Levas

«Desde el final de la guerra con las colonias norteamericanas, la armada no había tenido excesivas necesidades de tripulantes; y los fondos que el gobierno destinaba a ese propósito disminuían con cada año de paz. En 1793 esos fondos llegaron a su mínimo en muchos años. En 1793, los sucesos ocurridos en Francia habían puesto a Europa en pie de guerra, y los ingleses vivían un frenético sentimiento antifrancés, que la Corona y sus ministros procuraban, por todos los medios, convertir en algo más eficaz que palabras. Teníamos barcos, pero ¿dónde estaban nuestros hombres? El Almirantazgo, no obstante, tenía un fácil remedio a su disposición, cuyo uso contaba con abundante precedentes y una ley consuetudinaria (si no escrita) que sancionaba su aplicación. Publicaban ‘órdenes de reclutamiento’ en las que apelaban a los poderes civiles de todo el país para que apoyaran a sus oficiales en el cumplimiento de su deber. La costa se dividía en distritos, cada uno bajo la responsabilidad de un capitán de navío, que, a su vez delegaba subdistritos a sus tenientes; y de este modo se vigilaba y aguardaba la llegada de todos los barcos que regresaban a casa, y todos los puertos estaban sometidos a inspección; y en un día, si hacía falta, una enorme cantidas de hombres pasaba a formar parte de las fuerzas navales de Su Majestad. Pero si el Almirantazgo apremiaba en sus exigencias, también estaban dispuestos a dejar de lado todo escrúpulo. Los hombres de tierra, si el físico les acompaña, no tardan en convertirse en buenos marineros con el adiestramiento adecuado; y una vez en la bodega de la gabarra, que siempre aguardaba el éxito de las operaciones de la patrulla de leva, a esos prisioneros les resultaba difícil demostrar cuál había sido su ocupación anterior, sobre todo cuando nadie tenía tiempo para escuchar sus razones, ni estaba dispuesto a creerlas si las escuchaba, ni haría nada para librerar al cautivo en caso de que las escuchara y las creyera. Los hombres eran secuestrados, literalmente desaparecían, y jamás volvía a saberse de ellos. Las calles de una concurrida ciudad no estaban a salvo de la actuación de esas patrullas, como podría haber relatado Lord Thurlow, después de un paseo que dio en esas fechas por Tower Hill, cuando él, el fiscal general de Inglaterra, sufrió en sus propias carnes la peculiar manera que tenía el Almirantazgo de librarse de todas esas fastidiosas personas que hacían ruegos y peticiones. Tampoco los habitantes de tierra adentro vivían más seguros; muchos habitantes de los pueblos se iban a la contrata de peones y jamás volvían a casa a contar cómo les había ido; muchos campesinos robustos y jóvenes desaparecían del hogar paterno, y ni madre ni enamorada volvían a saber de ellos; tan grande era la necesidad de hombres que sirvieran en la armada durante los primeros años de la guerra con Francia, y después de cada gran victoria naval en esa guerra.

Los funcionarios del Almirantazgo iban a acecho de buques mercantes; hay muchos ejemplos de navíos que volvían a casa tras una larga ausencia, con una rica carga, y que fueron abordados a un día de distancia de tierra, y se llevaron a tantos hombres que el barco, con su cargamento, quedó ingobernable a causa de la pérdida de la tripulación, y fue a la deriva por el ancho y bravío océano, o quedó al mando incompetente de dos marineros enfermos e ignorantes; otras veces dichas naves simplemente desaparecían para siempre. Los hombres así reclutados eran arrancados de la proximidad de sus parientes o esposas, y a menudo privados de las arduas ganancias de años, que quedaban en poder de los capitanes de los buques mercantes en los que habían servido, al azar de la honestidad o la deshonestidad, la vida o la muerte. Ahora bien, toda esta tiranía (pues no puedo usar otra palabra) nos resulta inconcebible; no podemos imaginar cómo es posible que una nación se sometiera a ella durante tanto tiempo, ni siquiera bajo el entusiasmo bélico, o el pánico de una invasión, o cualquier leal sumisión a los poderes regentes. Cuando leemos que los militares solicitaban ayuda a los poderes civiles para que respaldaran a las patrullas de leva, que había pelotones de soldados vigilando las calles, y centinelas con bayonetas caladas en todas las puertas mientras las patrullas de leva entraban y registraban todos los agujeros y rincones de una casa; cuando nos cuentan que las tropas rodeaban las iglesias durante el servicio, mientras las patrullas se quedaban en la puerta para apresar a los hombres que salían del tempo, y los tomamos como ejemplos de lo que ocurría constantemente bajo distintas formas, no hemos de extrañarnos de que los alcaldes, y otras autoridades cívicas de las grandes ciudades, se quejaran de que había que poner fin a todo ello a causa del peligro que corrían los comerciantes y sus criados cada vez que se adentraban en las calles, infestadas de patrullas de leva.«

Este texto es de la escritora británica Elizabeth Gaskell, una de las grandes novelistas británicas del siglo XIX, realista, y pertenece a la novela «Los amores de Sylvia», publicada en 1863. Siendo una novelista realista, es de suponer que la descripción de la leva será fidedigna.

A la vista de este texto, me pregunto sobre la batalla de Trafalgar en 1805.

«Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber«,  la frase mítica de Lord Nelson, ¿se dirigió quizá a hombres secuestrados de sus casas, a marineros que lo eran a la fuerza y arrancados de sus pueblos a las puertas de las iglesias al salir del servicio religioso y que se habían visto forzados a dejar a su familia en la miseria a su pesar, con lo que los propios ingleses consideraban una tiranía inaceptable? Y, si es así, que sería interesante saberlo, ¿esos hombres aun así cumplían con su deber, incluso con heroísmo, y ganaban batallas?

¿Y es posible releer «Trafalgar«, de Benito Pérez Galdós, con los mismos ojos tras leer este texto? Pues releamos, porque ahí también hay levas:

«– Glorioso, sí- contestó Malespina Pero ¿quién asegura que sea afortunado? Los marinos se forjan ilusiones, y, quizá por estar demasiado cerca, no conocen la inferioridad de nuestro armamento frente al de los ingleses. Éstos, además de una soberbia artillería, tienen todo lo necesario para reponer prontamente sus averías. No digamos nada en cuanto al personal: el de nuestros enemigos es inmejorable, compuesto todo de viejos y muy expertos marinos, mientras que muchos de los navíos españoles están tripulados en gran parte por gente de leva, siempre holgazana y que apenas sabe el oficio; el Cuerpo de infantería tampoco es un modelo, pues las plazas vacantes se han llenado con tropa de tierra, muy valerosa, sin duda, pero que se marea.«

Vaya.

Verónica del Carpio Fiestas

Shakespeare contra los tópicos

sonnet_130_1609-shakespeareLos ojos de mi amada no son para mí como el sol;
el coral es mucho más rojo que el rojo de sus labios;
si la nieve es blanca, por qué entonces sus senos son oscuros,
si los cabellos son alambres, alambres negros crecen sobre su cabeza.
He visto rosas damascadas, rojas y blancas,
pero no veo en sus mejillas tales rosas,
y en algunos perfumes hay más deleite
que en el aliento que mi amada emite.
Amo oírla hablar, y sin embargo, sé bien
que la música tiene un sonido más placentero;
reconozco no haber visto nunca a una diosa caminar;
mi amada, cuando camina, pisa tierra.
Y, sin embargo, por el cielo, considero a mi amada tan especial,
que no puedo hacer con ella ninguna falaz comparación.

My mistress’eyes are nothing like the sun;
Coral is far more red than her lips’red;
If snow be white, why then her breasts are dun;
If hairs be wires, black wires grow on her head.
I have seen roses damask’d, red and white,
But no such roses see I in her cheeks;
And in some perfumes is there more delight
Than in the breath that from my mistress reeks.
I love to hear her speak, yet well I know
That music hath far more pleasing sound:
I grant I never saw a goddess go,
My mistress, when she walks, treads on the ground:
And yet, by heaven, I think my love as rare
As any she believed with false compare.

Shakespeare contra los tópicos: el soneto 130, publicado en 1609. sonetos-shakespeare

Traducción al castellano por Fátima Auad y Pablo Mañé, Ed. Río Nuevo, 1981.

Y doscientos y trescientos años después de que Shakespeare se riera de los tópicos, los labios de las amadas se seguían comparando con coral, sus andares con los de las diosas, sus mejillas con las rosas.

Verónica del Carpio Fiestas

Colección de no asesinos

«-Mr. Treherne, su actitud [como sospechoso del crimen] me parece singularmente interesante, se lo aseguro… Por ello me gustaría poder incluirle en mi colección de asesinos, para qué se lo voy a negar… Le aseguro que es una colección de lo más variada, con ejemplares únicos…

-¿Nunca se le ha ocurrido pensar -intervino Paynter- que acaso la de los hombres que jamás han cometido un crimen sea la colección más variada e interesante que pueda hallarse? Quizá en esos hombres radiquen el verdadero misterio, el secreto de los pecados no cometidos.

-Puede ser -admitió Ashe-. Sería precioso parar al primer hombre que encuentre en la calle y preguntarle por los crímenes que no ha cometido, y por qué no los ha cometido… Pero ocurre que estoy muy atareado, así que le ruego me excuse por no hacerlo.»

De «Los árboles del orgullo», cuento del escritor británico G.K. Chesterton.

Y por la selección y transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

Violaciones en grupo como ritos de paso en la Europa Moderna

Lo que a continuación voy a transcribir literalmente, tan terrible, son unas páginas del libro del profesor de Historia Edward Muir que ha sido traducido en España como «Fiesta y rito en la Europa Moderna», editado en castellano en 2001 por la Universidad Complutense, edición original publicada en la Cambridge University Press en 1991, con el título «Ritual in Early Modern Europe». A efectos del libro, un libro en el que se explican cosas durísimas, se entiende por «Europa Moderna» el periodo entre los siglos XV y XVIII.

Los párrafos que transcribo figuran en la primera parte del extenso libro, «El momento ritual», apartado «Rituales de transición», «Cambios de rango social», páginas 23 y siguientes en la edición española. En inglés, «Rites of passage», «passages of status». Téngase en cuenta que en castellano a veces, en otros textos, se usa la expresión «ritos de paso».

«La mayoría de los ritos de transición de centran en cambios del estado biológico, pero otras transformaciones, sobre todo el ascenso en la escala social, requieren también una celebración ritual. En muchos incidentes la realización correcta y pública del ritual sanciona legalmente una nueva posición social.

En la Europa tradicional, la mayoría de las mujeres solo podían cambiar de rango social mediante la modificación de su situación sexual, generalmente a través de las transiciones representadas por el matrimonio, la maternidad y la viudez. Aunque, para las mujeres, el matrimonio representaba la madurez sexual, la mayoría de ellas no lograba con él una plena madurez social, puesto que pasaban de la dependencia de padres o tutores a la del marido. Si bien en muchas partes de Europa el matrimonio proporcionaba a la mujer una dote, la esposa no tenía derecho a disfrutar de ella hasta la muerte del marido y, en consecuencia, tan solo la viudez, final de una vida sexual normal, le permitía un cierto grado de independencia social. Junto a los habituales rituales de transición a la situación de esposa, había algunas mujeres que permanecían célibes y experimentaban el drama del matrimonio con Cristo, el ritual de transición previsto para las monjas, y muchas más mujeres que no se casaban y sufrían la indignidad de la prostitución, ambas con sus correspondientes rituales de vergüenza pública.

En el caso de los varones, el cambio de situación presentaba muchas más variedades, teniendo en cuenta la mayor amplitud de la gama de papeles públicos reservados a ellos. En las aldeas y, sobre todo, en las ciudades, era frecuente que varones adultos toleraran, o incluso alentaran a los muchachos adolescentes, pertenecientes a las clases artesanas, para que formaran grupos agresivos que recibían distintos nombres como «capillitas», «reinos juveniles» o brigadas [Nota al pie en la edición española: «En inglés, ‘youth abbey’o ‘abadías juveniles’, cuya traducción más aproximada parace ser ‘capillitas’ para mantener su alusión a la religión]. Destacaban especialmente en Francia, Italia, Suiza, Alemania, Hungría y en Rumanía. En Inglaterra, Escocia y España no hay evidencias de que existiera la costumbre de este tipo de agrupaciones. En los lugares en que sí, las brigadas se constituían en lo que pudiéramos considerar un periodo prolongado de liminaridad, época comprendida entre la pubertad y el matrimonio al que ahora llamamos adolescencia.

Las actividades de estas agrupaciones podían ser muy ambiguas. Además de ofrecer un rito de transición a través de los años ‘peligrosos’ en que se permitían las peleas e incluso se legitimaban ciertas formas de violencia, las capillitas imponían a los demás las pautas morales de la comunidad (en especial con referencia al comportamiento sexual). En Francia se encargaban de los charivaris rituales y en Italia de las mattinatte que humillaban a las parejas cuyos matrimonios, de alguna forma no se ajustaban a las normas de la comunidad (véase del capítulo referente al Carnaval y la mitad inferior del cuerpo) [nota de la autora de este post: recuérdese que en España existían las llamadas ‘cencerradas’, hasta muy recientemente, en relación con las parejas de personas de edad desigual o en las que uno de los cónyuges era viudo, y lo recoge la Literatura hasta el siglo XX, y por ejemplo las menciona Francisco García Pavón en las novelas de la serie de Plinio]. En las montañas de Liguria dirigían las luchas callejeras de vendetta, sirviendo por lo tanto como meritoriaje en los bandos que dominaban la política local.

Es indudable que la forma más extraordinaria que usaban las capillitas para ritualizar el cambio de situación de un joven era la participación en una violación en grupo. El fenómeno está mejor documentado en el sudeste francés. En ciudades como Dijon y Arlés, las pandillas de jóvenes, formadas en su mayoría por los oficiales y los hijos de los artesanos del mismo ramo o ramos similares, recorrían de noche las ciudades amuralladas, buscando riña, importunando a la guardia nocturna o planeando una violación. No dependían del azar ni la elección de la víctima ni la ocasión para llevar a cabo la violación, puesto que la reputación pública de la elegida, la cercanía de un varón que la protegiera o las presiones de venganza locales influían en la selección. El asalto constituía una especie de rito de transición, tanto para los violadores como para su víctima.

Los jóvenes adquirían su virilidad participando en cuadrillas de violación. La virilidad se tenía que demostrar públicamente, sobre todo en las sociedades mediterráneas, mediante actos de agresión a  otros varones y manteniendo una actitud de rudeza. Los hombres se sentían obligados además a demostrar su dominio sobre las mujeres; tal como escribió un comerciante de Lyon a su hijo, en 1460: ‘cuando la mujer está sobre el hombre, este no merece la pena; el buen gallo domina a la gallina’. Como este concepto de masculinidad requería una representación, la violación en grupo servía al joven para la virilidad y la camaradería dentro de la cuadrilla local. Jacques Rossiaud ha calculado que, en Dijon, aproximadamente la mitad de los jóvenes había participado en la violación de una joven al menos en una ocasión.

La joven víctima de tal crueldad sufría un rito de transición de un tipo bastante diferente. Era considerada la parte culpable tanto por los violadores como por el resto de la comunidad, a no ser que los primeros se hubieran equivocado al elegir a su víctima sin respetar el criterio de la opinión pública. Por lo general, la agredida había contravenido, o parecía haber contravenido, las pautas normales de comportamiento sexual: podía ser una sirvienta amencebada con su patrón, la amante de un sacerdote o una esposa ‘abandonada’. Los jóvenes actuaban, por lo tanto, como refuerzo de la misoginia habitual de la comunidad, marcando colectivamente a una mujer que, ante los ojos de la comunidad, ya había atraído sobre sí la vergüenza. Las consecuencias que esta marca tenía sobre la mujer eran, con frecuencia, trágicas. Para la mayor parte de las víctimas de las pandillas de violadores, la única alternativa para evitar convertirse en mendigas o en vagabundas consistía en ingresar en el burdel comunal. La violación era la iniciación característica a la prostitución.

Al gozar de los frutos de la solidaridad de género, negada a las mujeres, los miembros de la pandilla masculina o capillita ejercían una jurisdicción ritual sobre el comportamiento sexual, demostrándose a sí mismos su condición de ser ‘uno de los chicos’ mediante actos de violencia perfectamente meditados y reforzando los roles implícitos de comportamiento sexual contra las vulnerables mujeres. El líder respetado de una pandilla recibía el nombre de ‘abad’ y la encargada de una casa de lenocinio municipal era la ‘abadesa’, términos que revelaban la estrecha relación entre estas dos formas de asociación juvenil, voluntaria para los varones, involuntaria para las hembras. El mundo de las agrupaciones juveniles y de los burdeles públicos constituían una alternativa temporal al estado del matrimonio, una cultura de sexualidad ilícita que permitía a los  varones solteros el acceso sexual a las mujeres y establecía una doble moralidad cruel. Con el tiempo la mayoría de estos chicos acabarían por casarse, al igual que harían muchas de sus víctimas femeninas, prostitutas temporales. Cuando las rameras se retiraban del burdel, al final de la veintena o de la treintena, de hecho tras haber cumplido una especie de castigo por su propia mala suerte, se podían casar sin conservar ningún signo especial de infamia. La experiencia de estas jóvenes mujeres constituía un rito de transición prolongado: la cuadrilla violadora las separaba del grueso de la comunidad, su servidumbre como prostitutas las situaba en una posición liminar, donde no eran ni doncellas ni esposas, y, mediante su retiro y posterior matrimonio, se reincorporaban a la comunidad.»

Verónica del Carpio Festas

¿Un juicio de Dios en la Inglaterra de finales del siglo XVIII?

La escena, hacia finales del siglo XVIII en una pequeña ciudad inglesa. A Silas, joven tejedor, se le acusa en falso de un robo en horribles circunstancias: el de un dinero de su iglesia, aprovechando además el momento de la muerte del diácono. Todo es un infame complot, con pruebas falsas, de William, amigo desleal, el cual quiere forzar la expulsión de aquel de la comunidad religiosa a la que ambos pertenecen -una estricta secta protestante-, y, por tanto, de todo su entorno social, como maquiavélica vía para acabar con el compromiso matrimonial del acusado y casarse con la novia de este; así lo comprende el acusado, anonadado ante tan grave e inesperada traición, y decide callar. La comunidad religiosa recurre al sistema del juicio de Dios: echar a suertes si es culpable o inocente. ¿Puede Dios dar testimonio contra un inocente?

«-He recibido un golpe muy duro; no puedo decir nada. Dios probará mi inocencia.

Al regresar todos a la sacristía prosiguieron las deliberaciones. Recurrir a medidas legales para descubrir al culpable era contrario a los principios de Lantern Yard, según los cuales las denuncias ante los tribunales estaban prohibidas a los cristianos, incluso aunque se tratara de casos menos escandalosos que aquel. Pero los hermanos tenían la obligación de tomar otras medidas para averiguar la verdad, y optaron por la oración y por echar a suertes. Tal decisión solo podría ser motivo de sorpresa para quienes no estén familiarizados con la oscura vida religiosa que ha florecido en las callejuelas de nuestros pueblos. Silas se arrodilló con sus hermanos de religión, convencido de que su inocencia quedaría confirmada por la inmediata intervención divina, aunque sentía que lo que le esperaba, incluso entonces, serían dolor y lamentaciones, y que su confianza en los seres humanos había quedado cruelmente maltrecha. El resultado de echar suertes fue que se declaró culpable a Silas Marner. Se le excluyó solemnemente de la iglesia y se le conmina para que devolviera el dinero robado: solo si confesaba, lo que se consideraría señal de arrepentimiento, se le podría aceptar una vez más en el seno de la comunidad. Marner escuchó en silencio. Finalmente, cuando todos se levantaron para marcharse, se acercó a William Dane y dijo, con voz temblorosa por la agitación:

-La última vez que utilicé la navaja fue cuando la saqué para cortarte una correa. No recuerdo que me la volviera a meter en el bolsillo. Tú robaste el dinero y has tejido un complot para acusarme de ese pecado. Pero, de todos modos, es muy probable que prosperes, porque no existe un Dios justo que gobierne la tierra con rectitud; solo existe un Dios de mentiras, que da testimonio contra el inocente.

Aquella blasfemia provocó un estremecimiento generalizado.

William replicó con gran mansedumbre:

-Dejo a nuestros hermanos la tarea de juzgar si lo que acabamos de oír es o no la voz de Satanás. No está en mi mano hacer otra cosa que rezar por ti, Silas.

El pobre Marner salió de allí con la desesperación en el alma: destruida la confianza en Dios y en los hombres.»

Este juicio de Dios cuyo resultado es la expulsión de la comunidad y una vida destrozada está ambientado, no en la Edad Media, sino a finales del siglo XVIII, y puede encontrarse en el capítulo I de la novela «Silas Marner» de la insigne escritora británica del siglo XIX Mary Ann Evans, conocida bajo el seudónimo  (masculino) de George Eliot, la misma autora de la maravillosa «Middlemarch». Una autora que en modo alguno puede considerarse como escritora fantasiosa, sino más bien, por decir algo ligeramente  descriptivo, como realista. ¿O sea, que una escritora británica del siglo XIX consideraba posible y verosímil que en la misma época de la Revolución Francesa, y tras años de Ilustración, en Inglaterra aún se funcionara, siquiera en comunidades religiosas muy minoritarias, pero con miembros no analfabetos, con el mecanismo mental y social, aunque ya no jurídico, del juicio de Dios? Pues eso parece, nada menos.

Verónica del Carpio Fiestas

 

 

Barullo burocrático

«La situación lo ponía de los nervios; así debían de sentirse los capitanes de velero de antaño cuando había calma chicha y la nave se detenía. Recordó una antigua  orden de la marina borbónica que se daba cuando, después de días de bonanza, había que poner en movimiento a la tripulación para que no se sumiera en el tedio: ‘A la orden de armen barullo/ los que están en la popa pasan a proa/ los que están en cubierta van abajo/ los que están abajo suben a cubierta.’ Una actividad tan frenética como inútil, que solo servía para moverse sin ninguna finalidad. En el fondo, esa antigua orden borbónica era una metáfora de la burocracia.»

De «La danza de la gaviota», de Andrea Camilleri, libro de la serie de Montalbano.

Por la transcripción,

Verónica del Carpio Fiestas

La danza de la espada del caballero andante chino

«Y mandó que trajeran té, tomando en eso la palabra Zhang Brazo de Hierro:

-Vuestro menor es ducho en artes militares, pues conoce las dieciocho de a caballo y las dieciocho de a pie, y no tiene malas manos en el látigo, la maza, el hacha, el martillo, la espada, la lanza, el sable y la alabarda; pero, para su desgracia, arrastra un temperamento que lo lleva a desenvainar la espada para vengar a la víctima apenas topa una injusticia. Gusto batirme con los más fuertes del Imperio, y el dinero, cuando lo tengo, lo doy los pobres. Y así he terminado sin casa, trayéndome mi errar al honorable distrito de v.mds.

-De tal madera son los héroes -exclamó Lu el Cuarto.

-El amigo Zhang ha mencionado las artes militares, y habría de apostillar que no tiene par en la danza de la espada -dijo Quan Wuyong-. ¿Por qué no le piden que haga una demostración?

Muy complacidos, los hermanos ordenaron a los criados traer una espada a Brazo de Hierro, quién la escrutó a la luz del candil, viendo que era de vieja factura y que despedía gran brillo; con que se quitó la almilla, ciñó bien la faja, blandió el arma y salió al patio seguido de los otros. Los hermanos me dijeron de aguardar hasta que estuviesen encendidas las luces, lo que ordenaron a una docena de criados mozos, quienes trajeron cada cual un candelero, prendiendo velas de ambos lados del patio.

Y ya giraba como torbellino la espada de Zhang, de arriba abajo y de un costado a otro, y se movía más veloz con cada nueva postura, hasta fundirse hombre y acero en un solo destello, del que nacían serpientes de plata y donde no se veía figura humana. Y mientras un viento helado ponía a los concurrentes los cabellos de punta, Quang Wuyong- cogió de un anaquel un cacillo de cobre y pidió a un criado lo colmase de agua y salpicara con la mano a Brazo de Hierro; y el criado tal hizo, pero ni una gota llegó a penetrar en el torbellino. De súbito se oyó un grito y el destello se desvaneció, apareciendo en su lugar el volteador, espada en mano, bien erguido y sin señal de sofoco. Grandes fueron los elogios que se granjeó, y con ello siguieron bebiendo hasta el punto del alba, quedando los convidados alojados en la biblioteca».

Esta hermosa y cinematográfica escena de la espada que, en la vacilante iluminación nocturna, gira a toda velocidad en manos de un caballero andante, con tal destellos que ya no se ve siquiera al espadachín y en tal torbellino que genera un viento helado y que no deja pasar el agua, merece que algún director de cine la incluya en alguna película. ¿Podría ser incluso la descripción de una escena de película de acción como «Trigre y dragón» de Ang Lee o «La casa de las dagas voladoras» de Zhang Yimou?

Pero se trata de un fragmento de una extensa novela china del siglo XVIII, considerada una de las grandes obras literarias clásicas de la literatura china y universal. Y puesto que el tono de la novela es realista y satírico, y nada fantasioso, y dedica amplio espacio incluso a la burocracia china, con sus dificilísimos exámenes de acceso para funcionarios y su jerarquía y la ambición de medrar, no podemos por menos de pensar que en efecto en ese siglo que abarca una obra que abarca tantos personajes puede ser realista la escena del espadachín desfacedor de entuertos que es capaz de parar el agua con el giro de su espada. Porque las demás escenas del libro son exóticas a ojos europeos del siglo XXI, por lejanía cultural y temporal, pero, salvo alguna excepción, no irreales ni mágicas.

Me estoy refiriendo a «Los mandarines. Historia del Bosque de los Letrados», de Wu Jingzi, libro de hacia 1750. Está publicado en castellano por Seix Barral en 1991-2007,  en la traducción de Laureano Ramírez Bellerín.

Y visto que probablemente se trata de una escena realista la transcrita, y en ella se ve que es posible parar la lluvia con la espada, ¿será posible también pelear saltando de copa en copa de los árboles y rebotando de paredes a tejados, como en esas películas? ¿O eso ya no?

Verónica del Carpio Fiestas