Tiene usted que leer «El sombrero de tres picos»

Porque si lo lee, encontrará cosas como estas que aquí se mencionan o transcriben, escritas por Pedro Antonio de Alarcón en el tono de quien décadas más tarde describe lo «sucedido» en una innominada ciudad andaluza en fecha indeterminada entre 1804 y 1808 como si describiera un lugar y una época paradisíacas, con análogo tono de nostalgia por el Antiguo Régimen y añoranza por una sociedad de desigualdad absoluta (y absolutista) que se constata en otras obras suyas. Tiene usted que leer lo que un escritor culto e inteligente consideraba idílico de 1874, y quizá comprenderá mejor algunas cosas, como ejemplo por qué poco antes había fracasado estrepitosamente la Primera República.

«Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo…, para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!…«

Le adelanto. La cosa acaba con que no solo no hay ningún castigo para quien, en connivencia con otros dos empleados públicos, hace detener ilegalmente a un señor, el molinero, con el propósito de tener el campo libre esa noche e intentar acostarse con la mujer del detenido que se ha quedado sola en su casa, y quien, para intentar convencer a esta, prevarica nombrando para un cargo público a un sobrino de ella. No, en realidad no sólo no acaba con inexistencia de castigo. Acaba con un comentario elogioso de cómo ese delincuente se portó  bien cuando la invasión francesa.

Ah, no. La cosa acaba con que a quien se reprocha lo sucedido es a la molinera  A la molinera, que como va vestida a la moda de otra zona -es navarra y conoce Madrid- y además es muy guapa -al estilo colosal en que es guapa una mujer de Rubens- es quien con su falta de recato ha dado lugar a esto. La falta de recato consiste en una ropa distinta, ser risueña e inteligente en presencia de su marido y en llevar las mangas remangadas.

Ah, y el corregidor es un viejo sin dientes de 55 años. Porque a los 55 años se es viejo, explícitamente, y no se tienen dientes.

Ah, y el testimonio de dos mujeres no vale ni para creerlo en una discusión conyugal entre una mujer y su amado esposo que había pensado matarla pero decidió mejor violar a otra.

«La cosa hubiera sido interminable si la Corregidora, revistiéndose de dignidad, no dijese por último a don Eugenio:
-Mira, cállate tú ahora! Nuestra cuestión particular la ventilaremos más adelante. Lo que urge en este momento es devolver la paz al corazón del tío Lucas, cosa fácil a mi juicio, pues allí distingo al señor Juan López y a Toñuelo, que están saltando por justificar a la señá Frasquita…
-¡Yo no necesito que me justifiquen los hombres! -respondió esta-. Tengo dos testigos de mayor crédito a quienes no se dirá que he seducido ni sobornado…
-Y ¿dónde están? -preguntó el Molinero.
-Están abajo, en la puerta…
-Pues diles que suban, con permiso de esta señora.
-Las pobres no pueden subir…
-¡Ah! ¡Son dos mujeres!… ¡Vaya un testimonio fidedigno!
-Tampoco son dos mujeres. Solo son dos hembras…
-¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!… Hazme el favor de decirme sus nombres.
-La una se llama Piñona y la otra Liviana…
-¡Nuestras dos burras! Frasquita: ¿te estás riendo de mí?»

Y vale el testimonio de las burras, sí. Normal, cuando la molinera, -que por cierto  no se llama así por ser ella quien moliera, sino por ser la mujer de un molinero, igual que la corregidora no se llama así por ser ella la corregidora sino por estar casada con el corregidor- es descrita como «un hermoso animal«.

Ah, y el molinero que se cree injuriado en su honor- las mujeres son depositarias del honor del marido, entre las piernas concretamente- se disfraza como corregidor para colarse en la casa de este y violar a la corregidora en venganza. Porque evidentemente no puede pensarse en una relación sexual consentida en que sólo con verlo la corregidora caerá rendida, cuando es descrito él como más feo que Picio, no se conocen ambos, pertenecen a clases sociales distintas y separadas -ella tiene apellido compuesto- entre las que sería impensable una relación de igualdad, y además ella, madre de familia con varios hijos, es descrita como muy piadosa y, por si fuera poco, era sabido que estaba  embarazada de su marido. Vamos, que el molinero se propone violar a una mujer en venganza por las relaciones sexuales consentidas que el marido de esa mujer tiene con la molinera. Y ahí está, como siempre, esa confusión entre sexo consentido y sexo forzado, del que en todo caso la responsabilidad y el daño son de y para la mujer.

Qué tiempos aquellos, verdad, en que un corregidor y un molinero podían hablar, tranquilamente, de matar a sus respectivas mujeres por adúlteras.  Qué tiempos aquellos en los que el alcalde, cómplice del corregidor, le pega a su propia mujer la paliza cotidiana, y eso se dice en la enumeración divertida de cosas que ha hecho en el día, y luego se va a dormir con ella, y es normal.

Qué tiempos, en definitiva, en que matar era gratis si se mataba a una mujer, pegar a una mujer era normal y divertido, en que era divertido violar a una mujer por venganza de lo hecho por terceros, en que prevaricar no tenía consecuencias, en que a quien hay que reprender es a la mujer y la verdadera autoridad es la religiosa:

«Una vez reunida la tertulia, el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que, por lo mismo que habían pasado ciertas cosas en aquella casa, sus canónigos y él seguirían yendo a ella lo mismo que antes, para que ni los honrados Molineros ni las demás personas allí presentes participasen de la censura pública, solo merecida por aquel que había profanado con su torpe conducta una reunión tan morigerada y tan honesta. Exhortó paternalmente a la señá Frasquita para que en lo sucesivo fuese menos provocativa y tentadora en sus dichos y ademanes, y procurase llevar más cubiertos los brazos y más alto el escote del jubón; aconsejó al tío Lucas más desinterés, mayor circunspección y menos inmodestia en su trato con los superiores; y acabó dando la bendición a todos y diciendo: que como aquel día no ayunaba, se comería con mucho gusto un par de racimos de uvas.«

Y qué época en que la dieta mediterránea, esa que jamàs ha existido en España, como sabe cualquiera que haya leído novelas del siglo XIX y literatura anterior, consistía en hincharse a chocolate dos veces diarias y comer huevos fritos cada día y la fruta, ni mencionarla, salvo como algo de lujo:

«De cómo vivía entonces la gente.
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a misa de prima, aunque no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (este con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora los que la tenían, no sin hacerse calentar primero la cama durante nueves meses del año…!«

Ah, qué tiempos donde el tráfico de influencias era normal, y la prevaricacion a secas algo encantador:

«Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad… Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos… En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles… lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan de aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.
-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.
Ni lo uno ni lo otro. El Molinero solo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquel en tenerse ganada la voluntad de regidores, canónigos, frailes, escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar a todo el mundo.
-«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado», decíale a uno. «Vuestra Señoría (decíale a otro) va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala o la contribución de frutos-civiles». «Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda». «Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X». «Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H». «Es menester que me haga usarcé una escriturilla que no me cueste nada». «Este año no puedo pagar el censo». «Espero que el pleito se falle a mi favor». «Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado». «¿Tendría su merced tal cosa de sobra?». «¿Le sirve a usted de algo tal otra?». «¿Me puede prestar la mula?». «¿Tiene ocupado mañana el carro?». «¿Le parece que envíe por el burro?…».
Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado… «Como se pide».
Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.«

Ah, y se trata de un hermoso ejemplo de amor conyugal basado inusualmente en la confianza recíproca, se lee por ahí. El molinero decide no matar a su mujer, y al corregidor, no porque crea que no se debe matar a unos adúlteros, o porque no se debe matar a una mujer y a un hombre sin certeza del adulterio, o porque no tenga derecho a hacerlo o porque le dé pena o reparo o porque sea inadmisible matar. No. No mata porque el corregidor es poderoso y teme que no se crean el adulterio y lo ahorquen. Y entonces decide vengarse violando a la esposa del corregidor. Qué gran amor conyugal de ambos, con la molinera, que tan contenta se queda con quien pensó matarla y violar a otra.

Esa es la España idílica que describe en un cuento publicado en 1874 un escritor que al parecer en 1874 consideraba deseable todo eso. Qué bonitas las leyendas, porque, claro, esto además al parecer está inspirado en una leyenda tradicional.

Ay, esos escritores costumbristas, qué bien escriben algunos y cómo se les ve el plumero Ancien Régime pero muy, pero que muy Ancien, para ser un cuento publicado en 1874.

¿O no es tan Ancien Régime? A ver si es que ni va ser tan Ancien.

Verónica del Carpio Fiestas