las obras de Confucio y de Zoroastro. Y el alma y el cuerpo, la salud, la libertad y la hacienda se supeditan y dependen de aquellas grandes obras. Y yo añado: todo viene de los libros. La Revolución Francesa sale de la Enciclopedia y de los libros de Rousseau, y todos los movimientos actuales societarios comunistas y socialistas arrancan de un gran libro; de El capital, de Carlos Marx.

Pero antes de que el hombre pudiese construir libros para difundirlos, ¡qué drama tan largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los primeros hombres hicieron libros de piedra, es decir escribieron los signos de sus religiones sobre las montañas. No teniendo otro modo, grabaron en las rocas sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de sobrevivir, que es lo que diferencia al humano de la bestia. Luego emplearon los metales. Aarón, sacerdote milenario de los hebreos, hermano de Moisés, llevaba una tabla de oro sobre el pecho con inscripciones, y las obras del poeta griego primitivo Hesíodo, que vio a las nueve musas bailar sobre las cumbres del monte Helicón, se escribieron sobre láminas de plomo. Más tarde los caldeos y los asirios ya escribieron sus códices y los hechos de su historia sobre ladrillos, pasando sobre éstos un punzón antes de que se secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas de tablas de arcilla, porque ya eran pueblos adelantados, estupendos astrónomos, los primeros que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de la bóveda celeste.

Los egipcios, además de escribir en las puertas de sus prodigiosos templos, escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas papiros, que enrollaban. Aquí empieza el libro propiamente dicho. Como el Egipto prohibiera la exportación de esta materia vegetal, y deseando las gentes de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió utilizar las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y entonces nace el pergamino, que en poco tiempo venció al papiro y se utiliza ya como única materia para hacer libros, hasta que se descubre el papel.

Mientras cuento esto de manera tan breve, no olvidar que entre hecho y hecho hay muchos siglos; pero el hombre sigue luchando con las uñas, con los ojos, con la sangre, por eternizar, por difundir, por fijar el pensamiento y la belleza.

Cuando a Egipto se le ocurre no vender papiros porque los necesitan o porque no quieren, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros de luchas hasta que se le ocurre escribir en piel seca de animal?, ¿qué hombre o qué hombres son estos que en medio del dolor buscan una materia donde grabar los pensamientos de los grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son cien hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba misteriosamente por detrás.

Entonces, una vez ya con pergamino, se hace la gran biblioteca de Pérgamo, verdadero foco de luz en la cultura clásica. Y se escriben los grandes códices. Diodoro de Sicilia dice que los libros sagrados de los persas ocupaban en pergaminos nada menos que mil doscientas pieles de buey.

Toda Roma escribía en pergaminos. Todas las obras de los grandes poetas latinos, modelos eternos de profundidad, perfección y hermosura, están escritas sobre pergamino. Sobre pergaminos brotó el arrebatado lirismo de Virgilio y sobre la misma piel amarillenta brillan las luces densas de la espléndida palabra del español Séneca.

Pero llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad el papel se conocía en China. Se fabricaba con arroz. La difusión del papel marca un paso gigantesco en la historia del mundo. Se puede fijar el día exacto en que el papel chino penetró en Occidente para bien de la civilización. El día glorioso que llegó fue el 7 de julio del año 751 de la era cristiana.

Los historiadores árabes y los chinos están conformes en esto. Ocurrió que los árabes, luchando con los chinos en Corea lograron traspasar la frontera del Celeste Imperio y consiguieron hacerles muchos prisioneros. Algunos prisioneros de estos tenían por oficio hacer papel y enseñaron su secreto a los árabes. Estos prisioneros fueron llevados a Samarkanda donde ejercieron su oficio bajo el reinado del sultán Harun al-Rachid, el prodigioso personaje que puebla los cuentos de Las mil y una noches.

El papel se hizo con algodón, pero como allí escaseaba este producto, se les ocurrió a los árabes hacerlo de trapos viejos y así cooperaron a la aparición del papel actual. Pero los libros tenían que ser manuscritos. Los escribían los amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban página a página con gran primor y estilo, pero eran muy pocas las personas que los podían poseer.

Y así, como las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos pertenecieron a los templos o a las colecciones reales, los manuscritos en papel ya tuvieron más difusión, aunque naturalmente entre las altas clases privilegiadas. De este modo se hacen multitud de libros, sin que se abandone, naturalmente, el pergamino, pues sobre esta clase de materia se pintan por artistas maravillosas miniaturas de vivos colores de tal belleza e intensidad, que muchos de estos libros los conservan las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas, más valiosas que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido con verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices árabes de la biblioteca de El Escorial y la magnífica Historia natural, de Alberto Magno, códice del siglo XIII existente en la Universidad de Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis ojos de aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos que el aire, donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se combinan sobre fondos hechos con panes de oro.

Pero el hombre pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos cuantos hombres para que abrieran con sus hachas de luz el bosque tupidísimo de la ignorancia. Los libros, que tenían que ser para todos, eran por las circunstancias objetos de lujo, y sin embargo son objetos de primera necesidad. Por las montañas y por los valles, en las ciudades y a las orillas de los ríos, morían millones de hombres sin saber qué era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba olvidada y las supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares.

Se dice que el dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad. Este ansia confusa de los hombres movió a dos o tres a hacer sus estudios, sus ensayos, y así apareció en el siglo XV, en Maguncia de Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la invención, pero fue Gutenberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir infinitos ejemplares de un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más difícil! Han pasado siglos y siglos, y sin embargo no ha surgido esta idea en la mente del hombre. Todas las claves de los secretos están en nuestras manos, nos rodean constantemente pero sin embargo, ¡qué enorme dificultad para abrir las puertecitas donde viven ocultos!

En las materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de muchas enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la justa, para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del mundo hay un hecho más importante que éste de la invención de la imprenta. De mucho más alcance que los otros dos grandes hechos de su época: la invención de la pólvora y el descubrimiento de América. Porque si la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los grandes ejércitos y a la formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas por la nobleza, y el nacimiento de América da lugar a un desplazamiento de la historia a una nueva vida y termina con un milenario secreto geográfico, la imprenta va a causar una revolución en las almas, tan grande que las sociedades han de temblar hasta sus cimientos. Y sin embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la pólvora hacía estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlántico se llenaba de barcos que con las velas henchidas por el viento iban y venían cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la ciudad de Amberes, Cristóbal Plantino establece la imprenta y la librería más importante del mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos.

Entonces los libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de cada uno, se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas de las casas de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser traducidos, ser expandidos por toda la superficie de la tierra. Éste es el gran momento del mundo. Es el Renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas modernas con las cuales vivimos.

Muchos siglos antes de esto que cuento, después de la caída del imperio romano, de las invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo el libro su momento más terrible de peligro. Fueron arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros. Toda la ciencia filosófica y la poesía de los antiguos estuvieron a punto de desaparecer. Los poemas homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento griego, luz de Europa, la poesía latina, el Derecho de Roma, todo, absolutamente todo. Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo. Los monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber se refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos, sin ningún fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más moderna), custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles para el hombre. Y no solamente hacían esto, sino que estudiaron los idiomas antiguos para entenderlos y así se da el caso de que un filósofo pagano como Aristóteles influya decisivamente en la filosofía católica. Durante toda la Edad Media los benedictinos del monte Athos recogen y guardan infinidad de libros y a ellos les debemos conocer casi las más hermosas obras de la humanidad antigua.

Pero empezó a soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las bibliotecas se levantan por todas partes. Se desentierran las estatuas de los antiguos dioses, se apuntalan los bellísimos templos de mármol, se abren academias como la que Cosme de Médicis fundó en Florencia para estudiar las obras del filósofo Platón, y en fin el gran papa Nicolás v enviaba comisionistas a todas las partes del mundo para que adquirieran libros y pagaba espléndidamente a sus traductores.

Pero con ser esto magnífico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal Plantino en Amberes. Era de aquella casita con su patinillo cubierto de hiedras y sus ventanas de cristales emplomados, de donde salía la luz para todos con el libro barato y donde se urdía una gran ofensiva contra la ignorancia que hay que continuar con verdadero calor, porque todavía la ignorancia es terrible y ya sabemos que donde hay ignorancia es muy fácil confundir el mal con el bien y la verdad con la mentira.

Naturalmente, los poderosos que tenían manuscritos y libros en pergamino, se sonrieron del libro impreso en papel como cosa deleznable y de mal gusto que estaba al alcance de todos. Sus libros estaban ricamente pintados con adornos de oro y los otros eran simples papeles con letras. Pero a mediados del siglo XV y gracias a los magníficos pintores flamencos, hermanos Van Eyck, que fueron también los primeros que pintaron con óleo, aparece el grabado y los libros se llenaron de reproducciones que ayudaban de modo notable al lector. En el siglo XVI, el genio de Alberto Durero lo perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros, paisajes, figuras, siguiéndose perfeccionando durante todo el XVII para llegar en el siglo XVIII a la maravilla de las ilustraciones y la cumbre de la belleza del libro hecho con papel.

El siglo XVIII llega a la maravilla en hacer libros bellos. Las obras se editan llenas de grabados y aguafuertes, y con un cuidado y un amor tan grandes por el libro que todavía los hombres del siglo XX, a pesar de los adelantos enormes, no hemos podido superar.

El libro deja de ser un objeto de cultura de unos pocos para convertirse en un tremendo factor social. Los efectos no se dejan sentir. A pesar de persecuciones y de servir muchas veces de pasto a las llamas, surge la Revolución Francesa, primera obra social de los libros.

Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni los ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podéis hacer desaparecer una obra, pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella porque son miles, y si son pocas ignoráis dónde están.

Los libros han sido perseguidos por toda clase de Estados y por toda clase de religiones, pero esto no significa nada en comparación con lo que han sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático quema la biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar La Ilíada, de Homero; y los árabes cordobeses fabrican la maravilla del Mirahb de su mezquita para guardar en él un Corán que había pertenecido al califa Omar. Y pese a quien pese, las bibliotecas inundan el mundo y las vemos hasta en las calles y al aire libre de los jardines de las ciudades.

Cada día que pasa las múltiples casas editoriales se esfuerzan en bajar los precios, y hoy ya está el libro al alcance de todos en ese gran libro diario que es la prensa, en ese libro abierto de dos o tres hojas que llega oloroso a inquietud y a tinta mojada, en ese oído que oye los hechos de todas las naciones con imparcialidad absoluta; en los miles de periódicos, verdaderos latidos del corazón unánime del mundo.

Por primera vez en su corta historia tiene este pueblo un principio de biblioteca. Lo importante es poner la primera piedra, porque yo y todos ayudaremos para que se levante el edificio. Es un hecho importante que me llena de regocijo y me honra que sea mi voz la que se levante aquí en el momento de su inauguración, porque mi familia ha cooperado extraordinariamente a la cultura vuestra. Mi madre, como todos sabéis, ha enseñado a mucha gente de este pueblo, porque vino aquí para enseñar, y yo recuerdo de niño haberla oído leer en alta voz para ser escuchada por muchos. Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu y hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido compuestas por algún viejo poeta de mi familia. Por eso yo me siento lleno de satisfacción en este instante y me dirijo a los que tienen fortuna pidiéndoles que ayuden en esta obra, que den dinero para comprar libros como es su obligación, como es su deber. Y a los que no tienen medios, que acudan a leer, que acudan a cultivar sus inteligencias como único medio de su liberación económica y social. Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de libros nuevos y lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a leer a los niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino que les inculquen el sentido de la lectura, es decir, lo que vale un punto y una coma en el desarrollo y forma de una idea escrita.

Y ¡libros!, ¡libros! Es preciso que a la bibliotequita de la Fuente comiencen a llegar libros. Yo he escrito a la editorial de la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde yo he estudiado tantos años, y a la Editorial Ulises, para ver si consigo que manden aquí sus colecciones completas, y desde luego, yo mandaré los libros que he escrito y los de mis amigos.

Libros de todas las tendencias y de todas las ideas. Lo mismo las obras divinas, iluminadas, de los místicos y los santos, que las obras encendidas de los revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, obra cumbre de la poesía española, con las obras de Tolstói; que se miren frente a frente La ciudad de Dios de San Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Porque queridos amigos, todas estas obras están conformes en un punto de amor a la humanidad y elevación del espíritu, y al final, todas se confunden y abrazan en un ideal supremo.

Y ¡lectores!, ¡muchos lectores! Yo sé que todos no tienen igual inteligencia, como no tienen la misma cara; que hay inteligencias magníficas y que hay inteligencias pobrísimas, como hay caras feas y caras bellas, pero cada uno sacará del libro lo que pueda, que siempre le será provechoso, y para algunos será absolutamente salvador. Esta biblioteca tiene que cumplir un fin social, porque si se cuida y se alienta el número de lectores, y poco a poco se va enriqueciendo con obras, dentro de unos años ya se notará en el pueblo, y esto no lo dudéis, un mayor nivel de cultura. Y si esta generación que hoy me oye no aprovecha por falta de preparación todo lo que puedan dar los libros, ya lo aprovecharán vuestros hijos. Porque es necesario que sepáis todos que los hombres no trabajamos para nosotros sino para los que vienen detrás, y que éste es el sentido moral de todas las revoluciones, y en último caso, el verdadero sentido de la vida.

Los padres luchan por sus hijos y por sus nietos, y egoísmo quiere decir esterilidad. Y ahora que la humanidad tiende a que desaparezcan las clases sociales, tal como estaban instituidas, precisa un espíritu de sacrificio y abnegación en todos los sectores, para intensificar la cultura, única salvación de los pueblos.

Estoy seguro que Fuente Vaqueros, que siempre ha sido un pueblo de imaginación viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye de su fuente, sacará mucho jugo de esta biblioteca y servirá para llevar a la conciencia de todos nuevos anhelos y alegrías por saber. Os he explicado a grandes trazos el trabajo que ha costado al hombre llegar a hacer libros para ponerlos en todas las manos. Que esta modesta y pequeña lección sirva para que los améis y los busquéis como amigos. Porque los hombres se mueren y ellos quedan más vivos cada día, porque los árboles se marchitan y ellos están eternamente verdes y porque en todo momento y en toda hora se abren para responder a una pregunta o prodigar un consuelo.

Y sabed, desde luego, que los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros y que los hombres que las dirigen mueren muchas veces como el gran Lenin de tanto estudiar, de tanto querer abarcar con su inteligencia. Que no valen armas ni sangre si las ideas no están bien orientadas y bien digeridas en las cabezas. Y que es preciso que los pueblos lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la libertad, sino el sentido actual de la comprensión mutua y de la vida.

Y gracias a todos. Gracias al pueblo, gracias en particular a la agrupación socialista que siempre ha tenido conmigo las mayores deferencias, y gracias a vuestro alcalde, don Rafael Sánchez Roldán, hombre benemérito, verdadero y leal hijo del trabajo, que ha adquirido por su propio esfuerzo ilustración y conciencia de su época, y merced al cual es hoy un hecho esta biblioteca pública.

Y un saludo a todos. A los vivos y a los muertos, ya que vivos y muertos componen un país. A los vivos para desearles felicidad y a los muertos para recordarlos cariñosamente porque representan la tradición del pueblo y porque gracias a ellos estamos todos aquí. Que esta biblioteca sirva de paz, inquietud espiritual y alegría en este precioso pueblo donde tengo la honra de haber nacido, y no olvidéis este precioso refrán que escribió un crítico francés del siglo XIX: «Dime qué lees y te diré quien eres».

He dicho

Por la selección y el comentario,

Verónica del Carpio

 

Amor y sexo en el Romancero: el Romance del conde Claros

A continuación transcribo los primeros versos del Romance del Conde Claros; el texto completo puede leerse aquí. Y el poema puede también ser cantado; el músico Francisco de Salinas le puso música en 1577. Una versión cantada puede escucharse aquí (La Capella Reial de Catalunya – Hespérion XXI – Director: Jordi Savall).

«Media noche era por filo,
los gallos querían cantar,
conde Claros con amores
no podía reposar;
dando muy grandes sospiros 5
que el amor le hacía dar,
por amor de Claraniña
no le deja sosegar.
Cuando vino la mañana
que quería alborear, 10
salto diera de la cama
que parece un gavilán.
Voces da por el palacio,
y empezara de llamar:
-Levantá, mi camarero, 15
dame vestir y calzar.
Presto estaba el camarero
para habérselo de dar:
diérale calzas de grana,
borceguís de cordobán; 20
diérale jubón de seda
aforrado en zarzahán;
diérale un manto rico
que no se puede apreciar;
trescientas piedras preciosas 25
al derredor del collar;
tráele un rico caballo
que en la corte no hay su par,
que la silla con el freno
bien valía una ciudad, 30
con trescientos cascabeles
al rededor del petral;
los ciento eran de oro,
y los ciento de metal,
y los ciento son de plata 35
por los sones concordar;
y vase para el palacio
para el palacio real.
A la infanta Claraniña
allí la fuera hallar, 40
trescientas damas con ella
que la van acompañar.
Tan linda va Claraniña,
que a todos hace penar.
Conde Claros que la vido 45
luego va descabalgar;
las rodillas por el suelo
le comenzó de hablar:
-Mantenga Dios a tu Alteza.
Conde Claros, bien vengáis. 50
Las palabras que prosigue
eran para enamorar:
-Conde Claros, conde Claros,
el señor de Montalván,
¡cómo habéis hermoso cuerpo 55
para con moros lidiar!
Respondiera el conde Claros,
tal respuesta le fue a dar:
-Mi cuerpo tengo, señora,
para con damas holgar: 60
si yo os tuviese esta noche,
señora a mi mandar,
otro día en la mañana
con cient moros pelear,
si a todos no los venciese 65
que me mandase matar.
-Calledes, conde, calledes,
y no os queráis alabar:
el que quiere servir damas
así lo suele hablar, 70
y al entrar en las batallas
bien se saben excusar.
-Si no lo creéis, señora,
por las obras se verá:
siete años son pasados 75
que os empecé de amar,
que de noche yo no duermo,
ni de día puedo holgar.
-Siempre os preciastes, conde,
de las damas os burlar; 80
mas déjame ir a los baños,
a los baños a bañar;
cuando yo sea bañada
estoy a vuestro mandar.
Respondiérale el buen conde, 85
tal respuesta le fue a dar:
-Bien sabedes vos, señora,
que soy cazador real;
caza que tengo en la mano
nunca la puedo dejar. 90
Tomárala por la mano,
para un vergel se van;
a la sombra de un aciprés,
debajo de un rosal,
de la cintura arriba 95
tan dulces besos se dan,
de la cintura abajo
como hombre y mujer se han.»

Hasta aquí la pasión arrolladora; después la cosa se complica. Quien tenga interés puede leer el resto del poema. Por suerte el Conde era conde; que si no, después de esta le habrían quedado dos telediarios.

Y añado una cita de Ramón Menéndez Pida:

«El origen francés y la época quizá más tardía de estos romances se reveñan en alguno de sus caracteres. […] En la pintura del amor llegan a una audacia y una liviandad antes extraña a la recatada musa castellana. Sirva de ejemplo el romance juglaresco del conde Claros (2016 versos de 16 sílabas), donde en primorosas escenas se deja sentir el paso arrollador e irresistible del ansia amorosa que triunfa lo mismo del pudor que de la cárcel y el cadalso. La galantería del conde, llena de una arrogante y sensual presunción, el ardor impetuoso de Claraniña, que se adelanta en provocativos requiebros y que tiñe de atrevimiento hasta su melindrosa esquivez, se unen en un amor venturoso, siempre envidiable, aun bajo el peso de la sentencia de muerte que atre sobre el conde.»

Verónica del Carpio Fiestas

El turismo como religión mundial y opio del pueblo según una novela de David Lodge

«-¿Trabaja en el ramo de los viajes?

-En cierto modo. Soy antropólogo y mi campo es el turismo. Enseño en el Politécnico de Londres Sudoeste. […]

-¿Qué me dice? -exclamó Bernard-. No tenía ni idea de que el turismo entrase en la antropología.

-Ya lo creo, y es un tema en pleno crecimiento. Tenemos muchos estudiantes de pago procedentes de ultramar, cosas que nos hacen quedar bien ante los muchachos de la administración. Y hay montones de dinero disponible para la investigación. Estudios de impacto… Estudios de atractividad… Los antropólogos tradicionales nos miran arrugando la nariz, claro, pero eso solo es envidia. Cuando yo empezaba mi doctorado, mi tutor quería que estudiara una oscura tribu africana llamada los Oof. Al parecer, en su lenguaje no existe el futuro y solo se lavan en los solsticios de verano y de invierno.

-Eso es muy interesante -comentó Bernard.

-Sí, pero nadie va a darle a usted una beca decente para que estudie los Oof. Y, además, ¿quién puede querer pasarse dos años en una choza de barro, rodeado de un puñado de salvajes malolientes que ni siquiera tienen una palabra para expresar «mañana»? En mi línea de investigación he de instalarme en hoteles de tres estrellas, al menos tres estrellas… A propósito, me llamo Sheldrake, Roger Sheldrake. Es posible que conozca un libro mío titulado Cómo visitar lugares de interés, Surrey University Press.

-No, mucho me temo que no.

-Ah. Es que he supuesto que usted también tiene una formación académica. No puede evitar oír a su padre -¿lo es, verdad?- en el avión…- […]-Dijo que es usted teólogo.

-Bueno, enseño en un colegio teológico.

-¿No es usted creyente?

-No.

-Ideal -dijo Sheldrake-. A mí también me interesa la religión, oblicuamente -añadió-. La tesis de mi libro es la de que la visita de lugares de interés sustituye al ideal religioso. La gira turística como peregrinación seglar. Acumulación de gracia al visitar los santuarios de la alta cultura. Los souvenirs como reliquias. Guías turísticas como devocionarios. Ya ve usted el cuadro.

-Muy interesante, dijo Bernard-. ¿o sea que esto es como unas vacaciones pero sin dejar de trabajar? […]-y señaló la etiqueta Travelwise en el maletín de acero inoxidable de Sheldrake.

-¡Dios santo, no! -exclamó Sheldrake com una sonrisa dolorosa-. Yo nunca estoy de vacaciones. Por eso adopté esta especialidad con preferencia a cualquier otra. Ya de niño odiaba las vacaciones. Tanto tiempo perdido, sentado en la playa y haciendo castillos de arena, cuando podía estar en casa dedicado a alguna ocupación interesante. Después, cuando tuve novia -estudiábamos los dos en aquella época- ella insistió en arrastrarme hasta Europa para visitar los lugares de interés: París, Venecia, Florencia, los lugares de costumbre. Yo me aburría mortalmente, hasta que un día, sentado en un peñasco cerca del Partenón y contemplando a los turistas que pululaban por allí, disparando sus cámaras y hablándose entre sí en incontables idiomas diferentes, de repente se me ocurrió la idea: el turismo era la nueva religión mundial. Católicos, protestantes, hindúes, musulmanes, budistas, ateos… lo único que tienen en común es que todos ellos creen en la importancia de ver el Partenón. O la Capilla Sixtina. O la Torre Eiffel. Decidí hacer de esto mi tesis doctoral, y ya no me volví nunca atrás. No, el paquete Travelwise es una beca de estudio en especie. La British Association of Travel Agents paga por él. Creen que es propio de unas buenas relaciones públicas subvencionar de vez en cuando un poquitín de investigación académica. ¡Poco saben lo que ocurre!

Y de nuevo sonrió sarcásticamente.

-¿Qué quiere decir?

-Le estoy haciendo al turismo lo que Marx le hizo al capitalismo, lo que Freud le hizo a la vida de familia. Lo estoy deconstruyendo. Verá, yo no creo que en realidad la gente quiera ir de vacaciones, más de lo que realmente quieren ir a la iglesia. Les ha sido lavado el cerebro para pensar que les harán un bien o les darán la felicidad. De hecho, las encuestas demuestran que las vacaciones causan cantidades increíbles de estrés.

-Pues estos parecen estar bien satisfechos -observó Bernard, indicando con un gesto los pasajeros que esperaban el vuelo para Honolulú. […]

-Es una satisfacción artificial -dijo Sheldrake-. No me sorprendería que en muchos casos fomentada por martinis dobles. Ellos saben cómo se supone que ha de comportarse la gente que sale de vacaciones. Han aprendido cómo hacerlo. Pero míreles fijamente a los ojos y verán en ellos la ansiedad y el temor.

«Mire fijamente a los ojos de cualquiera y esto es lo que verá. Mire los míos», pensó Bernard, pero en realidad dijo:

-¿O sea que usted va a estudiar la visita a estos lugares, en Hawai?

-No, no, es un tipo diferente de turismo. La visita a lugares de interés no es el auténtico punto focal de unas vacaciones playeras a larga distancia: Mauricio, las Seychelles, el Caribe o Hawai, Fíjese en esto… -sacó de su maletín un prospecto turístico y lo sustuvo delante de Barnard, ocultando con la mano la leyenda impresa en la portada. Había una foto en colores de una playa tropical, con mar y cielo de un azul brillante y una arena cegadoramente blanca, con un par de apáticas figuras humanas a media distancia y reclinadas a la sombra de una verde palmera-. ¿Qué le dice esta imagen?

-Su pasaporte para el paraíso -respondió Bernard.

Sheldrake pareció desconcertado.

-¡Usted ya lo había visto antes! -dijo acusadoramente, apartando la mano para revelar estas mismas palabras.

-Sí. Es el catálogo de Travelwise -indicó Bernard.

-¿Sí? -Sheldrake examinó el folleto con mayor detención-. Veo que sí lo es. Es igual, porque todos estos folletos son lo mismo. Tengo aquí un buen fajo de ellos, más o menos con la misma foto y el mismo texto en todos ellos. El paraíso… No tienen ninguna semejanza con la realidad, desde luego.

-¿No?

-Seis millones de personas visitaron Hawai el año pasado. Yo no creo que muchos de ellos encontraran una playa desierta como esta, ¿no le parece? Es un mito. Y sobre esto tratará mi próximo libro, el turismo y el mito del paraíso, Por esto le estoy contando a usted todos estos detalles. He pensado que tal vez pueda darme alguna idea.

-¿Yo?

-Bueno, vuelve a tratarse de religión, ¿no es así?

-Supongo que sí… ¿y qué espera usted conseguir, exactamente, con su investigación?

-Salvar el mundo -explicó solemnemente Sheldrake.

-¿Cómo ha dicho?

-El turismo está desgastando el planeta -Sheldrake rebuscó de nuevo en su plateado maletín y extrajo de él un fajo de recortes de periódico marcados con ritulador fluorescente amarillo. Los hojeó rápidamente-. Los senderos en el Lake District se han convertido en zanjas. Los frescos de la Capilla Sixtina se están estropeando a causa del aliento y el olor corporal de los espectadores. Cada minuto entran en Notre Dame ciento ocho personas, sus pies erosionan el suelo y los autocares que las traen corroen la piedra de la fachada con los gases de sus tubos de escape. La contaminación de los coches que hacen cola para llegar a las estaciones de esquí de los Alpes está matando a los árboles y causando aludes y deslizamientos de tierras. El Mediterráneo es como una taza de water sin cadena; si nada en sus aguas tiene una probabilidad contra seis de pillar una infección. En 1987 tuvieron que cerrar Venecia un día porque estaba llena. En 1963, cuarenta y cuatro personas bajaron por el río Colorado en una balsa; actualmente hay un millar de viajes al día. En 1939, un millón de personas viajaron al extranjero; el año pasado esta cifra fue de cuatrocientos millones. En el año 2000 podría haber seiscientos cincuenta millones de viajeros internacionales, con un número cinco veces mayor de personas viajando en sus propios países. El mero consumo de energía que esto supone ya es portentoso.

-Díos mío -murmuró Bernard.

-La única manera de parar esto, legislación aparte, consiste en demostrar a la gente que en realidad no disfrutan cuando salen de vacaciones, sino que se entregan a un ritual supersticioso. No es una coincidencia que el turismo ascienda precisamente al declinar la religión. Es el nuevo opio del pueblo, y como tal debe ser denunciado.

-¿Y no se quedará usted sin empleo si tiene éxito en su empresa? -inquirió Bernard.

-No creo que haya un riesgo inmediato al respecto -repuso Sheldrake, comtemplando el atestado vestíbulo.»

Fragmento de «Noticias del paraíso» («Paradise news»), novela del escritor David Lodge (Gran Bretaña, 1935) publicada en 1991; la escena tiene lugar entre dos conocidos casuales, en un aeropuerto. Edición española: Anagrama, 1996, traducción de Esteban Riambau.

«En 2019 se registraron 1.500 millones de llegadas de turistas internacionales en el mundo.» (texto fechado a 20-1-2020, web de la Organización Mundial del Turismo sobre el Barómetro OMT del Turismo Mundial).

Verónica del Carpio Fiestas

Tempus fugit melancólico: Horacio y villancico de Nochebuena

«Diffugere nives, redeunt iam campis arboribusque comae;

mutat terra vices, et decrescencia ripas flumina praetereunt;

Gratia cum Nymphis geminisque sororibus audet ducere nuda choros.

immortalia ne speres, monet annus et almum quae rapit hora diem;

frigora mitescunt Zephyris, ver proterit aestas interitura simul

pomifer Autumnus fruges effuderit, et mox bruma recurrit iners.

damna tamen celeres reparant caelestia lunae;

nos ubi decidimus

quo pater Aeneas, quo Tullus dives et Ancus,

pulvis et umbea sumus.

quis scit an adiciant hodiernae crastina summae tempora di superi?»

Oda de Horacio (Venosia, Italia, 65 a.C.-Roma, Italia, 8 a.C.).

«Odas y Épodos», Horacio. Edición bilingüe de Manuel Fernández-Galiano y Vicente Cristóbal. Cátedra, Letras Universales, 1997,

«Se fueron las nieves, ya vuelve la yerba a los campos y al árbol su cabellera; cambia

de modos la tierra y los ríos decrecen corriendo de nuevo

por los cauces de siempre;

la Gracia y las Ninfas, hermanas gemelas, desnudas se atreven

a dirigir sus coros.

«No esperes nada inmortal» aconsejan el año y las horas que al nuevo día raptan.

Expulsan el frío los Zéfiros; la primavera al verano cede, que, por su parte,

morirá al traer su fruto el pomífero otoño; y al punto la inerte bruma vendrá. Pero ágil

repara la luna en el cielo sus menguas; nosotros, en cambio,

allí una vez caídos

donde Eneas el padre se encuentra con Tulo el dichoso, y con Anco,

polvo y sombra ya somos.

¿Quién sabe si van a agregar un mañana a la edad transcurrida

los dioses de allá arriba?»

«La Nochebuena del poeta», fragmento.

Del libro «Cosas que fueron: cuadros de costumbres», del escritor español Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid 1891)

Texto completo aquí. Facsisimil aquí.

«»En un rincón hermoso
De Andalucía
hay un valle risueño…
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
Tengo amigos, amores,
Hermanos, padres.»

(De El Látigo.)»

I

Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:

— Pedro: esta noche no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. — Esta noche es Nochebuena.

Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.

¡Yo me acostaría tarde!

Dirigí una mirada de desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.

II

Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo.

¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada!

¡Aún me parece veros, padres y hermanos! — Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados…

Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.

Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.

Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.

Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes!

¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!

Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto.

¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem?

Pues a esa música se redujo nuestro concierto.

Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:

Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
saca la bota, María,
que me voy a emborrachar.

Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre…

De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.

A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.

Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.

Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!…

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va…

Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra…

¡Y nosotros nos iremos
y no volveremos más!

¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!

Entonces desfilaron ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años…

Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, — mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . .

Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretóse que tenía sueño y se me mandó acostar…

Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.

Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado

Verónica del Carpio Fiestas. Navidad 2020,

en la esperanza de que nuestra melancolía lógica como seres humanos sea solo por el inevitable tempus fugit y de que si la melancolía consistiera también en recordar con melancolía un tiempo pasado en el que «criados y criadas» no podían sentarse por «respetuosa humildad», esa no sería una melancolía que encajara muy razonablemente en el tempus fugit, porque una melancolía razonable nunca debería hacernos olvidar algo importante: que no todo tiempo pasado fue mejor.

El Beatus ille de Yeats y el de Fray Luis de León

«I will arise and go now, and go to Innisfree
An a smal cabin build there, of clay and wattles made:
Nine bean-rows will I have there, a hive for the honeybee,
And live alone in the bee-loud glade.

And I shall have some peace there, for peace comes dropping slow,
Dropping from the veils of the morning to where the cricket sings;
There midnight’s all a glimmer, and noon a purple glow,
And evening full of the linnets ‘s wings.

I will arise and go now, for always night and day
I hear lake water lapping with low sounds by shore;
While I stand on the roadway, or on the pavement grey,
I hear it in the deep heart’s core.»
«Me levantaré y partiré ahora, partiré hasta Innisfree,
Y construiré allí una pequeña cabaña, hecha de arcilla y zarzas:
Nueve surcos de judías tendré allí, y un enjambre de abejas,
Y solitario viviré en el claro rumoroso.

Y algo de paz allí encontraré, pues la paz gotea lentamente,
Gotea desde los velos de la mañana hacia donde el grillo canta;
Allí la medianoche es todo un tenue brillo, y el mediodía un fulgor púrpura,
Y lleno está el atardecer de las alas del pardillo.

Me levantaré y partiré ahora; pues siempre día y noche,
Escucho, junto a la orilla, el suave chapotear del agua del lago,
Y mientras permanezco sobre la calzada, o sobre la gris acera,
Lo escucho en lo más profundo de mi corazón.»

Este poema se titula «The lake isle of Innesfree» y fue escrito por el poeta y dramaturgo irlandés William Butler Yeats (1865-1939); premio Nobel de Literatura en 1923. Texto extraído de «Antología poética», Siruela, 1991; editor y traductor, Manuel Soto.

Es interesante comparar el hermoso tópico clásico del Beatus ille de Horacio en esta tardía versión del siglo XX con la clásica española del siglo XVI de Fray Luis de León (1551-1597), la Oda I, «Oda a la vida retirada».

«¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado;
si, en busca deste viento,
ando desalentado
con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río,!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.

El aire del huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruïdo
que del oro y del cetro pone olvido.

Téngase su tesoro
los que de un falso leño se confían;
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna, al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla,
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.»

Y también es interesante tener en cuenta que los hermosos tópicos literarios que persisten tras los siglos y los milenios son eso, hermosos tópicos literarios muy persistentes, escritos desde la ciudad. Porque, que se sepa, ni Yeats se fue a vivir solitario definitivamente al campo a una cabaña de arcilla y zarzas de fabricación casera para cultivar un huerto, en un paisaje idílico junto a un lago, a disfrutar de la soledad del sonido del agua y de los cantos de los pájaros, en el siglo XX, ni Fray Luis de León tampoco, en el XVI. Hoy lo habrían escrito sus poesías quizá con el ordenador, o la subirían a su blog; pero habitualmente en las cabañas de adobe en paisajes idílicos no hay internet.

Verónica del Carpio Fiestas

Huyamos de la crítica: las Meninas de Velázquez según Foucault

«LAS MENINAS. I

El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen. Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja. Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo.  Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas; sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá, va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos visibilidades incompatibles.

El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza inclinada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada, restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros, los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro. En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función: obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima —único punto visible— los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la tela vuelta. En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve   el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie dela tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre la superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nos-otros— donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos, para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta. La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique. Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores —de nosotros mismos— sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado una serie de cuadros; y he aquí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar; pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas, un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Éste, por el contrario, se abre a un espacio en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos estos elementos, destinados a ofrecer representaciones, pero que las impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste funciona con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se trata de un cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del doble que rehúsan tanto las pinturas alejadas cuanto esa luz del primer plano con la tela irónica. De todas las representaciones que representa el cuadro, es la única visible; pero nadie la ve. De pie al lado de su tela, con la atención fija en su modelo, el pintor no puede ver este espejo que brilla tan dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en su mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante —hacia la clara invisibilidad que bordea la tela, hacia ese balcón de luz donde sus miradas ven a quienes les ven, y no hacia esa cavidad sombría en la que se cierra la habitación donde están representados. Es ver-dad que algunas cabezas se ofrecen de perfil: pero ninguna de ellas está lo suficientemente vuelta para ver, al fondo de la pieza, este espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo es visibilidad, pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella, hacerla actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo. Hay que reconocer que esta indiferencia encuentra su igual en la suya. No refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en el mismo espacio que él: ni al pintor que le vuelve la espalda, ni a los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad, no ve lo visible. En la pintura holandesa, era tradicional que los espejos representaran un papel de reduplicación: repetían lo que se daba una primera vez en el cuadro, pero en el interior de un espacio irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que, en primera instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recompuesto según una ley diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo que ya se ha dicho. Sin embargo, su posición es poco más o menos central: su borde superior está exactamente sobre la línea que parteen dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del fondo una posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos);así, pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas que el cuadro mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un mismo estudio, un mismo pintor, una misma tela según un espacio idéntico; podría ser el doble perfecto. Ahora bien, no hace ver nada de lo que el cuadro mismo representa. Su mirada inmóvil va a apresar lo que está delante del cuadro, en esta región necesariamente invisible que forma la cara exterior, los personajes que ahí están dispuestos. En vez de volverse hacia los objetos visibles, este espejo atraviesa todo el campo de la representación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin embargo, esta invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no muestra el contorno de un obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se dirige a lo que es invisible tanto por la estructura del cuadro como por su existencia como pintura. Lo que se refleja en él es lo que todos los personajes de la tela están por ver, si dirigen la mirada de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se prolongara hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los personajes que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho de que la tela se detenga ahí, mostrando al pintor y a su estudio, lo que es exterior al cuadro, en la medida en que es un cuadro, es decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores encargado de representar algo a los ojos de todo posible espectador. Al fondo de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las figuras que ven al pintor (en esta realidad material que las líneas y los colores han depositado sobre la tela). Estas dos figuras son igualmente inaccesibles la una que la otra, aunque de manera diferente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro en general. Aquí el juego de la representación consiste en ponerla una en lugar de la otra, en una superposición inestable, a estas dos formas de invisibilidad —y en restituirlas también al otro extremo del cuadro— a ese polo que es el representado más alto: el de una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cuadro. El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio representado en el cuadro y a su naturaleza de representación; permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente invisible. Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuelta, el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando éste trabajaba en el estudio de Sevilla: «La imagen debe salir del cuadro».»

Las palabra y las cosas, capítulo I, obra del filósofo francés Michael Foucoult (1926-1984) publicada en 1966. Edición: Siglo XIX editores, Argentina, 1968. Traducción: Elsa Cecilia Frost

«Huyendo de la crítica», 1874, cuadro del pintor catalán Pere Borrell del Caso (1804-1910)- Colección Banco de España, Madrid, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12968243

Verónica del Carpio Fiestas

Fracaso de dirigismo cultural y huelga inútil de actores en España a finales del siglo XVIII

«Cuando el genio dramático decayó en España, los rígidos preceptos del teatro que pasaban por incontrovertibles en Francia empezaron a ser acatados también al sur del Pirineo. la masa indocta seguía encariñada con los libres gustos del teatro antiguo, pero como ya no había genios poéticos que pudiesen apoyar con su talento las tradiciones de la estética nacional, los doctos sucumbieron al prestigio que las ideas de Francia ganaban en España, desde el advenimiento de la dinastía borbónica. Con esta se abrió en España el siglo XVIII, en el cual toda Europa pensaba, y casi hablaba, en francés.

La tragedia francesa obtenía sobre la comedia española una victoria completa; triunfaba con sus cinco actos en vez de los tres de la comedia; con sus tres unidades, que la comedia despreciaba; con su decoro; su regularidad y su rigurosa verosimilitud, bien en opisición a la mezcla de estilos y de egéneros habitual en la comedia. Pronto todas las personas que presumían de cultas alardeaban de menospreciar el teatro español de los siglos de oro, al que en públcio en general seguía fiel. Esta oposición entre slo gustos del público y el de los literatos se evidenció cuando la tragedia francesa quiso hacer sus ensayos sobre la escena española. Quiso dar la batalla en el terreno que le pareció más ventajoso, escogiendo sus asuntos entre los temas históricos y heroicos nacionales; pero cada tentativa venía a ser un desastre resonante; la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín solo se sostuvo seis días en escena (1770); Sancho García, de Cadalso, solo obtuvo cinco representaciones, y esas con desdeñosa ausencia de espectadores (1771), mientars que el público hacía cola a la puerta de los teatros donde don Ramón de la Cruz, en un sainete que no duraba media hora, retrataba en vivo las escenas del Madrid de entonces.

Ante la ineficacia de estas tentativas, se pensó, siguiendo las ideas autoritarias de la época, en imponer el gusto francés mediante uan real orden que prohíbe las obras dramáticas del siglo XVII y las sustituyese por otras a la moda transpirenaica. En esta persecución desplegó gran celo Leandro Fernández de Moratín, uno de los más ilustres escritores afrancesados, quien aguijoneado por el recuerdo de la fracasada Hormesinda de su padre, y por el ardor de sus treinta y dos años, pretendió en 1792 que el gobiernod e Godoy le nombrase director de lso teatros de España, con facultades casi ilimitadas. Por fortuna su petición se juzgó excesiva, pero en 1799 se creó una Junta para la reforma del teatro, a la cual se daba autoridad absoluta tanto sobre las compañías de actores como sobre sus repertorios, y de la que formaba parte Moratín. En vano los cómicos trataron de resistir esta tiranía con una huelga. Contra ellos se fulminño cierta real orden en que se manifestaba el desagrado de Su Majestad respecto de varias actrices que se negaban a colaborar con los planes de la Junta, calificando este acto nada menos que de conspiración contra los planes del Estado. Al instante, todo se sometió a la despótica voluntad de los reformadores. Por otra Real Orden de 1800, la Junta trazó una lista de más de 600 comedias prohibidas en todos los teatros del reino, las cuales serían enviadas a la Biblioteca Nacional para que se custodiasen y no se representansen; entre sas obras prohibidas estaban La vida es sueño, El Mágico prodigioso, con gran parte de las comedias de Calderón; El convidado de piedra, La prudencia en la mujer, de Tirso, y otras obras maestras del arte antiguo, que resultaban abominables para la buena Junta. Esta declaró expresamente inaceptables, en masa, «las comedias llamdas heroicas», pues aunque «el gran Pedro Corneille adoptó las comedias heroicas y mutaciones estraordinarias, esto fue un contagio que se le pegó con el estudio y aprecio que hacía de los dramáticos españoles». Téngase en cuenta que Moratín, a pesar de su estancia en Londres, era incapaz de comprender a Shakespeare; ¿cómo habrían de pensar los demás individuos dela Junta, tan inferiores a él en todo? Con tal estrechez de criterio, la Junta se propuso en vano aficionar el público a los gustos franceses, pues el público rehuyó la iniciación que se le quería imponer. Esta, en dos años y dos meses de autoridad solo habñia conseguido dejar los teatros vacíos de espectadores, las compañías sin pagar y un déficit de muchos miles de duros.»

Fragmento de La epopeya castellana a través de la Literatura española, de Ramón Menéndez Pidal, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1974, págs. 180-182. Edición original: año 1910.

Por la selección del fragmento, y por la intención al seleccionarlo,

Verónica del Carpio Fiestas

If I were a rich man, qué importante sería mi opinión, según Gracián y según El violinista en el tejado

«Hasta las riquezas dan autoridad. Dora las más veces el oro las necias razones de sus dueños, comunica la plata su argentado sonido a las palabras, de modo que son aplaudidas las necedades de un rico, cuando las sentencias de un pobre no son escuchadas.»

Del libro El Discreto, publicado en el año 1646, del escritor español Baltasar Gracián (1601-1658). Texto completo aquí.

Canción «Si yo fuera rico», de la película El violinista en el tejado, con subtítulos en castellano
Canción «Si yo fuera rico», de la película El violinista en el tejado, con subtítulos en inglés

«[…] Los hombres más importantes vendrán a adularme./ Me pedirán consejo como a Salomón el Sabio./ «Si no le importa, Reb Tevye»./ «Perdone, Reb Tevye»./Con problemas que pondrían bizco a un rabino./Ya da di da./Y no importará si mis respuestas fuesen ciertas o falsas./Cuando eres rico se creen que lo sabes todo.[…]»

Canción «Si yo fuera rico», de la película El violinista en el tejado (Fiddler on the Roof), 1971, dirigida por Norman Jewison. Actor/cantante: Topol. Traducción de la letra transcrita de aquí.

Verónica del Carpio Fiestas

Ruiseñores, Safo, haikus, primavera

Safo de Lesbos

El ruiseñor de voz encantadora, mensajero de la primavera…

Safo, detalle de El Parnaso, Rafael Sanzio, 1511, Museos Vaticanos

Poema de Safo de Lesbos, también conocida como Safo de Mitilene, fue una poetisa griega del siglo VII a.C., cuya obra se considera una de las cumbres de la poesía occidental.

Poemas y fragmentos, Fragmento 136 P, Poesía Hiperión, 1994, pág. 137. Traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal.

Yosa Buson

¿Un gorrión?

No, se trata de un ruiseñor –

ya es primavera.

Retrato de Yosa Buson por Matsumura Goshun

Haiku de Taniguchi Buson, también conocido como Yosa Buson, japonés. fue uno de los grandes maestros del Haiku en el siglo XVIII.

Haiku transcrito de El rincón del Haiku, en traducción de Jaime Lorente y Setsuko Takeoka. En el enlace constan comentarios sobre este y otros haikus. De este concreto: «El ruiseñor japonés anuncia la llegada de la primavera».

Verónica del Carpio Fiestas

Somos polvo en el viento

Dust in the wind
All we are is dust in the wind

Polvo el viento, todo lo que somos es polvo en el viento

Ils furent ce que nous sommes,
Poussière, jouet du vent!

Fueron lo mismo que nosotros somos,
sólo polvo y juguete de los vientos

Carpe diem

«Dust in the wind» (Polvo en el viento), canción de la banda de rock estadounidense Kansas, 1979

Vídeo oficial en inglés
Subtitulado en castellano

I close my eyes, only for a moment
And the moment’s gone
All my dreams pass before my eyes, a curiosity

Dust in the wind
All they are is dust in the wind

Same old song, just a drop of water
In an endless sea
All we do crumbles to the ground
Though we refuse to see

Dust in the wind
All we are is dust in the wind

Oh, ho, ho

Now, don’t hang on, nothing lasts forever but the earth and sky
It slips away, and all your money won’t another minute buy

Dust in the wind
All we are is dust in the wind
(All we are is dust in the wind)
Dust in the wind
(Everything is dust in the wind)
Everything is dust in the wind

The wind

Traducción del poema de Lamartine en https://poemasenfrances.blogspot.com/

«Pensée des morts» (Meditación sobre los muertos), poema del poeta francés Alphonse de Lamartine (1790-1869)

Voilà les feuilles sans sève
Qui tombent sur le gazon,
Voilà le vent qui s’élève
Et gémit dans le vallon,
Voilà l’errante hirondelle .
Qui rase du bout de l’aile :
L’eau dormante des marais,
Voilà l’enfant des chaumières
Qui glane sur les bruyères
Le bois tombé des forêts.

L’onde n’a plus le murmure ,
Dont elle enchantait les bois ;
Sous des rameaux sans verdure.
Les oiseaux n’ont plus de voix ;
Le soir est près de l’aurore,
L’astre à peine vient d’éclore
Qu’il va terminer son tour,
Il jette par intervalle
Une heure de clarté pâle
Qu’on appelle encore un jour.

L’aube n’a plus de zéphire
Sous ses nuages dorés,
La pourpre du soir expire
Sur les flots décolorés,
La mer solitaire et vide
N’est plus qu’un désert aride
Où l’oeil cherche en vain l’esquif,
Et sur la grève plus sourde
La vague orageuse et lourde
N’a qu’un murmure plaintif.

La brebis sur les collines
Ne trouve plus le gazon,
Son agneau laisse aux épines
Les débris de sa toison,
La flûte aux accords champêtres
Ne réjouit plus les hêtres
Des airs de joie ou d’amour,
Toute herbe aux champs est glanée :
Ainsi finit une année,
Ainsi finissent nos jours !

C’est la saison où tout tombe
Aux coups redoublés des vents ;
Un vent qui vient de la tombe
Moissonne aussi les vivants :
Ils tombent alors par mille,
Comme la plume inutile
Que l’aigle abandonne aux airs,
Lorsque des plumes nouvelles
Viennent réchauffer ses ailes
A l’approche des hivers.

C’est alors que ma paupière
Vous vit pâlir et mourir,
Tendres fruits qu’à la lumière
Dieu n’a pas laissé mûrir !
Quoique jeune sur la terre,
Je suis déjà solitaire
Parmi ceux de ma saison,
Et quand je dis en moi-même :
Où sont ceux que ton coeur aime ?
Je regarde le gazon.

Leur tombe est sur la colline,
Mon pied la sait ; la voilà !
Mais leur essence divine,
Mais eux, Seigneur, sont-ils là ?
Jusqu’à l’indien rivage
Le ramier porte un message
Qu’il rapporte à nos climats ;
La voile passe et repasse,
Mais de son étroit espace
Leur âme ne revient pas.

Ah ! quand les vents de l’automne
Sifflent dans les rameaux morts,
Quand le brin d’herbe frissonne,
Quand le pin rend ses accords,
Quand la cloche des ténèbres
Balance ses glas funèbres,
La nuit, à travers les bois,
A chaque vent qui s’élève,
A chaque flot sur la grève,
Je dis : N’es-tu pas leur voix?

Du moins si leur voix si pure
Est trop vague pour nos sens,
Leur âme en secret murmure
De plus intimes accents ;
Au fond des coeurs qui sommeillent,
Leurs souvenirs qui s’éveillent
Se pressent de tous côtés,
Comme d’arides feuillages
Que rapportent les orages
Au tronc qui les a portés !

C’est une mère ravie
A ses enfants dispersés,
Qui leur tend de l’autre vie
Ces bras qui les ont bercés ;
Des baisers sont sur sa bouche,
Sur ce sein qui fut leur couche
Son coeur les rappelle à soi ;
Des pleurs voilent son sourire,
Et son regard semble dire :
Vous aime-t-on comme moi ?

C’est une jeune fiancée
Qui, le front ceint du bandeau,
N’emporta qu’une pensée
De sa jeunesse au tombeau ;
Triste, hélas ! dans le ciel même,
Pour revoir celui qu’elle aime
Elle revient sur ses pas,
Et lui dit : Ma tombe est verte !
Sur cette terre déserte
Qu’attends-tu ? Je n’y suis pas !

C’est un ami de l’enfance,
Qu’aux jours sombres du malheur
Nous prêta la Providence
Pour appuyer notre cœur ;
Il n’est plus ; notre âme est veuve,
Il nous suit dans notre épreuve
Et nous dit avec pitié :
Ami, si ton âme est pleine,
De ta joie ou de ta peine
Qui portera la moitié ?

C’est l’ombre pâle d’un père
Qui mourut en nous nommant ;
C’est une soeur, c’est un frère,
Qui nous devance un moment ;
Sous notre heureuse demeure,
Avec celui qui les pleure,
Hélas ! ils dormaient hier !
Et notre coeur doute encore,
Que le ver déjà dévore
Cette chair de notre chair !

L’enfant dont la mort cruelle
Vient de vider le berceau,
Qui tomba de la mamelle
Au lit glacé du tombeau ;
Tous ceux enfin dont la vie
Un jour ou l’autre ravie,
Emporte une part de nous,
Murmurent sous la poussière :
Vous qui voyez la lumière,
Vous souvenez-vous de nous ?

Ah ! vous pleurer est le bonheur suprême
Mânes chéris de quiconque a des pleurs !
Vous oublier c’est s’oublier soi-même :
N’êtes-vous pas un débris de nos coeurs ?

En avançant dans notre obscur voyage,
Du doux passé l’horizon est plus beau,
En deux moitiés notre âme se partage,
Et la meilleure appartient au tombeau !

Dieu du pardon ! leur Dieu ! Dieu de leurs pères !
Toi que leur bouche a si souvent nommé !
Entends pour eux les larmes de leurs frères !
Prions pour eux, nous qu’ils ont tant aimé !

Ils t’ont prié pendant leur courte vie,
Ils ont souri quand tu les as frappés !
Ils ont crié : Que ta main soit bénie !
Dieu, tout espoir ! les aurais-tu trompés ?

Et cependant pourquoi ce long silence ?
Nous auraient-ils oubliés sans retour ?
N’aiment-ils plus ? Ah ! ce doute t’offense !
Et toi, mon Dieu, n’es-tu pas tout amour ?

Mais, s’ils parlaient à l’ami qui les pleure,
S’ils nous disaient comment ils sont heureux,
De tes desseins nous devancerions l’heure,
Avant ton jour nous volerions vers eux.

Où vivent-ils ? Quel astre, à leur paupière
Répand un jour plus durable et plus doux ?
Vont-ils peupler ces îles de lumière ?
Ou planent-ils entre le ciel et nous ?

Sont-ils noyés dans l’éternelle flamme ?
Ont-ils perdu ces doux noms d’ici-bas,
Ces noms de soeur et d’amante et de femme ?
A ces appels ne répondront-ils pas ?

Non, non, mon Dieu, si la céleste gloire
Leur eût ravi tout souvenir humain,
Tu nous aurais enlevé leur mémoire ;
Nos pleurs sur eux couleraient-ils en vain ?

Ah ! dans ton sein que leur âme se noie !
Mais garde-nous nos places dans leur cœur ;
Eux qui jadis ont goûté notre joie,
Pouvons-nous être heureux sans leur bonheur ?

Etends sur eux la main de ta clémence,
Ils ont péché; mais le ciel est un don !
Ils ont souffert; c’est une autre innocence !
Ils ont aimé; c’est le sceau du pardon !

Ils furent ce que nous sommes,
Poussière, jouet du vent!

Fragiles comme des hommes,
Faibles comme le néant !
Si leurs pieds souvent glissèrent,
Si leurs lèvres transgressèrent
Quelque lettre de ta loi,
Ô Père! ô juge suprême !
Ah ! ne les vois pas eux-mêmes,
Ne regarde en eux que toi !

Si tu scrutes la poussière,
Elle s’enfuit à ta voix !
Si tu touches la lumière,
Elle ternira tes doigts !
Si ton oeil divin les sonde,
Les colonnes de ce monde
Et des cieux chancelleront :
Si tu dis à l’innocence :
Monte et plaide en ma présence !
Tes vertus se voileront.

Mais toi, Seigneur, tu possèdes
Ta propre immortalité !
Tout le bonheur que tu cèdes
Accroît ta félicité !
Tu dis au soleil d’éclore,
Et le jour ruisselle encore !
Tu dis au temps d’enfanter,
Et l’éternité docile,
Jetant les siècles par mille,
Les répand sans les compter !

Les mondes que tu répares
Devant toi vont rajeunir,
Et jamais tu ne sépares
Le passé de l’avenir ;
Tu vis ! et tu vis ! les âges,
Inégaux pour tes ouvrages,
Sont tous égaux sous ta main ;
Et jamais ta voix ne nomme,
Hélas ! ces trois mots de l’homme :
Hier, aujourd’hui, demain !

Ô Père de la nature,
Source, abîme de tout bien,
Rien à toi ne se mesure,
Ah ! ne te mesure à rien !
Mets, à divine clémence,
Mets ton poids dans la balance,
Si tu pèses le néant !
Triomphe, à vertu suprême !
En te contemplant toi-même,
Triomphe en nous pardonnant !

Verónica del Carpio Fiestas

¿Los madrileños hablamos muy deprisa todavía?

«La lectura, en una publicación cultural colombiana13 del artículo “Algunos modos de decir en el español de Madrid” del profesor Luis Flórez, uno de los principales lingüistas del país, produce una curiosa impresión. Escrito tras una estancia en Madrid, el trabajo contiene una serie de observaciones sobre los usos lingüísticos de la capital de España, comentados, a veces no sin cierta extrañeza, por el autor. Citaremos algunos casos. Flórez observa, en primer lugar, que muchos españoles hablan tan rápido que un colombiano no llega a entender, especialmente por teléfono a todo lo que le dicen (lo cual puede servir de consuelo a un sueco, o a cualquier hispanohablante, que a veces opina lo mismo) 14.
Veamos, como primer ejemplo, una cuestión morfológica. Luis Flórez afirma que el empleo de le en lugar de lo es corriente. En Europa solemos aprender, por lo contrario, que en América dicen y escriben lo en vez de le en el acusativo de persona. Pero desde el punto de vista histórico, Flórez tiene, naturalmente, razón: este uso de muchas regiones de España supone la pérdida de una distinción motivada históricamente […]. Es sólo desde el punto de vista referencia en lo que resulta interesante. Un americana toma su uso lingüístico como punto de partida y comprueba que en Madrid se dice, en cambio, tal o cual otra cosa. Indica así, por ejemplo, que en España se emplea tú y en plural vosotros cuando en toda Hispanoamérica se usa ustedes […]. En este caso, por el contrario, el uso americano comporta una evolución hacia un mayor empobrecimiento, frente al español más conservador.
Flórez nota, además, que en Madrid «dicen» chófer mientras que en Bogotá «se dice» chofer con el acento en la última sílaba. Nosotros solemos decir, sin embargo, que aquí «se dice» chófer, pero que en América «dicen» chofer. Observa también que la j madrileña se pronuncia como una aspiración muy fuerte. Desde el punto de vista europeo, ello suele expresarse en el sentido de que en América la j con frecuencia se debilita hasta pronunciarse como una aspiración débil parecida a una h-. Cuando alude a la doble acentuación de los compuestos de imperativo y pronombres pospuestos tipo fijesé, siéntaté, hace pensar enseguida en el gauchesco, donde son características dichas formas; hasta tal punto no son privativas de América -pese a que en Argentina se crea lo contrario- que un colombiano siente extrañeza al oírlas en Madrid.
En el campo del vocabulario advierte Flórez que en España se denomina coche a lo que en Colombia carro. reservándose ésta última palabra en España para los vehículos de tracción animal. Asimismo en Colombia dicen bebidas heladas y en España bebidas frías, en Colombia comercios, en España, generalmente, tiendas, en Bogotá vestidos sobre medida y en Madrid traje a medida. Volviendo a la gramática, subraya el mayor uso del perfecto compuesto en España; en Colombia se prefiera habitualmente el simple (se fue por se ha ido).
Al analizar los fenómenos populares madrileños nota Flórez, entre otras cosas, las formas reducidas ara por ahora (vulgarismo igualmente frecuente en América) y amos (exclamación) por vamos, forma que yo mismo había anotado como típica de los cocheros de caballos de Buenos Aires.
Flórez advierte la existencia de anglicismos y galicismos como Snack bar, vestido prêt a porter, degustación, y concluye que España se europeíza al tiempo que su universaliza e industrializa. No es casualidad que sea un colombiano precisamente el que haga estas observaciones y al que choque que la deshispanización, pues en Bogotá la tendencia sigue siendo la contraria. conservándose viva todavía la herencia de Caro y Cuervo. Por ello Flórez añade: «el español medio parece no tener preocupación por la corrección y por eso al castellano prurito que entre los colombianos cultos y semicultos llega a veces a extremos exagerados.»

13 Noticias culturales, Instituto Caro y Cuervo, número 56, 1965.

14 La expresión, frecuentemente oída, de que algunos pueblos «hablan muy rápido», suele depender simplemente dificultades en el entender debidas a falta de familiaridad con la lengua en cuestión. Véase mi obra La lengua y el hombre [Ed. Itsmo, Col. Fundamentos, Madrid, 1970].

Del libro La América hispanohablante. Unidad y diferenciación del castellano, del ilustre lingüista e hispanista sueco Bertil Malmberg (1889-1994), Ed. Istmo, Colección Fundamentos, 3ª ed. Agosto 1974, págs. 246-250. Libro fue publicado por primera vez en el año 1966.

Por la selección y el título del post,

Verónica del Carpio Fiestas

¿Qué hacer para que una gota de agua no se seque? Josep Maria Esquirol, gestos de generosidad en tiempos oscuros

«El dar tiene amplísimo registro, dar tiempo, dar medios, dar acogida…, pero también dar amabilidad: todos los gestos que, dirigidos hacia los demás, hacen más agradable la vida. Gestos de generosidad. Dar no es sólo cosas de santos o héroes. Hay pequeños gestos, afables y cotidianos, que ya son donación. Todo cuenta y en especial lo que sentimos de cerca y asiduamente. hay uan sabiduría del gesto, así que la «urbanidad», bien entendida, es sustancial. Los «modales» -los gestos modales- no responden sólo a la «buena educación», sino a una actitud existencial mucho más profunda. ceder el paso: «primero usted, por favor». Los gestos amables tienen ya de entrada la virtud de excluir sus opuestos: el abrazo aleja el temor; la mano abierta, el odio, el movimiento de hombros, el fanatismo; el masaje, el dolor; las caricias, el llanto; la sonrisa endulza el aire que se respira; la humildad en la mirada deja hablar al otro.

Los gestos de generosidad conectan secretamente con los actos más excepcionales. Son esos actos, y no las ideas abstractas, las que lucen como faros de esperanza en momentos y épocas de oscuridad. Las ideas son insensibles, inclusive la del bien. [… ] En nombre del bien, o de la justicia, o de Dios, se han causado toneladas de sufrimiento y millones de víctimas. La bondad, en cambio, siempre produce lo bueno y nunca lo malo. La bondad no está en las declaraciones grandilocuentes, sino en lso gestos y en las acciones […].

Esto es lo que salva al mundo: la bondad cotidiana de las personas; la bondad de las acciones de unos hacia otros. […] A veces, esa bondad parece pequeña e impotente ante la monstruosidad y la extensión del mal. No obstante, en su impotencia y en su debilidad «nunca podrá ser vencida». De aquí que la bondad, que es una de las vibraciones de la vida, sea la esperanza del mundo.

En las afueras de un monasterio budista, en las montañas del Himalaya, hay una piedra con un acertijo inscrito en ella: «¿Qué hay que hacer para que una gota de agua no se seque?» Detrás de la misma piedra se encuentra la respuesta: «Dejarla caer al mar». Bellísima imagen. Pero corresponde a la idea de integración oceánica y de totalidad que no comparto.

Tal vez cabría una respuesta alternativa, propia de las afueras -de la intemperie del desierto-. ¿Qué hay que hacer para que una gota de agua no se seque? Ponerla en los labios de alguien que tenga sed.»

De «La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana», de Josep Maria Esquirol, Acantilado, Barcelona, 2018, págs. 102-104. Premio Nacional de Ensayo 2016.

Por la selección y transcripción del texto y por la foto (propia),

Verónica del Carpio Fiestas

Joseph Conrad, escritor sobre España

Que a Joseph Conrad, a quien convencionalmente se podría describir como autor polaco-británico (1857-1924) que escribía en inglés, se le ocurriera tomar como tema España no es algo que de primeras podría parecer muy probable. Aunque, bien mirado, un escritor tan viajero y que tanto recorrió los mares y que escribió sobre tantas y distantes tierras por qué no iba a poner su mirada también sobre esa exótica y agitada España de tanta costa y en la que británicos y polacos se dejaron la piel en la Guerra de la Independencia española (la «guerra peninsular» de los británicos) y cuando, además, según parece, él mismo estuvo en España y puede haber algún trasfondo autobiográfico. Es curioso que las dos únicas obras de Conrad situadas en España o de ambiente español (o las dos únicas que conozco) tengan contexto de guerra: «La Flecha de Oro» y «La posada de las dos brujas». La «La Flecha de oro»The Arrow of Gold», 1919) es una interesantísima, novela de aventuras sobre contrabando de armas en las guerras carlistas (y, por cierto, hay quien dice que el propio Conrad participó en contrabando de armas en favor de los carlistas) y «La posada de las dos brujas» («The inn of the two witches», 1915, dentro de la recopilación de cuentos «Within the Tides») un relato o cuento largo que podría inscribirse en el género de terror. Voy a centrarme en el cuento, en el que Conrad utilizó la añeja técnica del manuscrito encontrado (el autor lo llama «el Hallazgo«) y ambientada en 1813, en la guerra de la Independencia, en un lugarejo no precisado de Asturias; no en la costa vasca como dicen algunas reseñas que hay por internet, escritas por quienes no parecen haber leído bien la obra.

El texto en inglés del cuento puede encontrarse en Wikisource y en Gutemberg; en castellano, en varias colecciones de relatos. Y aunque se supone que es una obra de terror, para un lector español o hispanohablante que lea la obra, en especial si la lee en inglés, puede ser difícil que no se escape una sonrisa. No deja de tener su gracia que Conrad, al igual que en sus obras sobre los exóticos mares del Sur o en lo profundo del África misteriosa, también en «La posada de las dos brujas» intercale palabras o expresiones en el idioma aborigen que, en este caso, resulta ser el castellano, y sin rastro de bable, por cierto. Señor senor«, con ene, en algunas versiones en ingles), Misericordia, posada, guerrillero, quién sabe (sin tilde), político (también sin tilde), defunta (con e), caballero, novio, macho (en el sentido de mulo), ladrones e incluso ladrones en grande (sic) y Vaya usted con Dios y un maravilloso Buenos noches, senorita con ene, más una Erminia sin hache, una Lucilla con las dos eles y un Gonzales con ese y sin tilde.

Además de esos rústicos asturianos cuya descripción física acaso sea un poquito irritante por la repetición de fealdad y deformidad física (mujeres horribles y grotescas en su decrepitud, un personaje descrito como humúnculo, un tuerto), aparece esa figura al parecer estrictamente indispensable en todo relato ambientado en cualquier lugar de la pintoresca España en el siglo XIX: una joven gitana, que, por cierto, se viste con una falda corta. ¿Cómo sería una «falda corta» para la imaginación de uno que escribe en 1913 y ambientando su relato un siglo antes? La de la falda corta, claro, es figura tan demoníaca como las dos «brujas» viejas pero del otro estilo: hermosa, o cuanto menos joven, de obvio atractivo sexual y destructora; la misoginia del relato es de las más clásicas.

He dicho que es curioso que las dos obras de Conrad situadas en España están ambientadas en época de guerra; sería temerario extraer conclusiones sin certeza de que si en efecto son las dos únicas obras, pero, en realidad, tampoco es tan curioso. Cuando se habla de la Guerra Civil Española como si solo hubiera habido una en toda la Historia de España se olvida, soslaya o desconoce que ya solo en el siglo XIX, hubo una extensa lista de feroces guerras, y varias fueron civiles. No es sorprendente que quien quisiera escribir sobre España escogiera esos momentos; hubo muchos y, además, para un escritor del estilo de Conrad, tan inclinado a describir la tragedia del mundo, seguramente sería más interesante.

Verónica del Carpio Fiestas

Proceso por la sombra de un burro

«Demóstenes el orador, en una ocasión en que los atenienses le quitaron el uso de la palabra en la asamblea, alegó que solo quería decirles dos palabras y, cuando guardaron silencio, dijo: «Un joven alquiló en verano un burro para ir desde la ciudad hasta Megara. El el centro del día, cuando el sol calentaba con más fuerza, tanto el alquilador como el propietario del burro quisieron ponerse a su sombra. Cada uno intentó entonces impedírselo al otro, sosteniendo el propietario que había alquilado el burro, no su sombra, y manteniendo el alquilador que tenía plenos poderes sobre el animal». Dicho esto, se retiró, y cuando los atenienses lo retuvieron, instándolo a que contara el resto de la historia, les dijo: «De modo que queréis oírme hablar de la sombra de un burro y, en cambio, cuando hablo de asuntos importantes, no queréis escucharme.» [«Cuentos de sombras», seleccionados por José María Parreño, Siruela, Madrid 1989]

Demóstenes se equivocaba: la sombra del burro sí es importante. Más aún, la regula la normativa española vigente. Estamos hablando del inciso final del artículo 1.258 del Código Civil, precepto de uso muy frecuente en los tribunales españoles:

«Artículo 1258

Los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley.»

Ah, y si se quieren saber las posibles consecuencias de un pleito sobre la sombra de un burro, nada mejor que la obra «Proceso por la sombra de un burro», del escritor suizo Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) , sobre el catastrófico pleito de enormes consecuencias e implicaciones políticas, filosóficas, religiosas y de todo tipo entre un dentista que ha alquilado un burro y el propietario del burro, por la sombra del burro y/o por la Justicia. Es una comedia (¿o quizá una farsa o una sátira?), ambientada en la Grecia clásica. De entre las múltiples versiones teatrales grabadas que figuran en Internet, voy a insertar una que solo conserva las voces y no las imágenes de un grupo de teatro más que clásico en el teatro español: la versión de la obra por el «Teatro Experimental Independiente», T.E.I., en 1966. He escogido esta versión por una razón: que, según parece, en su origen la obra de Dürrenmatt fue escrita como pieza radiofónica.

Y si alguien estuviera interesado en analizar una obra aún más clásica en la que hay que tener en cuenta el artículo 1.258 del Código Civil, no tiene más que leer, o releer, «El Mercader de Venecia» de Shakespeare y ver las consecuencias que tiene pactar la entrega de un corazón humano pero sin derramar ni una gota de sangre. Hay alumnos de Derecho Civil que ya lo han hecho…

Verónica del Carpio Fiestas

Las almenaras de Gondor de «El Señor de los anillos» de Tolkien y las hogueras del «Agamenón» de Esquilo

Me pregunto si una escena de la trilogía «El Señor de los anillos» de J.R.R. Tolkien está basada nada menos que en una antiquísima obra de teatro: «Agamenón», de la «Orestiada» del dramaturgo griego Esquilo. La educación clásica de Tolkien es de sobra conocida y, además, poco menos que a cualquier alumno de Oxford, como lo fue Tolkien, se le presumía y exigía en aquella época un conocimiento profundo de latín y griego clásico, tanto como para ser lector habitual más o menos obligado de las grandes obras literarias latinas y griegas; nada tendría de extraño, pues, que, consciente o inconscientemente, Tolkien se hubiera inspirado en un modelo de tantos siglos antes, teniendo en cuenta además, la frecuencia con que, en efecto, se inspiraba en literatura clásica de todo tipo. La escena a la que me refiero es la de las almenaras de Gondor, en la parte III de «El señor de los anillos», «El retorno del rey»: se van encendiendo sucesivamente hogueras de aviso en los picos de una cadena de montañas, como un telégrafo de luces.

Cuando se trata del «El Señor de los anillos» («The Lord of the Rings») hay que tener en cuenta también la trilogía cinematográfica dirigida por Peter Jackson, así que empecemos por la película.

Estamos en la tercera y última película de la saga, «El retorno del rey» («The Lord of the Rings: The Return of the King», 2003). Gandalf ordena a Pippin que encienda la hoguera de la almenara de Minas Tirith, a fin de avisar a los aliados de que hay guerra y pedirles ayuda. La escena es visualmente grandiosa; Pippin consigue sortear la vigilancia y prende la primera hoguera y los espectadores vemos como se van encendiendo sucesivamente hogueras en los picos de unas montañas nevadas, altas, rodeadas de nubes, unas veces a la luz del día, otras en la noche, hasta llegar el aviso a su destino, y bien aderezada la ya apabullante belleza y emoción de las imágenes, tomadas desde arriba y de frente, con el sonido de la música heroica de la banda sonora.

Pero esta escena no existe en el libro de Tolkien; Peter Jackson se tomó una licencia poética. En el libro los vigías encienden hogueras de aviso en las cimas de las montañas, sí, pero en la hoguera inicial nada tienen que ver Pippin y Gandalf, quienes aparecen aquí como simples espectadores de las hogueras.

Vayamos, pues, al libro «El Señor de los anillos III. El retorno del rey», Libro Quinto, I, «Minas Tirith» (edición de Ediciones Minotauro, 1980). Gandalf y Pippin, cabalgando a lomos ambos de Sombragris, se dirigen a toda velocidad, en plena noche, a Gondor; Pippin está asustado.

«-¿Dónde estamos, Gandalf? -preguntó.

-En el reino de Gondor -respondió el mago-. Todavía no hemos dejado atrás las tierras de Anórien.

Hubo un nuevo momento de silencio. Luego: -¿Qué es eso? -exclamó Pippin de improviso aferrándose a la capa de Gandalf-. ¡Mira! ¡Fuego, fuego rojo! ¿Hay dragones en esta región? ¡Mira, allí hay otro!

En respuesta, Gandalf acicateó al caballo con voz vibrante.

-¡Corre, Sombragris! ¡Llevamos prisa! El tiempo apremia. ¡Mira! Gondor ha encendido las almenaras pidiendo ayuda. La guerra ha comenzado. Mira, hay fuego sobre las crestas del Amon Dîn y llamas en el Eilenach; y avanzan veloces hacia el oeste: hacia el Nardol, el Erelas, Min-Rimmon, Calenhad y el Halifirien en los confines de Rohan.«

Obsérvese la sucesión de topónimos para describir el avance visual de las sucesivas hogueras; hasta en la traducción al castellano se percibe la deliberada elección de vocablos sonoros. Y ahora vayamos al «Agamenón» de Esquilo.

En el «Agamenón» también vemos avanzar las hogueras desde lejos como espectadores, en las palabras del personaje que las describe sin verlas, el personaje y nosotros, más que con los ojos de la imaginación, y también se van sucediendo los topónimos sonoros, no solo de montes.

Y aquí también hay guerra, aunque desde muy distinta perspectiva. Las hogueras no anuncian aquí el peligro en que se encuentra una ciudad que pide ayuda y será asediada en una dura guerra sino todo lo contrario: la caída de una ciudad, Troya, y el final de la guerra. Si para Gandalf y Pippin las hogueras son mensajeras de la desgracia, y para quienes las encienden y ven también, en «Agamenón» anuncian lo que para el personaje, la reina Clintemnestra (o Clitemestra), y su ciudad, es noticia jubilosa.

Veamos el texto de «Agamenón», extraído de la edición de Editorial Gredos enlace aquí. La obra empieza poco antes de la escena que nos interesa con el monólogo del vigía encargado por la reina de estar pendiente de las luces y que de repente ve la luz en lontananza que anuncia la victoria. La reina habla con un incrédulo y despreciativo corifeo -despreciativo porque ella es mujer- y le explica que ha llegado la noticia de que Troya acaba de caer:

«CORIFEO. – ¿Y en qué momento ha quedado arrasada esa ciudad?
CLITEMESTRA. – Te contesto: la noche pasada, la que ha dado lugar a este día.
CORIFEO. – ¿Y quién podría llegar a anunciarlo tan pronto?
CLITEMESTRA. – Hefesto [dios del fuego, metonimia aquí del fuego], enviando un brillante fulgor desde el Ida. Desde el fuego que fue el primero en dar la noticia, cada hoguera fue enviando otra hoguera hasta aquí: el Ida al Hermeo, monte de Lemnos. En tercer lugar, recibió de esta isla una gran hoguera la altura de Atos consagrada a Zeus, y se elevó por aquellas alturas, como para venir por encima del mar para nuestro gozo, el vigor de la antorcha viajera, y la ardiente resina del pino dio aviso a los vigías del monte Macisto con la brillantez de un dorado fulgor semejante al del sol. No se anduvo en demoras el monte, ni vencido del sueño de modo insensato pasó por alto la parte que a él le tocaba en el mensaje, antes, al contrario, llegó allá lejos la luz de su hoguera, hasta las corrientes del Euripo dio la señal a los centinelas de Mesapio. Estos encendieron, a su vez, otra hoguera, para que la señal siguiera adelante, prendiéndole fuego a un montón de brezo ya seco. La vigorosa llama, sin apagarse siquiera un momento, franqueó de un salto las tierras bajas del río Asopo, como luna resplandeciente, hasta la roca del Citerón y provocó un nuevo relevo del fuego encargado de traer la noticia. El puesto de guardia no descuidó el encender una luz que llegara a lo lejos, más intensa aún de lo que se le había ordenado. Y la luz cruzó por encima del lago Gorgopis y alcanzó hasta el monte Egiplanto, donde incitó a no omitir la orden que había de encender un fuego. Lo encendieron con ardor diligente y enviaron una enorme barba de fuego como para sobrepasar, iluminándolo, el promontorio desde cuya cumbre se divisa el golfo Sarónicot. Luego saltó y al punto llegó al monte Aracneo, puesto de observación ya vecino a nuestra ciudad, y a continuación alcanzó esta morada de los Atridas esa luz que no deja de ser descendiente del fuego prendido en el Ida. Tales eran mis instrucciones a los portadores de las antorchas: cada uno releve al otro, y vence el primero y el último en esta carrera. Y tal garantía y señal te digo de que desde Troya mi esposo me dio la noticia.«

Hagamos abstracción de las diferencias. Tolkien, en 1954, describe gráficamente cómo se van encendiendo hogueras en los montes para anunciar noticias de guerra, mediante el sistema de ir nombrando los lugares donde las hogueras se van encendiendo sucesivamente; Esquilo en los siglos V-VI a.C., también. En ninguna de las dos obras literarias tenemos imagen y música como en la película, pero tenemos en las dos obras la poderosa imagen y la poderosa música de las palabras.

Verónica del Carpio Fiestas

«

El perro de flores de Jeff Koons y el dios de hierba de la tumba de Tutankamón

«Tal vez uno de los objetos más curiosos de todo el ajuar funerario sea el que apareció en una caja oblonga en la esquina sudoeste de la habitación, debajo de algunos de los cofres en forma de capilla. Este objeto, al que comúnmente llamamos la figura germinada de Osiris o el lecho de Osiris, se compone de un armazón de madera moldeado como la figura de dicho dios, vaciado forrado con un paño, lleno de barro procedente del lecho del Nilo y con grano plantado en él. Se lo humedecía, el grano germinaba y aquella forma inanimada se convertía en verde y llena de vida, simbolizando así la resurrección de Osiris y del muerto. Esta figura era de tamaño natural e iba completamente envuelta en mortajas y vendada a manera de una momia. No es más que otro ejemplo de cómo en aquel antiguo culto funerario se identificaba al muerto justificado con Osiris en todos los aspectos posibles.»

[Fragmento de un libro clásico: «El descubrimiento de la tumba de Tutankhamón«, publicado en 1927 por el famosísimo arqueólogo Howard Carter (1874-1939), para describir con todo detalle el descubrimiento por él, en 1922, de la tumba del faraón Tutankhamón, en el Valle de los Reyes, Egipto. En este enlace, texto completo en castellano de este apasionante libro, cuya lectura animaría a cualquiera a dejar su profesión y dedicarse a la arqueología.]

Puppy, Guggenheim, Bilbao. By Xosema – Own work, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=7458810

«Puppy (en español Cachorro) es una escultura realizada por el artista estadounidense Jeff Koons en 1992. Representa un cachorro canino de la raza West Highland White Terrier y se compone de una estructura de acero recubierta con plantas naturales, que se reemplazan a medida que dejan de florecer. Se encuentra emplazada frente al Museo Guggenheim de la ciudad de Bilbao, España. Sus dimensiones son 12,4 x 9,1 x 8,5 m. Existe una copia exacta en una finca de Peter M. Brant en Connecticut.«

[Transcripción de la entrada «Puppy (escultura)», en Wikipedia]

Verónica del Carpio Fiestas

Un pensamiento conocidísimo de Pascal sobre Ley y Justicia

«[…] nada hay justo o injusto que no cambie de cualidad cambiando de clima. Tres grados de elevación hacia el polo echan por tierra toda la jurisprudencia; un meridiano decide de la verdad; a los pocos años de ser poseídas, las leyes fundamentales se cambian; el derecho tiene sus épocas; la entrada de Saturno en Leo nos indica el origen de tal crimen. ¡Valiente justicia la que está limitada por un río! Verdad aquende el Pirineo, error allende.«

Blas Pascal, «Pensamientos«, sección IV, 294 (Colección Austral, Espasa Calpe, traducción de X. Zubiri, 1940.)

Aunque, claro, quizá Pascal habría escogido otro ejemplo que el de unos Pirineos separadores de Francia de España de haber vivido en la época de la Unión Europea, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y de las directivas comunitarias en vez de en el siglo XVII…

 

Verónica del Carpio Fiestas

Dos descripciones literarias de la calma chicha: Coleridge y Conrad

Si pensamos en descripciones literarias de la vida marinera, probablemente lo primero que viene a la cabeza es la literatura británica, por razones evidentes. «Rule, Britannia! Britannia, rule the waves«, que decía aquel. Y quizá vengan a la memoria dos autores, uno de los cuales, el novelista, curiosamente no era británico de origen, sino polaco, y conocía por experiencia propia el mar, y el otro, el poeta, británico 100%, curiosamente no parece que tuviera especial conocimiento directo del mar. Joseph Conrad (1857-1924) escribió muchas páginas sobre el mar en novelas y cuentos; de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) se recuerdan varios poemas (o, al menos, fuera del ámbito cultural británico, los conocemos y recordamos quienes hemos leído los análisis de Jorge Luis Borges sobre su obra), como «Kubla Khan o la visión de un sueño«, y sobre el mar «The rime of the ancient mariner«, «La balada del viejo marinero«. Del horror y la desesperación de la calma chicha en mitad del mar, voy a transcribir unos párrafos de la novela de Conrad «El negro del Narcissus» (1897) y dos estrofas de «La balada (o la canción, o la rima, o la oda, o como se quiera traducir) del viejo marinero».

Empecemos por Coleridge:

«Día tras día, día tras día,

atascados, sin brisa ni movimiento;

tan ociosos como una nave pintada

sobre un océano pintado.

Agua, agua por doquier,

y todas las cuadernas se encogían;

agua, agua por doquier,

y ni una gota para beber«

El texto completo del poema puede localizarse aquí. La traducción transcrita procede del recomendable libro «Orígenes. Cómo la historia de la Tierra determina la historia de la humanidad«, de Lewis Dartnell, Editorial Debate, 2019; otra traducción de esas estrofas puede localizarse aquí.

Y vayamos a «El negro del Narcissus» de Josep Conrad (traducción de Ediciones Barataria, 2006):

«En la sofocante inmovilidad de la calma chicha, las velas gualdrapeaban con furia a lo largo de los oscilantes palos. Estábamos cansados, hambrientos, muertos de sed. Empezábamos a creer a Singleton, pero los disimulábamos ante Jimmy con obstinada fidelidad. Le hablábamos con alusiones jocosas, como regocijados cómplices de una ingeniosa trama; pero mirábamos hacia poniente con ojos sombríos en busca de un signo de esperanza, de una pizca de viento favorable, aunque su primer soplo significara el fin de nuestro remiso moribundo. Pero en vano.«

Verónica del Carpio Fiestas

Llanto fúnebre por dos hermanos fratricidas, por Esquilo

El dramaturgo griego Esquilo (ss. VI-V a.C.) escribió en su tragedia «Los siete contra Tebas» un conmovedor planto: el de dos hermanas a sus dos hermanos que se han matado entre sí. Antígona e Ismene lloran a la muerte de Eteocles y Polinices, muertos ambos en el asalto a Tebas, víctimas de la maldición de Edipo, padre incestuoso de los cuatro. Si triste es que mueran en una guerra dos hermanos, estremecedor es que esos dos hermanos hayan muerto en una guerra matándose entre sí. Y estremecedor es el texto.

Oigamos a Antígona y a Ismene, en la sonora, poderosa y poética traducción de Fernando Segundo Brieva («Esquilo, tragedias completas«, Edaf, 1982), que tiene más de cien años; y uso deliberadamente «oigamos» y no «leamos» porque pocos textos como este parece que piden ser leídos en voz alta y a dos voces.

«Antígona

(Dirigiéndose al cuerpo de Polinice.) Tú diste y recibiste la muerte.

Ismene

(Dirigiéndose al de Eteocles.) Tú has muerto matando.

Antígona

A hierro mataste.

Ismene

A hierro moriste.

Antígona

¡Qué miserias has procurado!

Ismene

¡Qué miserias has padecido!

Antígona

¡Salid, gemidos!

Ismene

¡Salid, lágrimas!

Antígona

Mataste, y ahora yaces tendido delante de mis ojos.

Ismene

Caíste envuelto en sangre, y así te ofreces a mí, sangriento y sin vida.

Antígona

¡Ay!

Ismene

¡Ay!

Antígona

El dolor enajena mi mente.

Ismene

Dentro del pecho angústiase el corazón.

Antígona

¡Ah, ah, merecedor de ser llorado para siempre!

Ismene

¡Y tú también, desdichado entre los desdichados!

Antígona

De mano amiga recibiste la muerte.

Ismene

Tú diste muerte al amigo.

Antígona

Doble desastre que referir.

Ismene

Doble desastre que considerar.

Antígona

Doble aflicción, que está aquí, ¡a mí lado!

Ismene

Desgracias de hermanos, desgracias hermanas también, que me hacen vecindad desdichada.

Antígona

¡Horrendo de decir!

Ismene

¡Horrendo de mirar!

Coro

¡Oh Parca, funesta distribuidora de infortunios! ¡Oh veneranda sombra de Edipo, negra Erinia, y cuán formidable eres!

Antígona

¡Ay!

Ismene

¡Ay!

Antígona

¡Qué de horrendos males!…

Ismene

Le ofreció a este su hermano de vuelta del destierro.

Antígona

¡Y después que le mató, no entró en Tebas!

Ismene

Y cuando parecía haberse salvado, perdió la vida.

Antígona

¡Sí, la perdió!

Ismene

¡Y quitó a este la suya!

Antígona

¡Mísera raza!

Ismene

¡Calamidad miserable!

Antígona

Desgracias gemelas dignas de lastimosísimo duelo.

Ismene

Torrente irresistible de males que saltan los unos sobre los otros.

Antígona

¡Horrendo de decir!

Ismene

¡Horrendo de mirar!»

No sería fácil encontrar un texto más conmovedor sobre la muerte entre hermanos, sobre los conflictos fratricidas, la tragedia de quienes mueren y de quienes sobreviven y los lloran.

O sea, sobre la tragedia de las guerras civiles.

Uf.

Verónica del Carpio Fiestas

«

Autores que sacan en un libro el propio libro que están escribiendo: Cervantes y Alfonso X el Sabio

Con una modernísima técnica, Miguel de Cervantes utiliza como materia literaria en la segunda parte de «El Quijote» el propio libro de «El Quijote». El Quijote mismo aparece en El Quijote. Varios personajes que figuran en la segunda parte han leído la primera parte del libro y hasta saben cuántos ejemplares se han publicado y dónde, y hablan de ella incluso con Don Quijote y Sancho, quienes son conscientes de esa primera parte que recoge sus aventuras y sus pensamientos y conversan sobre ello; el libro pasa a ser objeto tratado en el libro, el cual se imbrica magistralmente consigo mismo en una pirueta literaria maravillosa en el doble sentido de la palabra que deja boquiabierto de admiración a quien lo lea. Ya quisieran ser capaces de escribir algo parecido muchos novelistas de las vanguardias del siglo XX o de quienes ya están de vuelta de todo en el siglo XXI .

Y Martín de Riquer, ilustre editor del Quijote, en la introducción a su edición, cita un precedente de un libro que cita a sí mismo, nada menos que Las Cantigas de Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII:

«Pero no solo Cervantes aparece en el Quijote, sino el Quijote mismo. En la segunda parte Sancho informa a su amo de que «andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió» […]. La ficción se interfiere perfectamente en la realidad: los entes creados por el ingenio de Cervantes hablan como seres reales de su historia escrita e impresa, y el libro, la primera parte de la novela, es un elemento novelesco más en la segunda, e incluso en bachiller Sansón Carrasco nos da la primera bibliografía del Quijote: «el día de hoy están impresos más de doce mil libros de tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se le trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga» (II,3); y tiene toda la razón, como se ha demostrado, pero lo sorprendente es que esto lo diga un personaje de la novela desde dentro de la novela misma. Unamuno y Pirandello no serán más audaces. Pero lo había sido, cuatro siglos antes que Cervantes, el rey don Alfonso el Sabio, una de cuyas Cantigas de Santa María (la 209) cuenta cómo el propio monarca, enfermo en Vitoria, sanó milagrosamente gracias a que le pusieron encima el libro de las Cantigas de Santa María, o sea el mismo en que se relata«. [«Don Quijote de la Mancha», edición, introducción y notas de Martín de Riquer, Introducción, Clásicos Universitarios Planeta, 1995, p. LXIV).

Y esa Cantiga número 209, cuyo análisis puede consultarse aquí, dice así:

«Como el Rey Don Affonso de Castela adoeçeu en Bitoria e ouv’ ha door tan grande que coidaron que morresse ende, e poseron-lle de suso o livro das Cantigas de Santa Maria, e foi guarido.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz,
a Deus quen lle nega o ben que lle faz.

Mas en este torto per ren non jarei
que non cont’ o ben que del recebud’ ei
per ssa Madre Virgen, a que sempr’ amei,
e de a loar mais d’outra ren me praz.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…

E, como non devo aver gran sabor
en loar os feitos daquesta Sennor
que me val nas coitas e tolle door
e faz-m’ outras mercees muitas assaz?

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…
Poren vos direi o que passou per mi,
jazend’ en Bitoira enfermo assi
que todos cuidavan que morress’ ali
e non atendian de mi bon solaz.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…

Ca ha door me fillou [y] atal
que eu ben cuidava que era mortal,
e braadava: «Santa Maria, val,
e por ta vertud’ aqueste mal desfaz.»

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…
E os fisicos mandavan-me põer
panos caentes, mas nono quix fazer,
mas mandei o Livro dela aduzer;
e poseron-mio, e logo jouv’ en paz,

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…

Que non braadei nen senti nulla ren
da door, mas senti-me logo mui ben;
e dei ende graças a ela poren,
ca tenno ben que de meu mal lle despraz.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…

Quand’ esto foi, muitos eran no logar
que mostravan que avian gran pesar
de mia door e fillavan-s’ a chorar,
estand’ ante mi todos come en az.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…

E pois viron a mercee que me fez
esta Virgen santa, Sennor de gran prez,
loárona muito todos dessa vez,
cada u põendo en terra sa faz.

Muito faz grand’ erro, e en torto jaz…«

El poeta rechaza los remedios de los médicos, pide que le traigan el libro de las Cantigas de Santa María y de repente mejora. O sea, que no solo el libro aparece en el propio libro, sino que, además, cura al autor del libro. No se puede pedir más.

Verónica del Carpio Fiestas

El silencio y el canto de las sirenas

El canto de las sirenas es peligroso ya se sabe. Pero ¿y su silencio? De T.S. Elliot a Franz Kafka.

Empecemos por T. S. Elliot (1898-1965):

«I have heard the mermaids singing, each to each.
I do not think that they will sing to me

He oído cantar a las sirenas, pero no creo que canten para mí» (traducción libre)]

Son dos versos del impresionante poema de T.S. Elliot «The Love Song of J. Alfred Prufrock«, texto completo en el original inglés aquí y una traducción al castellano aquí.

Y vayamos a Kafka (1888-1924), al cuento póstumo «El silencio de las sirenas«, del que se transcribe a continuación un párrafo (texto completo en castellano del cuento, en este enlace):

«Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio«.

Verónica del Carpio Fiestas

El reino de los beodos o insuficiencia de las leyes, según Campoamor

Del olvidado y en su día celebérrimo poeta Ramón de Campoamor (1817-1901) es la fábula que a continuación se transcribe. Está en consonancia, por cierto, con aquello de «En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira», que es lo único, prácticamente, que se recuerda de él. Y hablando de recordar, esta fábula me recuerda a esas innumerables leyes que se aprueban sin presupuesto para llevarlas a efecto y esas otras leyes que establecen derechos y obligaciones pero no consecuencias de los incumplimientos, las flatus vocis normativas; porque si la ley es red con alguna malla descompuesta, hay leyes que se aprueban sabiendo el legislador que tienen todas las mallas descompuestas, simplemente para decir que hay una red.

«Insuficiencia de las leyes

El reino de los beodos

   Tuvo un reino una vez tantos beodos,
que se puede decir que lo eran todos,
en el cual por ley justa se previno:
      «- Ninguno, cate el vino.»-
      Con júbilo el más, loco
aplaudiose la ley, por costar poco:
acatarla después, ya es otro paso;
pero en fin, es el caso
que la dieron un sesgo muy distinto,
creyendo que vedaba sólo el tinto,
      y del modo más franco
se achisparon después con vino blanco.
Extrañando que el pueblo no la entienda,
el Senado a la ley pone una enmienda,
y a aquello de: «Ninguno cate el vino»,
añadió «blanco», al parecer, con tino.
Respetando la enmienda el populacho,
volvió con vino tinto a estar borracho,
creyendo por instinto ¡mas qué instinto!
que el privado en tal caso no era el tinto.
      Corrido ya el Senado,
en la segunda enmienda, de contado
      «- Ninguno cate el vino,
sea blanco, sea tinto
», -les previno;
y el pueblo, por salir del nuevo atranco,
con vino tinto entonces mezcló el blanco;
hallando otra evasión de esta manera,
pues ni blanco ni tinto entonces era.
   Tercera vez burlado,
«- No es eso, no señor», dijo el ‘Senado;
«o el pueblo es muy zoquete, o muy ladino:
se prohibe mezclar vino con vino».-
Mas ¡cuánto un pueblo rebelado fragua!
¿Creeréis que luego lo mezcló con agua?
Dejando entonces el Senado el puesto,
de este modo al cesar dio un manifiesto:
«La ley es red, en la que siempre se halla
      descompuesta una malla,
por donde el ruin que en su razón no fía,
se evade suspicaz…
»¡Qué bien decía!
      Y en lo demás colijo
que debiera decir, si no lo dijo:
     «Jamás la ley enfrena
al que a su infamia su malicia iguala:
si se ha de obedecer, la mala es buena;
mas si se ha de eludir, la buena es mala.
»»

Verónica del Carpio Fiestas

Homo ludens: juego, Derecho y proceso judicial

Se va a transcribir un fragmento de una obra clásica escrita en 1938, «Homo ludens», del ilustre historiador holandés Johan Huizinga (1872-1945). Más allá del «homo sapiens» y del «homo faber», el hombre como animal que es capaz de pensar y de fabricar, Huizinga, que considera insuficientes esas descripciones convencionales, añade el «homo ludens», el hombre que es capaz de jugar y que hace del juego la base de la cultura. Uno de los capítulos está dedicado al juego y el Derecho; a ese capítulo corresponde el fragmento. La traducción es de la edición de Alianza, 2004.

«A primera vista la esfera del derecho, de la ley y de la Administración de Justicia parece estar muy apartada de la esfera lúdica. Una santa seriedad y el interés vital del individuo y de la comunidad dominan todo lo que se refiere al derecho y a la justicia. La base etimológica de las palabras que expresan los conceptos de derecho, de lo justo y de la ley se halla sobre todo, en el dominio de establecer, constatar, indicar, reunir mantener, ordenar, acoger, escoger, repartir, ser igual, vincular, estar acostumbrado, estar firme. Conceptos todos bastante opuestos a la esfera semántica en que aparecen las palabras para designar el juego. Pero ya hemos observado, a menudo, que la santidad y la seriedad de una acción en modo alguno excluyen su cualidad lúdica.

Pronto se nos manifiesta la posibilidad de una afinidad entre el derecho y el juego en cuanto observamos que el ejercicio efectivo del derecho, en otras palabras, el proceso jurídico, cualesquiera que sean las bases ideales del derecho, posee en alto grado el carácter de una porfía. La conexión entre competición y la formulación del derecho asomó ya en la descripción del potlatch que Davy trató desde el aspecto histórico-jurídico como el origen de un sistema primitivo de convenio y obligación. La contienda judicial vale entre los griegos como «agón», como una pugna sometida reglas fijas y que se celebra con formas sagradas y en el cual las dos partes contendientes apelan a la decisión de un árbitro. Está concepción del proceso judicial como contienda no debe ser considerada como un desarrollo posterior, como una transposición conceptual, y mucho menos como una degeneración cual parece hacerlo Ehrenberg. Por el contrario, todo el desarrollo parte de la naturaleza agonal de la contienda jurídica, y este carácter de porfía lo conserva vivo hasta nuestros días.

Quién dice porfía dice también juego. Ya vimos antes que no existe motivo suficiente para sustraer a ninguna competición su carácter lúdico. Lo lúdico y lo agonal, ambos exaltados a la esfera de lo sagrado, que toda comunidad reclama para su administración de justicia, se trasluce todavía hoy en diversas formas de la vida jurídica. La administración de Justicia tiene lugar en una corte. Esa corte es todavía en el pleno sentido de la palabra […] «el círculo sagrado» en que vemos todavía sentados a los jueces en el escudo escudo de Aquiles. Todo lugar en que se pronuncia justicia es un auténtico «temenos», un lugar sagrado, que ha sido recortado y destacado del mundo habitual. El lugar es cuidado y exorcizado. El tribunal es un auténtico círculo mágico un campo de juego en que se cancela temporalmente la diferencia de rango habitual entre los hombres. En él se es temporalmente inviolable. […] La Cámara de los Lores inglesa es todavía en el fondo una corte de justicia, lo que explica que el «saco de lana» dónde se sientan el lord canciller, que nada tiene que hacer allí, se considere como «technically outside the precints of the house», «técnicamente fuera del recinto».

Los jueces se salen de la vida habitual antes de pronunciar sentencia. Se revisten con la toga o se colocan una peluca. ¿Es que se ha estudiado la significación etnológica de todo este aparato de los jueces y los abogados ingleses? A mí me parece que su relación con la moda de pelucas de los siglos XVII y XVIII es secundaria. Propiamente es una supervivencia del viejo distintivo de los juristas inglés, el «coif», que fue, al principio, un bonete blanco muy ceñido, representado todavía por un pequeño ribete blanco debajo de la peluca. Pero la peluca del juez es algo más que una supervivencia de un viejo uniforme. En su función hay que considerarla como bastante cercana a las danzas de máscaras de los pueblos primitivos. Convierte a quien lo lleva en «otro ser». El pueblo inglés, en su veneración por la tradición, que le es tan característica, ha conservado en su vida jurídica otros rasgos muy antiguos. El elemento deportivo y de humor que lucen los procedimientos judiciales con tanta fuerza pertenece a los rasgos fundamentales de la vida jurídica en general. Es cierto que tampoco está ausente por completo este rasgo en la conciencia popular de otros países. «Be a good sport», solía decir el contrabandista de alcohol en los días en que la prohibición norteamericana el funcionario de aduanas que quería levantar un acta del caso.

Un antiguo juez me escribía en una ocasión: «El estilo y el contenido de nuestros protocolos revelan con qué entusiasmo deportivo nuestros abogados se disparan recíprocamente con argumentos y réplicas y con mucha sofistería. Su estado de espíritu me ha hecho recordar, a veces, el portavoz de un proceso «Adat» javanés que, a cada nuevo argumento, hunde un palito en la tierra y procura ganar la contienda por el mayor número de palos.»

Aparte de lo interesante y valioso del fragmento, del capítulo y del libro, obra clásica como he dicho, se me ocurre una pregunta que quizá sería impensable en países donde la Administración de Justicia sea muy distinta a la de España. Me pregunto qué argumentación antropológica e histórica habría desarrollado Huizinga y a qué conclusiones habría llegado si hubiera tenido oportunidad de ver los juzgados españoles, de cutre concepción arquitectónica y en permanente estado de lamentable conservación, y en las que no es ya que el carácter escogido de las instalaciones brille por su ausencia, sino que lo que de verdad brilla es la crónica falta de atención y el desprecio por parte del Estado a una función que Huizinga considera lúdica y sagrada; no sé qué habría dicho Huizinga si hubiera visto juzgados en edificios del nivel de ínfima oficina municipal, con goteras y hasta en barracones, donde el elemento humorístico y deportivo solo existe si es en relación con saltar charcos de goteras en el suelo. Solo de pensarlo no sé ni reír si reír o llorar.

Verónica del Carpio Fiestas

.

Motivos para vestir de negro según Camilo José Cela y según Johnny Cash

«El ciudadano Iscariote Reclús«, novela corta del escritor español, premio Nobel, Camilo José Cela (1916-2002), publicada en 1965 en Ed. Alfaguara. El fragmento que se va a transcribir es un epígrafe del capítulo 12 [«Conducta higiénica (interior y exterior)»]. De la novela hay reedición de 2018 dentro del libro «Santa Balbina, 37, gas en cada piso y otras novelas cortas«. Iscariote Reclús, cuyo nombre «real» es Saturnino Cabezón y López-Monachil, de profesión cobrador de la luz primero y luego cultivador de melones, es barbudo, esperantista, espiritista, filatélico, anarquista, vegetariano, polígamo, aficionado a la gimnasia y procedentes de sucesivas transmigraciones, entre otras cosas.

«El pie desnudo y la indumentaria enlutada.

El mayor Worm-Hole, el de las normas acromáticas, aconsejaba andar descalzo para que la inspiración del chorro de la vida nutriese directamente de los efluvios de la tierra, esto es, de las radiaciones recibidas por vía higiénica natural. El ciudadano Iscariote no lo ignoraba, aunque, claro, tampoco podía seguir el mandato al pie de la letra; en la compañía de la luz no le hubiesen permitido ir por las casa descalzo, apuntando contadores y cobrando facturas. El ciudadano Iscariote Reclús, para aunar los principios con la obligación, calzaba sandalias sin calcetines, que es punto menos que ir con el pie desnudo. Cada profesión tiene sus servidumbres y contra ella nada vale querer rebelarse; las cosas hay que tomarlas con paciencia y según vienen.

-¿Incluso entre ciudadanos?

-Sí, señor, incluso entre ciudadanos. Esto de ser ciudadanos es una voluntad cívica, en ningún caso un hecho diferencial.

-Usted perdone.

El ciudadano Iscariote Reclús vestía siempre de luto, en señal de protesta por los crímenes de los sojuzgadores de la humanidad; la higiene del karma, el saber mantenerlo libre de contaminación, no es menos necesaria que la higiene del cuerpo. Como en Europa y en la edad contemporánea, el luto se expresa tiñendo la indumentariade negro (lutos en ocho horas), el Iscariote, que habitaba en la península ibérica, andaba de viuda«.


«Man in black«, canción de 1971 del cantante y compositor estadounidense Johnny Cash (1932-2003). Suele considerarse «canción protesta».

«Well, you wonder why I always dress in black,
Why you never see bright colors on my back,
And why does my appearance seem to have a somber tone.
Well, there’s a reason for the things that I have on.

I wear the black for the poor and the beaten down,
Livin’ in the hopeless, hungry side of town,
I wear it for the prisoner who has long paid for his crime,
But is there because he’s a victim of the times.

I wear the black for those who never read,
Or listened to the words that Jesus said,
About the road to happiness through love and charity,
Why, you’d think He’s talking straight to you and me.

Well, we’re doin’ mighty fine, I do suppose,
In our streak of lightnin’ cars and fancy clothes,
But just so we’re reminded of the ones who are held back,
Up front there ought ‘a be a Man In Black.

I wear it for the sick and lonely old,
For the reckless ones whose bad trip left them cold,
I wear the black in mournin’ for the lives that could have been,
Each week we lose a hundred fine young men.

And, I wear it for the thousands who have died,
Believen’ that the Lord was on their side,
I wear it for another hundred thousand who have died,
Believen’ that we all were on their side.

Well, there’s things that never will be right I know,
And things need changin’ everywhere you go,
But ‘til we start to make a move to make a few things right,
You’ll never see me wear a suit of white.

Ah, I’d love to wear a rainbow every day,
And tell the world that everything’s OK,
But I’ll try to carry off a little darkness on my back,
‘Till things are brighter, I’m the Man In Black.»

«El hombre de negro«, por Loquillo con Andrés Calamaro, Enrique Bunbury y Jaime Urrutia.

Verónica del Carpio Fiestas

Borges y Tolkien: poesía en idiomas inventados

Dos autores tan alejados como J.R.R. Tolkien (1893-1973) y Jorge Luis Borges (1899-1986) coinciden en algunas cosas. No tiene sentido hacer comparaciones, pero las diferencias entre ambos son obvias; por ejemplo, que Borges es un gigante de la Literatura con mayúscula y tenía una cultura apabullante en muy diversas materias, especialmente Filosofía entendida en sentido muy amplio, que demostraba constantemente en su obra, y Tolkien era también un gigante intelectual, pero de estilo muy distinto, y, desde el punto de vista de fondo, forma y técnica las diferencias son tan abismales que no merece la pena ni mencionarlas. Pero hay algunas coincidencias, aparte de la evidente de ser casi coetáneos, escritores y poetas: ambos eran expertos en literatura anglosajona antigua. Y ambos inventaron idiomas de países inventados. A Tolkien todo ello le ocupó los tres volúmenes de «El Señor de los Anillos», más los conexos «El hobbit», «El Silmarillion» y demás, y Borges, además se inventó un país y un planeta con sus idiomas, «con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica». Tolkien escribió poesía en sus idiomas inventados y Borges, con su técnica habitual indirecta, la de describir las cosas que inventa como si se tratara de pequeños ensayos sobre documentos o datos ajenos, no escribió poesía en sus idiomas inventados sino comentarios tipo ensayo sobre la poesía que se escribía en su planeta inventado en sus idiomas inventados. «El hobbit», primer libro de este ciclo literario de Tolkien, es de 1937, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de 1940 y «El Señor de los Anillos» de 1954-1955. En las obras de Tolkien se percibe el rastro de idiomas germánicos antiguos, en esta de Borges no lo sé, quizá también. Sería interesante saber si ambos autores se leyeron mutuamente. En cualquier caso, bastante más creativo era Borges, y no solo por sus tigres transparentes y sus torres de sangre: no se limitó a traducir palabras, sino que inventó conceptos como idiomas sin sustantivos. Comparemos la poesía de ambos; directa la de uno, ensayística y filosófica la del otro; porque, aviso, «idealismo» se refiere aquí al sistema filosófico. Y las obras de ambos son maravillosas en ambos sentidos del término.

«Namarië» (canción en quenya, idioma élfico, en «El Señor de los Anillos«, «La comunidad del anillo», de J.R.R. Tolkien. Publicado en 1954-1955.

Ai! Laurië lantar lassi súrinen
yéni únótimë ve rámar aldaron!
yéni ve lintë yuldar avánier
mi oromardi lissë-miruvóreva
Andúnë pella, Vardo tellumar
nu luini yassen tintilar i eleni
ómaryo airetári-lírinen.
Sí man i yulma nin enquantuva?
An sí Tintallë Varda Oiolossëo
ve fanyar máryat Elentári ortanë
ar ilyë tier undulávë lumbulë
ar sindanóriello caita mornië
i falmalinnar imbë met,
ar hísië untúpa Calaciryo míri oialë.
Sí vanwa ná, Rómello vanwa, Valimar!
Namárië! Nai hiruvalyë Valimar!
Nai elyë hiruva! Namárië!

¡Ah, como el oro caen las hojas en el viento!
E innumerables como las alas de los árboles son los años.
Los años han pasado como sorbos rápidos
y dulces de hidromiel blanco en las salas
de más allá del Oeste,
bajo las bóvedas azules de Varda,
donde las estrellas tiemblan
cuando oyen el sonido de esa voz, bienaventurada y real.
¿Quién me llenará de nuevo la copa?
Pues ahora la Hechicera, Varda, la Reina de las Estrellas,
desde el Monte Siempre Blanco ha alzado las manos como nubes,
y todos los caminos se han ahogado en sombras
y la oscuridad que ha venido de un país gris se extiende
sobre las olas espumosas que nos separan,
y la niebla cubre para siempre las joyas de Calacirya.
Ahora se ha perdido, ¡perdido para aquellos del Este, Valimar!
¡Adiós! Quizás encuentres a Valimar.
Quizá tú lo encuentres. ¡Adiós!

Traducción de «El Señor de los Anillos» de Editorial Minotauro, 1978. The Lord of the Rings, de J.R.R. Tolkien, fue publicado en 1954-1955.

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius«, de Jorge Luis Borges (fragmento). Publicado en 1940.

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese he

Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.

El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía… Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región… Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

En el “onceno tomo” de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.

Fragmento de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», cuento de Jorge Luis Borges Enlace al cuento completo, cuya lectura recomiendo encarecidamente, aquí.

Verónica del Carpio Fiestas